COMITÉ CIENTÍFICO de la editorial tirant humanidades

Manuel Asensi Pérez

Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada

Universitat de València

Ramón Cotarelo

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia

Mª Teresa Echenique Elizondo

Catedrática de Lengua Española

Universitat de València

Juan Manuel Fernández Soria

Catedrático de Teoría e Historia de la Educación

Universitat de València

Pablo Oñate Rubalcaba

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración

Universitat de València

Joan Romero

Catedrático de Geografía Humana

Universitat de València

Juan José Tamayo

Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones

Universidad Carlos III de Madrid

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DE VÍCTIMAS
A INDIGNADOS

IMAGINARIOS DEL SUFRIMIENTO Y DE LA ACCIÓN POLÍTICA

VICENTE J. BENET

ALEX IVÁN ARÉVALO SALINAS

Editores

tirant humanidades

Valencia, 2016

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Vicente J. Benet y Alex Iván Arévalo Salinas

Universitat Jaume I de Castellón

El siglo XX puede ser considerado como el siglo de las víctimas. Con sus dos guerras mundiales, sus incontables conflictos bélicos regionales, la Shoah y otros genocidios que nos transportan desde Armenia a Indonesia, Camboya o Ruanda, por citar sólo algunos de ellos, podemos entender que la cadena de desastres que comenzaron en 1914 tuvo un profundo impacto cultural y político en el imaginario colectivo. Sin embargo, para mantener esta consideración, no sólo debemos apoyarnos en una visión cuantitativa de los millones de personas que fueron objeto de la violencia más o menos organizada por estados o sistemas políticos totalitarios, así como por el odio étnico. De hecho, algunos estudios no exentos de afán polemizador, como el libro de Steven Pinker The Better Angels of Our Nature (2011), demuestran que el número de víctimas de la violencia ha mantenido una curva descendente a lo largo de los últimos siglos e incluso la continuó durante el siglo XX. Tenemos que considerar, por lo tanto, que la fuerza con la que las víctimas irrumpieron en las representaciones artísticas y en los media tiene que ponerse en relación con una nueva sensibilidad que se vincula a las producciones culturales modernas. La alfabetización masiva primero, y el desarrollo de los medios audiovisuales después permitió, por ejemplo, la extensión universal de los testimonios a través de libros o producciones fílmicas y televisivas. Gracias a ello la voz de las víctimas y los testigos de los episodios de la violencia política no han ocupado un lugar esencial en la interpretación de los acontecimientos históricos, hasta el punto de moldearlos desde una perspectiva memorística en lo que Annette Wieviorka denominó como «la era del testimonio».

La sensibilidad hacia las víctimas bebía de las fuentes de la Ilustración, de ese periodo que Steven Pinker, entre otros, denomina «la Revolución humanitaria». Una de sus consecuencias fundamentales en las representaciones artísticas fue, de hecho, lo que podríamos denominar la «invención» de la víctima. En el campo del arte, Susan Sontag subrayaba por ejemplo la irrupción en ese trabajo de los ilustrados de desconocidas formas de dramatismo que llamaban a la empatía del espectador ante el dolor de los demás. El más conocido representante de este proceso sería Francisco de Goya, «un humanista dotado de una conciencia trágica de la condición humana» (Tzvetan Todorov). A pesar de que el romanticismo y la época victoriana, haciendo crónica de las guerras napoleónicas o de las luchas imperialistas, volvieran habitualmente al recurso de la figura heroica, el papel de las víctimas se consolidó como el referente esencial para convocar tanto las emociones como la reflexión política del observador. El espacio para invocar, a menudo de manera superpuesta, el horror y la compasión.

El siglo XXI, por su parte, ha dado lugar a otra figura representativa de los imaginarios de la modernidad: el indignado. Los movimientos sociales vividos en los cinco continentes durante las dos primeras décadas de este siglo presentan algunos rasgos singulares que alejan a la figura del indignado de la del revolucionario del pasado. El revolucionario de la tradición romántica se investía habitualmente de una fe en doctrinas (ideologías) de transformación social y dedicaba su vida al servicio de una causa. La acción violenta era, también, uno de sus aspectos más característicos y no se detenía incluso ante el asesinato o la inmolación. Frente a esto, los movimientos sociales relacionados con los indignados presentan, probablemente, una estructura más compleja, en la que los marcos ideológicos rígidos y la acción violenta no son elementos que los caractericen. Más bien, los indignados contemporáneos adquieren un carácter agente a través de la conexión por redes y en respuesta a coyunturas concretas que definen puntos culminantes de una serie de crisis. En la mayoría de las ocasiones, buscan una actuación testimonial y no violenta, así como de empoderamiento de los marginados o de las víctimas. Desde este punto de partida, los movimientos contemporáneos de indignación presentan también una dependencia esencial con el panorama mediático y con la interpretación cultural de sus acciones.

Ambas figuras, las víctimas y los indignados, presentan, lógicamente, planteamientos casi contrapuestos en las fórmulas que los representan. La víctima concita estrategias de empatía, de elaboración emocional y también de espectacularización del dolor. Genera una imagen fundamentalmente pasiva, receptiva de una agresión y/o de una injusticia cometida por un victimario o por una situación estructural de exclusión o violencia. Un ejemplo de ello es el problema de la visibilidad y de las formas de representación ha sido esencial en la sociedad española, por ejemplo, en el tratamiento de las víctimas del terrorismo, de la violencia de género, de los inmigrantes, de los refugiados o, cada vez más, de las personas que sufren con mayor crudeza los avatares económicos (desahucios, exclusión, etc.) Frente a esta elaboración pasiva de la víctima, el indignado se presenta por su voluntad de irrumpir en la esfera pública desde una posición activa, muchas veces sujeta a situaciones tan espectaculares como aparentemente espontáneas e imprevistas. También presenta interesantes problemas de visibilidad vinculados a la ocasional reivindicación del anonimato, el rechazo del liderazgo a través de figuras carismáticas, su oposición a estructuras y organizaciones que supongan un proceso de institucionalización, etc.

En este marco de análisis, el libro que ofrecemos al lector pretende establecer, por lo tanto, una reflexión articulada entre dos ejes. Por un lado, una aproximación a ambos actores en su funcionamiento social, fundamentalmente como representaciones que intervienen en los procesos comunicativos sobre la actualidad. Por otro lado, el estudio de casos que permiten la aproximación a ejemplos específicos en los que cristalizan estas fórmulas representativas. Nuestra búsqueda ha recorrido distintos modelos y hemos pedido a los autores de los textos que, en la medida de lo posible, evitaran los formatos más rígidos del pensamiento académico para ofrecer una aproximación abierta a todo tipo de lectores, más allá de los especialistas universitarios.

En la categoría víctimas se incluyen siete artículos que profundizan en su evolución conceptual a lo largo de la historia; en la influencia política y jurídica de su interpretación actual; en las representaciones de las víctimas en el cine y la fotografía en conflictos mundiales o civiles del siglo XX; en la conformación de una identidad basada en la memoria de las víctimas tras el genocidio judío y en la necesidad de promover una investigación que muestre la pluralidad de roles que desarrollan las mujeres, por ejemplo, en su papel como constructoras de paz.

Inicia esta sección, Ignacio Aymerich Ojea con un artículo que detalla el protagonismo que tienen las víctimas en la actualidad y el interés que existe por una justa reparación, un aspecto que modifica su desatención histórica. El artículo de Aymerich se centra en las consecuencias de un exceso de protagonismo de las víctimas, cuando éstas se convierten en el foco de la argumentación política y jurídica. Lo anterior se ejemplifica en cómo la justicia puede adoptar la perspectiva individual de un afectado en las reformas legales, lo cual vulneran el principio de equidad. Al respecto, el autor señala que «el dolor por sí mismo no es garantía de una mayor capacidad argumentativa en un debate donde se deben pesar pros y contras de un determinado proyecto de ley». También Aymerich plantea la utilización de las víctimas individuales como estrategia de un discurso reivindicativo de carácter político que asocia este daño al sentir general.

El conflicto vasco ha generado importantes consecuencias materiales y físicas para miles de personas, donde se han plasmado antagónicas interpretaciones y formas de asumir la identidad como también diferentes modos de organización política y territorial. En 2011, la banda armada ETA anunció el alto al fuego comenzando un nuevo periodo que tiene como desafío el fomentar la reconciliación y la convivencia pacífica.

Marta Rodríguez Fouz aborda este conflicto desde el reconocimiento político de las víctimas de ETA. La autora reflexiona sobre las dificultades de las víctimas para conformarse como sujeto político producto de la heterogeneidad de estas personas y su pluralidad ideológica. En línea con lo planteado por el primer autor, Rodríguez señala que algunas asociaciones defienden que su condición les otorga mayor legitimidad para ser atendidos por encima de su condición ciudadana. De esta manera, cuando esta perspectiva es adoptada en los cambios legislativos, según esta autora, se vulnera el espacio deliberativo y la toma de decisiones de los ciudadanos.

Los siguientes cuatro artículos nos detallan cómo las representaciones de las víctimas se modifican de acuerdo a los intereses y los objetivos políticos del momento, siendo estos cambios visibles en la fotografía, el cine o los museos. Los cuatro textos se insertan en contextos históricos claves del siglo XX como la guerra de Camboya, la construcción del Estado de Israel y el genocidio judío, la Guerra Civil Española o el periodo posterior a la Primera Guerra Mundial.

El primer artículo corresponde a Vicente Sánchez Biosca, que profundiza en la política de extermino aplicada en la guerra civil de Camboya en la década del 70, en el periodo en que la guerrilla de los Jemeres Rojos tomó el poder entre 1975 y 1979 conformando el Estado de Kampuchea Democrática. Biosca realiza un análisis a partir de los registros fotográficos de los prisioneros de la cárcel S-21, unas instalaciones que sirvieron para interrogar, torturar y asesinar a los detractores y sospechosos del régimen. El análisis muestra cómo las imágenes pueden tener diferentes usos y representaciones en distintos periodos. Por ejemplo, estas imágenes fueron utilizadas en 1980 como material para la creación de un museo de la memoria denominado Tuol Sleng Genocide Museum de Phnom Penh (Camboya) e incluso sirvieron como evidencias en los juicios en contra de los Jemeres Rojos, los cuales fueron amparados por las Naciones Unidas. La investigación se complementa con la indagación sobre el desarrollo de este tema en las universidades y su representación en el cine, los libros y las exposiciones de artes, entre otros aspectos.

En esta sección de víctimas también se analizó la instrumentalización que se realiza en torno al recuerdo del sufrimiento y las vejaciones como una estrategia de cohesión y movilización de los ciudadanos, siendo especialmente relevante en la conformación de los Estados o en el refuerzo de la identidad nacional. Al respecto, Arturo Lozano Aguilar plantea que el proceso de conformación del Estado de Israel en su fase inicial estuvo basado en relatos heroicos y de resistencia del pueblo judío, pero su sentido varió una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial. Como señala el autor, se cede terreno en este discurso heroíco producto de una serie de operaciones discursivas que permitieron emerger la memoria del Holocausto y su condición de víctima como principal eje de su construcción identitaria. Lozano destaca que fue el juicio contra Adolf Eichmann, uno de los altos cargos del nazismo, en los primeros años de la década del sesenta, lo que resituó el Holocausto adquiriendo su centralidad discursiva actual.

También como parte de las consecuencias trágicas que experimentó la humanidad producto de las guerras mundiales, Vicente J. Benet analiza las estrategias visuales y discursivas utilizadas por el cine de la década del 20 y 30 para denunciar la brutalidad de la guerra en la esfera pública. Benet define esta etapa como pacifismo de primera generación basada en una denuncia que muestra la crudeza de los efectos de la guerra. Las películas de este periodo visualizan los cadáveres de los combatientes, registran sus cuerpos mutilados y rostros desfigurados como también retratan el sufrimiento y las penurias de los soldados. De manera paralela, se realiza una humanización del enemigo, donde los militares de bandos enfrentados comparten sus vivencias y el discurso destaca los rasgos comunes de su condición de seres humanos. Esta perspectiva modifica la tradicial representación del soldado como héroe y su correspondiente glorificación de las batallas, la cual emergerá nuevamente con la Segunda Guerra Mundial cuando se refuerza el enfrentamiento entre el bien y el mal.

En este periodo también se produce la Guerra Civil Española (1936-1939), que, según el texto de Sonia García López, hace emeger un discurso internacional donde se habla por primera vez de la necesidad de dar protección a las víctimas civiles. El artículo de Sonia García realiza un análisis de la representación de la víctima y la indignación en dos fotografías documentales que retratan este conflicto, siendo el foco central de este trabajo el estudio de los modos en que son retratadas las mujeres y los niños. Las imágenes seleccionadas adoptan la perspectiva republicana y antifacista, y se incluye el estudio de su resignificación a través del fotomontaje con objetivos propagandísticos. García López plantea la tensión dialéctica entre la representación de los sujetos sociales como actores políticos y como víctimas; entre la indignación de la que son susceptibles los primeros y la aflicción y la vulnerabilidad que caracterizarían a las segundas.

Cierra esta sección, el artículo de Irene Comins Mingol que aboga por una investigación que termine con la histórica invisibilización epistemólogica de las mujeres y supere una aproximación reduccionista y estereotipada que perpetua la violencia en los roles de género al convertirlas en un símbolo manipulable, incluso en su representación como víctima. Comins señala que su categorización como víctimas puede llegar a ser vejatoria, estigmatizadora y afectar la autoestima de las personas afectadas. Como respuesta a este escenario, la autora señala que es pertinente divulgar los diferentes modos en los que las mujeres han pasado no sólo de víctimas a indignadas, sino a constructoras de paz. Un trabajo que implica el reconocimiento y la visibilización de las mujeres como agentes, como participantes activas, y no como meras pacientes.

La segunda sección se denomina formas de indignación y la componen cinco capítulo que analizan la representación de la figura del indignado, una categoría que con los movimientos sociales ha cobrado notoriedad y relevancia académica.

Sonia Nuñez Puente inicia esta sección con un artículo que analiza la representación icónica y performativa del activismo de FEMEN a través del uso político y discursivo del cuerpo. Este activismo, como señala Nuñez, subvierte la narrativa patriarcal del cuerpo a través de una recontextualización de los modelos normativos y hegemónicos. El análisis describe y analiza algunas campañas de FEMEN que ocupan el espacio público. La investigación responde las siguientes interrogantes: ¿A qué sujetos y de qué modo hegemónico se les permite ser sujetos políticos? ¿Cómo responde el feminismo a las propuestas de la política de los cuerpos en la calle? Y ¿es posible que este debate contribuya a incorporar estas nuevas políticas a las estructuras políticas instituciones a partir de la generación de atención mediática?

También desde los estudios de género, María José Gámez Fuentes realiza un análisis de las series televisivas que sitúan a protagonistas femeninas en múltiples contextos donde la violencia estructural, cultural y/o directa forma parte intrínseca de sus roles de género. La autora indaga en los modos en que las diferentes narrativas elaboran una crítica contra la violencia hacia las mujeres y en qué medida, al hacerlo, llegan a resignificar cuestiones como la vulnerabilidad, el poder, la justicia y la rendición de cuentas o reproducen los lugares comunes de la enunciación. La investigación realiza un catastro con información descriptiva sobre las series televisivas producidas en los últimos cinco años, a partir de una búsqueda realizada en plataformas de contenidos audiovisuales en Televisión e Internet. Posteriormente, se realiza un análisis específico de algunas de estas producciones como Borgen o House of Cards, entre otras.

La crisis sistémica que enfrentan las sociedades, con altos niveles de desigualdad y pobreza, con una corrupción enraizada en el sistema político, y con democracias herméticas y escasamente participativas, son algunas de las reivindicaciones que han planteado los movimientos sociales actuales. En el caso español, estas demandas adquieren mayor notoriedad con el desarrollo del movimiento 15M de 2011, que movilizó a miles de personas en las plazas y calles de las ciudades españolas para plantear un cambio de modelo político y económico, de carácter más transparente, inclusivo, participativo y social; todo sintetizado en el lema «Democracia Real Ya. No somos mercancías en manos de políticos y banqueros».

El tema de los movimientos sociales actuales en España se profundiza en dos artículos desde una perspectiva comunicativa y filosófica. El primer enfoque es desarrollado por Alex Iván Arévalo Salinas, quien realiza una indagación y un análisis de los proyectos comunicativos que han surgido como parte de los valores y principios del movimiento 15M. En la segunda parte de este capítulo se detallan algunas características de los discursos de los movimientos sociales actuales, principalmente en el caso de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). Estas características han sido definidas por este autor como refuerzo positivo y transversalidad.

Desde una perspectiva filosófica, Sonia París Albert realiza una reflexión sobre el sentimiento de indignación en la sociedad española y su relación con el movimiento 15M, tomando en consideración algunas teorías filosóficas que se conectan con diferentes aspectos como, por ejemplo, una concepción dialéctica del reconocimiento. De manera específica, esta autora aborda el pensamiento de Friedrich Nietzsche para hacer una relectura más positiva destacando las ideas de su filosofía que dejan ver, aunque sea implícitamente, la indignación en su pensamiento, así como su poder transformador.

Finaliza esta sección, el texto de Steven Marsh con una investigación que profundiza en la relación entre el cine militante y la performatividad en las películas del director gallego Ramiro Ledo. Entre las películas analizadas encontramos a VidaExtra (2013) o Galicia 1936-2011 (2011), donde su director utiliza fragmentos de obras de cineastas de las décadas de los treinta, sesenta y setenta para plasmar un cine etnográfico. Por ejemplo, en VidaExtra, Ramiro Ledo digitaliza y monta el metraje original (de super-8) filmado años atrás por el socialista revolucionario y nacionalista gallego, Carlos Varela. Algunas películas de Ledo destacan por mostrar una contrahistoria crítica de un cine gallego de fragmentos basada en una interpretación tanto performativa como transformadora.

El presente libro es el resultado de los proyectos de investigación: De víctimas a indignados: visibilidad mediática, migración de imágenes, espectacularización de los conflictos y procesos de transformación social hacia una cultura de paz del Plan de Promoción a la Investigación de la UJI (P1·1A2012-05) y Evaluación e indicadores de sensibilidad moral en la comunicación actual de los movimientos sociales del Ministerio de Economía y Competitividad de España (CSO2012-34066).

Una gran parte de los textos publicados fueron presentados por sus autores en el Seminario Permanente del Instituto Interuniversitario de Desarrollo Social y Paz (IUDESP) de la Universitat Jaume I de Castellón y la Universidad de Alicante y en Jornadas específicas de discusión académica celebradas en la UJI entre los años 2013 y 2015. Quisiéramos mostrar nuestro agradecimiento a los miembros del IUDESP y específicamente a su directora, Eloísa Nos, por el apoyo que han dado al proyecto y a la organización de los seminarios. También agradecer la colaboración de María José Gámez, Alessandra Farné, Francisco Javier López, Argelio Barreda y todos los miembros de la Cátedra UNESCO de Filosofía para la Paz.

PARTE I: VÍCTIMAS

La víctima como argumento en la justificación de las decisiones jurídicas y políticas

Ignacio Aymerich Ojea

Universitat Jaume I

La creciente presencia de las víctimas

Hay cambios sociales difíciles de percibir por la lentitud con que tienen lugar. Es necesario detenerse a reflexionar para caer en la cuenta de la evolución que han traído consigo los años. Ocurre así, como en tantas otras cosas, con el recurso a las víctimas en la argumentación pública, tanto política como jurídica. Una nueva ciencia se ocupa de ellas, la victimología, aparecida por primera vez en un escrito de Von Hentig en 1948 y rápidamente expandida desde entonces. Las administraciones públicas de los países desarrollados no han dejado de crear nuevos departamentos u organismos de atención a las víctimas de diferentes tipos de delitos o calamidades. Las normas procesales se han modificado para dar presencia (en ocasiones casi protagonismo) en el procedimiento a las víctimas. Crece la atención social y mediática que merecen los colectivos de víctimas, agrupados en función de la causa de su victimización (violencia machista, acoso laboral, inseguridad vial, estafas en servicios financieros, especulación urbanística, acoso escolar, y así sucesivamente). Las víctimas del pasado recuperan su presencia en las demandas actuales con medidas que intentan hacer justicia histórica, tratos diferenciales o compensaciones por discriminaciones pretéritas y reconocimientos expresos al daño causado. En todos estos casos, nuevas políticas públicas se desarrollan para atender convenientemente todos los casos y nuevas leyes intentan enmendar la situación y atacar las causas de la victimización.

Esta focalización en las víctimas se advierte tanto en la argumentación jurídica como en la política. En la vertiente jurídica aparece en muy variadas formas pero de modo preeminente en el ámbito penal. Desde la «humanización» de la política y la legislación penal en los tiempos de Beccaria y Bentham la atención se centró sucesivamente en el delito, en el delincuente, en la pena, en el estado peligroso y en las medidas de seguridad (Queralt, 1997: 129). Pero quien no aparecía en el foco de la atención y el interés era, precisamente, la víctima. De ahí que la nueva tendencia a darle protagonismo sea presentada como la justa reparación a una indebida desatención histórica.

Por su parte, en el debate político el cambio no ha sido quizás tan rápido porque los argumentos de victimización tienen una larga historia. Los cautiverios de Babilonia y Egipto para el pueblo judío, la derrota china en las guerras del opio o las prolongadas consecuencias de la derrota frente a los turcos en la región balcánica son buenos ejemplos que nos ofrece el pasado de que una comunidad política, en cuya identidad pesan hechos que le permiten autorrepresentarse como víctima, encuentra así un modo eficaz de mantener su cohesión. Pero por más que en esos casos sea a título colectivo como la comunidad política recuerde su condición de víctima, en el pasado las víctimas individuales probablemente no merecían tanta consideración como lo hacen hoy. Los hititas o los asirios practicaban de manera sistemática una crueldad implacable contra sus enemigos vencidos, pero el infortunio personal no llamaba tanto la atención en tiempos en que las tasas de mortalidad por actos violentos eran, en cualquier caso, notablemente superiores a las actuales (Elias, 1993: 229 y ss.). Eran estos los mismos tiempos en que una persona con alguna discapacidad era objeto de lástima, se le daba limosna o se ejercían con él otras formas de caridad pero nadie entendía que las instituciones públicas (la acción de la comunidad política de forma oficial) tuviesen que hacer algo al respecto. Ser ciego o paralítico, en el pasado, era uno de tantos males que el destino puede depararle a uno, pero esto no constituye un argumento para que el poder político deba emprender iniciativas legislativas, o disponer fondos públicos o crear organismos específicos para estos fines. Y también la desgracia personal era interpretada en estos términos cuando su causa no era una malformación o una enfermedad sino el resultado de la acción del poder político, como ocurre en las guerras.

Por el contrario, hoy en día la víctima individual es presentada como argumento válido en la acción política. Quienes mueren en los territorios palestinos ocupados a causa de algún ataque israelí suelen ser enterrados en actos multitudinarios, cubiertos por la bandera de su país. Las víctimas se convierten, por sí mismas, en un discurso reivindicativo político ya que el duelo no se circunscribe a la familia: estas muertes pertenecen a todo el pueblo. Como un reverso de esta situación, los soldados estadounidenses caídos en Irak volvieron a su país en vuelos discretos y fueron entregados a sus familias sin que la prensa pudiera divulgar el proceso, como si su sola presencia fotográfica fuese a tener una repercusión política que había que evitar a toda costa. La víctima también puede ser el centro de un discurso político por su ausencia, porque la divulgación de la imagen de aquellos ataúdes podría transformar a los muertos discretos en pruebas de la injusticia, en argumentos críticos contra una guerra ilegal desde el punto de vista del derecho internacional.

Y además del uso de la víctima como argumento político y jurídico están aquellos casos en que los dos tipos de razones se dan simultáneamente. Hace no muchos años un partido político —entonces en la oposición— fichó para trabajar como asesor suyo en materia de justicia al padre de una niña de 5 años asesinada en Huelva y cuyo caso tuvo una profunda repercusión mediática. El proyecto de ambos (del partido político y del padre de esta niña) era promover una reforma del Código penal que endureciese las penas y dar así satisfacción a ciertas expectativas sociales que eran presentadas como mayoritarias. En casos así el argumento de la víctima sirve para justificar una reforma legal a la vez que se utiliza como una bandera de enganche para alcanzar el poder político. Esta persona no tenía ninguna formación específica en el ámbito penal ni criminológico, más allá de su condición de víctima. El dolor de un padre en tales circunstancias merece un enorme respeto, pero el dolor por sí mismo no es garantía de una mayor capacidad argumentativa en un debate donde se deben pesar pros y contras de un determinado proyecto de ley. También un enfermo puede sufrir dolores físicos agudos pero eso no lo capacita para decidir sobre las mejores terapias, ni parece que sea habitual en los procesos de mejora de las técnicas de la cirugía incorporar al equipo de asesores a una persona sin ninguna formación médica y cuya única cualificación fuese haber pasado por una intervención quirúrgica en el pasado. La idea de que quien experimenta algo es el que mejor entiende lo que pasa en tales circunstancias es un error frecuente; el enfermo sufre y si sólo con eso ya supiese qué le está ocurriendo nunca acudiría nadie al médico a preguntarle qué es lo que tiene.

En los debates públicos, tanto jurídicos como políticos, la argumentación que se apoya en las víctimas se expande de forma constante porque es incontestable: ¿quién podría oponerse a que se acuda en auxilio de quien sufre? Pero antes de prestar oídos a un argumento porque resulta conmovedor es necesario detenerse a apreciar qué otros valores están en juego, y atender al primero apresuradamente podría dejar desapercibidos los segundos. Cuando se trata de la argumentación pública, tanto en el caso jurídico como en el político, la focalización sobre el caso individual conduce con facilidad a olvidar que se trata justamente de argumentos a utilizar en debates públicos, debates que deberían ser algo más que un sumatorio de justificaciones individuales. De ahí que sea necesario tomar distancia y examinar de dónde viene esta tendencia, tratar de comprender sus razones y valorar qué consecuencias puede tener.

Me propongo abordar la relación entre poder político, decisiones jurídicas y víctimas emprendiendo un cierto viaje de ida y vuelta. Nos remontaremos al modo en que se concebía esta trilogía en las primeras formas de administración de justicia porque estos antecedentes suelen ser con frecuencia perdidos de vista. Y de esa manera, según la maldición por la que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla, podremos apreciar cómo ciertas prácticas en que se apoya la argumentación jurídica y política en las víctimas, y en especial ciertas propuestas legislativas, no son más que otros viajes de vuelta a ese mismo pasado.

Cuando la víctima no era un argumento

Para llegar a vivir en formas de organización política como las actuales, es decir en estados de derecho, es necesario que previamente se den una serie de condiciones sociales. La primera de ellas, tal como lo define Weber, es que tenga lugar un eficaz monopolio de la violencia legítima (Weber, 1987: 666 y ss.) Y antes de que este monopolio se asiente, una de los procedimientos admitidos para resolver conflictos eran las soluciones privadas, entre particulares, y especialmente nos interesa el caso de los duelos. No estamos hablando de la simple venganza porque en tal caso tampoco cabría hablar de formas primitivas de administración de justicia: un duelo implica ya un procedimiento socialmente aceptado de resolución de disputas, y por tanto los que participan en él aceptan las normas que regulan cómo deben actuar los contendientes. Foucault ha descrito bien este estado de cosas. En el viejo derecho germánico que dominó buena parte de Europa tras la caída del imperio romano, el procedimiento se inicia cuando alguien denuncia haber sufrido un daño de otro. «No hay acción pública, es decir, no hay nadie que representando a la sociedad, a un grupo, al poder o a quien lo detente tenga a su cargo acusaciones contra los individuos. Para que hubiese un proceso penal era necesario que hubiese habido daño, que al menos alguien afirmase haber sufrido daño» (Foucault, 1991: 66).

Tomemos como ejemplo el Espejo de Sajonia, uno de los principales códigos legales germánicos de la Edad Media. En él se regula cómo deben proceder los contendientes en el duelo: deben situarse de modo que a ninguno le dé el sol de frente, deben usar armas iguales, etc. ¿Por qué se entiende que una forma de administrar justicia es poner a pelear a dos personas? Hoy en día seguimos hablando de «litigar» y esta palabra significa, literalmente, luchar. Pero hoy nadie admitiría que un litigio judicial se dirimiese en una pelea física entre las partes. Hemos dejado de entenderlo así como resultado del monopolio de la violencia legítima. Pero, como recalca Foucault, en el pasado no había acción pública y el proceso se iniciaba cuando alguien declaraba haber sufrido un daño, es decir, cuando se sentía agraviado según su apreciación de lo que es un agravio, que eso es precisamente lo que significa que la iniciativa no viniese de la autoridad pública.

En muchas otras sociedades la administración de justicia es concebida como un mecanismo de expiación entre clanes, familias, gremios, villas y otros grupos o corporaciones. Clifford Geertz describe en términos antropológicos un conflicto que presenció y que tuvo lugar en una aldea de Bali a mediados del siglo pasado (Geertz, 1994 204 y ss). Un hombre a quien su mujer había abandonado reclamó del consejo de la aldea que emprendiese acciones para conseguir su retorno. Pero el consejo le contestó que, como él ya sabía bien, los asuntos relativos a matrimonio, adulterio, divorcio y demás controversias familiares no son competencia del consejo y deben arreglarse entre los grupos de parentesco afectados. El problema es que la familia de este individuo tenía poco peso social y él sabía bien que no iba a poder respaldar con éxito su demanda. Pero su intento de que hubiese una acción pública, de la autoridad política, para reparar lo que él considera injusto era igualmente inútil, porque la única vía aceptable es una solución entre individuos o grupos, no una acción institucional.

Ocurre algo semejante cuando las organizaciones criminales tienen conflictos entre ellas y, obviamente, no pueden recurrir a autoridad estatal alguna para resolverlos. Si dos grupos mafiosos se disputan un área de negocio (por decirlo eufemísticamente) y esto degenera en un conflicto abierto, éste puede evolucionar hacia la violencia generalizada o hacia algún tipo de acuerdo. En cualquier caso se trata de competir con los medios que cada uno tiene para poder hacer valer sus pretensiones, sea violentamente o sea con la capacidad para imponer sus condiciones en el pacto. Lo que ninguno de los dos grupos haría es presentarse a dirimir las diferencias asumiendo el papel de víctima, sino el de contendiente.

La erradicación de la violencia privada no es un proceso sencillo ni rápido. Cuando Mark Twain visitó Heidelberg a finales del siglo XIX se sorprendió al ver que algunos estudiantes tenían la cara cruzada por grandes cicatrices, y descartado el azar de un accidente (cuando observó ya un número importante de personas así) preguntó a qué se debía aquel fenómeno. Le contestaron que era motivo de honor de un estudiante lucir una cicatriz como muestra de valor, y que eran el resultado habitual de los duelos tradicionales (Mensur) en los que participaban, duelos que no fueron declarados ilegales hasta bien entrado el siglo XX.

Cuando en ausencia de lo que hoy entendemos por administración de justicia, la forma de dirimir una reclamación que sigue a un daño es entendida como un proceso de lucha entre las partes, donde ninguna de ellas actúa en sentido estricto como una víctima. Ni quien resulta herido en una Mensur, ni quien carece de una familia importante que respalde sus pretensiones ni la organización criminal que debe ceder ante otra más poderosa es, en sentido estricto, una víctima. En una lucha hay un ganador y un perdedor, alguien que acredita más fuerza o capacidad y alguien que no cuenta con esos recursos para la contienda. Pero al igual que tras un partido de tenis o de baloncesto no hay nadie que desempeñe un papel que pueda ser catalogado como de víctima (ni el partido se celebra para resarcir a una víctima), en un duelo tampoco hay víctima en sentido estricto, habrá un perdedor que es una cosa distinta. Para que la víctima aparezca es necesario un cambio relevante. Es necesario que el proceso no esté protagonizado por los litigantes sino por un tercero que es quien lleva la iniciativa. Pero entonces, como habremos de ver, el proceso no se inicia porque alguien considere que ha sufrido un daño según su particular apreciación de lo que es un daño, sino que hemos evolucionado desde esa situación inicial en la dirección del monopolio de la violencia legítima.

Del juego de daños y compensaciones a la institucionalización de la justicia

Para que la litigación deje de estar protagonizada por los contendientes y sea dirigida por una autoridad judicial es preciso que previamente se constituya un aparato político capaz de garantizar tres cosas:

1. El control sobre un territorio en el que quedará prohibida la resolución «privada» de conflictos.

2. La definición de las reglas conforme a las cuales se resolverán los conflictos y se establecerán las responsabilidades y los derechos de los ciudadanos.

3. La designación de quienes ejercerán funciones judiciales, de vigilancia del cumplimiento de las normas, de imposición de penas y de establecimiento de indemnizaciones.

En fases iniciales de la evolución del derecho no existe diferencia entre el establecimiento de normas y la resolución de casos. Cuando el juez (o autoridad equivalente) tiene que resolver un caso nadie entiende que lo que haga sea aplicar una norma preexistente, norma que será válida para todos aquellos casos que guarden entre sí una equivalencia básica. Según se plantea la controversia, la autoridad intenta encontrar la mejor solución que puede pensar, como en el conocido juicio de Salomón. Por tanto, la mera superación de la fase de resolución privada de conflictos no basta: la evolución se completa cuando la autoridad no sólo lleva la iniciativa en la administración de justicia sino que, además, con carácter previo ha establecido conforme a qué normas se considerará que alguien merece tutela judicial. Aquí ya no se trata de que el procedimiento se inicie porque alguien ha sufrido un daño según su particular apreciación de lo que es un daño. Ahora está establecido, a priori y con carácter general, qué conductas lesionan qué expectativas legítimas de las personas. Ahora sí hay víctima, es decir, ahora una persona puede presentarse en el procedimiento reclamando que la autoridad política tome la iniciativa porque ha sufrido una violación de su derecho.

El derecho penal está gobernado por el principio que se formula así: nullum crimen, nulla poena sine praevia lege (ningún delito, ninguna pena sin ley previa). Es decir, que para que una conducta pueda merecer la calificación jurídica de delito debe haber en vigor previamente una ley que así lo establezca. Los debates que conducen a la aprobación de leyes penales como éstas son, por definición, debates públicos. No tanto en el sentido de que participe todo el público, sino más bien en el sentido de que lo que allí se decide es qué tipo de conductas se consideran nocivas para los intereses públicos. En otras palabras, en la aprobación de las leyes penales no se argumenta en términos particulares ni se consideran individualizadamente, con nombre y apellidos, los casos de esta o aquella persona que hayan sufrido algún perjuicio concreto, sino qué formas de comportamiento deben prohibirse porque, en caso contrario, la comunidad política se degradaría.

El fundamento de este aspecto del estado de derecho fue teorizado por Rousseau al formular su tesis de que la ley debe ser expresión de la voluntad general. La garantía de que todos los ciudadanos sean iguales es que no se utilice la potestad legislativa para regular cuestiones particulares de individuos o de grupos. La ley sólo puede tratar cuestiones que interesan por igual a todos porque si no, en la medida en que no fuese expresión de la voluntad general, mediante la legislación se haría posible establecer diferencias entre los ciudadanos. En palabras de Rousseau, la ley «debe partir de todos para ser aplicable a todos, y que pierde su natural rectitud cuando tiende a un objeto individual y determinado, porque entonces, juzgando de lo que nos es extraño, no tenemos ningún verdadero principio de equidad que nos guíe» (Rousseau, 1984: 41). De ahí que, como razonan Strauss y Cropsey, Rousseau establezca una división de poderes entre legislativo y ejecutivo que se basa en este principio de generalidad de la ley. «Dado que el soberano puede legítimamente elaborar leyes sólo sobre objetos generales, la aplicación de la leyes a acciones o personas particulares no es de su ámbito y pertenece más bien al gobierno» (Strauss y Cropsey, 1987: 574). Pero, volviendo sobre el razonamiento de Rousseau, ¿cómo podríamos juzgar lo que nos es extraño? Por mucha empatía que tengamos con otra persona, vivimos vidas individuales y nunca podremos ponernos completamente en el lugar de otro. Así que si tratásemos de hacer justicia a base de asumir el punto de vista de quien ha sufrido un daño y tratar de compensarlo con la percepción de reparación justa que tendría el culpable, nunca tendríamos un verdadero principio de equidad para guiarnos.

Como plantea irónicamente Dostoievski en un diálogo entre Aliosha e Iván Karamazov, «los mendigos, sobre todo los que no carecen de cierta nobleza, deberían pedir limosna sin dejarse ver, por medio de los periódicos. En teoría, y siempre de lejos, uno puede amar a su prójimo; pero de cerca es casi imposible». Así pues, nos encontramos con esta paradoja: lo que desaparece en los debates públicos que conducen a la aprobación de las leyes es, precisamente, la víctima en tanto que persona individual.

La condición de víctima va, por tanto, intrínsecamente unida a la aceptación generalizada de un sistema político que dirige los procedimientos establecidos para la resolución de conflictos y que pone en vigor un sistema normativo que establece con validez en todo el territorio qué es lo justo o lo injusto. Ya sabemos que autoridad judicial y autoridad legislativa están diferenciados desde que triunfan las tesis de Montesquieu sobre la división de poderes, pero ambas son autoridades públicas, es decir, autoridades de la comunidad política. Lo decisivo es que con el monopolio eficaz de la violencia legítima y la separación de los actos de establecimiento de normas y de resolución de casos, la víctima se convierte en un ser genérico, despersonalizado, como consecuencia del principio de generalidad de las leyes. Este es el trasfondo de evolución de la posición de la víctima en la argumentación jurídica y política, pero sobre ese trasfondo hemos asistido a un resurgimiento de la víctima en el debate público, como traté de poner de manifiesto al comienzo. Es momento de valorar el significado de esta tendencia.

La víctima como apoyo del discurso político y jurídico