COMITÉ CIENTÍFICO de la editorial tirant humanidades
Manuel Asensi Pérez
Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada
Universitat de València
Ramón Cotarelo
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia
Mª Teresa Echenique Elizondo
Catedrática de Lengua Española
Universitat de València
Juan Manuel Fernández Soria
Catedrático de Teoría e Historia de la Educación
Universitat de València
Pablo Oñate Rubalcaba
Catedrático de Ciencia Política y de la Administración
Universitat de València
Joan Romero
Catedrático de Geografía Humana
Universitat de València
Juan José Tamayo
Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones
Universidad Carlos III de Madrid
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LA ANTITRANSICIÓN
La derecha neofranquista y el saqueo
de España
Ramón Cotarelo
José Manuel Roca
Valencia, 2015
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1. Teoría y praxis de la derecha. El nacionalcatolicismo en la era neoliberal
“Se tienen que terminar los subsidios, las subvenciones y las mamandurrias”
Esperanza Aguirre
23 de julio de 2012
Hay un debate permanente en la esfera pública, ilustrada, española, acerca de si el país es aquí y ahora un país normal. Por tal expresión suele entenderse una forma de Estado y sociedad con pronunciadas semejanzas con los países de nuestro entorno. Por “nuestro entorno” suele entenderse a su vez el europeo. Al sur no hay entorno sino frontera con un continente en el que no se nos ha perdido nada salvas algunas memorias de aventuras coloniales decimonónicas más bien estrafalarias.
La propuesta argumenta que España es ya un país europeo normal. Es verdad que hubo épocas en que esta cuestión fue objeto de controversias y opiniones encontradas, el regeneracionismo, la generación del 98 planteaban la cuestión de si España era un país europeo propiamente hablando o no, si se ajustaba a su tradición cultural o era más bien un lugar periférico, cuya pertenencia al continente podía ponerse siempre en cuestión, un poco al modo en que, en la antigüedad clásica, nunca estuvo del todo claro si Macedonia era o no parte de la Hélade.
Los hechos históricos acabarían por zanjar la cuestión de una forma que no dejaría lugar a dudas. En el siglo XX Europa vivió dos guerras mundiales, que algunos historiadores, especialmente sensibles a la idea de la unicidad de la cultura europea han conceptuado como una prolongada guerra civil (Nolte, 2001; Comellas, 2010). En las dos, España fue neutral si bien en la segunda, dadas las simpatías del régimen franquista con los nazis, más que neutral, fue “no beligerante”. Por lo demás, el país tuvo su propia guerra civil y no como metáfora sino como una apabullante realidad que todavía hoy, 75 años después de su fin, se deja sentir de múltiples formas. Las dos neutralidades tuvieron muy distintos efectos. La de la primera guerra abrió una época de prosperidad que permitió el desarrollo de una burguesía sobre todo en el norte en situación de hacer negocios con los dos bandos. La “no beligerancia” de la segunda preludió una larga etapa de aislamiento mundial y vergonzoso pues, como país simpatizante con los derrotados, quedaría excluido de la esfera internacional hasta mediados de los años 50, no reincorporándose del todo a Europa hasta mediados de los 80.
Tales son los antecedentes sobre los que se erige esa controversia sobre la normalidad o anormalidad de España. Esta preocupación, casi obsesiva, por homologarnos a Europa, que trae inevitables efluvios de la idea de las dos Españas, es pintoresca y, en el fondo, trasluce un juicio muy negativo sobre las posibilidades del país en el que se plantea. Un conocimiento somero de las sociedades italiana, francesa, alemana, inglesa, por no mencionar sino algunas, demuestra que todas ellas están orgullosas precisamente de lo contrario que preocupa a los españoles, esto es, de su singularidad, de su unicidad y, por tanto, de su anormalidad. Su condición europea no es norma alguna pues todas ellas la dan por descontada, y están convencidos de ser parte necesaria, imprescindible de esa condición europea. Sin Alemania, Europa no sería la misma. Algo por lo demás absolutamente obvio y que puede predicarse de los otros países incluso de aquellos que, como Gran Bretaña, alardean de no ser europeos, al menos del todo. Ningún país europeo, ni Gran Bretaña, duda de su “europeidad”.
Pero lo mismo no puede predicarse de España, cuya presencia en Europa, poco visible durante la Edad Media bajo la dominación musulmana, se debilitó de nuevo extraordinariamente en el siglo XVIII, hasta llegar a su desaparición en todo el XIX y la mayor parte del XX. Testigos: las polémicas sobre la ciencia en España, que se originan en las controversias sobre lo que Europa debe a España en los ámbitos de las ciencias, las artes, las letras, la industria, etc.
Efectivamente, nos guste o no, la opinión mayoritaria entre sus ciudadanos es que España no es un país normal. Insistimos, ese es rasgo de todos los países pues todos hacen arrancar la legitimación de su origen en algún tipo de excepcionalismo. El problema con el español es que se trata de un excepcionalismo negativo. Los españoles manifiestan cierto complejo de inferioridad respecto a las otras sociedades europeas con las que les gusta compararse y una notable desconfianza frente a sus posibilidades de mejorar su situación.
En gran medida esa anormalidad española se refleja en su sistema político, su sistema de partidos y el carácter de su derecha.
La tradición franquista de la derecha
En España, como en la mayoría de los países europeos, no hay una tradición de partidos de la derecha con una historia a veces centenaria, como sucede con la izquierda. La derecha italiana se ha reconstruido desde la crisis de los años 90 y el comienzo de la IIª República; la francesa arranca de la IIª guerra mundial; la alemana de la derrota de 1945. La única derecha que puede rivalizar en veteranía con los partidos socialistas, generalmente fundados en el siglo XIX es el Partido Conservador británico, de forma que pocas veces puede la derecha probar que cuenta en su haber con aquello que más suele apreciar: la tradición. Escasos son los partidos de derechas con más de setenta años, mientras que en la izquierda son frecuentes los partidos centenarios y, en el caso de los comunistas, casi centenarios.
De igual modo, la derecha española actual se reorganiza en los años 70 del siglo XX como resultado del fin del franquismo. Este hecho es determinante como también lo es que se trata de la derecha española porque la no española, vasca y la catalana tienen otro palmarés: el Partido Nacionalista Vasco o partido de la burguesía vasca nació en 1895 y Unió Democràtica de Catalunya, el de la burguesía catalana, en 1931. Aunque durante la transición hubo desmayados intentos de resucitar algún partido de derechas españolas de la época de la República, el que finalmente se consolidó como fuerza central, que aglutinó a todas las de la derecha, fue el PP, originariamente Alianza Popular, con varios añadidos y préstamos en sus primeros tiempos, procedentes de los predios ideológicos más pintorescos. Fue un partido fundado por un ministro de Franco y organizado en lo que podríamos llamar la más pura cultura política del franquismo.
No es cosa de detenerse en una consideración de la Dictadura y su peculiar relación con los partidos de la derecha. Uno de los pilares del franquismo, más simbólico que real, fue el partido único, que respondía al historiado título de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas Ofensivas Nacional Sindicalistas, (FET y de las JONS), creado por el Decreto de Unificación de 1937 que, además, prohibía todos los demás partidos políticos1. Este partido único era conocido por el nombre abreviado de Movimiento Nacional e, incluso, simplemente, el Movimiento, con la misma parquedad nominativa con que en la oposición muchos —incluso quienes no simpatizaban con él— llamaban al Partido Comunista de España y hasta cualquier Partido Comunista simplemente el Partido. Su importancia práctica, excepto como mecanismo de reclutamiento de fieles servidores de la Dictadura, era desdeñable. En realidad, el verdadero partido político de Franco, la base real de su poder, su instrumento decisivo, era el ejército, del que el dictador era “generalísimo”.
Aquel partido único, cuyo Jefe Nacional era el Jefe del Estado, se confundía con las estructuras político-administrativas del régimen, de forma que los jefes locales o provinciales del Movimiento eran asimismo las autoridades del correspondiente orden administrativo. Y, en efecto, como hemos dicho, el partido era un mecanismo de reclutamiento del personal al servicio de la dictadura y el terreno en el que este seguía su carrera política, su cursus honorum. Se comenzaba de alcalde del pueblo de uno y jefe local del Movimiento y se iba ascendiendo en el escalafón político, como gobernador civil y jefe provincial del movimiento, o delegado de los sindicatos o director general de diversas materias, hasta llegar a ministro secretario general del Movimiento, cargo que, por ejemplo, ocupó un tiempo quien después sería suegro del ministro de Justicia de España en el gobierno de Rajoy y un hombre que publicó un libro de memorias de contumaz título y lectura llena de enseñanzas (Utrera Molina, 2008).
Así pues el dicho partido único era de todo menos un partido político. Puro caldo de cultivo del personal al servicio de la Dictadura. La derecha no precisaba de partido alguno porque el Estado en su conjunto estaba a sus órdenes. Ello explica por qué, salvas contadísimas excepciones, los conservadores no se articularon en estructuras partidistas. Sin duda había liberales, monárquicos, tradicionalistas, democristianos, todo ellos franquistas, pero no organizados en forma de partidos que, al estar legalmente prohibidos, solo podían darse en la clandestinidad, cosa que la izquierda estaba dispuesta a hacer (aunque no toda) pero no la derecha. Las distintas orientaciones políticas derechistas se agrupaban en círculos de relaciones y amistades con alguna, escasa, presencia en la sociedad civil, sobre todo en asociaciones de carácter cultural.
Esta situación explica el desconcierto con que la derecha vivió el fin de la Dictadura desde el punto de vista organizativo. No había experiencia partidista y, además, predominaba una cultura política ferozmente contraria a los partidos políticos. Basta recordar el famoso espíritu de febrero, con que echó a andar el primer gobierno de Arias en 1974. Navarro traía en las alforjas una vaga promesa de liberalización del régimen de asociaciones y la imprecisa ilusión de tolerancia hacia formas partidistas. Así habían de formarse unas asociaciones políticas en cuyos nombres no podría aparecer la palabra “partido” y que, además, se obligaban a respetar el espíritu de los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional y a moverse en su marco. Un propósito tan absurdo y caricaturesco que no mereció el respeto ni de quienes lo impulsaron, pero que refleja bastante bien la falta absoluta de conciencia democrática de los gobernantes del régimen y de los sectores sociales que los apoyaban y se beneficiaban de ellos.
El único partido de la derecha que llegó a cristalizar en la transición fue el ya mencionado Partido Popular. Creado originariamente en 1976 bajo la denominación de Alianza Popular, se trató de una organización fundada y dirigida por franquistas que encabezaban distintas organizaciones casi todas ellas “asociaciones políticas”, es decir, puros remedos de partidos surgidos del citado espíritu de febrero. En su Congreso fundacional en marzo de 1977 se constituyó como una federación de partidos que presentó una candidatura literalmente copada por ex ministros de Franco: Fraga Iribarne (Reforma democrática), Silva Muñoz (Acción Democrática Española), López Rodó (Acción Regional), Fernández de la Mora (Unión Nacional Española), Martínez Esteruelas (Unión del Pueblo Español), Licinio de la Fuente (Democracia Social) y Thomas de Carranza, el único que no había sido ministro del dictador (Unión Social Popular) (López Nieto, 1988). Lo pomposo de los nombres (mucha Unión, Acción, etc.), ponía de relieve la ausencia del nefando término de “partido” que la derecha solo incorporaría al nombre del PP en 1989. Tanto afán no era más que la señal del carácter ridículo de aquellos sobresaltos del parto de un partido de la derecha franquista cuyo cartel electoral bautizó la gente con sentido del humor como el de los siete magníficos. El resultado de las elecciones se quedó en un mísero 8,34% del voto, 16 diputados y dos senadores y puso de manifiesto la imposibilidad de prolongar las instituciones de la dictadura en un inevitable contexto democrático así como las dificultades de una derecha antidemocrática por dotarse de una organización partidista que atrajera a los electores.
Celebradas las elecciones y como las Cortes acabaron siendo constituyentes de hecho, los 16 diputados de aquel naciente “partido de partidos” dividieron su voto ante el proyecto de Constitución: 9 a favor, 5 en contra y dos abstenciones, si bien en el referéndum posterior, AP pidió el voto favorable al texto del que precisamente había sido ponente Fraga, aquel temperamental ministro de Franco que había acariciado la inútil esperanza de que el nuevo Rey lo nombrara presidente del gobierno.
Para las elecciones de 1979, AP se alió con otros partidos como Acción Ciudadana Liberal (José María de Areilza), el Partido Democrático Progresista (Alfonso Ossorio) y Partido Popular de Cataluña (Antonio de Senillosa) bajo la denominación Coalición Democrática cuyos resultados aun serían peores que en 1977, con un 6.10% del voto y diez diputados. En los años siguientes, esta derecha franquista, heredera directa de la Dictadura, siguió perdiendo elecciones bajo distintos nombres hasta llegar a su refundación en el congreso de 1989 con la denominación que hoy ostenta de Partido Popular.
Entre tanto hubo algunos intentos de crear otros partidos políticos de la derecha más “civiles”, por así decirlo y una agrupación de estos casi pareció a punto de conseguirlo, bajo la dirección de otro perteneciente al personal político de la Dictadura, Suárez. Este traía un espíritu renovador y opuesto al intento de prolongar el franquismo, cosa que le hizo entrar en conflicto con sus antiguos compañeros de militancia que lo llamaban traidor. Aquel invento, la UCD, ganó dos elecciones generales consecutivas con una mayoría relativa pero, falto de orientación clara, no pudo resistir las tensiones internas producidas por unas familias políticas mal avenidas y las presiones de sectores institucionales poderosos, especialmente el ejército, y se vino abajo tras prolongada agonía de rencillas internas dando paso a un esperado y abrumador triunfo del partido socialista.
El centrismo intentó sobrevivir a la derrota cambiando de dirigente y hasta de designación, pero ya no volvió a alcanzar resultados dignos de consideración. La fuerza electoral de la derecha se trasladó de nuevo a la estructura que los franquistas, los únicos con experiencia política para hacerlo, habían puesto en marcha con el partido popular. Y este fue el que, primero de forma titubeante y con magros resultados pero luego con mayor seguridad y un espíritu de afirmación acabó consolidando el otro elemento de un sistema de partidos que ha caracterizado prácticamente toda la transición y tenía una naturaleza complicada, siendo multipartidista en las Comunidades Autónomas históricas y bipartidista a escala del Estado o, cuando menos, de un bipartidismo imperfecto, de dos partidos y medio. El sistema que el último año de la legislatura de Rajoy aparecía irremediablemente condenado.
Este franquismo de origen de la derecha española en el poder era ya evidente en los dos gobiernos de José María Aznar, un hombre de ascendencia de franquistas en su familia y él mismo educado en sus años mozos en el horizonte espiritual de la Dictadura como se demuestra por el hecho de que en su juventud perteneciera a la Falange, en su rama autodesignada “auténtica”, término por el que no es obligado entender nada pues nada significa. Ni el mismo Franco tenía respeto por esa organización a la que, con gran desconsuelo de su biógrafo, su médico Vicente Gil, pero con sobrio realismo, llamaba “chulos de algarada” (Gil, 1981), algo que encaja bastante bien con el estilo de Aznar y de la gente de que se rodeó.
La influencia del franquismo alcanzó grados de perfección con el gobierno de Rajoy. Los de Aznar aun admitían cierta variedad. Es de conocimiento general que en ellos se sentaron también gentes procedentes de organizaciones de la izquierda, especialmente comunistas, debidamente arrepentidas y recicladas: Pilar del Castillo, Josep Piqué o Celia Villalobos. Incluso se ha llegado a señalar que ha habido más excomunistas en los gobiernos del PP que en los del PSOE, cosa que muchos atribuyen al hecho de que las relaciones entre las dos fuerzas tradicionales de la izquierda, socialistas y comunistas han sido a veces peores que entre ellas y las de la derecha.
En el gobierno de Rajoy, en cambio, no había conversos ya que su composición reflejaba la de los habituales gobiernos de Franco: había empresarios, nobles, altos cargos de los cuerpos de la elite franquista, católicos, miembros del Opus Dei y representantes de la ideología de la Falange, articulada hoy en las formas neoliberales. Esta equiparación entre la Falange y el neoliberalismo a la española está lejos de ser arbitraria. El think tank de la derecha española, encargado de elaborar la doctrina en la lucha por la hegemonía de la izquierda tiene un estilo discursivo que recuerda mucho al de los falangistas. Y eso sin contar con el misterio de su propio nombre, aun por desentrañar. FAES, oficialmente Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, es una denominación ajena al espíritu castizo del español, un verdadero anacoluto que, según muchos, no responde solamente a la ignorancia de quienes la bautizaron, sino a la voluntad de encontrar un acróstico para rendir homenaje a la organización de su presidente, Falange Española, FAES. Por faltar franquistas en el gobierno de Rajoy, solo faltaban los ministros militares.
Esa clave franquista biográfica e ideológica explica en gran medida las políticas del gobierno de la derecha que ha gobernado o desgobernado España durante la segunda etapa de la crisis económica. Son dos sus corrientes intelectuales internas: la neoliberal y la nacionalcatólica y la mezcla de ambas da como resultado el desastre de un gobierno que ha empobrecido el país, ha destrozado el Estado del bienestar, lo ha fragmentado territorialmente, lo ha destruido moralmente a fuerza de corrupción y ha impuesto una involución democrática sin igual.
1 Decreto núm. 255.- Disponiendo que Falange Española y Requetés se integren, bajo la Jefatura de S. E. el Jefe del Estado, en una sola entidad política, de carácter nacional, que se denominará “Falange Española Tradicionalista de las JONS”, quedando disueltas las demás organizaciones y partidos políticos. Boletín Oficial del Estado núm. 182, de 20/04/1937.