COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT HUMANIDADES

Manuel Asensi Pérez

Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada

Universitat de València

Ramón Cotarelo

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia

Mª Teresa Echenique Elizondo

Catedrática de Lengua Española

Universitat de València

Juan Manuel Fernández Soria

Catedrático de Teoría e Historia de la Educación

Universitat de València

Pablo Oñate Rubalcaba

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración

Universitat de València

Joan Romero

Catedrático de Geografía Humana

Universitat de València

Juan José Tamayo

Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones

Universidad Carlos III de Madrid

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GUATEMALA: GOBIERNO, GOBERNABILIDAD, PODER LOCAL Y RECURSOS NATURALES

Autores:

J. T. Way

C. James MacKenzie

Gema Sánchez Medero

Rubén Sánchez Medero

Omar Sánchez-Sibony

Elisabet Dueholm Rasch

Nicholas Copeland

David Carey Jr.

William F. Vásquez

Emilio Sánchez Rojas

Eduardo Arranz Bueso

Prólogo de:

Renzo Rosal

Valencia, 2016

Copyright ® 2016

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JOAN ROMERO GONZÁLEZ

Catedrático de Geografía Humana

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PRÓLOGO 1

ANDRÉS ARIAS ASTRAY

Vicerrector de Relaciones Internacionales y Relaciones Institucionales

Cuando se prologa la obra de una compañera a la que se valora y aprecia, es inevitable correr ciertos riesgos. Si el prologuista se decanta por enumerar y describir los valores objetivos del texto que ha de presentar, puede acontecer que, como ocurre en este caso, se le acuse de parcial y de exagerar en extremo y positivamente el juicio por tener amistad y afecto con sus autores. Si, en cambio, ese mismo prologuista apuesta por ceñirse a lo institucional, al ser parte de su función el escribir breves y convencionales líneas para anteceder trabajos apoyados por convocatorias que, como la VIII de Cooperación al Desarrollo, son promovidas por el Vicerrectorado que ocupa, lo más normal es que sea acusado de frío, perezoso y hasta de mal amigo.

Qué hacer, entonces, ante la petición que la profesora Gema Sánchez Medero me trasladó, allá por el mes de junio de 2014, cuando en su amable y realista correo electrónico me decía que me veía poco por la Facultad de Trabajo Social (la suya, la mía), que le hacía mucha ilusión que prologase su trabajo, pero que entendía si no tenía tiempo para hacerlo. Pues, por una parte, decirle inmediatamente que sí, como hice. Por otra, darle muchas vueltas, como también he hecho, e intentar evitar los dos riesgos mencionados. Eso sí, todo ello para terminar cayendo en la cuenta de que esa pretensión era un imposible. Y además, poca importancia tenía todo ello pues parece que los prólogos no los lee nadie. Ahí va, por lo tanto, este prólogo que es incondicionalmente positivo ante los autores, sus colaboradores y su obra y que, además, está lleno de los típicos lugares comunes en este tipo de encargos.

El proyecto Poder local, incidencia política y gobernabilidad en temas de justicia ambiental, defensa del territorio y derechos de los pueblos indígenas en Comunidades Mayas de Guatemala”, del que se deriva, como uno de sus múltiples “productos”, el texto aquí prologado, ya fue positivamente valorado antes de ver la luz por quienes, de manera ciega y anónima, se encargaban de seleccionar las iniciativas que habrían de optar a subvención en la VIII Convocatoria de proyectos de cooperación al desarrollo de la UCM. Era un proyecto que, liderado por la Profesora Sánchez Medero, daba oportuna respuesta a los objetivos que nuestra universidad, como institución pública, se ha venido marcando en materia de cooperación mediante la Formulación de Programas y Acciones conjuntos con instituciones externas, dentro del Plan Director de la Cooperación Española de la AECID. Para ello, se servía del convenio de colaboración que, a iniciativa también de la profesora, firmó la Complutense con la guatemalteca Universidad Rafael Landívar.

No es mi labor ni mi intención aquí realizar aquí un recorrido por los diferentes capítulos que integran esta obra colectiva. Realizaré, en cambio, algunos comentarios generales sobre Guatemala y, al hilo de los mismos, alguna que otra referencia a las contribuciones presentadas.

Guatemala es uno de los países más afectados por las perversas y atroces estrategias utilizadas para asegurar el supuesto bienestar de los que se tienen por países desarrollados y, de modo particular, de los Estados Unidos. La United Fruit Company, conocida como el “pulpo” porque sus tentáculos alcanzaban todos los resortes del poder en los países en los que se ha asentado, ha sido la máxima responsable de que en la tierra de la “eterna primavera” solo floreciese la flor del banano y en ningún caso la verdadera democracia, la ciudadanía crítica y, junto con ellas, todas las bondades que se les aparejan: respeto a los derechos humanos, bienestar social, igualdad y justicia sociales, libertades públicas, participación, aprecio por las diferencias, etc. Como describe el profesor Way, el control genocida de los recursos de las comunidades indígenas que ejercieron los sucesivos gobiernos dictatoriales fue de tal calibre y se llegó a instalar de tal modo en la cultura guatemalteca que se terminó viviendo como algo natural.

Según apunta el profesor Carey, en una sociedad en la que el crimen y el terror conforman la cotidianidad, y en la que las instituciones que deben proteger a la ciudadanía de los mismos no son más que instrumentos para su reificación, los más débiles y, en particular, las mujeres, se convierten en las principales y más trágicas víctimas. La violencia de género contra las mujeres se transforma en violencia institucional al quedar inmunes, con la aquiescencia de los poderes públicos, los individuos concretos que la ejercen, al jugar a su favor toda la estructura legal y de supuesta protección de las víctimas.

Frente a estos poderes públicos, cómplices de las grandes compañías extranjeras, se articula una fuerza guerrillera organizada, La Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), fruto a su vez de la convergencia de diversos movimientos, tales como el Ejército Guatemalteco de los Pobres (EGP) o las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR). Serán treinta y seis años de conflicto interno y más de 200 mil muertos y desaparecidos. Hasta diciembre de 1996, que internacionalizado ya el conflicto, y sensibilizadas las Naciones Unidas y los Estados Unidos, tal fuerza revolucionaria firma el “Acuerdo de Paz Firme y Duradera” con el Gobierno Guatemalteco del momento. Serán, posterior e infelizmente, tiempos de frustración, al observarse, como analiza el Prof. MacKenzie, cómo los acuerdos alcanzados no llegaron a cumplirse realmente. Frustración, también, porque la sociedad multiétnica y pluricultural que se prometía en tal firma tampoco vería la luz. Tan sólo parecen haber quedado, como excepciones a la triste regla que venimos comentando, algunos espacios en donde la ciudadanía, el respeto por la diferencia o el fomento de la cooperación son prevalentes. Así lo ponen de manifiesto el profesor Vasquez y la profesora Rasch en los proyectos de desarrollo comunitario para la explotación de recursos naturales que analizan en el texto. Proyectos que gestionan recursos que en otros tiempos estuvieron en manos de la UNION FRUIT COMPANY. Si persisten en el tiempo es probable que sirvan de simiente para una mayor transformación. Seamos optimistas.

Tal vez este optimismo podamos encontrarlo también en los análisis que realizan los profesores Sánchez Medero y el profesor Sanchez-Sibony sobre los “Acuerdos de Paz” y sus implicaciones. Los primeros incidiendo sobre las transformaciones que han provocado en la sociedad Guatemalteca y que muy bien pueden servir para generar nuevos escenarios de convivencia. El segundo siendo también incisivo pero poniendo el acento en los debes que todavía no se perciben y que habrá que perseguir para acceder a un auténtico régimen democrático. Uno de estos debes lo subraya el prof. Copeland, cuando requiere un cambio de cultura política en Guatemala. Para alcanzar dichos cambios a más largo plazo y de gran dimensión serán necesarias, primero, la articulación de proyectos de políticas locales como las que se documentan en el capítulo del profesor Arranz y que, de modo interesante, analiza mediante técnicas bien novedosas.

Tan sólo queda, en estas escasas dos páginas, felicitar a la profesora Gema Sánchez Medero y el profesor Rubén Sánchez Medero, y a todas las personas que junto con ellos han articulado esta interesante obra, por su incansable y excelente trabajo. También agradecer, una vez más, a las dos universidades participantes, la Complutense y la Rafael Landívar, sus recursos, facilidades y apoyo institucional. Finalmente, desear que el esfuerzo académico y de cooperación aquí reflejado sirva para construir un mejor futuro para Guatemala. Un futuro cuya realidad siga siendo compleja pero que deje de estar marcada por la persecución de las comunidades indígenas, el conflicto armado y la fragilidad de los acuerdos de paz. Que sea un futuro al que se pueda mirar con optimismo y en el que sus habitantes puedan sentir que son ciudadanía.

PRÓLOGO 2

Renzo Rosal

Director de Incidencia Política de la Universidad Rafael Landívar

A partir de la década de los 90's, América Latina se ha visto envuelta en una creciente ola de conflictos por recursos naturales caracterizada por movilizaciones sociales importantes, grandes empresas públicas y privadas paralizadas por el rechazo social, e incluso por conflictos internacionales entre países que comparten aguas y masas boscosas.

En ese marco, en Centroamérica se expresa un modelo de desarrollo económico basado en la explotación de los recursos naturales bajo regímenes extractivos. Si bien la historia del área, como la de toda Latinoamérica responde a ese modelo, el presente de la región se ha vuelto más descarnado, evidente y complaciente desde los gobiernos hacia los actores productivos, nacionales y extranjeros. El modelo actual está modificando las dinámicas del capital y del propio modelo empresarial. En la práctica, termina siendo una de las pocas actividades productivas, que además de generar importantes ganancias, contribuye a contrarrestar el notable avance de los empresarios emergentes; especialmente, de aquellos cuyas fuentes de riqueza provienen de las redes criminales, entre ellas, el narcotráfico.

No solo se trata de mayores presiones sobre los recursos naturales. Los escenarios de conflictividad a nivel local y las dinámicas sociales de las comunidades que más relación tienen con la explotación de los recursos se modifican continuamente; dando lugar, en muchos casos, a procesos de resistencia pacífica, e incluso a acciones donde el recurso armado, las extorsiones y amenazas, el contubernio de las fuerzas de seguridad y el uso de ejércitos privados son herramientas que abonan en favor de la confrontación permanente.

Se trata, en tal sentido, de un modelo económico focalizado que marca pautas con dureza por las maneras como se imponen a las resistencias, manipulan a las comunidades, plantean falsas consideraciones acerca de los beneficios que se percibirán, generan un tipo de empleo que contraviene la legislación laboral nacional y los acuerdos internacionales, especialmente aquellos relacionados con la legitimidad de los derechos de las comunidades.

La historia de Guatemala solo puede entenderse desde los procesos de acumulación del capital, donde el binomio territorio-comunidades rurales resulta esencial. Esa relación, a pesar de estar marcada con nuevos ingredientes, continúa vigente y se fortalece con la nueva vigencia del régimen extractivo en las que se conjugan dinámicas globales con los procesos de acumulación basados en la modificación de las realidades locales.

Cada uno de los procesos de explotación de los recursos naturales (hidroeléctricas, minería e hidrocarburos) traduce en sus dinámicas las características centrales del modelo extractivo: desterritorizalización, reterritorialización, uso y control del territorio, anclaje en el recurso tierra, modificación del mercado laboral, aumento de las vulnerabilidades sociales y afectación de los regímenes de propiedad (privada, comunal).

Nuevas lógicas de participación, resistencia e incidencia se gestan desde los ámbitos comunitarios, dando lugar a incipientes procesos de surgimiento de nuevos sujetos sociales y políticos. Esos procesos van generando conocimientos y estrategias político-comunitarias que emergen con relativa consistencia pero que aún no alcanzan para promover nuevas formas de representación política.

¿Dónde quedan los desafíos de la Paz?

Guatemala presenta elevados niveles de conflicto social derivado de décadas de dictadura, conflicto armado interno, los altos índices de pobreza y desigualdad. Los Acuerdos de Paz de 1996 establecieron el compromiso del Estado para fortalecer el poder local y promover la inclusión de poblaciones históricamente marginadas, especialmente indígenas. Anunciaron la posibilidad de un quiebre en la historia del país, y abrió las puertas a la transformación de las instituciones del Estado para que las mismas expresaran y reflejarán las complejas diferencias étnicas, culturales y lingüísticas. Para ello, se asumieron diversos compromisos, tales como: reconocimiento de las autoridades tradicionales, establecimiento de una regionalización sobre la base de nuevos criterios, promoción de la participación ciudadana a todo nivel, y, reconocimiento de las prácticas del derecho consuetudinario.

Los obstáculos para el cumplimiento de los compromisos mencionados están relacionados con las limitaciones del sistema político guatemalteco, en términos de lograr una efectiva representación de los pueblos indígenas; la heterogeneidad de las organizaciones y corrientes políticas indígenas; los problemas que en términos de participación política arrastra la sociedad guatemalteca en su conjunto; y desde una perspectiva de larga duración, el racismo y las persistentes lógicas de exclusión.

Los Acuerdos de Paz, y la ratificación del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) son herramientas indispensables que abogan por hacer valer los derechos de los indígenas, así como para generar empoderamiento a nivel local; en la medida que se reivindica tanto el derecho consuetudinario de los pueblos indígenas, como el establecimiento de una lógica de organización y cooperación dentro de los mecanismos de toma de decisión a cualquier nivel en el que éstos se vean afectados1, como es el caso de las explotaciones de los recursos naturales que afectan sus comunidades.

El Convenio 169 de la OIT enmarca un avance sustancial en la conceptualización de los derechos indígenas, ya que determina los instrumentos jurídicos que deben contar los pueblos indígenas en la legislación nacional: igualdad de oportunidades, no discriminación en cualquier espacio social, igualdad de género, goce sin discriminación de los derechos generales de ciudadanía, participación en la toma de decisiones en instituciones electivas y políticas.

Otra de las herramientas orientadas a la participación de los pueblos indígenas, es la Ley de Consejos de Desarrollo Rural y Urbano, que desde el nivel comunitario, municipal, departamental, regional y nacional promueven mayor incidencia en la toma de decisiones y en la gestión y administración pública para llevar a cabo el proceso de planificación democrática del desarrollo.

Bajo esta lógica, los pueblos indígenas tendrían derecho de participar en el manejo, aprovechamiento, uso y goce de los recursos naturales con base a sus normas y prácticas ancestrales. Por ello, resulta de trascendencia tomar en consideración el Título IV de Información y Participación Ciudadana del Código Municipal, que reconoce el derecho de participación e información de la ciudadanía, dándoles la facultad de auditar y consultar a su vez a las comunidades o autoridades indígenas, cuando la naturaleza de un asunto determinado repercuta en particular los derechos e intereses de las comunidades indígenas de determinado municipio (Articulo 65, Código Municipal).


1 Gobierno de Guatemala (1996). Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas. Guatemala, Secretaría de la Paz. Capítulo IV, incisos 2,3 y 4.

Tendencias que presionan lo local

Guatemala enfrenta una frágil gobernabilidad. Durante la última década ha sido evidente el rechazo de varios municipios a la política minera. Esta reacción ha sido compartida y apoyada con alianzas de movimientos sociales a nivel centroamericano e incluso, a nivel regional.

El Estado guatemalteco arrastra una herencia negativa de conflicto con poblaciones locales desde los años 70, por la forma en que se impuso el proyecto de extracción de níquel en el municipio del Estor, Departamento de Izabal. Además, la conflictividad cotidiana sobre el acceso a tierra, agua y bosques ha sido fuente de ingobernabilidad y violencia recurrente a nivel local.

Los gobiernos municipales son especialmente afectados por ese fenómeno. Para muchos, son la autoridad más cercana y accesible a la población; cuando no la única. Los alcaldes suelen ser actores importantes de estos conflictos, recibiendo presiones del gobierno central, del partido político al que pertenecen, de las empresas, de la oposición local y de su propio electorado.

La población que se percibe afectada por las nuevas inversiones en minería y otro tipo de explotación de recursos naturales y las empresas mismas, suelen presionar a las instituciones públicas para que intervengan y resuelvan, apelando a su autoridad, mandatos constitucionales y legales. Son los mismos gobiernos los que otorgan licencias sin consensuarlas socialmente y los que luego reclaman derechos sobre determinados recursos naturales que han concesionado. De la misma forma, los gobiernos impulsan políticas generadoras de conflictos por estar mal fundamentadas obviando los intereses, necesidades y realidades locales.

Gobernabilidad amenazada

La gobernabilidad, tanto a escala nacional como local, está en alto riesgo ante el aumento de la intensidad de los hechos relacionados con la explotación de recursos naturales.

El proceso refleja, al menos, cinco tendencias centrales: 1) la intención de agotar a las partes, provocar un alto nivel de desgaste institucional, e incluso de provocación orientado a generar mayores niveles de conflictividad (elevar el volumen para provocar acciones de violencia desenfrenados); 2) el cuestionamiento permanente de la institucionalidad pública, buscando deslegitimar sus acciones. Las acciones y discursos usados precipitan este elemento; 3) la búsqueda de la inviabilidad de todo tipo de actividad productiva-empresarial. Impedir o retrasar indefinidamente el inicio o continuidad de operaciones, es vista como victoria táctica, que al acumularse, agotará presentes y futuras oportunidades; 4) las comunidades implicadas están divididas. Eso no abona a la gobernabilidad, ya que refuerza la presencia de actores de la criminalidad, reduce el margen de maniobra del gobierno y de quienes quieren ver salidas a la situación; 5) la institucionalidad pública tiene limitadas capacidades para buscar salidas de conjunto. En el mejor de los casos, genera disuasivos. Esas decisiones, aunque importantes, son temporales y sometidas a constantes críticas.

Esas tendencias responden a tres factores detonantes: 1) el recambio en los factores de poder económico. De la oligarquía tradicional que hegemonizó la estructura económica productiva, se ha pasado a la coexistencia entre el capital tradicional, el emergente lícito, el emergente ilícito y quienes se han enriquecido a través de expoliar los recursos públicos. Estos tres últimos se fortalecen a costa del recorte de los márgenes de maniobra del tradicional, principales impulsores de los proyectos de explotación de recursos naturales. Las dificultades a las que se enfrentan ese tipo de actividades productivas, se entiende, en parte, por el peso, capacidad de articulación territorial y mayor dinámica de las otras expresiones del capital; 2) el agotamiento de los partidos políticos, como principales canales de intermediación política, ha generado un escenario de enfrentamiento directo entre los actores económicos y quienes se oponen a los proyectos estratégicos. Las instituciones están sobrepasadas en sus capacidades de articulación e impulsoras de procesos de diálogo. Es insuficiente la capacidad del gobierno para traducir las demandas; 3) la única posibilidad de interrelación entre los capitales en pugna, es el reparto de los recursos del Estado para reproducir el sistema. Ese vínculo termina siendo el “factor de oportunidad” para impulsar la viabilidad de los proyectos.

En ese contexto, conviene profundizar en las dinámicas entre gobierno, gobernabilidad, poder local y recursos naturales como el conjunto que determina la constante de la desigualdad en el modelo económico y social de Guatemala. Los procesos de explotación de los recursos naturales representan el parte aguas para el replanteamiento del patrón de crecimiento económico acelerado que reacomoda e incluso desplaza a las élites tradicionales, ejerce una presión social ilimitada especialmente a las comunidades indígenas, y obliga a un reajuste constante de los mecanismos e instrumentos de una institucionalidad pública pasiva para privilegiar la atención de esos patrones alentadores de exclusión.

Capítulo 1
UN FUTURO QUE SE REPITE: VIOLENCIA, REGENERACIÓN Y MODERNIZACIÓN
EN LA HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE GUATEMALA

J. T. Way

Georgia State University

1. Introducción

La década de la Revolución democrática que empezó en Guatemala en 1944 transformaría permanentemente el país. La Revolución encapsuló lo mejor de la ya naciente promesa de cambio político progresista e introdujo numerosas reformas. En el contexto de la Guerra Fría, del imperialismo estadounidense y de las estructuras de desigualdad profundamente arraigadas en la nación misma, estas reformas provocaron a su vez eventos que derrocaron la Revolución y que posteriormente conducirían a la tragedia. Entre 1944 y 1986 Guatemala emergió en su forma contemporánea en múltiples sentidos. Por un lado, la forma y la estructura del Estado guatemalteco fueron fijadas, al igual que las líneas generales de actuación de sus políticas y la posición que debían ocupar en un sistema económico y político mundial en constante evolución. Por el otro lado, se produjo una evolución en la búsqueda del “pueblo guatemalteco”, un concepto que todavía busca definirse y en el que se conjugan una constelación tremendamente compleja de elementos como raza y clase, y que varían según su posición en una borrosa pero a la vez real división entre lo urbano y lo rural, así como las convulsiones de una nación que irónicamente, dada su propia tendencia a definirse como “atrasada”, ha tenido de forma consistente el tremendo potencial de estar a la vanguardia del cambio.

Qué clase de cambio y cómo iba a suceder eran no sólo las cuestiones centrales y las motivaciones promotoras de la Revolución Democrática de 1944-1954, también lo fueron la invasión anticomunista que dio paso a la época derechista y autoritaria que siguió, y una guerra civil de 36 años que empezó en 1960. A principios de la década de 1980, la guerra se había transformado en la infame violencia genocida por la que actualmente el ejército y la derecha se encuentran en entredicho. Coronando una historia de brutal terror estatal que había empezado poco después de la invasión de 1954, pero que se aceleró desmesuradamente con la profusión de los escuadrones de la muerte a mediados de la década de 1960. La marcha genocida que el ejército de Guatemala emprendió en el altiplano maya efectivamente derrocó a la guerrilla, preparando el terreno para el tan cacareado “retorno a la democracia” en 1986, fecha en la que el país volvió a una tradición todavía existente de gobierno civil. La democracia, sin embargo, le fue conferida a una nación profundamente herida y dividida, con una izquierda vencida por niveles de violencia sin precedente en la historia del continente americano y que, como tal, carecía de la riqueza de la democracia social previamente experimentada durante la Revolución de 1944-1954 (Grandin, 2004). Los Acuerdos de Paz no se firmarían hasta 1996 y, en muchos sentidos, su cumplimiento sigue siendo más un sueño que una realidad.

El año 1986 no marcó ni un fin ni un principio, sino una transición política de crucial importancia. Nada de lo que sucedió en 1986 cambió fundamentalmente Guatemala: el alto mando del ejército mantuvo un poder desproporcionado en la política nacional y los sectores económicos, para cuyos intereses el gobierno militar había sido útil, siguieron creciendo desenfrenadamente mientras Guatemala avanzaba precipitadamente hacia la nueva era de neoliberalismo. La población, profundamente fracturada, evitó, en gran medida, la guerra abierta como medio de resolución de conflictos. No obstante, los discursos, el imaginario y las divisiones que resultaron del conflicto permanecieron, dando paso a la batalla por la memoria histórica1 que todavía está en curso. Todo ello, coincide con un período de intensa comercialización, creciente consumismo y revolución en los medios de comunicación. Una serie de transformaciones que se producen con la llegada del nuevo milenio y que, sin embargo, no permiten que Guatemala deje de ser un país notablemente violento, con unos altos niveles de delincuencia e inseguridad2.

Terminar una guerra es una cosa y acabar con la violencia estructural es otra muy diferente. La historiadora Deborah Levenson, centrándose en el problema de las maras desde la década de 1980 hasta el presente, sostiene convincentemente que la disolución sangrienta del frente popular de los años setenta se combinó con las políticas neoliberales y las realidades socioeconómicas en las décadas siguientes para promover una cultura de muerte (Levenson, 2013). Se puede apreciar fenómenos relacionados en la decadencia de los proyectos estatales para construir una clase media y de los sueños de esa misma clase (Camus, 2005), en la privatización del espacio (O’Neill y Thomas, 2011), en la notable expansión del cristianismo evangélico (Garrard-Burnett, 1998 y 2011, O’Neill, 2010), en el continuo crecimiento del sector informal y la profusión de nuevas formas económicas y culturales (Nelson, 2009, Offit, 2008, Way, 2012), y en la perpetuación de los conflictos locales y las desigualdades en la era del capital global y las ONG (Burrell, 2013, González-Izás, 2013 y 2002, Oglesby, 2004 y 2007, Solano, 2005, Velásquez Nimatuj, 2008).

Sin embargo, la esperanza no está perdida para Guatemala. Si el año 1986 no marcó el fin de la dominación de la derecha en el país, como se sostiene en este capítulo —la firma de los Acuerdos de Paz en 1996 señaló más la articulación de una visión que su cumplimiento concreto—, hay que reconocer que Guatemala tiene un enorme potencial para el cambio positivo y una población que en más de una ocasión ha demostrado estar dispuesta a luchar para lograr el cambio. Hoy en día Guatemala es un país de jóvenes y, por esa razón, a pesar de todos los desafíos y retos hay esperanza. No obstante, un repaso de su pasado nos revela una historia de revolución que se repite y un deseo de modernización y modernidad sumamente guatemalteco. Si bien esta mirada hacia atrás también nos enseña el imperialismo estadounidense y el desarrollo de un capitalismo a nivel nacional basado en la extracción de materias primas y la explotación de una mano de obra barata que poco a poco logra articular un discurso en el que se combinan elementos de clase, raza y etnia, conjuntamente con la posibilidad de superarse, de acceder a una vida política activa, de ser capaces de proponer un nuevo modelo de sociedad que haga funcionar un país y de imaginar de nuevo su futuro. Todo ello, sin perder de vista el reto que supone la recuperación de la memoria histórica, la conciencia y la cultura por medio de las cuales el pueblo guatemalteco sigue luchando por definirse y superarse.

Al aproximarnos a la historia guatemalteca entre 1944 y 1986, primero y primordialmente debemos reconocer la violencia generada por la estructura de poder contra la población civil, subrayando la tragedia humana. De este modo, en un momento posterior, podremos analizar la historia en toda su complejidad, no sólo los problemas de un país subdesarrollado en plena Guerra Fría, sino de un país de protagonistas históricos, los cuales se encontraban en todos los sectores de la sociedad, con una multiplicidad de puntos de vista, alianzas, actividades económicas y políticas, y estrategias para manejar la vida cotidiana y la sobrevivencia —actividades que sumadas hicieron funcionar el país día con día.


1 Recuperación de la memoria histórica que todavía permanece, véase Weld, 2014.

2 Véanse McCallister y Nelson, 2013.

2. Los hechos y los datos: Breve resumen de la narrativa histórica

En junio de 1944 la gente salió a las calles de la capital, llenándolas de manifestantes. Tras años de dictadura de Jorge Ubico (1931-1944), “la fiera sanguinaria” en palabras del sindicalista Antonio Obando Sánchez (1978), la población guatemalteca estaba lista para la democracia, la modernización y la participación en una comunidad internacional que se formaba en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Ubico era heredero del mando de la oligarquía liberal agroexportadora, principalmente de café, que había tomado el poder en la revolución de 1871. El único momento en el que ésta no gobernó con mano dura fue durante la década de 1920, un lapso de experimentación política y cultural que influyó e inspiró los hechos de la Revolución de 1944-1954, los conocidos como los “diez años de primavera”.

La primavera empezó cuando, en reacción a las manifestaciones de junio de 1944, Ubico se retiró, dejando el gobierno en las manos de Juan Federico Ponce Vaides, quien fue derrocado por oficiales progresistas del ejército de Guatemala en la Revolución del 20 de octubre de 1944. Posteriormente se formó una junta que convocó una Asamblea Constituyente, se celebraron elecciones y se le entregó, en marzo de 1945, el poder al Presidente electo, el doctor Juan José Arévalo. En las calles se produjo un cambio de percepción y las personas empezaron a tratarse unas a otras de “ciudadano”. Una época nueva había empezado y continuaría durante las presidencias de Juan José Arévalo (1945-1951) y de Jacobo Arbenz (1951-1954). A pesar de haber sido derrocada en 1954, el legado de la Revolución perduró en muchas maneras ya que se habían establecido estructuras permanentes del Estado, así como el sistema bancario o la seguridad social. Los partidos políticos y los movimientos sindicalistas y cooperativistas que habían florecido durante la Revolución perduraron a pesar de la represión que se desencadenó después de 1954, igual que los planes para el desarrollo y la infraestructura básica de obras públicas. La Revolución era la expresión de una sociedad en proceso de maduración que ve surgir nuevas clases y sectores sociales, entre ellos: una clase diversificada de agricultores; una clase media de profesionales en el sector de servicios o en puestos administrativos públicos o privados; y una creciente clase urbana marginada y proletariado rural sin tierra. Sus líderes estaban decididos a terminar con el “feudalismo” en la nación y, poniendo en práctica las mejores teorías de entonces, acometieron esta tarea con entusiasmo.

La modernización y la democratización eran las dos prioridades más importantes. El crecimiento acelerado de los sindicatos fue acompañado por el nacimiento de partidos políticos, y el desarrollo de una infraestructura moderna, más que toda una infraestructura vial, sería el eje central de otros planes para la diversificación agrícola, la industrialización, la electrificación y hasta la educación rural. El pueblo guatemalteco experimentó un nivel de participación política completamente nuevo, cosa que incluso la represión de las décadas siguientes no logró hacer retroceder enteramente. Mientras tanto, a pesar de sus planes de nacionalización económica, ninguna de las administraciones de la revolución democrática puso grandes obstáculos a los intereses extranjeros, principalmente a la bananera United Fruit Company (UFCO), “el pulpo” que también controlaba las compañías naviera y del ferrocarril, IRCA. El gobierno de Estados Unidos, en plena Guerra Fría, no aprobó la evolución de una Guatemala independiente, con partidos políticos de todo el espectro ideológico, y mucho menos la reforma agraria por la que el país había ganado fama mundial.

Aunque hubo avances importantes hacia una reforma agraria durante la presidencia de Arévalo, la consolidación tuvo lugar en 1952, cuando Arbenz firmó el Decreto 900, que dio paso a una democratización hasta entonces nunca visto en Guatemala y que se enfrentó por primera vez a la situación de desigualdad en la distribución de la tierra, problema que se remontaba a la época colonial pero que se había agudizado tremendamente a partir de la victoria de los productores de café en 1871. Para implementar la reforma, el gobierno creó una estructura de agencias que trabajó en los contextos nacional, regional y local. Los Comités Agrarios Locales (CAL) que funcionaban en pueblos individuales representaron la verdadera naturaleza democrática de la Revolución y les dieron a muchos campesinos su primera, si no la única, oportunidad de participación significativa en la política. Sin embargo, la política se desarrollaba más allá del ámbito local, y en poco tiempo el gobierno se vio envuelto en un conflicto geopolítico que le resultó imposible ganar. La reforma también involucró la compra por parte del Estado de terrenos no utilizados por la UFCO, compensados según el valor estipulado por los impuestos, algo que impulsó a la empresa a presionar a sus amigos en el gobierno estadounidense, alegando la extensión del comunismo como argumento. La Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) organizó una campaña de operaciones psicológicas (PSYOPS) y armó un pequeño ejército de “liberación” que invadió el país desde la frontera hondureña en 1954 bajo el liderazgo del coronel Carlos Castillo Armas. Pero será cuando Jacobo Arbenz renunció a su cargo el 27 de junio de 1954, momento en el que la primavera terminó.

Dejando de lado los períodos de caos y de inestabilidad de la invasión, lo que siguió fue una época de gobierno militar que se extendió hasta 1986 y que se divide en distintos períodos. La primera fase empezó en 1954 y comprende las administraciones de Castillo Armas (Jefe de Estado de 1954 a la fecha de su asesinato en 1957), y del general Miguel Ydígoras Fuentes (1958-1963). A finales del período de Ydígoras aparecieron grupos guerrilleros izquierdistas organizados, originados en 1960 cuando oficiales jóvenes del ejército se sublevaron al descubrir que tropas extranjeras eran adiestrados en territorio nacional (preparándose, sabemos, para lo que sería la invasión de la Playa Girón). Con el golpe de Estado del ministro de la Defensa, el coronel Enrique Peralta Azurdia (1963-1966), empezó una época de control total por parte del alto mando del ejército, algo paradigmático ya que el siguiente Presidente, Julio César Méndez Montenegro (1966-1970), fue el único civil que ocupó la Presidencia durante el período 1954-1986, tras la firma un pacto secreto con el alto mando por medio del cual se aseguró la continuidad de su gobierno. Poco después de haber asumido el poder, aparecieron los escuadrones de la muerte en Guatemala y la expresión “desaparecido” pasó a formar parte del vocabulario nacional.

En la década de 1970, el gobierno continuó bajo el mando de militares anticomunistas durante las administraciones de Carlos Manuel Arana Osorio (1970-1974) y Kjell Eugenio Laugerud García (1974-1978). Mientras tanto, los guerrilleros, tras una dura derrota en el este del país a finales de la década de 1960, se reagruparon en la capital y donde organizaron a la población en el oeste para la resistencia, nada casual si tenemos en cuenta que es donde reside la mayor parte de la población indígena. El fatídico terremoto de 1976 golpeó a un país ya en plena guerra, los esfuerzos de la izquierda inspirados por los eventos en Nicaragua y El Salvador, con un campesinado ya en vías de organizarse como parte de un amplio frente popular. En 1977, durante el mando del Jefe de Estado Romeo Lucas García (1978-1982), el pueblo protagonizó más acciones de protesta que en cualquier otro año de la historia reciente del país, a pesar del terror estatal que había alcanzado niveles tan graves que había situado al país en el centro de atención de la comunidad internacional. No obstante, pese a ello, no cesó la violencia que desarrolló el ejército entre 1981 y 1983, y que todavía en la actualidad genera un complejo debate sobre la calificación que merece y cuya resolución ha quedado encargada a los tribunales nacionales e internacionales. Una violencia genocida que empezó bajo el mando de Lucas García y se intensificó bajo el de Efraín Ríos Montt (1982-1983), quien tomó el poder por medio de un golpe para ser, a su vez, derrocado por Oscar Humberto Mejía Víctores (1983-1986). Mejía Víctores terminó esta misión sangrienta y presidió el proceso de transición a la democracia, entregando el poder al Presidente civil electo, el demócrata-cristiano, Vinicio Cerezo Arévalo. Sin embargo, pese a este aparente cambio de régimen, la paz no se firmaría hasta 1996. La herencia de los primeros años de la década de 1980, las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC), las aldeas modelo asimiladas a campos de concentración, pero, más que nada, las fosas comunes y la memoria de las masacres perpetradas sigue viva en Guatemala hasta el día de hoy. Una guerra que tuvo un coste de entre 200.000 y 300.000 personas.

Un escenario que dio paro a la articulación del pueblo guatemalteco en un movimiento que reclama memoria y justicia. Si bien el país ha padecido la historia de dominación oligárquica más aguda del hemisferio, coincide con la existencia de una resistencia, tanto a nivel de la élite como en las clases populares. Por esa razón la revolución que se repite, primero tenemos la realidad de la resistencia popular, que se reproduce tanto en la historia política del país como en su vida cotidiana en maneras más sutiles, una cuestión que se aborda en un apartado posterior y, en segundo lugar, después de la invasión, todos los gobiernos intentaron apoderarse del legado y de la legitimidad de la Revolución, aunque sin mucho éxito. Hasta hoy en día, los cambios hechos por los líderes de la Revolución siguen estructurando la nación. Finalmente, queda por verse si el sueño y la promesa de la Revolución realmente han muerto, a pesar de toda la violencia y de todos los cambios en la economía política global.