SENIOR
Un thriller de la sexta edad
I.J. Asensio
SENIOR. Un thriller de la sexta edad
I.J. Asensio
ISBN: 978-84-946993-9-9
DL: NA 1454-2017
Edita: Ulzama Ediciones
©2017 Ignacio Asensio Olaso
©Fotografía de portada: Diego Álvaro Antón
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Una atención de calidad a la persona de edad avanzada que la precise, debe hoy en día realizarse, inexcusablemente, desde un modelo de atención centrada en la persona, que deberá velar por sus derechos, sus preferencias, sus deseos y sus sueños.
Estos deseos, preferencias y sueños pueden ser tan variados y diversos como las propias personas y suponen un verdadero reto para el profesional, pero precisamente por ello son más enriquecedores. No es concebible que se pretenda que una persona, por el hecho de ser mayor, carezca de sueños e ilusiones. Lo que sí es probable es que se hayan dado por vencidos, aplastados por el juicio de la sociedad o por una inaceptable idea de transitoriedad de su propia vida.
Por tanto, y como miembros de esa misma sociedad, depende también de nosotros el conseguir que esas ilusiones y sueños se hagan realidad en la mayor medida posible.
“Un hombre no deja de jugar porque se hace viejo
Se hace viejo porque deja de jugar”
George Bernard Shaw
Capítulo 1 – ¡No me gusta colorear!
Madrid, Miércoles 15 de marzo de 2017. 5 de la Tarde.
Era la hora de los talleres ocupacionales en la Residencia Jardín Azul, de Chamartín, donde convivían más de cien ancianos de entre sesenta y cinco y noventa y tres años. La residencia era de las denominadas “de nivel”, lo que implicaba gente acomodada de la capital y estaba especializada en psicogeriatría, aunque el perfil de los residentes era muy variado: desde personas completamente válidas hasta otras muy asistidas, pasando por todo el rango de manías, trastornos de conducta, demencias y demás problemáticas habituales en este tipo de centros, siendo el único denominador común de todos ellos la capacidad de poder permitirse una cuota mensual superior en todos los casos a los tres mil quinientos euros.
La residencia ocupaba una serie de tres bonitos edificios de cuatro plantas, unidos por una gran zona ajardinada rodeada por una verja, donde podía verse habitualmente a los ancianos sentados en los bancos o paseando lentamente. Algunos entraban y salían con total libertad, incluso al volante de su propio vehículo, aunque estos casos eran excepcionales. A la mayor parte de los residentes no se les permitía abandonar las instalaciones, si no era acompañados por personal del centro y siguiendo unos estrictos protocolos de seguridad en todos los desplazamientos.
Aquella tarde, el cielo estaba despejado y el sol penetraba por los amplios ventanales, inundando de luz la gran sala rectangular y arrancando reflejos multicolores de una serie de elementos decorativos caseros, elaborados con CD’s desechados, que colgaban del techo en varios puntos y que se proyectaban en todas las superficies, produciendo un extraño efecto de movimiento.
Veinticinco o treinta ancianos, hombres y mujeres, se encontraban sentados en largas mesas, ocupados al parecer en rellenar unas hojas de papel con pinturas de diversos colores. Una monitora con bata blanca se desplazaba animadamente de una mesa a la otra, observando la evolución de los trabajos y comentando uno u otro detalle con alguno de los ancianos.
En la sala se mezclaban todo tipo de sonidos, desde el ruido de raspado de los lápices de colores sobre el papel, hasta otros más extraños, como el constante ruido de succión que producía una mujer moviendo sus dientes postizos a izquierda y derecha o una especie de gemido apagado emitido por otro anciano, que dormitaba en un rincón sobre una silla de ruedas, cubierto por una manta de cuadros rojos y azules. A esto se unían las quejas de uno u otro residente, el bisbiseo de dos ancianas que conversaban con las cabezas inclinadas la una hacia la otra y la cháchara jovial de la monitora, creando una cacofonía extraña y poco natural.
Cualquier observador se hubiese dado cuenta de que había un elemento discordante: Uno de los ancianos se mantenía un poco aparte, sentado en una silla de ruedas en un extremo de la mesa y sin participar en absoluto en la actividad de coloreado. Presentaba una postura erguida, casi desafiante, con los antebrazos apoyados junto a la caja de pinturas sin abrir y que mantenía a distancia como si fuese radioactiva y varias hojas impresas en blanco y negro con distintos personajes de Disney, que había colocado perfectamente apiladas y alineadas con el ángulo derecho de la mesa.
El aspecto del hombre era también muy diferente: Alto y delgado, con mandíbula firme sobre una cara alargada coronada por abundante pelo blanco, peinado pulcramente hacia atrás, en la que destacaba una nariz aguileña, larga y de fino tabique, que le daba un aspecto rapaz y sobre todo los ojos azules, que miraban a todas partes bajo las gruesas cejas como si estuviera absorbiendo cada detalle del entorno. Sus manos grandes y fuertes, apenas dejaban entrever la elevada edad de su dueño y tamborileaban de vez en cuando sobre la superficie de formica blanca con gesto impaciente. Iba bien vestido, con ropa sencilla pero de indudable gusto: americana de cheviot, camisa azul perfectamente planchada, pantalones gris oscuro, zapatos tipo Oxford y elegante corbata de rayas diagonales azules y verdes, cuyo nudo se ajustaba cada pocos minutos con un movimiento fluido.
El aludido volvió su cabeza hacia la mujer, escrutándola con su mirada de halcón, pero sin emitir sonido alguno. Parecía que iba a decir algo, pero evidentemente se lo pensó mejor. Tras unos segundos, volvió a su estado vigilante anterior sin que se pudiera observar cambio alguno en su expresión, salvo quizás un leve atisbo de sonrisa displicente.
En ese momento, acudió a la sala un auxiliar con el uniforme blanco del personal de la residencia. Era un hombre fornido, de mediana estatura y cuyos fuertes brazos, que asomaban por la casaca de manga corta, estaban cubiertos de espeso vello. Se quedó esperando en la entrada, hasta que la monitora se acercó a donde estaba.
Los dos trabajadores se hubieran quedado de piedra si hubiesen sabido lo que pasaba por la mente de Carlos Olarra Beorlegui, coronel de infantería, nacido en Irún, Guipúzcoa, el 15 de marzo de 1943. De hecho ese mismo día era su 74 cumpleaños.
Menudo par de gilipollas. ¡Qué falta de respeto hablar de alguien delante de él como si no estuviera! Si no fuese porque no iba a cambiar nada, os ponía un pleito que os ibais a cagar. Menuda mierda de actividades que organizáis aquí, teniendo a todo el mundo pintando al puto ratón Mickey como si fuésemos críos de cinco años. Y eso que esa pobre chica, Sandra, le pone entusiasmo por lo menos. Claro que entre los que lo único que buscan es que les hagan caso, los que están completamente acabados de tanto hacer tonterías durante media existencia, los que están tan deprimidos que se van arrastrando por la vida, los que han perdido la chaveta y los que se pegan el día volando en la alfombra multicolor de las benzodiacepinas, la gente hace lo que le digan y punto. Aquí, lo único que esperan es la hora de la comida y que les dejen ver la tele o jugar a las cartas. Y algún tarado, que se despiste una de las auxiliares para tocarle el culo como mucho. Y menuda comida. Hay tanto pescado que nos van a salir escamas. ¿Y los nombres de los peces? Panga, Limanda, Tilapia. ¡Si parecen los nombres de las esposas de un jefe zulú! ¿No se han enterado de que también hay merluza, bacalao y lubina? Aunque sean de piscifactoría. ¡Esos otros se comen los meados de los chinos, joder…!
Como si hubieran podido escucharle, ambos se quedaron mirándole en silencio. El auxiliar se acercó a la silla del anciano, la agarró por los asideros y la hizo maniobrar hacia atrás con la habilidad que genera la costumbre, para luego dirigirse hacia la puerta empujando al residente.
- Bueno, Olarra, vamos que ha venido tu amigo. Hasta luego, Sandra, nos vemos.
-Adiós Andrés – dijo, antes de volverse corriendo hacia el grupo de la mesa – Pero Don Anselmo, ¡qué ha hecho con ese bote de pegamento!...!Sáqueselo de la boca!...
Las voces se difuminaron en cuanto pasaron a través de las puertas batientes. Según iban avanzando por el corredor, los ojos del anciano fueron observando con mucha atención el paisaje que se veía de forma intermitente a través de las ventanas, cuando pasaban junto a ellas. Sin apenas mover la cabeza, su excelente vista, extraordinaria en un anciano de setenta y tantos años, le permitió detectar con facilidad las pequeñas cámaras CCV y los sensores camuflados, colocados a intervalos sobre la reja perimetral. Mientras lo hacía, se palpaba con irritación el pequeño bulto en su antebrazo izquierdo: una gruesa pulsera de plástico irrompible que contenía en su interior una baliza GPS, que se activaba cuando su portador se alejaba más de 20 metros de los sensores y estaba reservada a residentes con riesgo de fuga, como era su caso. Si conseguías superar la verja, que con sus más de cuatro metros de altura era ya en sí un obstáculo formidable, en cuanto te alejabas unos cuantos pasos se armaba la de San Quintín: Luces, sirenas, el vigilante dando gritos, policía, etc.
Seguía sumido en sus pensamientos, cuando llegaron frente a una gran puerta acristalada. El auxiliar pasó por un sensor la tarjeta que llevaba colgada al cuello y la puerta se abrió hacia fuera, con un suave sonido hidráulico. Desde cualquier habitación hasta el jardín, había que traspasar al menos tres de esas puertas; cinco si la habitación se encontraba, como era su caso, en el tercer piso.
El empleado empujó la silla hacia el interior de una gran sala, rodeada de grupos de cómodos sillones rodeando una serie de mesas bajas, y fue avanzando hasta llegar a uno de ellos, en los que se hallaba sentado un hombre mayor, que al verlos se levantó para esperarles.
El visitante no tenía gran estatura, rondaría como mucho el metro setenta y cinco, pero iba muy erguido, lo que unido al elegante traje gris que llevaba, le hacía parecer alto. Tenía la tez bronceada y curtida del que ha pasado mucho tiempo expuesto al sol durante toda una vida. Sonrió y alrededor de sus grandes ojos marrones aparecieron numerosas arrugas. Llevaba los abundantes cabellos muy cortos y de un color negro intenso, no coherente con su edad y sin rastro de gris, lo que indicaba un teñido regular. Extendió la mano para saludar al auxiliar y le dio un apretón rápido y firme.
El auxiliar volvió a salir por otra de las puertas, que se cerró silenciosamente.
En ese momento, la cara de Carlos Olarra se transformó por completo. De la expresión seria y un poco aturdida no quedó ni rastro y sonrió abiertamente, mientras se levantaba de la silla de ruedas con una agilidad que hubiese sorprendido a cualquier miembro del personal de la residencia si hubiesen podido verlo. Erguido, era casi una cabeza más alto que su visitante.
Se rieron a carcajadas, hasta que les salieron las lágrimas. Luego se sentaron en los sillones y continuaron un buen rato charlando y bromeando. Se les veía a los dos contentos y relajados, aunque los ojos de Olarra no perdían de vista la luz de apertura y tenía el oído atento al característico pitido que le avisaría de que volviera a su papel.
Les interrumpió el pitido largo que indicaba que alguien estaba abriendo la puerta. Olarra se sentó con rapidez en la silla de ruedas. Luego, pudieron escucharse los característicos pasos producidos por el calzado sanitario.
Ortiz asintió y se levantó del sillón, acercándose a Olarra. El coronel notó perfectamente la incertidumbre en los ojos del otro. Habían compartido muchos peligros como para no darse cuenta.
“Pájaro viejo, no entra en jaula”
Refrán popular
Capítulo 2 – La evasión.
Madrid, Sábado 18 de marzo de 2017. 10:15 de la noche
Carlos Olarra se incorporó en su cama y aguzó el oído. Hacía un rato que se había producido el cambio de turno, porque había escuchado perfectamente a los cuidadores de tarde, al personal de servicios y los técnicos salir por la puerta del parking charlando animadamente, meterse en sus coches y abandonar la residencia. Ahora, si todo funcionaba según estaba previsto, habría solamente siete personas en las instalaciones: La enfermera de noche, que no tenía que llegar al módulo uno hasta las tres de la madrugada, momento en el que comprobaba el estado de dos de los residentes que habían sido objeto de curas para tratar afecciones cutáneas graves, cinco cuidadores, cada uno de los cuales hacía sus rondas limitadas a uno de los módulos residenciales y el vigilante, que estaría en la cabina junto a recepción y no se movería de allá en toda la noche.
Había esperado dos días más, pese a que el jueves ya estaba perfectamente preparado para ejecutar la parte esencial de su plan de fuga: largarse para siempre de la Residencia para la Tercera Edad y Centro Psicogeriátrico Jardín Azul.
La fuga había sido planeada como una operación militar, con absoluta precisión y por ello necesitaba que, de las dos auxiliares que hacían noches en su módulo, estuviera de turno Lourdes. La obesa mujer era esencial para lo que estaba preparando, por muchos motivos. Así que esperaría para estar seguro de que era ella la que trabajaría esa noche y si era así, pondría en marcha el complejo plan que había ideado.
Lo había repasado en su cabeza un millón de veces y su instinto le decía que funcionaría, pero había tal cantidad de cosas que podían salir de forma diferente a como lo había planeado, que llevaba los últimos dos días calculando posibles alternativas en el caso de que una u otra fase del plan fallase. Bueno, ese era su trabajo. O al menos lo había sido durante más de treinta años. El pan nuestro de cada día para un COMET, un comando militar encubierto sobre el terreno. Y parecía que la edad no había oxidado mucho su legendaria capacidad. De hecho, desde el esbozo inicial había realizado innumerables pequeñas correcciones de última hora buscando minimizar los riesgos y acotar al máximo la incertidumbre.
También había establecido puntos de control en los que abortaría toda la operación si los indicadores que se había establecido a sí mismo no eran los correctos. Por ejemplo, podía ocurrir que ese día Lourdes tuviese fiesta o estuviera de baja. Bueno, en tal caso esperaría unos días más. Lourdes era imprescindible para el plan. Los otros auxiliares no le servían en absoluto.
Los cuidadores de noche normalmente seguían una rutina de trabajo precisa como un reloj: Ronda cada dos horas para hacer los cambios posturales de los ancianos encamados para evitar la aparición de escaras y ronda cada hora para aquellos con problemas de micción o para cambiar los pañales. En el módulo uno había solamente dos encamados y ningún incontinente, pero al principio de la ruta de noche el cuidador de turno pasaba por las habitaciones de aquellos residentes que sufrían de insomnio para administrarles un somnífero. En este sentido, Olarra se había preocupado muy mucho de demostrar en las últimas semanas importantes problemas para conciliar el sueño, pese a que toda su vida había dormido a pierna suelta. Calculó que en menos de diez minutos aparecería la cuidadora por allí.
Efectivamente, apenas se había cumplido este plazo cuando la puerta de la habitación se abrió y apareció la enorme mole de la auxiliar recortada contra la luz del pasillo. Olarra sonrió para sí: Lourdes. Primera parte del plan funcionando a toda vela.
Olarra se sentó en la cama y se le quedó mirando inexpresivo, mientras la auxiliar se acercaba con la bandeja y el vaso. Pensó en hacer alguna guarrada, como dejar caer la baba, pero se contuvo. No iba a liarla a estas alturas por fastidiar un poco.
Gorda de los cojones. ¡A ver si te afeitas ese bigote, que pareces el káiser Guillermo! Venga, que nos vamos a reír tú y yo hoy un huevo. No tienes ni puta idea de lo que es tocar las narices, pero lo vas a averiguar pronto.
Probablemente un sexto sentido le indicaba a la mujer que lo que pasaba por la cabeza de Olarra no era precisamente agradable para ella, porque se le quedó mirando unos segundos y frunció el ceño de forma ostensible. Tras una pequeña vacilación, le dio el vaso de zumo de naranja y la pastilla para dormir.
Si me conocieras de verdad, ya estarías corriendo en dirección al mar, Lourdes. Y luego continuarías nadando. Pero me vas a conocer hoy, eso sí que te lo aseguro.
El anciano tomó la cápsula con dos dedos, se la metió en la boca y tragó ruidosamente. Tomó el vaso y tras cogerlo con ambas manos y moverlo un poco como para homogeneizar el zumo, pareció pensárselo mejor y devolvió el vaso a la auxiliar, que lo colocó de nuevo sobre la bandeja.
¡Qué sabrás tú lo que he hecho yo en mi vida, ballena! En los sitios en que he estado yo, no durarías tú ni cinco minutos sin ponerte a lloriquear. ¿Trabajar? Ya veo: los doscientos kilos que te sobran los has conseguido currando como una esclava. ¡Pero si te han puesto de noche para que te dé tiempo de llegar de un lado al otro del corredor dentro del turno!
Demasiado te pagan. Y el sueldo de mierda ese que dices te lo debes de gastar íntegro en magdalenas, porque mantener semejante tonelaje tiene que ser bien caro. Te debes meter los bollos de nata de diez en diez. Y ni te cuento cómo debes andar físicamente. Colesterol de trescientos, las rodillas hechas gelatina... Y la patata cualquier día te dice hasta aquí hemos llegado.
Transportando con cuidado el vaso lleno sobre la bandeja para evitar que se derramara, la auxiliar salió de la habitación anadeando y cerró la puerta tras de sí mientras continuaba mascullando sus quejas en voz baja, que se fueron apagando según se alejaba por el pasillo. Cuando se dejó de oír sonido alguno, Olarra se sacó la bolsita en la que había introducido la cápsula al metérsela en la boca y la colocó sobre la mesilla. Luego ajustó a un minuto y medio la cuenta atrás de su Omega Seamaster, regalo de los compañeros el día de su jubilación y presionó el botón. La aguja comenzó a moverse rítmicamente.
Inspiró hondo, soltando luego el aire poco a poco. Estaba a punto de saber si el motivo por el que había esperado con paciencia esos dos días había funcionado.
Necesitaba que la cuidadora de turno fuese Lourdes por algo muy concreto y esencial para su plan. Había observado casualmente unas semanas atrás una cosa muy curiosa: la cuidadora se bebía de forma sistemática los zumos de naranja que le traía para darle la pastilla y que él dejaba casi intactos en la mayoría de las ocasiones. La vio hacerlo un día y los rudimentos de un plan genial empezaron a tomar forma en su mente. Pero tenía que asegurarse, así que había estado vigilando constantemente a la auxiliar para comprobar si era un acto aislado. Y aunque aprovechaba para beberse el zumo cuando salía de su habitación y creía que el anciano no podía verla, en más de cinco ocasiones había podido atisbarla mientras lo hacía antes de que la puerta se cerrase del todo, lo que indicaba que, con toda probabilidad, era una práctica habitual. Teniendo en cuenta su tamaño, era lógico que la mujer tuviera la compulsión de tragar constantemente todo aquel alimento que llegase a sus manos. Seguro que no había devuelto un plato a cocina que no estuviera completamente mondo en toda su vida. Era capaz de comerse hasta los huesos de las aceitunas.
Mediante esta sencilla casualidad había resuelto el punto flaco del plan que llevaba tanto tiempo preparando. Había intentado fugarse otras tres veces, pero en todas las ocasiones había fracasado por un motivo: necesitaba una de las tarjetas magnéticas para abrir las zonas de control. Sin ella, estaba jodido. Podía evitar la primera puerta si se descolgaba a través del patio, porque las ventanas de ese lado no tenían alarma, pero dependía de poder abrir una de las ventanas. Y luego estaba en las mismas: otras dos zonas de control absolutamente imposibles de evitar sin material electrónico complejo. Eso era algo que Ortiz difícilmente le podía conseguir y mucho menos podía lograr él introducir luego en la residencia. Necesitaría baterías, tarjetas clonables, un ordenador con software especial, un codificador, inhibidores. Completamente descartado.
Así que la primera vez le pillaron cuando intentaba pasar del control de enfermería a la galería de abajo, tras haberse descolgado con una sábana por el patio. La segunda vez le descubrieron cuando se quedó encerrado entre las dos puertas del servicio de psicología. Y la tercera, a pesar de haber conseguido superar dos puertas de control, escondido en una de las tolvas de la ropa sucia, no pudo pasar el control posterior a la lavandería y le encontraron en el cambio de turno.
Y entonces apareció el elemento Lourdes: absolutamente incapaz de resistirse a meterse en la boca cualquier cosa que pudiera tragar o devorar, grande y lenta como un caracol gigante y con la inteligencia de una piedra. Aquel cachalote humano le daría el pasaporte a la libertad.
Se sacó del dedo anular el gran anillo de sello que llevaba colocado del revés, con la parte gruesa hacia la palma y cerró la tapa del pequeño receptáculo. Gracias a él acababa de dejarle caer a la auxiliar disimuladamente dentro del vaso de zumo el contenido de diez cápsulas somníferas que había ido recopilando. No se había atrevido siquiera a darle un sorbo al zumo para evitar que la mujer tuviese ningún tipo de escrúpulo para bebérselo. Esperaba que el polvillo se hubiera disuelto bien y que las pastillas que había puesto en el anillo fueran suficientes, pero no demasiadas. Tampoco quería matar a la pobre foca.
Ortiz se había portado y le había conseguido todos los artículos que le había pedido. El anillo para veneno había funcionado a la perfección, aunque había tenido que cortar el aro para que le cupiera en el dedo. El reloj emitió dos largos pitidos. Tiempo suficiente. Se levantó de la cama y se dirigió al armario. Sacó completamente el cajón inferior y lo dejó sobre la cama. Luego, del espacio que quedaba debajo extrajo dos bolsas con varios de los artilugios suministrados por Ortiz, cogió una de ellas, se puso las zapatillas y salió por la puerta silenciosamente.
La auxiliar estaba despatarrada en uno de los bancos de la galería completamente grogui. Tenía la cabeza caída sobre el pecho y roncaba ruidosamente.
Gracias a Dios que no ha llegado muy lejos, porque mover semejante elefante me va a costar un buen trabajo. Habrá que darse prisa, porque con esos ronquidos, igual despierta a alguien.
Como si sus pensamientos hubiesen sido proféticos, se abrió la puerta frente al banco y salió de ella MARIA Luisa Avilés, una anciana callada que hacía punto veinticuatro horas al día. Olarra se puso el dedo en los labios indicándole silencio y la anciana sonrió. Luego le dijo adiós con la mano y volvió a su habitación, cerrando la puerta con cuidado.
En cuanto la anciana desapareció, Olarra sacó de la bolsa uno de los arneses de paracaidismo modificado y se lo pasó a la auxiliar sobre la cabeza. Luego le levantó los brazos y los pasó a través de las tiras laterales. Tuvo que abrir los extensores de las cinchas al máximo para adaptarlas a semejante corpachón, pero al final consiguió escuchar los chasquidos que indicaban que las hebillas automáticas se habían cerrado. Con gran esfuerzo, bajó a la mujer al suelo, dejándola echada boca arriba, con el cuerpo paralelo al pasillo y la cabeza apuntando hacia su habitación, a unos cincuenta metros de distancia. Se sentó un momento en el suelo para recobrarse del esfuerzo y se pasó la manga por la cara para secarse el sudor.
¡Joder, como pesa! ¡Y cómo le huelen los sobacos a esta tía! Debe de ser alérgica al jabón y al desodorante. Claro que con esa tripa y esas tetas igual no se puede ni lavar. Menuda roña debe tener acumulada en las bisagras. Y en otros sitios, no me quiero ni imaginar.
Tras unos segundos, se puso de nuevo en pie, colocándose el otro arnés él mismo. Por último, sacó de la bolsa un trozo de tres metros de cuerda de escalada con un mosquetón a cada lado, uno de cuyos extremos fijó en la anilla sobre el pecho de la mujer y la otra en la anilla de la espalda de su propio arnés. Luego fue avanzando, inclinado hacia adelante, mientras tiraba del peso muerto de la auxiliar, que resbalaba poco a poco sobre el suelo. Le costó unos buenos cinco minutos llegar hasta su habitación y otros cinco subirla a la cama y cubrirla con la colcha, pero al final lo consiguió, no sin antes quitarle la tarjeta magnética que llevaba al cuello y dejarla sobre la mesilla de noche. El bulto que producía la mujer bajo la colcha era considerable, pero para un primer vistazo, colaría. Y eso si alguien aparecía, lo que era muy dudoso. Solamente le hacía falta una hora más para la fase final del plan.
Se aseguró de que las persianas estaban perfectamente bajadas, de forma que no pudiera apreciarse la luz desde el jardín. El pasillo iluminado disimulaba bastante cualquier luz en la habitación, pero no obstante, tapó la rendija bajo la puerta con una toalla.
Luego cogió el neceser que le había traído Ortiz y se dirigió hacia la mesa de estudio que había en un extremo de su amplia habitación, sentándose en la silla y encendiendo la lámpara que había sobe la mesa. Desenroscó el frasco de desodorante “roll-on” que había en el neceser y sacó de dentro una pequeña barra de maquillaje oscuro, varios billetes enrollados, una tira de cable plano de unos diez centímetros de largo y cinco de ancho, como la que puede encontrarse en el interior de los ordenadores, una navajita muy afilada y un pequeño rollo de cinta americana.
Contó rápidamente el dinero: Quinientos euros en billetes de diez, veinte y cincuenta euros. Suficiente para los primeros días después de que se hubiera largado.
Con la navaja raspó el plástico de los dos extremos del cable plano hasta que quedaron expuestos por cada lado dos o tres centímetros de tiras paralelas de cobre. Luego, con cuidado cortó el cable en cuatro tiras más estrechas, cada una con al menos un conector de cobre dentro. Por último, se quitó la camisa del pijama y colocó la muñeca con la pulsera GPS sobre la mesa.
La pulsera era muy fácil de abrir si tenías conocimientos mínimos y una navaja o un destornillador. Lo complicado era que si la abrías sin tener la llave electrónica de desactivación, se rompía el circuito formado por cuatro conectores que la rodeaban y se activaba la alarma. Si eso ocurría, estaría jodido de verdad.
Cogió de nuevo la navaja y fue pelando cuidadosamente el plástico de la pulsera a los dos lados del cierre, hasta que los cuatro conectores quedaron a la vista, pero sin romperse. Entonces colocó una de las tiras que había preparado sobre cada conector, haciendo un puente por encima del cierre de la pulsera y manteniendo el contacto a ambos lados presionando cobre sobre cobre y sujetando el extremo con cinta americana. Veinte minutos después ya tenía colocado el precario sistema de puenteo. Ahora venía lo más delicado. Si alguno de los contactos fallaba, al abrir el cierre se armaría la mundial. Se secó el sudor de la frente con la camisa del pijama, presionó por última vez suavemente con el dedo cada uno de los trozos de cinta adhesiva, introdujo la punta de la navaja en el cierre y la giró.
Con un chasquido, la pulsera se abrió sin que se produjese ningún pitido de alarma. Separó lentamente tres o cuatro centímetros más la abertura, sin tensar por completo los cables que había colocado por encima y con mucho cuidado fue sacando la mano hasta tenerla fuera. Con un suspiro de alivio, cerró la pulsera de nuevo, retiró los cables y la cinta adhesiva, hizo con ellos una bola y lo tiró todo a la papelera. Reprimió un gesto de euforia: ¡Lo había conseguido! La lucecita de la pulsera seguía en verde, luego el aparato no había notado ninguna disrupción.
Dejó la pulsera cerrada sobre la mesa, puesto que era el elemento esencial para la última parte de su plan.
Rápidamente se quitó el pijama, que dejó en el armario y sacó las ropas suministradas por Ruiz: Pantalones negros, jersey negro de cuello alto, calcetines térmicos, botas tácticas negras, gorro negro de lana y una cazadora reversible, negra por un lado y verde oliva por el otro. Se puso toda la ropa, salvo el gorro, que guardó en el bolsillo trasero del pantalón. Se colocó la cazadora con el lado oliva para afuera. Si alguien le veía dentro del edificio, causaría menos alarma que todo vestido de negro.
Cogió la pulsera GPS y se la metió en el bolsillo del pantalón. La navaja y el dinero fueron a parar al otro bolsillo. Luego metió todas las cosas que había utilizado en una bolsa de plástico, incluidos los restos que había en la papelera, los arneses y demás, lo dejó todo en el hueco bajo el cajón y volvió a colocar el cajón en su sitio. Juzgando por la pelusa que había sacado del hueco el día que lo descubrió, allí nadie había limpiado desde que se hacía la mili con lanza. Así que era difícil que lo encontraran. Aquello ya no era realmente necesario, puesto que una vez que se hubiera largado daría exactamente igual, pero le producía una perversa satisfacción que no consiguieran averiguar cómo lo había hecho todo.
Sacó del cajón de la mesilla dos docenas de paquetes de chicles, que había comprado poco a poco en la máquina expendedora de la cafetería, a razón de un paquete diario con la asignación de diez euros semanales para pequeños gastos que le daban.
¡Pandilla de hijoputas! Darme la paga como si tuviese siete años... ¡Como si necesitase que me controlasen el dinero! Ya me la pagaréis, ya. Ya veréis cuando me haya largado. Os va a caer un marrón de cojones.
Metió los chicles con cuidado en los bolsillos laterales de la cazadora. Eran tantos que tuvo que colocarlos bien apilados para que cupieran todos. Por último, cogió la tarjeta magnética de la auxiliar, que continuaba roncando en la cama y se la colgó del cuello.