COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT HUMANIDADES
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Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada
Universitat de València
Ramón Cotarelo
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia
Mª Teresa Echenique Elizondo
Catedrática de Lengua Española
Universitat de València
Juan Manuel Fernández Soria
Catedrático de Teoría e Historia de la Educación
Universitat de València
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Catedrático de Ciencia Política y de la Administración
Universitat de València
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Catedrático de Geografía Humana
Universitat de València
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Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones
Universidad Carlos III de Madrid
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TEORÍA Y PRÁCTICA EDUCATIVA DE LOS DERECHOS HUMANOS
José María Enríquez Sánchez
Cristina Pérez Rodríguez
Lourdes Otero León
David Pérez Rodríguez
Enrique Ferrari Nieto
Valencia, 2015
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Prólogo
Aunque existe un sentido propio de los Derechos Humanos, no por ello deja de ser habitual oír en el debate cotidiano todo tipo de discursos vagos en alusión a estos derechos, usándolos poco más que como una apelación persuasiva, emotiva, acaso escandalosa, pero sin un claro referente. Antes bien, su recurso suele anunciar cierta consideración personal acerca de un caso o acontecimiento que por perturbador es sentido como injusto.
Dése cuenta el lector del último término empleado: hablamos de “injusticia” y no de “desgracia”, porque comprendemos que con el primero de los términos se da una suerte de agente responsable de un mal social, y en tanto que este mal pudo ser evitado. Así, de manera corriente, distinguimos la desgracia de la injusticia.
Pues bien, como decíamos, en muchas ocasiones la alusión que se hace a los Derechos Humanos se enmarca en una tentativa de reproche por esos descuidos y sus efectos, sabedores de que éste, el de los Derechos Humanos, es un concepto amable —si se nos permite la expresión— que con facilidad mueve hacia el consenso. De esta manera, usualmente, los Derechos Humanos son exhortados discursivamente ante situaciones de desgaste, merma, deterioro, abuso o transgresión particularmente grave de los modernos derechos de ciudadanía, los vinculados al principio de la libertad; pero también son invocados en un discurso especialmente sensible ante un agravio del que se tiene noticia por el escándalo que producen las consecuencias de determinadas desigualdades sociales.
Igualmente, junto a la concepción amable que hemos apuntado, no resulta inusual que se dé también una apelación patética en el juego retórico del que se sirve lo políticamente correcto, pero sólo de tal forma que las grandes cuestiones sociales que incidentalmente han afectado nuestra sensibilidad se traducen en una mera compostura como única respuesta ante estas injusticias, siendo en ocasiones también la mirada de los demás la que conmina a ello; de modo tal que si así conviene, en un intento de concordar con todos, o cuanto menos el fingir este acuerdo, resulta sencillo aludir a los grandes principios éticos y políticos, esos que suelen escribirse con mayúscula, como Libertad, Igualdad, Justicia… Otras tantas nociones presumiblemente no problemáticas sobre las que parece haberse establecido un consenso tácito que no parece seguirse de modas o caprichos, por lo que siempre presumimos que en todo tiempo y lugar es de esperar que se reciba una misma respuesta en forma de aprobación o reproche por parte de la gente. Justamente esta importancia concedida al favor público es la que impide también que nadie se exprese abiertamente en contra de esos amplios principios éticos y políticos a los que nos referíamos. Pero sin esas antepuestas mayúsculas, al aplicar estos principios generales a situaciones concretas, es más habitual ver cómo se van introduciendo apostillas que acentúan ya un cierto afán de excepción, precisamente porque ceñidos al caso concreto es más difícil mantener el compromiso del primer consenso, meramente simulado.
Y así ocurre también con los Derechos Humanos y su afán de universalidad. Quedamos bien al aludirlos en abstracto, máxime cuanto por ello podamos vernos aventajados. Pero cosa distinta es ya comprobar a qué nos obliga realmente este tipo de discurso. Y entonces resulta fácil comprobar cómo aquellas anteriores respuestas empiezan a reemplazarse por otras más rácanas en la extensión de estos principios de los que antes alardeábamos ante el pequeño o nutrido público que nos atendía.
Uno de los motivos de que esto ocurra es que acostumbrados como estamos a querer ser sujetos de excepción, el deber impuesto por la máxima moral con pretensión de universalidad es una carga harto excesiva de sobrellevar. Pero para no ser incoherentes, en nuestro disimulo, fácil es que la apelación a los Derechos Humanos —así como a cualquier otra máxima ética y política exigente de deber— no se trate más que de una abstracción que a nada nos compromete.
En este embrollo al que nos han conducido los distintos usos inespecíficos dados al término, no habrá de resultarle chocante al lector que nos refiramos también a un uso instrumental de esta noción de la que, en no pocas ocasiones, nos aprovechamos como una coartada para justificar intervenciones militares que antes parecen atender a propósitos geopolíticos y económicos que a una verdadera defensa de las personas y de sus condiciones de vida. Como se comprueba en el hecho de que los actores poderosos únicamente parecen haberse mostrado caprichosamente interesados en la protección de los Derechos Humanos (vía injerencia bélica) en regiones donde tienen intereses estratégicos y se han apartado de aquellos otros territorios donde no existen estas recompensas. Solo que como se ampara en este término que reúne una fuerte carga emotiva capaz de suscitar sentimientos afables entre sus destinatarios, aun a sabiendas de esta manipulación, preferimos que, en aras de proteger nuestra conciencia, se arguya que como estos reprimidos no son capaces de alzar el discurso de los Derechos Humanos como queja enérgica, se torna necesario que sea otro, acaso preponderante, quien lo intente hacer efectivo. Y aunque en esta acción exhibida se diluya ya el principio que lo justificaba, poco importa que esto ocurra pues, urgidos por perentorias exigencias, en ningún momento se ha estado atento a preocupaciones teóricas de fuste, perdiéndose así todo su sentido práctico. Porque lo que no podemos olvidar es que el de los Derechos Humanos es, antes que otra cosa, un concepto ético; lo que no obsta para que sea uno de los más usados en la cultura jurídica y política reciente. No en vano se puede decir que tiene esta noción cierto resabio de la idea del derecho natural como freno a la arbitraria voluntad de quienes detentan el poder. Y, por lo mismo, de cierta función reguladora de la legitimidad de los sistemas políticos y de los ordenamientos jurídicos. Y es que esta noción que se nos revela como un ideal común, está fuertemente amarrada al núcleo de lo que considerar una buena convivencia política.
Pues bien, en atención a esto último, a la recuperación de este sentido propio de los Derechos Humanos, hemos desarrollado el siguiente trabajo, tratando de depurar de su discurso esas otras adherencias improcedentes e intentando llevar a cabo una comprehensión cabal de estos principios y sus alcances. Pero este propósito, que no es otro que el de la enseñanza de los Derechos Humanos referida a su historia (configuración) y filosofía (fundamento), y que establece los objetivos conceptuales de una mínima atención al sentido propio de los Derechos Humanos, hay que completarlo con una educación en los Derechos Humanos y con las vistas puestas en el desenvolvimiento ciudadano. Se trata, en definitiva, de un proceso educativo asentado en una concepción amplia de la educación en valores (entendiendo por tal los principios de los juicios morales, y no solamente el sentido moral que hemos ido adquiriendo en el entorno social en el cual nos desenvolveremos); y educar para los Derechos Humanos implica rastrear el sentido auténtico de valores controvertidos e interpretables como los de libertad e igualdad; pero también, al mismo tiempo, cuestionar aquéllos otros —no menos discutidos— a los que se intenta enfrentar discursivamente. Y precisamente en esta pugna adquiere verdadero sentido hablar de una educación amplia en valores. Una educación —faltaría por completar— capaz de hacer que sea posible exhibirlos en el propio comportamiento.
Esta última afirmación no disimula la importancia que tiene el funcionamiento de la Escuela y la actitud del profesorado en este proceso. De hecho consideramos que en el ámbito práctico en el que se desenvuelve toda exposición referida a los Derechos Humanos es nuestra propia conducta lo que mejor ejemplifica el concepto que se pretende destacar, de manera tal que en dicha demostración —como decíamos— se permita al alumno (en cualquiera de sus etapas educativas) vivenciar el principio práctico que de esta manera se le quiere transmitir.
En definitiva, cualquier aproximación a los Derechos Humanos que se pretenda seria, exacta y minuciosa, como no puede ser de otro modo, requiere por parte del docente una considerable comprensión de la esencialidad de los mismos (qué son los Derechos Humanos), es decir, un maduro entendimiento del alcance de lo que se está transmitiendo y una clara conciencia de cómo se está comunicando y con qué propósito. Esta triple concienciación de la tarea docente, y de los autores de esta obra, justifica las tres partes en las que hemos dividido nuestro trabajo y que tras este punto comienza.
Primera parte
Enseñanza de los Derechos Humanos
1. UN APUNTE HISTÓRICO SOBRE LOS DERECHOS HUMANOS
Ya en el prólogo de este trabajo referimos que para tratar de los Derechos Humanos sensu stricto debíamos abandonar otros tantos modos de emplear esta noción y que por lo general abundan en el patetismo —la mayoría de las veces—, o en su instrumentalización —en no pocas ocasiones—. En ambos discursos juega un papel nada desdeñable el uso retórico de los mismos.
De hecho nos aventuramos a generalizar que en algún momento la mayoría de nosotros hemos apelado a los Derechos Humanos como argumento o como denuncia, a sabiendas de que éste —el de los Derechos Humanos— se trata de —permítasenos la expresión— un “concepto amable” que mueve al consenso. Y es que en los grandes principios generales es fácil estar de acuerdo. Pocos de los que en verdad aprecien su posición social se mostrarán en disconformidad ante un principio general que a poco o nada parece comprometer y que, por el contrario, su cuestionamiento —siquiera meramente argumentativo— nos hace susceptibles de recibir cuanto menos un cierto reproche.
Y sin embargo, si lo que se pretende es examinar los Derechos Humanos, quizá la primera tarea sea la de romper con ese imaginario —cuando no fingido— consenso, para así poder delimitar, por lo menos conceptualmente, esta materia de estudio; pues, más allá de la presunción que nos proporcione una mera conjetura a este respecto, conocer su sentido específico nos facultará para adoptar una postura coherente con la realidad que con tan solo la apelación a estos derechos se intenta enfrentar, más allá de la limitación a una mera respuesta emotiva que inicia el circunstancial escándalo que acaso nos produce la consideración sobre alguna injusticia manifiesta.
Con todo, acostumbrados como estamos a la introducción patética en el discurso de los Derechos Humanos, resulta fácil perder su significación concreta, que va más allá de la queja moral, esto es, del breve momento de desaprobación ante un mal social evitable cuya aparición nos descorazona. Sin embargo, los así designados “Derechos Humanos”, a partir de una injusticia cuyos efectos nos sobrecogen, son exigencias éticas que desearíamos ver plasmadas en un cuerpo jurídico.
No obstante lo dicho, toda defensa patética de los Derechos Humanos, usados sólo como expresión en un discurso acorde, acaso pone de manifiesto —conscientemente o no— la conservación de un modelo iusnaturalista que tiene su fundamento jurídico (y por ende de los derechos) en una realidad anterior, previa y superior. Sin embargo, el sentido de los Derechos Humanos no se agota entre estos límites. De hecho, como tendremos ocasión de ver, los verdaderos Derechos Humanos no se corresponden con esta concepción, cuya relación ha sido forzada por la búsqueda de un fundamento ético que obliga a una cierta retrospectiva histórico-filosófica que, a su vez, si no quiere caer en un auténtico síndrome del precedente que a la larga nada explicaría, debe detener su investigación en un extremo lo suficientemente estable como para impedir que se desmorone toda esta reconstrucción. A este respecto suele ser habitual retroceder hasta los siglos XVI y XVII, cuando se produce una decisiva transposición al plano de la subjetividad de los postulados de la ley natural; pero, con ser este proceso importante, sin embargo, nada parece justificar que de este dilatado retroceso se siga una mayor comprensión de la plasmación de unos principios de derecho universal antes de los estragos de las dos Guerras Mundiales, y máxime tras las ideologías, los movimientos y los regímenes políticos totalitarios que cubrieron el panorama político europeo del pasado siglo XX (en referencia particular al nazismo), y que, así suele presentarse, fueron el síntoma de una enfermedad autoinmune que ya venía arrastrándose, al menos, desde la noción roussoniana de la volonté générale; si bien, creemos que sería más acertado decir que la falta de atención prestada a la distinción roussoniana entre voluntad general (aquella que atiende al interés común) y voluntad de todos (aquella que persigue el interés privado de una suma de voluntades particulares)1 en buena medida explica la emergencia de éstos en el seno de una sociedad políticamente madura que así lo encumbra.
Adolf Hitler aclamado por las calles de Múnich
(Alemania, 9 de noviembre de 1933)
Cuando no se atiende a esta diferencia suele decirse que esta exigencia de la voluntad general, convertida en derecho civil y político, trocó en una voluntad de las mayorías coyunturales a las que —en justa medida— se las hace corresponsables, no tanto del origen y desarrollo de la II Guerra Mundial, como de la Shoah. Genocidio que se ha convertido en un referente simbólico para tratar discursivamente de la barbarie extrema. Más en concreto, el llamado “escándalo de la Shoah” se ha convertido en una licencia retórica para expresar metonímicamente y tratar discursivamente un tipo de mal: la crueldad (y todo cuanto la rodea)2. De ahí que entre todas las cuestiones y sus controversias surgidas a partir de entonces, también se reabriera un profundo debate sobre la necesaria existencia de límites internos y externos a las mayorías como un reaseguro que imposibilitara —o cuanto menos obstaculizara— la ocasión de que se repitieran las dolorosas experiencias sufridas por la comunidad internacional, y por ciertos grupos en particular.
En el plano interno, las constituciones europeas posteriores a la II Guerra Mundial incorporaron derechos fundamentales y valores superiores como límite a la voluntad del legislador (o las consecuentes decisiones de una mayoría coyuntural). En el plano internacional fue la Declaración Universal de Derechos Humanos el documento que ha servido como referente ideológico para esta limitación. En conclusión, atendiendo a ese único documento, la locución “Derechos Humanos” acaso no sea una expresión adecuada; sin embargo, debido a la dilatada generalización de su uso como la voz de un anhelo de mejora de las circunstancias de la vida generalmente sentido por todas las personas, el uso del vocablo “derecho” quizá no sea sino una manera de reforzar esta pretensión moral. Y así sería ciertamente si el decir sobre los Derechos Humanos no pasara de ser una simple manifestación del ánimo o de la intención. Sin embargo, en el ámbito del derecho una manifestación formal de estas características tiene efectos jurídicos. Cosa distinta es que existan garantías para actuar sobre dichos efectos. No en vano recuperamos en este punto aquella conocida afirmación de Norberto Bobbio según la cual “el problema de fondo de los derechos humanos no es hoy tanto el de justificarlos como el de protegerlos”3.
Pues bien, el constitucionalismo tiene su propio recorrido, que en nuestro desarrollo no cabe más que tangencialmente, dado que nuestro propósito es tratar de los Derechos Humanos, como tales, y no confundirlos con los derechos naturales, los derechos públicos subjetivos y los derechos fundamentales. Ese es otro camino, e incluso otra historización, sin duda oportuna, pero no la que aquí nos atañe. La que aquí nos importa tiene unos límites históricos menos ambiciosos y textos concretos que son de los que nos vamos a ocupar en lo sucesivo.
1 Jean-Jacques Rousseau, El contrato social (1762), Madrid, Editorial Edaf, 1994, Libro II, capítulo IV, “De los límites del poder soberano”, pp. 75-77.
2 Puede verse a este respecto, José María Enríquez Sánchez, Desgracia e injusticia. Del mal natural al mal consentido, Madrid, Editorial Sequitur, 2015.
3 Norberto Bobbio, El tiempo de los derechos, Madrid, Editorial Sistema, 1999, p. 61.
1.1. La Carta de las Naciones Unidas
La necesidad de establecer una declaración en la que se proclamaran ciertos Derechos Humanos con carácter de reconocimiento universal no se encuentra antes de la formación de la Sociedad de Naciones (SDN) y de los esfuerzos por parte de diferentes iniciativas que surgieron al abrigo de esta Sociedad (la Academia Diplomática Internacional, la Unión Jurídica Internacional, la International Law Association, la Grotius Society, la Conferencia Interamericana de Juristas, el Instituto Americano de Derecho Internacional, etc.).
Una de las actividades más serias fue la lanzada por el Instituto de Derecho Internacional (IDI), que en 1921 creó una Comisión presidida por André Mandelstam (1869-1949) para estudiar la protección de las minorías y de los Derechos Humanos en general. Fruto del trabajo de esta Comisión fue la presentación de un proyecto de Declaración de Derechos en la sesión que el Instituto de Derecho Internacional (IDI) celebró en Nueva York en 1929. El 12 de octubre de ese mismo año se aprobaba (con 45 votos a favor, 11 abstenciones y 1 voto en contra) la Declaración de Derechos Internacionales del Hombre.
Dicha Declaración exigía el reconocimiento de derechos internacionales al margen de los garantizados por los Estados. Y dos fueron sus aspectos más destacables: la limitación que imponía al poder del Estado y la internacionalización de ciertos derechos que la parte dispositiva enumeraba. Pero lo realmente relevante de esta Declaración no fue su contenido: al fin y al cabo retomaba buena parte de los derechos que ya se habían ido configurando en épocas pretéritas, y que suelen enunciarse como antecedentes de los Derechos Humanos. Sin embargo, a diferencia de aquellos anteriores, la nueva iniciativa tenía una pretensión de internacionalidad que no terminaría de cuajar. Y aunque estos intentos no concluyeron aquí, habrían de pasar varios años para encontrarnos con otro hito importante en la prosecución de esta historia sobre la formalización jurídica de los Derechos Humanos.
El 1 de enero de 1942, en algún lugar del océano Atlántico, a bordo del USS Augusta (CA-31), el entonces presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, y el primer ministro británico, Winston Churchill, con el propósito de desplegar algunos postulados sobre los cuales fundaban sus esperanzas en un mundo mejor sobre principios que eran comunes a la política nacional de sus respectivos países, firmaron un acuerdo por el que se comprometían a defender la Carta del Atlántico, firmada el 14 de agosto de 1941, y por la que se comprometían a 1) no buscar para sus países el engrandecimiento territorial ni de ninguna otra índole; 2) no desear modificaciones territoriales que no estén de acuerdo con los deseos libremente expresados en los pueblos interesados; 3) respetar el derecho de los pueblos a elegir el régimen de gobierno bajo el cual han de vivir, deseando que se restituyan los derechos soberanos y la independencia a los pueblos que han sido despojados por la fuerza de dichos derechos; 4) esforzarse porque todos los Estados, grandes y pequeños, victoriosos o vencidos, tengan igual acceso al comercio y a las materias primas del mundo que les sean necesarias para su prosperidad económica; 5) una colaboración más estrecha entre todas las naciones para conseguir mejoras en las normas de trabajo, prosperidad económica y seguridad social; 6) el restablecimiento, después de destruida la tiranía Nazi, de una paz que proporcione a todas las naciones los medios de vivir seguros dentro de sus propias fronteras, y a todos los hombres, en todas las tierras, una vida libre de temor y de necesidad; 7) permiso a todos los hombres de cruzar libremente todos los mares, y el abandono por todas las naciones del mundo del uso de la fuerza, prestando ayuda y aliento a todas las medidas prácticas que puedan aliviar de la pesada carga de los armamentos a los pueblos que aman la paz; y 8) la necesidad de crear un nuevo sistema de seguridad colectiva, más eficaz que la vieja Sociedad de Naciones (SDN). Sería un primer proyecto de lo que más tarde constituiría la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Pocos meses después, el 1 de enero de 1942, 26 de los países aliados durante la Segunda Guerra Mundial (Estados Unidos, Reino Unido, URSS, República China, Australia, Bélgica, Canadá, Costa Rica, Cuba, Checoslovaquia, República Dominicana, El Salvador, Grecia, Guatemala, Haití, Honduras, India, Luxemburgo, Países Bajos, Nueva Zelanda, Nicaragua, Noruega, Panamá, Polonia, Sudáfrica y Yugoslavia) realizaron una nueva declaración, a la que se adherían los principios de la Carta del Atlántico (después se sumaron ese mismo año México, Etiopía y Filipinas, y al año siguiente Colombia, Irán, Brasil y Bolivia, y en los sucesivos Francia, Liberia, Perú, Chile, Argentina…).
En 1943, en la conferencia celebrada por los aliados en Teherán, el presidente Roosevelt sugirió la idea de formar una nueva organización de Naciones Unidas que, de algún modo, viniera a reemplazar a la fracasada Sociedad de Naciones (SDN) fundada en 1919, tras el final de la I Guerra Mundial. A esta conferencia le seguiría otra celebrada en Dumbarton Oaks (también conocida como “Conversaciones de Washington para la Organización de la Paz Internacional y la Seguridad”), del 21 al 29 de agosto de 1944, en la que se acordó por parte de los miembros asistentes de los Estados Unidos, la Unión Soviética, Reino Unido y la República de China, la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), una asociación de gobierno mundial para facilitar el Derecho, la Paz y la Seguridad Internacional, así como favorecer el desarrollo económico y social, los asuntos humanitarios y los Derechos Humanos.
No obstante, fue necesario llegar al año 1945 cuando en la Conferencia de Yalta, celebrada en el mes de febrero, se resolvió constituir un nuevo organismo sobre los propósitos que esta nueva organización se había planteado en la Conferencia de Dumbarton Oaks. Estos esfuerzos se terminaron de concretar en la Conferencia de San Francisco, celebrada el 25 de abril de ese mismo año. Meses después, el 26 de junio de 1945, con la firma de la Carta de las Naciones Unidas, se instituyó este gran organismo internacional de gobierno global que, desde el 24 de octubre de 1945, facilita —desde su sede en Nueva York— la cooperación en estos asuntos.
Ello no obsta para que la aprobación y discusión sobre una serie de enmiendas hiciera que alguno de sus artículos entrara en vigor tiempo después4. Pero, aun tratándose de enmiendas importantes para el funcionamiento de este organismo internacional, en lo primordial —objetivos, propósitos y principios— no varió. Desde el principio su preámbulo asentaba:
Nosotros los Pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles, a reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, a crear condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia y el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del derecho internacional, a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad, y con tales finalidades a practicar la tolerancia y a convivir en paz como buenos vecinos, a unir nuestras fuerzas para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, a asegurar, mediante la aceptación de principios y la adopción de métodos, que no se usará la fuerza armada sino en servicio del interés común, y a emplear un mecanismo internacional para promover el progreso económico y social de todos los pueblos, hemos decidido unir nuestros esfuerzos para realizar estos designios. Por lo tanto, nuestros respectivos Gobiernos, por medio de representantes reunidos en la ciudad de San Francisco que han exhibido sus plenos poderes, encontrados en buena y debida forma, han convenido en la presente Carta de las Naciones Unidas, y por este acto establecen una organización internacional que se denominará las Naciones Unidas.
Así concluido el preámbulo dará comienzo su parte articular: 111 artículos, divididos en 18 capítulos, siendo sobre todo el primero de estos capítulos el que recoge los propósitos (art. 1) y los principios (art. 2) por los que se regirán las Naciones Unidas.
Los propósitos de las Naciones Unidas son:
1. Mantener la paz y la seguridad internacionales, y con tal fin: tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz, y para suprimir actos de agresión u otros quebrantamientos de la paz; y lograr por medios pacíficos, y de conformidad con los principios de la justicia y del derecho internacional, el ajuste o arreglo de controversias o situaciones internacionales susceptibles de conducir a quebrantamientos de la paz;
2. Fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos, y tomar otras medidas adecuadas para fortalecer la paz universal;
3. Realizar la cooperación internacional en la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario, y en el desarrollo y estímulo del respeto a los Derechos Humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión; y
4. Servir de centro que armonice los esfuerzos de las naciones por alcanzar estos propósitos comunes.
Para la realización de los propósitos consignados en el artículo 1, la reciente Organización y sus Miembros procederán de acuerdo con los siguientes principios:
1. La Organización está basada en el principio de la igualdad soberana de todos sus Miembros.
2. Los Miembros de la Organización, a fin de asegurarse los derechos y beneficios inherentes a su condición de tales, cumplirán de buena fe las obligaciones contraídas por ellos de conformidad con esta Carta5.
3. Los Miembros de la Organización arreglarán sus controversias internacionales por medios pacíficos de tal manera que no se pongan en peligro ni la paz y la seguridad internacional ni la justicia.
4. Los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas.
5. Los Miembros de la Organización prestarán a ésta toda clase de ayuda en cualquier acción que ejerza de conformidad con esta Carta, y se abstendrán de dar ayuda a Estado alguno contra el cual la Organización estuviere ejerciendo acción preventiva o coercitiva.
6. La Organización hará que los Estados que no son Miembros de las Naciones Unidas se conduzcan de acuerdo con estos principios en la medida que sea necesaria para mantener la paz y la seguridad internacionales.
7. Ninguna disposición de esta Carta autorizará a las Naciones Unidas a intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados, ni obligará a los Miembros a someter dichos asuntos a procedimientos de arreglo conforme a la presente Carta; pero este principio no se opone a la aplicación de las medidas coercitivas prescritas […]6
Para cumplir con estos cometidos se establecen como órganos principales de las Naciones Unidas: una Asamblea General (principal órgano deliberativo de la Organización de las Naciones Unidas), un Consejo de Seguridad (que tiene la responsabilidad primordial de mantener la paz y la seguridad internacionales, por lo que es el único órgano de la ONU cuyas decisiones los Estados Miembros, conforme a la Carta, están obligados a cumplir), un Consejo Económico y Social (foro en el que se examinan y debaten las cuestiones económicas, sociales y ambientales del mundo, y es también órgano encargado de formular recomendaciones de política), un Consejo de Administración Fiduciaria (autorizado a examinar y debatir los informes presentados por la autoridad administradora respecto del adelanto político, económico, social y educativo de la población de los territorios en fideicomiso y, en consulta con la autoridad administradora, a examinar peticiones provenientes de los territorios en fideicomiso y realizar visitas periódicas y otras misiones especiales a esos territorios), una Corte Internacional de Justicia (encargada de decidir las controversias jurídicas entre Estados; aunque también emite opiniones consultivas sobre cuestiones que pueden someterle órganos o instituciones especializadas de la ONU) y una Secretaría (que presta servicios a los demás órganos principales de las Naciones Unidas y administra los programas y las políticas que éstos elaboran desde la administración de las operaciones de mantenimiento de la paz y la mediación en controversias internacionales hasta el examen de las tendencias y problemas económicos y sociales y la preparación de estudios sobre Derechos Humanos y desarrollo sostenible), así como también, de acuerdo con las disposiciones de la Carta, se podrán establecer los órganos subsidiarios (comités, comisiones, juntas, consejos, grupos de trabajo y otros) que se estimen necesarios (art. 7).
Durante la celebración de Conferencia de San Francisco las delegaciones latinoamericanas manifestaron que la futura Organización debería asumir responsabilidades en la protección internacional mediante un catálogo de derechos y deberes. Y en ese sentido México y Panamá proponían que se incluyera una Declaración en el propio texto de la Carta. Sin embargo, esta propuesta se encontró con el rechazo de los llamados “Cuatro Grandes” (Estados Unidos, Gran Bretaña, Unión Soviética y China), pues de aprobarse un documento de esas características en la Carta también se estaría cuestionando la soberanía de cada país, sobre todo teniendo en cuenta que estas grandes potencias tenían en esos momentos serios problemas con parte de su población: Estados Unidos se enfrentaba a la cuestión de la discriminación racial, la Unión Soviética todavía mantenía sus gulags, y Reino Unido (como Francia) seguía disfrutando de grandes imperios coloniales7. Así que, con esta negativa enfrentada, Panamá propuso que en el informe del Comité que había redactado la Carta se recomendase que, una vez creada la Organización de las Naciones Unidas, ésta se embarcase inmediatamente en la elaboración de una Declaración de Derechos Humanos. Propuesta que fue recogida en el capítulo IX, artículo 55: “Con el propósito de crear las condiciones de estabilidad y bienestar necesarias para las relaciones pacíficas y amistosas entre las naciones, basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos, la Organización promoverá: 1) niveles de vida más elevados, trabajo permanente para todos, y condiciones de progreso y desarrollo económico y social; 2) la solución de problemas internacionales de carácter económico, social y sanitario, y de otros problemas conexos; y la cooperación internacional en el orden cultural y educativo; y 3) el respeto universal a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión, y la efectividad de tales derechos y libertades”.
Esta hercúlea tarea, promovida por la Asamblea General (en virtud del artículo 13.1), se le asigna al Consejo Económico y Social (arts. 62.1 y 2); si bien este órgano sólo tiene la tarea de recomendar el respeto a los Derechos Humanos y las libertades fundamentales, pero es a los propios Estados, a los que compete su realización en su propio territorio, siendo el artículo 56 el que conmina a éstos (de forma conjunta o separada) a que se comprometan con lo establecido en el artículo 55. Y así, en cumplimiento con el artículo 68 de la Carta, se creó, en febrero de 1946, una Comisión formada por 18 juristas de distintos países, concluyendo su primera (y a la postre única) tarea en 1948: la elaboración de una Declaración Universal de Derechos Humanos.
Esta Comisión de Derechos Humanos, como órgano subsidiario del Consejo Económico y Social (ECOSOC) se planteó en su inicio un triple objetivo: aprobar primero una Declaración, luego un Pacto, y por último un proyecto de Tratado. Sin embargo, como ya anticipamos, este compromiso supondría la renuncia de su soberanía por parte de los Estados, y pocos estaban dispuestos a asumir tal compromiso, por lo que finalmente se optó por un objetivo único: la elaboración de un solo documento declarativo, esto es, sin valor jurídico vinculante para los Estados, pero con una notable carga ideológica que, en plena Guerra Fría (1947-1985), dificultaba alcanzar un consenso mayor en este asunto8.
No es de extrañar, por lo tanto, que la debilidad de los acuerdos alcanzados en la elaboración del texto final motivara la urgencia de su aprobación: tras una ardua tarea, finalmente, en la medianoche del 10 de diciembre de 1948, en el Palacio de Chaillot de París, tuvo lugar la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) por la Asamblea General de las Naciones Unidas, que contó con 48 votos a favor y 8 abstenciones (República Socialista Soviética de Bielorrusia, Checoslovaquia, Polonia, Yugoslavia, la República Socialista Soviética de Ucrania, la Unión Soviética, la Unión Sudafricana y Arabia Saudí)9.
No obstante, este no es el único y ni tan siquiera el más relevante de los documentos internacionales que agota nuestro interés a este respecto. En los años sucesivos otros documentos vendrían a completar la debilidad de éste. Nos referimos a los dos Pactos Internacionales que, junto con la Declaración, forman lo que comúnmente se conoce como “Carta Internacional de los Derechos Humanos”.
4 Dichas enmiendas afectaban a artículos muy concretos (los enumerados 17, 23, 27, 61 y 109), sobre la función y poderes encomendados a la Asamblea General (principal órgano deliberativo de la Organización de las Naciones Unidas), sobre la composición del Consejo de Seguridad (que aumentó el número de miembros del Consejo de Seguridad de once a quince) y su sistema de votación (que estipula que las decisiones del Consejo de Seguridad serán tomadas por el voto afirmativo de nueve miembros, cuando anteriormente establecía siete), la composición del Consejo Económico y Social (que aumentó el número de miembros del Consejo Económico y Social, primero de dieciocho a veintisiete, después se volvió a aumentar el número de miembros del Consejo a cincuenta y cuatro), y sobre las reformas a esta Carta (disponiendo que se podrá celebrar una Conferencia General de los Estados Miembros con el propósito de revisar la Carta, en la fecha y lugar que se determinen por el voto de las dos terceras partes de los Miembros de la Asamblea General, y por el voto de cualesquiera nueve miembros del Consejo de Seguridad).
5 De conformidad con el capítulo II, artículo 3, “son Miembros originarios de las Naciones Unidas los Estados que habiendo participado en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Organización Internacional celebrada en San Francisco, o que habiendo firmado previamente la Declaración de las Naciones Unidas de 1 de enero de 1942, suscriban esta Carta y la ratifiquen”. Pero además, de conformidad con el artículo 4.1, “podrán ser Miembros de las Naciones Unidas todos los demás Estados amantes de la paz que acepten las obligaciones consignadas en esta Carta, y que, a juicio de la Organización, estén capacitados para cumplir dichas obligaciones y se hallen dispuestos a hacerlo”. Aunque se insiste en la buena fe, “la admisión de tales Estados como Miembros de las Naciones Unidas se efectuará por decisión de la Asamblea General a recomendación del Consejo de Seguridad” (art. 4.2). En la actualidad 193 Estados son Miembros de esta Asamblea, el principal órgano deliberativo de formulación de políticas de las Naciones Unidas que proporciona un foro para el debate multilateral, de forma intensiva de septiembre a diciembre (o durante más tiempo si fuese necesario), a propósito de toda la gama de cuestiones internacionales que abarca la Carta.
6 En concreto, las que se prescriben el capítulo VII (artículos 39 a 51), que van desde medidas preventivas que no perjudicaran los derechos (como pueden ser la interrupción total o parcial de las relaciones económicas y de las comunicaciones ferroviarias, marítimas, aéreas, postales, telegráficas, radioeléctricas, y otros medios de comunicación, así como la ruptura de relaciones diplomáticas) hasta medidas coercitivas (demostraciones, bloqueos y otras operaciones ejecutadas por fuerzas aéreas, navales o terrestres de Miembros de las Naciones Unidas), como último recurso. Es lo que se conoce como “derecho de interferencia humanitaria”, como responsabilidad que asumen algunas naciones para beneficio de poblaciones victimizadas. Así, los Derechos Humanos suponen, a partir de este tipo de discurso, una obligación de intervenir, violentamente si fuera necesario, para imponer la paz (peace-enforcement); si bien no es esta la única forma de misión de paz, con lo que convendría referir, además, otros esfuerzos como el mantenimiento de la paz (peace-keeping) que supone una acción militar bajo el mandato de la ONU con el consentimiento de las partes para mantener y hacer respetar un alto del fuego; el restablecimiento de la paz (peace-making), que incluye negociación y mediación para acercar a las partes de manera no coercitiva, aunque puede decidirse un despliegue preventivo de fuerzas militares para forzar a la paz a las partes beligerantes; y la consolidación de la paz (peace-building), que prevé desarrollar las infraestructuras políticas, económicas y de seguridad para resolver un conflicto de manera duradera. Pues bien, todos estos tipos requieren del despliegue de fuerzas multinacionales, los llamados “cascos azules”. Sin embargo, estas son unas medidas a cada cual más extrema, por lo que antes, de acuerdo con el capítulo VI de la Carta de Naciones Unidas, “las partes en una controversia cuya continuación sea susceptible de poner en peligro el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales tratarán de buscarle solución, ante todo, mediante la negociación, la investigación, la mediación, la conciliación, el arbitraje, el arreglo judicial, el recurso a organismos o acuerdos regionales u otros medios pacíficos de su elección” (33.1). Pero de no llegar a un arreglo, según lo establecido por el capítulo VII de esta misma Carta, “a fin de evitar que la situación se agrave, el Consejo de Seguridad, antes de hacer las recomendaciones o decidir las medidas de que trata el artículo 39, podrá instar a las partes interesadas a que cumplan con las medidas provisionales que juzgue necesarias o aconsejables (art. 40); y de incumplirse estas medidas entonces el Consejo de Seguridad —en virtud del artículo 41 de esta Carta— podrá decidir qué medidas que no impliquen el uso de la fuerza armada han de emplearse para hacer efectivas sus decisiones”, y que podrían comprender la interrupción total o parcial de las relaciones económicas y de las comunicaciones ferroviarias, marítimas, aéreas, postales, telegráficas, radioeléctricas, y otros medios de comunicación, así como la ruptura de relaciones diplomáticas, sea a través de una suspensión —como se establecía en el artículo 5 de la Carta—, sea por expulsión como Miembro de las Naciones Unidas —según establece el artículo 6—. Y ya, por último, si el Consejo de Seguridad estimare que estas medidas pueden ser inadecuadas o han demostrado serlo, podrá ejercer, por medio de fuerzas aéreas, navales o terrestres, la acción que sea necesaria para mantener, restablecer o imponer la paz y la seguridad internacionales (art. 42); para lo cual —de acuerdo con el artículo 43— todos los Miembros de las Naciones Unidas, con e1 fin de contribuir a la protección de la paz y la seguridad internacionales, se comprometen a poner a disposición del Consejo de Seguridad, cuando éste lo solicite, y de conformidad con un convenio especial o con convenios especiales, el número y clase de las fuerzas, su grado de preparación y su ubicación general, como también la naturaleza de las facilidades y de la ayuda que habrán de darse para el propósito de mantener la paz y la seguridad internacionales.
7 Aunque la Carta no hacia omisión de los territorios no autónomos, es decir, para las colonias que en ese momento regentaban muchos de los países firmantes de este documento, fue necesario todavía que esta situación quedara paliada con la Resolución 637 de la Asamblea General de 16 de diciembre de 1952, en la que se reconoció que el derecho de todos los pueblos y naciones a disponer de sí mismos “es una condición previa del goce de todos los derechos fundamentales del hombre”.
8 El margen temporal que hemos destacado señala, respectivamente, el fin de la postguerra (1947) y el inicio de la Perestroika (1985). Sin embargo puede establecerse un margen más amplio, desde el final de la II Guerra Mundial (1945) hasta la disolución de la Unión Soviética (1991).
9 No debemos perder de vista que en esta época la ONU estaba compuesta todavía por un número reducido de Estados, dado que aún persistía el vasto impero colonial, razón por la cual la mayor parte de los países (la mayoría de los que hoy se engloban dentro de la noción de “tercer mundo”) estuvo ausente del debate y de su aprobación.