COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT HUMANIDADES
Manuel Asensi Pérez
Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada
Universitat de València
Ramón Cotarelo
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia
Mª Teresa Echenique Elizondo
Catedrática de Lengua Española
Universitat de València
Juan Manuel Fernández Soria
Catedrático de Teoría e Historia de la Educación
Universitat de València
Pablo Oñate Rubalcaba
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración
Universitat de València
Juan Romero
Catedrático de Geografía Humana
Universitat de València
Juan José Tamayo
Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones
Universidad Carlos III de Madrid
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HISTORIA DE LAS ESPAÑAS
Una aproximación crítica
Eds.
Juan Romero
Antoni Furió
Valencia, 2015
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JUAN ROMERO GONZÁLEZ
Catedrático de Geografía Humana
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PRESENTACIÓN
Juan Romero y Antoni Furió
En el prólogo de sus celebrados Ensayos, que darían nombre a un nuevo género literario que pronto gozaría de una gran aceptación en los medios intelectuales europeos como una forma de expresión del pensamiento intermedia, o a caballo, entre la erudición y la opinión (derivada en algunos casos extremos hacia la pura ficción, la fabulación interesada), Michel de Montaigne advertía a sus lectores que él mismo era la materia de su libro. Lo que no era sino una manera de decir que el objeto último de sus reflexiones era la condición humana en toda su complejidad y mudanza. La materia de este libro, mucho más modesta, aunque quizá no todos coincidan en la apreciación, es España, o, mejor, las Españas, si de la geografía y los proyectos políticos —pasados y por venir— pasamos al terreno de la historia. Porque éste es también, o sobre todo, un libro de historia. No un libro de investigación, aunque lo que en él se dice se apoya en los trabajos más recientes y en lo más sólido del estado actual de la disciplina, ni una obra de síntesis ni mucho menos un manual o un libro de texto (aunque aspire a influir en unos y otros), sino un ensayo, una invitación a pensar —críticamente, históricamente, como nos enseñaron hace tiempo Jaume Vicens Vives y Pierre Vilar— la historia de España, la historia de las Españas.
La historia de España ha sido, desde la segunda mitad del siglo XIX, un ingrediente esencial en el proceso de nacionalización de los españoles, de construcción de la identidad española. El trauma provocado por la pérdida de los últimos restos del imperio colonial, la idea de fracaso, de haber llegado tarde y mal a la modernidad europea, los deseos de regeneración política y moral, de revolverse incluso contra la historia, contra un pasado que pesaba demasiado sobre el presente (“doble llave al sepulcro del Cid, para que no vuelva a cabalgar”, recomendaba Joaquín Costa en 1900, en una recopilación de artículos y conferencias titulada significativamente Reconstitución y europeización de España), o al contrario, volviendo a él, recuperando la Reconquista como raíz y molde de la singularidad hispánica, han llevado a historiadores e intelectuales del siglo XX a interrogarse permanentemente, casi hasta la obsesión, o sin el casi, sobre el “ser” de España, sobre el “problema” de España, desde la España invertebrada de Ortega y Gasset a España en su historia y La realidad histórica de España de Américo Castro, España, un enigma histórico de Claudio Sánchez Albornoz y la más reciente España. Reflexiones sobre el ser de España, publicada por la Real Academia de la Historia. A estas obras, que coinciden todas en llevar el nombre de España en su título, y algunas incluso dos veces, no dejan de añadirse cada día, en prueba de que el “problema” está lejos de haber sido zanjado, nuevas entregas que no solo abundan en el esencialismo de lo español, esto es, en su ahistoricismo, sino que lo retrotraen hasta casi el tercer día de la Creación, como parecen sugerir libros como la Historia de España. De Atapuerca al euro de Fernando García de Cortázar o España, tres milenios de historia de Antonio Domínguez Ortiz. La necesidad de remontarse a la noche de los tiempos, de situarse incluso fuera de la historia, y de recalcar el carácter tres veces milenario, si no más, de la identidad española no es sino una manera de expresar la inseguridad sobre el presente y de conjurar, de forma imperativa y categórica más que reflexiva y crítica, los temores sobre el futuro.
Del interés por esta relevante cuestión —muchos dirían por este problema— no existe duda alguna. Cualquier lector interesado puede constatar hasta qué punto se ha intensificado un debate que nos acompaña durante siglos. Porque éste es uno de nuestros rasgos más distintivos: el “España como problema”, el “problema de España”, el “España sin problema”, el “problema de los particularismos”, el “problema vasco”, el “problema catalán”, el “problema de los nacionalismos”, el “problema de los independentismos”..., sin duda alguna, la difícil convivencia de pueblos, de naciones y regiones, constituye uno de nuestros hilos conductores más notables como colectividad.
El debate de fondo es antiguo, pero no viejo, porque se mantiene vivo hasta la actualidad ¿España o Españas? ¿singular y única o plural? ¿visiones de España imposibles de conciliar? ¿Nación española o España nación de naciones? ¿Una nación grande y otras naciones o comunidades nacionales minoritarias? ¿Un Estado-nación y varias naciones políticas sin Estado? ¿España federal? ¿España confederal? Aquí el disenso es muy notable y existen nítidas posiciones encontradas, tanto en el ámbito político y social como en el académico.
Desde hace siglos la nuestra es una historia de reiterados desencuentros en la que sólo en contadas ocasiones ha sido posible el diálogo y la voluntad de querer solucionar cuestiones esenciales relacionadas con la siempre difícil convivencia de pueblos que se sienten diferentes y que tal vez podrían caminar juntos. Por todo ello bien podría hablarse de una España inacabada. De un proyecto colectivo de convivencia perfectible entendido como un proceso. Porque frente a quienes hace tiempo quisieran “cerrar” y “culminar” un edificio que creen iniciado con la nueva etapa democrática inaugurada hace casi cuatro décadas, nos encontramos ante el único de los grandes retos históricos que en España se ha tenido que afrontar que no se ha sabido o no se ha podido resolver todavía y que tal vez no tenga por qué ser definitivamente resuelto.
Hasta tal punto se trata de una cuestión abierta que es el elemento que más atención concita y tensiones provoca en nuestra vida política cotidiana o como dirían otros —no sin censura por parte de terceros— en la política “nacional”. Y muy probablemente, frente a la opinión de aquellos que desde los distintos nacionalismos viven “en permanente estado de negación” que diría Américo Castro, así tendrá que ser en el futuro y tendremos que ser capaces de hallar las formas más adecuadas de convivencia, término mucho más ambicioso y noble que el de “conllevancia”. Conscientes todos de que muchas de estas cuestiones se alojan en el cuadrante de las emociones, lo cual supone, también para los estudiosos aunque su cometido se sitúe en un plano diferente, un reto adicional formidable.
Este libro pretende situarse en una perspectiva y una tradición muy distinta a la sostenida por muchos enfoques tradicionales. La que considera a España —o, mejor, a las Españas, pues siempre hubo, en las diferentes formas como se organizó políticamente la convivencia en la península desde la Edad Media, más de una sola configuración político-institucional, esto es, más de un solo Estado, al menos hasta fechas recientes, y, antes y después, más de una sola forma de reconocerse cultural y lingüísticamente, nacionalmente, sus habitantes— como un producto histórico, y no como una necesidad o un destino. Y la que arranca historiográficamente, aunque con notables precedentes anteriores, con la obra de los ya citados Vicens Vives y Vilar, a quienes hemos querido recordar y homenajear tomando como subtítulo de esta obra colectiva el título del libro del primero. En unos años de profunda cerrazón ideológica, de miseria no solo económica y social sino también política y moral, con el debate intelectual —y la práctica historiográfica— dominado por la obsesión esencialista, por los caracteres originales de la singularidad española, la Aproximación a la historia de España de Vicens (1952), a la que pronto seguirían la Historia social y económica de España, en la que contó con la colaboración de su formidable equipo de discípulos (1957), y la Historia de España de Vilar (1963, aunque el original francés data de 1947), constituía una apuesta decidida por la historia, por entender —y explicar— críticamente, históricamente, el pasado común, y por abrirse sin reservas, en la concepción y en los métodos de la disciplina y en la construcción política del futuro, a la modernidad europea, la que en aquellos momentos se expresaba en la escuela de los Annales y en el materialismo histórico.
Es la senda que transitarán, años más tarde, tantos historiadores e intelectuales críticos, que, frente a quienes ven a España como una formación nacional granítica ya desde sus albores y reducen su historia a la historia de Castilla, contribuirán con sus trabajos y reflexiones a recuperar la historicidad —la construcción y el desarrollo histórico— de lo que llamamos aquí las Españas, lejos de quimeras esencialistas y de supuestas singularidades. Y que reduciremos aquí a dos nombres, a dos grandes historiadores que tanto han contribuido a reencauzar el debate por la vía de la racionalidad y de la comprensión crítica, como el malogrado Ernest Lluch, con su Las Españas vencidas del siglo XVIII (1999), al que tanto debe, y no sólo en el título, la idea del libro que el lector tiene entre las manos, y Josep Fontana, verdadero maestro de todos nosotros, que ha accedido a presentarlo, con una introducción, como siempre, lúcida y penetrante.
Nuestra vocación no es la de convencer a nadie y mucho menos combatir otras visiones o enfoques por muy alejados que estén de los que aquí se exponen, sino ofrecer argumentos para que cualquier lector o lectora interesados en tener un mejor conocimiento de nuestro pasado colectivo encuentre en estas páginas más argumentos para extraer sus propias conclusiones. Nuestro modesto propósito es ofrecer aquí un relato en el que el sujeto no sea estudiado en singular sino en plural, desde las Españas medievales hasta la España democrática de los distintos pueblos que la integran. Poniendo más el acento en la diversidad que en la unidad cuando se trata de analizar la indiscutible realidad que es España. Entendiendo España, según el momento analizado, como un conjunto de culturas y de reinos asentados en la Península Ibérica, como monarquía compuesta, como un Estado que no fue capaz de culminar (o imponer) con éxito pleno la formación de una nación al estilo de lo acontecido en algunos de los países de nuestro entorno, como comunidad de pueblos o de naciones. O como nación de naciones para otros. Procurando evitar la reiterada insistencia de pretender llevar el argumento del nacimiento de la nación española hasta los descendientes de Noé. Procurando no confundir Estado y nación. Procurando ofrecer, si se quiere, una aproximación “heterodoxa” de la Historia de España. Evitando siempre visiones esencialistas y el recurso a historias y geografías, más o menos fabuladas, que a nuestro juicio poco ayudan a la construcción de un relato sosegado, ponderado y entendemos más respetuoso con nuestro pasado. Partiendo de la idea de que no hay una única España, y tampoco las conocidas “dos Españas”, sino múltiples Españas en palabras del hispanista Henry Kamen.
Historias de España hay muchas, pero no existía una Historia de las Españas. Nosotros creemos que España debe entenderse y estudiarse en plural y no en singular, en conjunto y no de forma yuxtapuesta. De ahí el título de este ensayo. Con la pretensión, no sabemos si conseguida, de aproximarnos a nuestra historia pasada sin pretender esgrimirla a conveniencia desde el presente.
Un ensayo escrito por algunos de los mejores historiadores que no solo cuentan con una amplia y sólida trayectoria, sino que representan, entendemos, la diversidad existente: historiadores de origen castellano, andaluz, gallego, valenciano, catalán... que ofrecen en estas páginas su propia visión de las Españas sin esquema previo. Solo han contado con el encargo de ocuparse de escribir unas páginas sobre aquel periodo de la historia en el que son reconocidos especialistas. Los lectores tienen ahora la palabra.
INTRODUCCIÓN
Josep Fontana
Hace unos meses un periodista le preguntaba a Mario Bunge, el físico y filósofo de la ciencia que recibió el premio Príncipe de Asturias de Humanidades en 1982:“¿Qué les diría a quienes consideran que la historia, la sociología o la psicología no son ciencias?”. Su respuesta fue: “La historia es mucho más científica que la cosmología. El buen historiador busca y da evidencia de prueba, a diferencia de los cosmólogos fantasistas, como Hawking. La historia es la más científica de las ciencias sociales”.
Hay en efecto una forma científica de investigar la historia, que es la que “busca y da evidencia de prueba”. Una forma de investigar que parte de la convicción de que el trabajo del historiador es un perpetuo acercarse al conocimiento de algo tan complejo como la evolución de las sociedades humanas, donde nunca se llega a certezas definitivas, pero se avanza cada vez más en la comprensión del pasado.
Necesitamos trabajar en esta comprensión, porque, como dijo Hobbes: “Solo el presente existe en la naturaleza; las cosas pasadas existen solo en la memoria, y las cosas que tienen que venir no existen en absoluto, siendo el futuro una ficción de la mente, que aplica las secuelas de acciones pasadas a las acciones del presente”1.
Ocurre, sin embargo, que el conocimiento del pasado suele ser manipulado por los políticos, que, conscientes de la importancia que tiene usarlo para legitimar su actuación en el presente, se encargan de controlar el uso público de la historia, eso que un historiador italiano ha definido como “todo lo que no entra directamente en la historia profesional, pero constituye la memoria pública [...]; todo lo que crea el discurso histórico difuso, la visión de la historia, consciente o inconsciente, que es propia de todos los ciudadanos. Algo en que los historiadores desempeñan un papel, pero que es gestionado substancialmente por otros protagonistas políticos y por los medios de comunicación de masas”2.
Desde el poder se fijan las verdades que deben enseñarse en la escuela, se organizan conmemoraciones públicas que cumplen una función pedagógica global, se patrocinan las investigaciones que convienen al discurso político vigente y se ponen trabas a las que podrían resultarle incómodas. Los obstáculos que se siguen planteando en la actualidad a la investigación sobre los crímenes de la dictadura franquista, a más de medio siglo de los acontecimientos que se pretende estudiar, pueden servir de ejemplo acerca del problema3.
Se va construyendo así un conjunto de verdades establecidas, políticamente correctas, que deben quedar más allá de toda discusión. No hay lugar en este terreno para el debate, que es lo propio de la ciencia, sino que cualquier planteamiento que parezca apartarse de la ortodoxia es objeto de descalificación y de censura. La ciencia histórica no tiene nada que ver con esto, sino que va por otros caminos.
Este libro quiere ser un ejemplo de cómo deben abordarse los problemas históricos en materias que tienen una importancia especial para definir las actitudes colectivas ante problemas de innegable trascendencia, en este caso la de la forma de entender la(s) historia(s) de (las) España(s). El lector encontrará en él un espléndido estudio de Pedro Ruiz Torres sobre “Los usos de la historia en las distintas maneras de concebir España”, que ilustra a la perfección esta conexión de historia y política, a la vez que un trabajo de Manuel Alcaraz y Joan Romero que examina los problemas actuales de “Estado, naciones y regiones en la España democrática”. Dos análisis que encuadran un conjunto de estudios en que una serie de historiadores españoles, y un estudioso canadiense, de orígenes y especialidades distintos, nos ofrecen sus visiones de la historia de España desde la Edad Media al siglo XX.
Cada uno de ellos ha hecho su trabajo independientemente; no se han puesto de acuerdo previamente, y no es difícil advertir que tienen diferencias de enfoque. Lo que comparten es la práctica del rigor científico y la voluntad de mantenerse al margen de los tópicos y los prejuicios de una politización de la historia que está envenenando nuestra vida pública. Salvo en estos puntos de partida, no es necesario que estén de acuerdo en lo demás, puesto que no pretenden exponer verdades indiscutibles, sino interpretaciones que están abiertas al debate, y destinadas, como todo en la ciencia, a ser modificadas, y finalmente superadas, cuando nuevas aportaciones de la investigación obliguen a un replanteamiento de los problemas.
Lo que se proponen es, en palabras de Ramón Villares, pensar estos problemas “de forma racional, y tratar de explicarlos históricamente”, aunque no falte la conciencia de que “se trata de campos de minas sembrados de emociones y de sentimientos”.
Quisiera proponer una reflexión sobre algunos de los orígenes de estas emociones y de estos sentimientos, que, conviene recordarlo, no son un fruto del adoctrinamiento contemporáneo, aunque el abuso que se hace de ellos con fines de proselitismo político pueda hacerlo creer.
Pienso que uno de sus orígenes data de la intolerancia que surgió en la Castilla medieval a partir de la confrontación de las “tres culturas”, que se planteaba menos en términos religiosos —muchos de los judíos conversos eran cristianos devotos y sinceros4— que en los de unas diferencias culturales que se asimilaban a la sangre y a la raza.
Un concepto, el de raza, que según L. P. Harvey, habría nacido precisamente en la Castilla de fines de la edad media. “La palabra «raza» —afirma— apareció por primera vez en España, y donde quiera que se use en el mundo moderno, hay que considerarla como un hispanismo”. Tenía en su origen un contenido negativo: “Raza (raça en la grafía medieval) significaba un «defecto», una «tara» en el tejido de una pieza de tela. Una pieza de tela sin raça («sin defecto», «sin fallos») era naturalmente más valiosa, como lo eran los étnicamente puros, «sin raza de judíos/moros en su genealogía», para los propósitos de la Inquisición”5.
Encontramos una confirmación de esto en el Tesoro de la lengua castellana o española de Sebastián de Covarrubias, publicado en 1611, donde se hallan recogidas la acepción textil (“en el mejor paño cae la raza”) y sus correspondencias en términos de cualificación humana: “Raza, en los linajes se toma en mala parte, como tener alguna raza de moro o judío”6.
No importaba que entre los descendientes de judíos conversos hubiera gente como Luis Vives o como Santa Teresa de Jesús; lo que contaba era la “sangre”. Examinando expedientes de “limpieza de sangre” de comienzos del siglo XIX —hay que recordar que el reglamento de escuelas de primeras letras de 1825 exigía la presentación de un expediente de este tipo para optar a una plaza de maestro7— se puede observar que las preguntas que se hacen a los párrocos acerca de los antepasados de quien lo solicita se limitan a precisar el origen racial —moro o judío—, sin inquirir acerca de la conducta religiosa de las personas investigadas.
Aunque la religión se mezcle en las condenas, y se use para legitimarlas, el rechazo cultural resulta evidente en muchos casos. Así en Andrés Bernáldez, el cura de los Palacios, que en sus Memorias del reinado de los Reyes Católicos condena a los “hediondos judíos”, no solo por el hecho de que “nunca quisieron tomar oficios de arar ni cavar, ni andar por los campos criando ganados”, sino por unas costumbres a las que se refiere con asco y desprecio, como la de que “nunca dexaron el comer a costumbre judaica de manjarejos e olletas de adefinas8, e manjarejos de cebollas e ajos refritos, con aceite, e la carne guisavan con aceite, e lo echavan en lugar de tocino e de grosura por escusar el tocino, e el aceite con la carne e cosas que guisan hace muy mal oler el resuello, e así sus casas e puertas hedían muy mal a aquellos manjarejos e ellos eso mismo tenían el olor de los judíos por causa de los manjarejos e de no ser bautizados”9.
De carácter cultural es también en lo fundamental la condena que Cervantes hace de los moriscos en el Coloquio de los perros, donde las dudas acerca de su fe dejan paso de inmediato a la censura de sus costumbres: “Todo su intento es acuñar y guardar dinero acuñado; y para conseguirle trabajan y no comen”. Lo cual se combina con el terror a la “calentura lenta” del crecimiento de la población morisca: “Entre ellos no hay castidad, ni entran en religión, ellos ni ellas; todos se casan, todos multiplican, porque el vivir sobriamente aumenta las causas de la generación”. El resultado de estas consideraciones es una fantasía delirante que concluye en que “ganando siempre y gastando nunca, llegan y amontonan la mayor cantidad de dinero que hay en España”. Nada justificaba en la realidad esta supuesta acumulación de riqueza de los moriscos, ni había razones para denunciar que “España cría y tiene en su seno tantas víboras como moriscos” para animar a su expulsión10.
El problema lo planteó en toda su complejidad Tulio Halperin Donghi en un espléndido libro11 donde analizaba el enfrentamiento entre los cristianos viejos y la “nación de los cristianos nuevos de moros del reino de Valencia” como un conflicto nacional. Halperin observaba cómo entre los “crímenes” que se atribuían a los moriscos, forzosamente convertidos al cristianismo, figuraban “el uso de ciertas vestiduras excesivamente baratas y poco abrigadas..., la costumbre de ir en grupos por los campos..., un consumo desenfrenado de hortalizas”, lo que acababa sumándose en “unas invectivas que nos están sugiriendo qué complejo haz de solidaridades y oposiciones se expresaba en la Valencia del siglo XVI en el lenguaje de un odio religioso”.
Detrás del enriquecimiento de algunos agricultores o mercaderes trashumantes moriscos, que preocupaba a Cervantes, estaban en realidad los propietarios y comerciantes cristianos viejos, aunque los pobres cristianos, “abrumados de deudas u obligados a vender”, viesen tan sólo el rostro del morisco, sin percibir las fuerzas que se escondían detrás de él.
Las expulsiones de judíos y moriscos habían de servir, según afirmaba en 1582 el inquisidor Jiménez de Reinoso12, para mantener guardado el “castillo fuerte”, de modo que si “quedan inaccesibles e inexpugnables las Españas, por más diferencias que entre sí tengan los españoles..., todo el restante mundo no bastaría a conquistarlas”. Lo cual exigía seguir manteniendo la vigilancia para impedir cualquier contagio que pudiese alterar la pureza de la raza13.
Un nuevo conflicto, político y cultural a la vez, había de surgir con la incorporación de los estados de la Corona de Aragón a los dominios hispánicos de los Austrias. Lo cual no hubiera debido ocurrir de mantenerse el modelo político que éstos habían desarrollado, con la asociación de tres reinos que tenían sus propias instituciones, leyes, monedas y costumbres, que hablaban lenguas distintas, pero que convivieron durante siglos sin que se produjeran conflictos entre ellos.
El problema era que el sistema político vigente en la Corona de Aragón implicaba un grado de avance de las libertades civiles que se avenía mal con el poder autoritario, en vías hacia el absolutismo, que los Austrias habían implantado en Castilla. Es esto lo que explica que, desde el comienzo de sus enfrentamientos con las instituciones de estos reinos, la aspiración de los monarcas fuese “reducirlas a las leyes de Castilla”, como propondría el conde-duque de Olivares en el “gran memorial” de 1624, al decirle a Felipe IV que “el negocio más importante de su monarquía” era “hacerse rey de España: quiero decir, señor, que no se contente V. Majd. con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, conde de Barcelona, sino que trabaje y piense con consejo maduro y secreto por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia”14.
El de Olivares no era un proyecto “nacionalizador”, como en ocasiones se sostiene, porque su objetivo fundamental era obtener recursos para los proyectos del rey, que los empleaba en una costosa política dinástica que le comprometía a intervenir en unos conflictos europeos que no tenían nada que ver con los intereses colectivos de sus súbditos peninsulares. El objetivo de la Unión de armas no era otro que obtener recursos para reclutar soldados para las guerras del rey, y el ámbito a que debía aplicarse incluía, además de los reinos peninsulares y el de las Indias, adscritas a Castilla, los territorios de Portugal, Flandes, Milán y Sicilia, esto es el ámbito de un imperio, no de una nación.
El problema era que la imposición de las leyes de Castilla “sin ninguna diferencia” era incompatible con el sistema político existente en los reinos de la Corona de Aragón, y había de ser resistido, no sólo por sus clases dirigentes, sino por el conjunto de sus ciudadanos, que entendían, no sin razón, que sus leyes propias, sus fueros y constituciones, incluían derechos y libertades que no les garantizaban las leyes de Castilla15.
El ideal unificador que expresaba Olivares acabó imponiéndose con la victoria del absolutismo en la guerra de Sucesión. En 1707, tras la batalla de Almansa, se suprimieron los fueros, privilegios, prácticas y costumbres de Aragón y de Valencia, y se les redujo a seguir las leyes de Castilla, “tan loables y plausibles en todo el universo”.
En 1714, tras la conquista de Barcelona, Felipe V ordenó a Berwick: “en cuanto a la forma de gobierno que se ha de dar a la Ciudad, la reglaréis y pondréis inmediatamente en el mismo pie y planta que el de Castilla, y sin la menor diferencia y distinción en nada”.
Así culminó el conflicto que en 1932 definía Manuel Azaña en estos términos: “El último estado peninsular procedente de la antigua monarquía católica que sucumbió al peso de la corona despótica y absolutista fue Cataluña; y el defensor de las libertades catalanas pudo decir, con razón, que él era el último defensor de las libertades españolas”16.
Se salvó en el caso de Cataluña, a diferencia de lo que había ocurrido en Aragón y en Valencia, el derecho civil, porque algunos de los funcionarios encargados de establecer el nuevo sistema eran hombres que tenían propiedades y negocios en Cataluña, lo cual explica que se encargasen de advertir al rey, como lo hizo Francisco Ametller, que igualar las leyes a las de Castilla en este campo “sería una grande confusión”, tanto en lo que respecta al ejercicio de la justicia, como en “los quotidianos contratos, disposiciones testamentarias y otros infinitos negocios que se sugetarían a continuas nullidades y defectos por dichas leyes, en perjuizio del comercio y de la pública quietud, utilidad y sociedad humana deste Principado”.
Esta nueva era de unificación legal comenzaba, sin embargo, con una gran desconfianza. Patiño decía en 1715, apenas acabados los combates: “El genio de los naturales es amante de la libertad, aficionadísimo a todo género de armas, promptos en la cólera, rijosos y vengatibos, y que siempre se debe desconfiar de ellos (...). Son apasionados a su patria, con tal exceso que les haze trastornar el uso de la razón y solamente ablan en su lengua nativa”17.
Nunca se llegó a superar tal desconfianza, ni, con ella, el rechazo al uso de lenguas distintas a la de los castellanos. Jovellanos, por ejemplo, admiraba el desarrollo agrícola de Cataluña, de modo que al cruzarla con destino a su reclusión en el castillo de Bellver, en abril de 1801, escribía en su diario: “Aquí es preciso volver a ponderar el cultivo de Cataluña, cuya actividad y esmero resplandecen tanto más en esta parte, cuanto es más ingrato el terreno. Cumbres, laderas, faldas, barrancas, hondonadas y pequeñas llanuras, en fin, siquiera que se ponga la vista, todo está roto y perfectamente cultivado: todo cortado en bancales, sostenidos con paredones, sembrados de centeno, guijas o habas, guarnecido de vides y olivos, que aquí se salvaron del hielo; y sólo las ásperas cumbres y pendientes inaccesibles están sin cultivo, aunque enteramente cubiertas de arbolado”. Pero poco después, al llegar a una posada, se quejaba del habla de “estas catalanas, siempre pequeñas, siempre zafias y rechonchudas (...) y con un guirigay que el diablo que las entienda”18.
Que la intolerancia fuese un signo característico de la historia de España, o por lo menos de la idea que de esta historia tenía un amplio sector de la sociedad española, lo sostenía Alberto Martín Artajo a poco de terminada la Segunda Guerra Mundial: “En el gran teatro del mundo del espíritu a algún pueblo le había de corresponder el duro papel de la intransigencia, y ese papel históricamente le había caído a España. (...) Esta santa intransigencia es, a la vez, nuestra cruz y nuestra corona”19.
Seguir la historia de estos prejuicios y de estos malentendidos, correspondidos en no pocas ocasiones desde el otro lado con la misma irracionalidad, no tendría sentido en el terreno en que pretenden moverse los autores de este libro, si no es para señalar que en muchas ocasiones se convierten en obstáculos para el libre desarrollo de la investigación.
Tal es el caso, por poner un ejemplo, del empeño por salvar el viejo mito que sostenía que la política del “despotismo ilustrado” español del siglo XVIII había sido origen y causa del desarrollo económico catalán del setecientos. El argumento, que no tiene base alguna, queda fácilmente desmontado por la evidencia de que esa misma política fue incapaz de conseguir un desarrollo equivalente en ningún otro territorio español. Debería haber bastado con las palabras de Jovellanos, que hacia fines del siglo destacaba el “ejemplo de Cataluña, cuya agricultura e industria han ido siempre a más, mientras en Castilla, siempre a menos”20.
Pero es que hay, además, toda una tradición de estudios que muestran que este desarrollo económico había comenzado ya en la segunda mitad del siglo XVII. Desde La Catalogne dans l’Espagne moderne de Pierre Vilar, publicado en 1962, las investigaciones de Jaume Torras, Isabel Lobato, Albert García Espuche, Pere Molas, Francesc Valls o Eva Serra han venido a complementar y enriquecer esta línea de trabajo.
¿Por qué no seguir por este camino y estudiar las causas de que un crecimiento semejante no se produjese en otros territorios de la corona? Se podría verificar así la validez de la hipótesis de Pierre Vilar, que sostenía que esta divergencia condujo “al fracaso de un «despegue» global —que hubiese afectado también a las tierras de Castilla—, lo único que hubiera podido consolidar definitivamente la realidad nacional española del siglo XIX”.
Hay una serie de investigaciones puntuales que permitirían plantear un estudio que abordase estas cuestiones en un enfoque global21. Pero un planteamiento semejante no puede prosperar, cuando resulta bloqueado por denuncias que atribuyen toda clase de malsanas intenciones políticas a la suposición de que el crecimiento económico catalán del siglo XVIII no se debiera a los ilustrados desvelos de los monarcas22.
Como Pedro Ruiz señala en su estudio sobre los usos de la historia, la agudización de estos problemas está estrechamente ligada en la actualidad a las vicisitudes del desarrollo del sistema autonómico, agravada en estos últimos años por el malestar engendrado por una política que ha conducido al retroceso de los derechos sociales y al desmantelamiento del estado de bienestar.
Estas son, sin embargo, cuestiones que deben resolverse en el terreno del debate político y que no deberían interferir en el de la investigación histórica, si somos capaces de distinguir entre nuestro papel como ciudadanos, que es aquel en que debemos expresar nuestras opiniones políticas, y nuestra actividad como investigadores, donde debemos mantener la exigencia de rigor y la práctica de “dar evidencia de prueba”, conscientes de que todos nuestros resultados son provisionales, sujetos a la discusión colectiva y destinados a ser mejorados, o enmendados, cuando nuevas investigaciones aporten nuevo conocimiento.
Este libro no va encaminado a afirmar verdades ni a denunciar mentiras, sino que responde a la pretensión de estimular a sus lectores a superar convicciones y prejuicios, y a ejercitarse en el arte de pensar por su cuenta.
1 HOBBES, Thomas, Leviathan, I, cap. 3.
2 SANTOMASSINO, Gianpasquale, “Guerra e legitimazione storica”, en Passato e presente (Florencia) nº 54 (settembre-dicembre 2001), pp. 5-23.
3 ESPINOSA, Francisco, Callar al mensajero: la represión franquista, entre la libertad de información y el derecho al honor, Barcelona, Península, 2009.
4 NETANYAHU, Benjamín, Los orígenes de la Inquisición, Barcelona, Crítica, 1999, “Defensas de los conversos por parte de cristianos viejos”, pp. 550-568.
5 HARVEY, L. P., Muslims in Spain, 1500 to 1614, Chicago, Chicago University Press, 2005, p. 7.
6 COVARRUBIAS, Sebastián de, Tesoro de la lengua castellana o española, edición de Martín de Riquer, Barcelona, Alta Fulla, 1993, pp. 896-897 y 1081.
7 Plan y reglamento general de escuelas de primeras letras, Madrid, Imprenta Real, 1825.
8 Las “adefinas” eran un cocido tradicional sefardí de garbanzos, verduras y carne de cordero.
9 BERNÁLDEZ, Andrés, Memorias del reinado de los Reyes Católicos, edición de Manuel Gómez-Moreno y Juan de M. Carriazo, Madrid, Real Academia de la Historia, 1962, pp. 96-98.
10 CERVANTES, Miguel de, “Novela y coloquio que pasó entre Cipión y Berganza”, en Novelas ejemplares, edición de Jorge García Lópex, Barcelona, Crítica, 2001, citas de las páginas 610-611.
11 HALPERIN DONGHI, Tulio, Un conflicto nacional. Moriscos y cristianos viejos en Valencia, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 1980.
12 Citado por Halperin, p. 279.
13 SICROFF, Albert A., Los estatutos de limpieza de sangre: controversias entre los siglos XV y XVII, Madrid, Taurus, 1985.
14 ELLIOTT, J. H., F. DE LA PEÑA y F. NEGREDO, Memoriales y cartas del conde duque de Olivares, segunda edición, Madrid, Marcial Pons, 2013. Manuel Rivero Rodríguez ha expresado sus dudas acerca de la autoría del texto en “El «Gran Memorial» de 1624, dudas, problemas textuales y contextuales de un documento atribuido al Conde Duque de Olivares”, en Librosdelacorte.es, nº 4, año 4, invierno-primavera 2012, pp. 48-71. Pero no cabe duda de que las ideas expuestas en él coinciden con las expresadas por Olivares en otros textos.
15 SERRA, Eva, y Josep CAPDEFERRO, La defensa de les Constitucions de Catalunya. El Tribunal de Contrafaccions (1702-1713), Barcelona, Generalitat de Catalunya, 2014.
16 AZAÑA, Manuel, Obras completas, Madrid, Giner, 1990. II, p. 262 (discurso de 27 de mayo de 1932).
17 SANPERE I MIQUEL, Salvador, Fin de la nación catalana, Barcelona, L’Avenç, 1905, p. 671.
18 JOVELLANOS, Gaspar Melchor de, Obras publicadas e inéditas, Madrid, Atlas, 1952-1963, IV, pp. 64-65.
19 Citado en PORTERO, Florentino, Franco aislado. La cuestión española 1945-1950, Madrid, Aguilar, 1989, p. 26.
20 JOVELLANOS, Gaspar Melchor de, Informe de la Sociedad económica de esta corte al Real y supremo Consejo de Castilla en el expediente de Ley agraria, Madrid, Sancha, 1795, p. 85.
21 Pienso, por ejemplo, en los estudios sobre la industria en la Corona de Castilla de Ángel García Sanz, González Enciso, García Colmenares, Isabel Miguel o Helguera, que, combinadas con el rico material de las “memorias” de Larruga podrían servir de base a un estudio comparado.
22 Por ejemplo, en FERNÁNDEZ, Roberto, Cataluña y el absolutismo borbónico. Historia y política, Barcelona, Crítica, 2014.
LOS USOS DE LA HISTORIA EN LAS DISTINTAS MANERAS DE CONCEBIR ESPAÑA
Pedro Ruiz Torres
El conocimiento histórico, expuso Rafael Altamira en su discurso de recepción en la Real Academia de la Historia el 24 de diciembre de 1922, existe siempre “como uno de los más vivos, y aun diré de los más pasionales del hombre”. Por referirse al hombre y a su actuación individual y colectiva, la historia interesa a todos los espíritus, cultos e incultos, y en ellos se forma “por impulso de la experiencia diaria, de la observación a que la convivencia provoca espontáneamente y del lazo que ata nuestra atención con todo lo que afecta a los intereses, las necesidades y los sentimientos individuales y de grupo”. Dicho conocimiento se transmite en la contemporaneidad por el testimonio y en la sucesión de generaciones por la tradición. “Sobre esa formación espontánea de conocimientos, actúa luego la Historiografía en todas sus formas, desde la menos científica y más ligada a los intereses que luchan en cada momento (una gran parte de la documentación oficial escrita para influir en el concepto público de los hechos, y la literatura histórica polémica, de que tanto uso se hizo siempre con fines políticos internos e internacionales), hasta la más depurada y técnica” (ALTAMIRA, 1922:14-15). España ha sido concebida de muy distintas maneras y en ello ha tenido un papel importante el uso que se ha hecho, tanto de la historiografía más unida a los intereses políticos, como de la historiografía profesional y respetada en el medio académico. La palabra “España” adquiere diversos significados y aun cuando el menos problemático de todos haga referencia al territorio cuya historia es la narración de aquello que ocurrió dentro del mismo, al tratarse de seres humanos el término “España” deja de tener un significado meramente descriptivo o geográfico y se llena de contenido social y político. Hay conceptos muy diferentes de España en función de cómo se piense ese sujeto colectivo, porque no es lo mismo verlo en singular o en plural, con características que pueden ir de lo biológico a lo cultural o con una identidad fija o mudable en el transcurso del tiempo. Con esa distinta finalidad, las diversas historiografías han sido abundantemente utilizadas y le han dado al conocimiento histórico una función social que nunca, ni siquiera cuando pretende ser “científico” y “objetivo”, queda por completo al margen de las discusiones apasionadas y de las ideologías políticas en conflicto.
Tomemos el mes de mayo de 1932 como punto de partida. En pleno trámite parlamentario del proyecto de estatuto catalán se escucharon en las Cortes dos discursos muy diferentes. El 13 de mayo intervino José Ortega y Gasset, un intelectual de enorme influencia, que poco antes de la Primera Guerra Mundial había liderado la campaña contra la vieja política del sistema de la Restauración y a favor de un nuevo liberalismo abierto a Europa y con una “más vigorosa acción nacional”1 Precisamente en la Liga de Educación Política Española, fundada por Ortega en 1913 con ese doble objetivo, y en el Partido Reformista, que en 1912 había visto la luz en torno a Melquíades Álvarez, se inició políticamente el autor del segundo discurso2. El 27 de mayo de 1932 Manuel Azaña, en calidad de presidente del gobierno de la República española, hizo de su exposición una pieza maestra de oratoria que duró más de tres horas “y constituyó para su autor un triunfo personal excepcional”3. Los dos discursos, el del intelectual convencido de que debía moverse en las alturas de la conciencia moral crítica, por encima de las miserias de la política, y el del intelectual con experiencia de gobierno y dispuesto, por el contrario, a hacer frente a los problemas con los medios de la política, concebían de un modo distinto España y su historia. Sin embargo, las notables diferencias no deben hacernos olvidar que ambos proceden del mismo tronco del nuevo liberalismo que desde la década de 1910 se había enfrentado, de una manera cada vez más drástica, a la vieja y desacreditada política del régimen monárquico de la Restauración. Por ese motivo los convertiré en el punto nodal de un eje que retrocederá en el tiempo y avanzará luego hasta nuestros días.
1 José ORTEGA y GASSET, “La pedagogía social como programa político” (Conferencia en la Sociedad “El Sitio” de Bilbao, el 12 de marzo de 1910), “Vieja y nueva política” (Conferencia en el teatro de la Comedia, en Madrid, el 23 de marzo de 1914), ambos textos reproducidos en ORTEGA Y GASSET, 1974: 40-102. El segundo de ellos, en compañía del manifiesto de la Liga de Educación Política Española (1914), puede verse también en ORTEGA Y GASSET, 1998: 33-79.
2 Sobre su vida y trayectoria, JULIÁ, 2008.
3 Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA, “Estudio preliminar”, en AZAÑA, 2005: 41. En dicho libro, junto a otros textos de Azaña sobre la autonomía política de Cataluña, escritos a lo largo de la década de 1920, el discurso del 27 de mayo se reproduce en las páginas 96-151. También ha sido reeditado, esta vez en compañía de la intervención de Ortega y Gasset el 13 de mayo, en AZAÑA/ ORTEGA Y GASSET, 2005.
DOS VISIONES DEL PROBLEMA CATALÁN EN LOS COMIENZOS DE LA SEGUNDA REPÚBLICA
España es para Ortega, en el discurso pronunciado el 13 de mayo de 1932, una realidad específica con una larga historia particular que, no obstante, se corresponde con el “gigantesco movimiento e impulso hacia unificaciones cada vez mayores”, en su opinión algo propio de la “evolución universal”. La historia habría hecho de España un pueblo y un Estado soberanos y soberanía “significa la voluntad última de una colectividad” e “implica la voluntad radical y sin reservas de formar una comunidad de destino histórico, la inquebrantable resolución de decidir juntos”. Ortega identifica de manera muy distinta el sentimiento que gana fuerza en Cataluña y trae a las Cortes la reivindicación del estatuto. Se trata, nos dice, del “nacionalismo particularista” que “se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades”; un sentimiento de signo opuesto al que inspira los grandes nacionalismos y que, a diferencia de estos, no desea “adscribirse, integrarse, fundirse en una gran unidad histórica, en esa radical comunidad de destino que es una gran nación”. Una vez más la historia, o mejor dicho “la Historia” según escribe Ortega, proporcionaría, junto al movimiento universal de constitución de “las grandes naciones”, múltiples ejemplos de un fenómeno “cuya estructura fundamental es archiconocida” y que recibe el nombre de “nacionalismo particularista”. La explicación debe buscarse “en el carácter mismo” de “ese pueblo particularista”, porque Ortega considera antinatural la resistencia a “la atracción histórica” que hace entrar a los pueblos en la órbita de alguna de las grandes concentraciones, como Francia, España o Italia. Cierto que, de manera perpetua, en el “pueblo particularista” también se manifiesta una tendencia a convivir con los otros “en unidad nacional”, a hacer algo parecido a ese cuerpo solitario que es la Luna desde que entra en la esfera de atracción de nuestro plantea, añade Ortega, pero la tendencia a la disociación “le arrastra angustioso a lo largo de toda su historia”. Por semejante motivo, “la historia de los pueblos como Cataluña e Irlanda es un quejido casi incesante” y da igual que el poder del Estado se atribuya a una persona, como en la Edad Media y en el siglo XVII, o a la soberanía popular, como en nuestros tiempos. “Pasan los climas históricos, se suceden las civilizaciones y ese sentimiento dilacerante, doloroso, permanece idéntico en lo esencial”.