Robert Louis Stevenson
(texto completo, con índice activo)
Título Original: Treasure Island (1883)
e-artnow, 2013
ISBN 978-80-268-0359-1
Nota Editorial: Este libro es una transcripción completa del texto original.
En el campamento enemigo
La luz de aquel fuego que iluminó el interior del fortín no hizo sino que viera realizados mis más sombríos presentimientos. Los amotinados se habían apoderado del recinto y de todas nuestras provisiones; allí estaban el barril de aguardiente, la salazón de cerdo y la galleta, pero lo peor, lo que hizo aumentar mis temores, es que no vi ni rastro de prisioneros. Imaginé que sin duda habían perecido y mi corazón se llenó de dolor por no haber estado con ellos en tan grave momento.
En total eran seis los piratas; todos los que habían quedado vivos. Había cinco en pie, con huellas de cansancio en sus rostros abotargados, de encendidas mejillas, recién despertados del primer sueño de la borrachera. Un sexto bucanero estaba incorporado apoyándose sobre un codo; tenía una palidez mortal y las ensangrentadas vendas liadas en su cabeza indicaban que hacía poco que había sido herido, y, aún menos, curado. Pensé que era él mismo que yo había visto correr hacia el bosque después de recibir un tiro.
El loro estaba quieto, picoteándose el plumaje, en el hombro de john «el Largo». Silver parecía más pálido e intranquilo que de costumbre. Lucía todavía aquel vistoso traje con el que había capitaneado el motín, pero ya se veía deslustroso, lleno de barro y rotos causados por los arbustos.
-Así que -dijo-aquí tenemos a Jim Hawkins. ¡Así revienten las cuadernas!, y caído del cielo, como suele decirse, ¿eh? Bien, acércate, ¿porque vienes como amigo, no?
Y diciendo esto se sentó en el tonel de aguardiente y empezó a cargar su pipa.
-¡Acércame una tea encendida, Dick! -llamó, y cuando la pipa ya tiraba-. Está muy bien muchacho -añadió-; tira la tea por ahí. Vosotros, caballeretes, volved a dormir; no es preciso que sigáis aquí contemplando al señor Hawkins; seguro que él os disculpará. Así pues, Jim -prosiguió retacando su pipa-, has vuelto, ¡qué sorpresa tan agradable para el pobre y viejoJohn! Ya vi que eras listo la primera vez que te eché un ojo encima, pero la verdad es que no comprendo este regreso tuyo.
Como puede suponerse, yo no contesté a sus palabras.
Me había colocado de espaldas a la pared y allí permanecí, mirando a Silver cara a cara, intentando aparentar una valentía que el desconsuelo de mi corazón hacía muy difícil.
Silver dio un par de chupadas a la pipa, con mucha tranquilidad, y prosiguió:
-Ahora que estás aquí, Jim -me dijo-, voy a confesarte mis pensamientos. Siempre me has parecido un muchacho formidable, sí, señor, con empuje, el propio retrato de mí mismo cuando yo era joven y apuesto. Siempre he querido verte unido a nosotros y que tuvieses tu parte y vivieras como un caballero, y, ahora, gallito, no tienes más remedio que hacerlo. El capitán Smollett es un buen marino, mejor que yo lo seré nunca, pero es demasiado rígido con la disciplina. «El deber es el deber», dice siempre, y lleva razón. Ten cuidado con él. Y con el doctor, que no quiere ni verte; «un bribón desagradecido», es lo que me dijo que pensaba de ti. En resumen: no puedes volver con los tuyos porque no quieren nada contigo; y amenos que tú solo seas una tripulación, lo que resultaría bastante solitario, no tienes otro camino que enrolarte con el capitán Silver.
Al menos me había enterado de que mis compañeros aún vivían, y, aunque no dudaba de las palabras de Silver sobre los sentimientos que hacia mí abrigaban, lo que había oído me dejaba menos entristecido que confortado.
-No es preciso que te repita que estás en nuestras manos -continuó Silver-, porque eso se ve, ¿no? Pero yo soy hombre que gusta de argumentar; siempre he aborrecido las amenazas, que además no sirven para nada. Si te gusta mi ofrecimiento, de acuerdo, únete a nosotros; si no te gusta, Jim, eres libre para decir que no, completamente libre, compañero. No creo que ningún navegante hijo de buena madre pueda hablar más claro, ¡o que me hunda!
-¿Tengo que responder ahora? -contesté con voz trémula. Porque a través de todo aquel irónico parlamento, yo veía una grave amenaza que iba cayendo sobre mí, y sentí un intenso calor en mi rostro y mi corazón latir con violencia.
-Muchacho -dijo Silver-, nadie te aprieta. Echa tus cuentas. Ninguno de nosotros te apremia, compañero; y es agradable pasar el tiempo en tu compañía, tenlo por seguro.
-Bien -dije, tratando de aparentar valor-. Si he de elegir, lo primero que creo es tener derecho a saber qué ha sucedido y por qué estáis vosotros aquí y no mis compañeros. ¿Dónde están?
-¿Qué ha sucedido? -dijo uno de los bucaneros con un ronco gruñido-. ¿Y quién es el listo que lo sabe?
-Cierra tu cuartel hasta que se te hable, amigo -gritó Silver con voz enojada. Y después, ya con un tono más suave, me dijo-: Ayer por la mañana, señor Hawkins, en la tercera guardia, vino a parlamentar el doctor Livesey, y me dijo: «Capitán Silver, está usted perdido. El barco ha zarpado». Bueno, yo no podía decir que no, habíamos estado bebiendo un poco y cantando, eso ayuda a vivir, así que no podía decir que no, porque ninguno de nosotros había estado vigilando la goleta. Entonces fuimos a mirar, y, ¡por todos los temporales!, el maldito barco ya no estaba. En mi vida he visto un rebaño de idiotas más cariacontecidos, y no te quepa duda de que yo era el que tenía la cara más larga. Entonces me dijo el doctor, «vamos a hacer un trato». Y lo hicimos, y por eso aquí estamos nosotros con las provisiones y el aguardiente, bien a cubierto y con toda la leña que tuvisteis la bondad y previsión de cortar, y, ¿cómo diría?, tan a gusto como en el barco. En cuanto a ellos… se largaron; no sé dónde pueden estar.
Volvió a chupar tranquilamente su pipa.
-Pero que no se te ocurra pensar que tú estabas incluido en el trato -prosiguió-. Lo último que dijimos fue: «¿Cuántos son ustedes?», yo se lo pregunté, y él me dijo: «Cuatro, y uno de nosotros está herido. En cuanto a ese maldito chico, ni sé dónde está ni me importa. Estamos hartos de él». Esas fueron sus palabras.
-Pues bien -le dije-; soy lo bastante listo como para saber lo que me espera. Y poco me importa ni siquiera lo peor. He visto ya morir a demasiados hombres desde que desgraciadamente tropecé con vosotros. Pero hay un par de cosas que he de decirle -y proseguí ya sin ninguna contención-, y la primera es ésta: no es tampoco muy bueno vuestro camino; habéis perdido el barco, habéis perdido el tesoro, y habéis perdido varios hombres; todo el negocio se ha venido abajo; y si quiere usted saber a quién le debe todo esto: ¡es a mí! Yo estaba dentro de la barrica de manzanas la noche que avistamos tierra y les oí a John, a usted, a Dick Johnson y a Hands, que ahora por cierto está en el fondo de los mares, y fui yo quien se lo contó todo al squire. Y en cuanto a la goleta, fui yo quien cortó la amarra y el que maté a los dos que habíais dejado a bordo, y yo el que la he llevado a un lugar donde jamás la volveréis a ver. Yo soy el que se ríe el último; soy yo quien ha gobernado este maldito asunto desde el principio; y os tengo ahora mismo el miedo que podía tenerle a una mosca. Puede usted matarme, si quiere, o dejarme ir. Pero una cosa voy a decirle, y no la repetiré: si me deja libre, lo pasado, pasado, y cuando os juzguen por piratas, trataré de salvar a todos los que pueda. Esa es la única elección, y no a mí a quien corresponde. Matando a uno más no ganaréis nada, pero, si me dejáis con vida, tendréis un testigo a vuestro favor para salvaros del patíbulo.
Me callé, y ya me faltaba el aliento; y con gran sorpresa por mi parte, ninguno de los piratas, que lo habían escuchado todo, se movió; permanecieron recostados mirándome atónitos como carneros. Aproveché su asombro para continuar:
-Y ahora, señor Silver -le dije-, creo que usted vale más que todos éstos, y, si las cosas empeoran para mí, le agradecería que haga saber al doctor cómo me he portado.
-Lo tendré en la memoria -dijo Silver y en tono tan extraño, que no pude precisar si se reía de mi petición o si mi valor lo había llegado a impresionar verdaderamente.
-Voy a cargar otro en mi cuenta -exclamó de pronto el marinero viejo de la cara color caoba, que se llamaba Morgan, y que era el que yo había conocido en la taberna de John «el Largo» en los muelles de Bristol-. Debí hacerlo, cuando reconoció a «Perronegro».
-Sí -dijo Silver-, y te diré algo mas, ¡por todos los temporales! También es el muchacho que le robó el mapa a Billy Bones. ¡Desde el principio no hemos hecho otra cosa que estrellarnos contra Jim Hawkins!
-¡Pues aquí se acaba! -dijo Morgan con una maldición. Y saltó, como si tuviera veinte años, con su cuchillo en la mano. -¡Atrás! -gritó Silver-. ¿Quién te crees que eres, Tom Morgan? ¿Te crees acaso el capitán? ¡Por Satanás, que voy a darte un escarmiento! Arrodíllate ante mí, porque voy a mandarte al mismo sitio al que ya he enviado a otros muchos fanfarrones antes que a ti desde hace treinta años: unos cuelgan de una verga, otros fueron por encima de la borda y todos están ahora dando de comer a los peces. Ningún hombre que me haya mirado entre los ojos ha dejado de arrepentirse por haber nacido. Tom Morgan, puedes asegurarlo. Morgan se detuvo, pero los demás empezaron a murmurar. -Tom tiene razón -se oyó una voz.
-Bastantes mangoneos he aguantado ya de ti -añadió otro de los piratas-, y que me ahorquen si vas a seguir haciéndolo, John Silver.
-¿Alguno de vosotros, caballeros, quiere salir a vérselas conmigo? -rugió Silver, levantándose del barril y echándose atrás, pero sin soltar la pipa que aún humeaba en su mano derecha-. Quiero escuchar lo que tengáis que decirme, ¿o sois mudos? Estoy dispuesto a satisfacer al que así lo quiera. ¿O es que he vivido yo todos estos años para que cualquier hijo de una pipa de ron venga ahora a cruzárseme por la proa? Ya conocéis las reglas: todos sois caballeros de fortuna, ¿no es eso lo que decís? Pues bien; estoy listo. El primero que se atreva, que coja un machete, que voy a ver qué color tiene por dentro. Con muleta y todo, y antes de terminarme mi tabaco.
Ninguno de aquellos hombres se movió; ni tampoco hubo respuesta.
-¡Sois de buena calidad! -añadió dando otra chupada a su pipa-. Una gentuza que da gusto ver. No sabéis ni luchar. Lo único que sabéis es entender el inglés del rey George: Me elegisteis como capitán, y me elegisteis porque soy el que más vale, y en eso os llevo más de una milla de ventaja. Y si ahora no queréis pelear como caballeros de fortuna, pues entonces ¡que nos trague la borrasca!, vais a obedecerme, por las buenas o por las malas. Este chico es el mejor muchacho que he visto. Es más hombre que cualquier rata como vosotros, y os digo esto: que vea yo a uno poner su mano en él… No tengo más que decir, pero recordad mis palabras.
Hubo un largo silencio. Yo seguía apoyado contra la pared, con el corazón aún palpitando como un martillo, pero veía un rayo de esperanza. Silver se apoyó también en la pared, junto a mí, con los brazos cruzados y la pipa en la comisura de sus labios, y tan tranquilo como si estuviera en una iglesia; sin embargo, sus ojillos furtivos se movían sin cesar vigilando a sus levantiscos camaradas. Estos, por su parte, fueron poco a poco agrupándose en el otro extremo de la habitación y el sordo murmullo de su conciliábulo llegaba a mis oídos como el sonido del viento. De vez en cuando alguno levantaba su mirada y por un instante la rojiza luz de la antorcha iluminaba su rostro tenso, pero ya no era a mí, sino a Silver, a quien escudriñaban.
-Parece que tenéis muchas cosas que deciros -observó Silver lanzando un salivazo hacia el techo-. Quisiera oírlo yo también. O, si habéis terminado, quisiera veros durmiendo.
-Perdona, señor -dijo uno de ellos-, pero nos parece que no haces mucho caso de algunas reglas; quizás debieras recordar algunas de ellas: esta tripulación está descontenta; a esta tripula ción no se le debe intentar maniatar con empalomaduras; esta tripulación tiene sus derechos como cualquier tripulación y me tomo la libertad de decirte que además los derechos de nuestro propio código, y el primero de ellos es que podemos juntarnos para hablar. Perdona, pero, aún reconociéndote como capitán, por el momento, reclamo nuestro derecho de salir afuera para deliberar.
Y con un ceremonioso saludo marinero aquel individuo, que era un tipo larguirucho y horrible, con ojos amarillentos y de unos treinta y cinco años, caminó tranquilamente hacia la puerta y salió del fortín. Los demás forajidos, uno tras otro, siguieron su ejemplo; cada uno hizo el mismo saludo al pasar ante Silver y añadió alguna disculpa: «Es conforme a las reglas», dijo uno. «Hay consejo en el alcázar», dijo Morgan. Y, con una u otra observación, todos fueron saliendo y nos dejaron solos a Silver y a mí.
El viejo cocinero se quitó rápidamente la pipa de su boca.
-Ahora, Jim Hawkins, fíjate bien -me dijo en voz tan baja, que apenas pude oírlo-, estás a medio tablón de la muerte, y lo que aún es peor, de que te martiricen. Esos quieren quitarme de enmedio. Recuerda que yo estoy de tu parte suceda lo que suceda. No era ésa verdaderamente mi intención, desde luego, hasta que te oí hablarme como lo hiciste. Yo estaba loco y desesperado por perder tanto dinero y además con la perspectiva de que me ahorquen. Pero he visto que eres un hombre valiente. Y me he dicho: John, tu sitio está junto a Hawkins, y el de Hawkins, contigo. Tú eres su última carta, y ¡por todos los fuegos del infierno!, John, ¡tú eres la suya! Pase lo que pase, tú debes salvar a tu testigo y él salvará tu cuello.
Empecé a comprender por dónde quería ir.
-¿Quiere usted decir que todo está perdido? -pregunté.
-¡Sí, por todos los cañonazos! -contestó-. El barco perdido, y el pescuezo perdido… ése es el resumen. Cuando miré hacia la bahía, ¡ay, Jim Hawkins!, y no vi la goleta… bien, aunque soy hombre duro de pelar, te juro que me sentí vencido. Escucha: toda esa gente que está ahí fuera tratando de liquidarnos, fíjate lo que te digo, no son listos, son cobardes. Yo salvaré tu vida, si puedo. Pero escucha, Jim: toma y daca, tú salvarás a john «el Largo» de la horca. Yo estaba confundido; lo que me decía me parecía imposible de conseguir. Y escucharlo de él, el viejo bucanero, el cabecilla de la rebelión.
-Entiéndeme, Jim -dijo cuando volvió junto a mí-. Tengo cabeza. Y me dice que me ponga del lado del squire. Yo sé que tú has escondido el barco en lugar seguro. ¿Cómo lo has conseguido? No lo sé; pero no dudo de que está seguro. Me figuro que Hands u O’Brien se acobardaron. Nunca he tenido mucha confianza en ellos. Mira. No voy a preguntar nada, ni voy a permitir que otros hagan preguntas. Sé cuándo una jugada está perdida, lo sé; y también sé cuándo un muchacho vale de verdad. Ah, eres joven… ¡tú y yo hubiéramos podido hacer grandes cosas juntos!
Llenó en el barril de aguardiente un vasito de estaño.
-¿Gustas, compañero? -me preguntó; y al ver que yo rehusaba, dijo-: Bueno Jim, yo sí tomaré un trago. Necesito calafatearme, porque habrá jaleo. Y hablando de jaleo, ¿por qué me daría el doctor el mapa, eh, Jim?
Mi rostro debió expresar el mayor asombro, y él entendió que era inútil seguir preguntando.
-Ah, pues me lo dio -dijo-. Y seguramente que hay algo por debajo de todo esto, no lo dudo… seguramente que hay algo oculto, sí; Jim, para bien o para mal.
Y bebió otro trago de aguardiante, y se mesó los cabellos como un hombre que se dispone para un mal trance.
La Marca Negra, de nuevo
Durante largo rato los bucaneros mantuvieron su consejo; después uno de ellos entró en el fortín, repitiendo el mismo irónico saludo, que me pareció una burla, y pidió que se le prestase por unos momentos la antorcha. Silver se la entregó secamente, y el enviado volvió a salir, dejándonos a oscuras.
-Comienza la brisa, Jim -dijo Silver, que cada vez iba adoptando un tono más familiar conmigo.
Yo estaba cerca de una de las aspilleras, y miré hacia el exterior. La hoguera se había consumido y sus ascuas eran un débil resplandor; pensé que a causa de ello habían pedido los conspiradores nuestra antorcha. Los vi, fomando un corro, hacia la mitad del declive que descendía hasta la empalizada; uno sostenía la antorcha; otro estaba de rodillas en medio, y vi que una navaja brillaba en su mano con siniestros fulgores que reflejaban la luna y las ascuas. Los demás parecían observar las maniobras de éste. Entonces me pareció ver que además de la navaja tenía un libro en la mano; y aún estaba yo preguntándome qué negocio se traería con tan diferentes objetos, cuando vi que se levantaba y todos juntos se dirigieron hacia el fortín.
-Ahí vienen -dije, y me aparté de la arpillera, porque me pareció indigno que me descubriesen espiándolos.
-Bien, que vengan, muchacho, que vengan -dijo Silver con cierto tono jovial-. Aún me queda un tiro.
Entonces aparecieron, atropellándose al decidir quién entrara el primero, y acabaron por empujar a uno de ellos. Avanzó tan pausadamente, que casi resultaba cómico, vacilando con cada pie, y además adoptaba una insólita postura, con un brazo extendido y el puño cerrado.
-Adelante, muchado -dijo Silver-, no voy a comerte.
Entrégame lo que te han dado para mí. Conozco las reglas, sí, señor. No me opongo a la Hermandad.
El bucanero se adelantó con más ánimo y pasó de la suya algo a la mano de Silver; después se retiró todo lo rápidamente que pudo para unirse a sus compañeros.
El viejo cocinero miró lo que le había entregado.
-¡La Marca Negra! Ya la esperaba -dijo-. ¿De dónde habrán sacado este papel? ¡Pero… ! ¿Qué es esto! ¡Mira! ¡Esto trae mala suerte! Han arrancado este papel de una Biblia. ¿Quién ha sido el idiota que ha roto una hoja de la Biblia?
-¿Lo veis? -dijo Morgan a los suyos-. ¿Lo veis? Ya os lo dije yo. Nada bueno puede venir de esto.
-Bien, ya habéis hecho lo que teníais que hacer -dijo Silver-. Creo que acabaréis todos en la horca. ¿Quién era el mamarracho que tenía una Biblia?
-Deja esa charla, John Silver -dijo-. Esta tripulación te ha señalado con la Marca Negra por acuerdo de todos, como es nuestra ley; ahora lo que tienes que hacer es leer lo que dice ahí escrito. Después podrás hablar.
-Gracias, George -replicó el cocinero-. Qué bien sabes manejar los negocios, te sabes todas las reglas de carrerilla, y a lo que veo, George, con gusto. Bueno… ¿Qué hay aquí? ¡Ah! «DESTITUIDO »… ¿No es eso? Y muy bien escrito, por cierto; como de imprenta… ¿Lo has escrito tú, George? Me parece que te estás encaramando mucho en esta tripulación. No tardarás en hacerte capitán, y no me extrañaría. ¿Quieres darme una tea encendida? Esta pipa no tira bien.
-Vamos, ya está bien -dijo George-; no vas a seguir burlándote de esta tripulación. Te crees muy gracioso, ¿no? Pero ya no eres nadie, así que baja de ese barril y vota.
-Me parece haber oído que conoces bien las reglas -contestó
Silver desdeñosamente-. Pero por si no es así, voy a recordártelas. Estoy aquí sentado porque soy vuestro capitán, y recuerda que lo soy hasta que me hagáis todos los cargos y yo pueda contestar; y mientras eso suceda, esa Marca Negra no vale ni una galleta. Después, ya veremos.
-Oh, no te apures por eso -replicó George-, que sabemos lo que hacemos. Primero: has sido tú quien ha hecho picadillo a esta tripulación, y no tendrás el descaro de negarlo. Segundo: has sido tú quien ha dejado escapar a nuestros enemigos, cuando ya los teníamos en el cepo. ¿Por qué? Yo no lo sé; pero eso no servía sino a sus intereses. Tercero: has sido tú quien nos impidió atacarles en la retirada. No, John Silver, te hemos calado; tú estás de acuerdo con el enemigo, y eso es grave. Y, por último: ese muchacho.
-¿Eso es todo? -preguntó Silver con mucha serenidad.
-Y suficiente -replicó George-. Y no tenemos por qué mojarnos con tu zambullida.
-Bien. Y ahora, escuchadme, porque voy a responder a esos cuatro puntos; pienso contestar uno por uno. He hecho trizas este viaje, ¿no es así? Muy bien; pero todos vosotros conocíais lo que yo quería hacer, y sabéis muy bien que, si se hubiera hecho, ahora estaríamos a bordo de la Hispaniola y, además todos, vivos y bien sanos, con la tripa llena de pastel de ciruelas y con el tesoro bien estibado en la bodega. ¡Por todos los temporales! ¿Y quién lo ha impedido? ¿Quién me forzó la mano, cuando yo era el legítimo capitán? ¿Quién me señaló con la Marca Negra, supongo que ya desde el mismo día que desembarcamos? ¿Quién ha empezado este baile? Ah, es un hermoso baile, y en eso estoy de acuerdo con vosotros, y hasta se parece mucho a un zapateado marinero, pero al cabo de una cuerda en el Muelle de las Ejecuciones, sí, mirando a Londres, sí, señor. ¿Y quién tiene la culpa? Pues Anderson, o Hands… ¡O tú, George Merry! Tú que eres el que tiene más que callar, más que todos estos que te han echado a perder. Y ahora tienes la osadía de envalentonarte y tratar de destituirme para nombrarte tú mismo capitán. ¡Tú! ¡Tú, que nos has hundido a todos! ¡Por Satanás que en mi vida he visto cosa parecida!
Silver hizo una pausa y vi en los rostros de George y de todos sus secuaces que aquella arenga había hecho efecto.
-Eso en cuanto a tu primera cuestión -exclamó el acusado enjugándose el sudor de su frente, pues había hablado tan vehementemente, que hasta el fortín parecía temblar-. Y os doy mi palabra de que me repugna hablar con vosotros. No tenéis lealtad ni sentido común, y no sé en qué pensaban vuestras madres cuando dejaron que os enrolaseis. ¡Hacerse a la mar! ¡Caballeros de fortuna! Mejor serviríais para sastres.
-Sigue, John -dijo Morgan-. Contesta a otras cuestiones.
-Ah, las otras… -repuso John-. Crees que son buenas, ¿no es así? Aseguráis que esta aventura se ha malogrado. Y si de verdad supieseis lo malograda que está, no sé cómo os vería. Porque estamos tan cerca de sentir la soga al cuello, que se me estira sólo de pensar en el patíbulo. Podéis tratar de imaginaros colgados con cadenas y con los pájaros aguardando, y los marineros río abajo señalándoos con el dedo mientras se dicen unos a otros: «¿Quién es aquél?», y el otro: «¿Aquél? ¡Pero si esjohn Silver! Yo lo conocía». Oigo el ruido de sus cables de boya a boya. Bueno, pues cada hijo de madre está ahora al filo de eso, y todo gracias a Hands, a Anderson y a ti, George, y a todos los idiotas que han sido nuestra perdición. Y para acabar, si queréis saber lo referente a este muchacho, bien… ¡Que revienten mis cuadernas! ¿Es que no sirve de rehén? ¿Es que vamos a desperdiciar un rehén? Nunca. Puede ser nuestra última carta, y no me extrañaría que así fuera. ¿Matarlo? No seré yo, compañeros, el que lo haga. Y… sí, me he dejado tu tercera acusación. Habría mucho que discutir sobre ese punto. Quizá no signifique nada para vosotros el poder disponer de un doctor de verdad, con estudios, que venga a visitaros todos los días; tú, John, con tu cabeza rota, y tú, George, hace seis horas estabas tiritando con la malaria y tus ojos tienen el color de la corteza del limón ahora mismo. Tampoco me parece que sepáis que tiene que venir un barco de socorro. Pero así es, y no falta mucho para que arribe, y entonces sí que os alegrará tener un rehén. Y en cuanto a la segunda, ¿por qué hice el trato?… Pero si vosotros mismos estabais tan asustados, que me pedisteis de rodillas que lo hiciera. Y además, ¿de qué hubiéramos comido? Hubiéramos muerto de hambre. Claro que según vosotros todo eso no es nada. Bien, ¡mirad! ¡Y si dijera que es por esto por lo que lo hice!
Y tiró al suelo un papel que reconocí en seguida: era el mapa amarillento con las tres cruces rojas, el que yo había encontrado en el paquete de hule con el cofre del capitán.
No pude ni imaginar por qué razón se lo habría entregado el doctor.
Pero si eso me resultaba inexplicable, más increíble fue aquel mapa para los amotinados. Saltaron sobre él como un gato sobre un ratón. Se lo pasaron de mano en mano, arrancándoselo los unos a los otros, y por los juramentos y gritos y risotadas que les escuché proferir, se hubiera dicho que ya tenían en sus manos el oro, y más, que ya se habían hecho a la mar con él, seguros de un triunfo.
-Te lo aviso, George -gritó-. Si dices una palabra más, tendrás que vértelas conmigo. ¿Dónde está el barco? ¡Y yo qué sé! Tú eres quien debía decir cómo, tú y los demás que habéis perdido mi goleta con vuestra torpeza. Pero no, no sois capaces, no tenéis ni la inteligencia de una cucaracha. Sabías hablar con respeto; vuelve a hacerlo George Merry, vuelve a hacerlo.
-Hazlo -dijo el viejo Morgan-. Verdaderamente Silver es nuestro capitán.
-Así me parece -dijo el cocinero-. Tú perdiste el barco y yo he encontrado el tesoro. ¿Quién merece más reconocimiento por su empresa? Y ya no’ tengo más que decir; sólo una cosa: ¡por el infierno!, renuncio a mi mando. Elegid a quien os dé la gana, yo ya no quiero ser vuestro capitán.
-¡Silver! -gritaron-. ¡Barbecue siempre! ¡Barbecue para capitán!
-¿Con que esa canción tenemos ahora? -exclamó el cocinero-. Me parece, George, que tendrás que esperar otra oportunidad; y da gracias a que no soy hombre vengativo. Pero nunca he tenido esa tendencia. Y ahora, camaradas, ¿qué hago con la Marca Negra? Ya no vale para mucho, ¿verdad? Lo siento por Dick, que se ha echado encima la maldición, y por la Biblia,
-¿No se remediaría besando el libro? -preguntó Dick, que indudablemente se sentía muy intranquilo por la maldición que pensaba haber atraído.
-¡Una Biblia con una hoja rota! -dijo Silver burlándose-. No, ya no vale así. Jurar ahora sobre ella sería como jurar sobre un libro de baladas.
-¿De verdad que ese juramento ya no obligaría? -dijo entonces Dick con cierta alegría-. Pues entonces me parece que vale la pena guardarla.
-Toma, Jim -me dijo Silver entregándome la Marca Negra-: Ahí tienes una curiosidad.
Era un redondel pequeño del tamaño de una moneda de una corona. Uno de los lados estaba en blanco, porque era de la última hoja; en el otro había uno o dos versículos del Apocalipsis, y recuerdo algunas palabras que me impresionaron profundamente: «Fuera perros hechiceros, fornicarios, homicidas… ». La cara impresa estaba ennegrecida con carbón, el cual empezaba ya a desprenderse y me manchó los dedos; la otra, limpia, llevaba escrita una sola palabra, también con un tizón: «DESTITUIDO». Todavía conservo ese curioso recuerdo, pero el tiempo ha borrado esa palabra y no queda mas que un débil arañazo, como el que pudiera hacer una uña.
Después de aquellos acontecimientos la noche transcurrió tranquila. Bebimos una ronda de aguardiente y nos echarnos todos a dormir; Silver, para vengarse de George Merry, lo puso de centinela y lo amenazó de muerte, si abandonaba su puesto.
Tardé mucho en poder cerrar los ojos, y Dios sabe que tenía bastante sobre lo que meditar: había matado a un hombre aquella tarde, mi situación era muy peligrosa, y el asombroso juego en que ahorame metía Silver, tratando de mantener en un puño a los amotinados y agarrándose con la otra mano a todos los medios posibles, y hasta imposibles, de pactar por su lado y salvar su miserable vida. A él todo eso no le impidió dormir plácidamente y roncar con estrépito; era mi corazón el que sufría por Silver, a pesar de ser un malvado, y pensé en los peligros que lo cercaban y en el infamante patíbulo que ya estaba esperándolo.
Bajo palabra
Me despertó -para decir verdad, nos despertamos todos, hasta el centinela que se había dormido en su puesto-una voz jovial, campechana, que nos llamaba desde los lindes del bosque.
-¡Eh del fortín! -gritaba-. ¡Soy el doctor!
El era, en efecto. Y a pesar de la alegría que me causó oírle, la sombra de una preocupación me rondaba. Porque sabía que mi conducta indisciplinada, mis correrías, y, sobre todo, junto a quiénes me habían llevado, a qué peligros, me impedía presentarme ante él y mirarlo a la cara.
Era muy temprano; debía haberse levantado aún de noche. Empezaba a clarear débilmente. Yo fui corriendo a mirar desde una de las aspilleras, y lo vi, como había visto a Silver, pareciendo surgir de la niebla.
-¡Doctor! Os deseo muy buenos días, señor -exclamó Silver muy cordialmente, aunque la bondad de su voz no ocultaba un tenso estado de alerta-. Veo que, como siempre, sois hombre madrugador y animoso. Como dice el refrán, es el pájaro temprano el que se lleva el grano. George -ordenó-, muévete y ayuda al doctor Livesey a trepar a cubierta. Supongo que todos sus pacientes están bien… de salud y espíritu.
Y siguió así de dicharachero, mientras aguardaba en lo alto de la duna apoyado en su muleta y con la otra mano sobre la pared: reconocí en él al viejo John de los primeros tiempos tanto por su expresión como por sus modales.
-Tengo una sorpresa, señor -continuó-. Hay aquí cierto forastero. ¿Eh? ¿Eh? Un nuevo huésped, señor, y tan educado y compuesto como un músico. Ha dormido como un sobrecargo, sí, señor, sin despegarse de mí, como dos barcos juntos, toda la noche. El doctor Livesey había saltado ya la empalizada y se acercaba al cocinero; noté una alteración en su voz, al decir:
-¿No será Jim?
-El mismísimo Jim en persona -dijo Silver.
El doctor pareció quedarse perplejo; se detuvo sin decir nada, y pasaron unos segundos antes de que recobrase el ánimo suficientemente para seguir su camino.
-Bien -dijo al fin-, bien; atendamos primero nuestro deber, ya habrá tiempo para nuestros particulares regocijos, ¿no dice usted eso siempre, Silver? Vamos a visitar a sus pacientes.
Entró en el fortín y con una severa inclinación de su cabeza me saludó, dedicándose a examinar a los enfermos. Aunque debía saber que su vida no estaba segura entre aquellos malvados traido res, no aparentaba el menor temor y departía con los pacientes como si estuviera realizando su habitual visita en cualquier apacible hogar de Inglaterra. Creo que sus maneras produjeron en aquellos hombres una actitud respetuosa hacia él, pues lo trataban como si aún fuera el médico del barco y ellos una leal tripulación.
-Mejorarás pronto -le dijo al de la cabeza vendada-, y si alguien ha escapado alguna vez por milagro, puedes considerarte tú el elegido; debes tener la mollera dura como el hierro. Bien, George, ¿qué tal te encuentras? Ciertamente tienes un color que no indica nada bueno; ese hígado tuyo marcha como quiere. ¿Has tomado la medicina? ¿La ha tomado, muchachos? -preguntó. -Sí, sí, señor, la tomó, seguro -contestó Morgan.
-Porque quiero que sepáis que, desde que me he convertido en médico de amotinados, o, mejor, en médico de prisión -dijo el doctor con un tono pretendidamente cortés-, he tomado como cuestión de honor no perder ni a uno de vosotros y conservaros para el rey George, que Dios guarde, y para la horca.
Los rufianes se miraron entre ellos, aunque sin responder.
-¿No es así? -replicó el doctor-. Ven, Dick, enséñame la lengua. ¡Sería sorprendente que te encontrases bien! Este hombre tiene una lengua capaz de asustar a los franceses. Será tifus.
-¡Ahí tienes -dijo Morgan-el castigo por romper la Biblia!
-Quizá sea mejor decir -añadió el doctor-que es la consecuencia de vuestra absoluta ignorancia y no tener ni el sentido común preciso para diferenciar un aire sano de uno envenenado, y la tierra seca de una pestilente ciénaga cargada de infecciones. Lo más probable, y por supuesto sólo es mi opinión, es que muchos de vosotros pagaréis con la vida antes de lograr libraros de la malaria. ¡Acampando en los pantanos! Me sorprende usted, Silver. Aunque parece menos tonto que los demás, no creo que tenga ni la más ligera idea de las reglas para conservar la salud… Bien -añadió, una vez que medicinó a todos y que ellos tomaron aquellos preparados con la humildad de un huerfanito en el asilo, lo que no dejaba de ser cómico en tan sanguinarios y levantiscos piratas-; bien. Hemos acabado por hoy. Ahora quisiera hablar con ese joven.
Y señaló con la cabeza hacia mí, sin darle importancia.
George Merry estaba apoyado en la puerta, escupiendo y carraspeando a causa del medicamento. Cuando escuchó las palabras del doctor, se volvió furioso y gritó:
-¡No!-con un tremendo juramento.
Silver golpeó en el barril con la palma de su mano.
-¡ Si-len-cio! -rugió, y miró entorno suyo con la fiereza de un león-. Doctor -dijo ya con tono más calmado-, estoy pensando en ello, porque conozco la debilidad que sentís por este briboncillo. Y como todos estamos muy agradecidos por vuestros cuidados, y, como podéis ver, tenemos fe en vuestros conocimientos y nos tomamos estos bebedizos como si fueran aguardiente, creo haber encontrado un medio que puede satisfacernos a todos. ¿Me das tu palabra, Hawkins, palabra de joven caballero -pues lo eres, aunque de humilde cuna-, tu palabra de honor de no cortar la amarra?
Le prometí, aunque con cierto -disgusto, cumplir esa palabra.
-Entonces, doctor -dijo Silver-, tened la bondad de alejaros hasta salir de la empalizada, y cuando estéis allí, yo llevaré al muchacho, y os permitiré hablar a través de los troncos. Buenos días, doctor; nuestros respetos al squire y al capitán Smollett.
Pero cuando el doctor salió del fortín, la explosión de furia, que sólo las amenazadoras miradas de Silver habían contenido, rompió el dique, y no dudaron en acusar al viejo cocinero de jugar con dos barajas, de procurar una paz por separado que lo salvara a él solo, de sacrificar los intereses de la tripulación y, en una palabra, de todo aquello que, realmente, era lo que estaba haciendo. A mí me parecía un juego tan evidente, que no podía ni imaginar cómo aplacaría aquel motín. Pero Silver era capaz de imponerse a todo. Los insultó de forma irrepetible; les dijo que era necesario que yo hablase con el doctor; les hizo casi tragarse el plano de la isla, y entonces les preguntó si había alguno capaz de estropear el pacto precisamente en el instante en que casi había conseguido el tesoro.
-¡No, por todos los temporales! -chillaba-. Romperemos el pacto en su momento. Y hasta entonces yo sé cómo tratar con ese doctor, aunque tuviera que limpiarle sus botas con aguardiente.
Y les ordenó que encendiesen fuego. Después puso su mano sobre mi hombro y salimos renqueando por su muleta. Los demás se quedaron en silencio, no creo que estuvieran convencidos.
-Despacio, muchacho, despacio -me dijo-. Pueden caer sobre nosotros, si se dan cuenta de que huimos.
Con gran compostura, pues, avanzamos por el arenal hacia donde nos aguardaba el doctor, y, al llegar a una distancia de la empalizada desde la que aquél podía oírnos, nos detuvimos.
-Os ruego que consideréis lo que voy a deciros, doctor -empezó Silver-. El muchacho os podrá confirmar mis palabras. Le he salvado la vida y me jugué con ese acto la mía. Pensad que, cuando un hombre navega tan ceñido al viento como yo -cuando se juega a cara o cruz el último aliento del cuerpo-, tiene derecho a ser oído y a alguna palabra de esperanza. Considerad que no se trata ahora sólo de mi vida, sino que está también la de este muchacho; y debéis hablarme con toda franqueza, doctor, debéis darme aunque sea una pizca de esperanza, por misericordia.
Yo notaba un cambio en Silver desde que habíamos abandonado el fortín; parecía que el rostro se le había afilado y su voz era temblorosa. Nunca he visto a nadie con tanta sincera ansiedad. -¿No será, John, que tiene miedo? -preguntó Livesey.
-Yo no soy cobarde, doctor; no, ¡no! Ni siquiera esto -y chasqueó los dedos-. Pero he de confesaros con toda franqueza que pensar en el patíbulo me da escalofríos. Sois un hombre bueno y leal, ¡nunca he visto uno mejor! Y no podéis olvidar que también he hecho cosas buenas, al menos recordadlas como recordáis las malas. Ahora voy a retirarme, voy a dejaros solo con jim, y recordad también este gesto, que me valga en mi cuenta, porque os aseguro que es todo lo más que da la cuerda.
Y diciendo esto se apartó un poco y, sentándose en las grandes raíces de un árbol cercano, empezó a silbar. De vez en cuando lo veíamos moverse en su postura, quizá para no perdernos de vista al doctor y a mí o, más probablemente, a sus compinches, que caminaban inquietos de un lado a otro del arenal desde la hoguera, que trataban de prender, al fortín, de donde sacaban la salazón y la galleta para la comida que preparaban.
-De modo, Jim -me dijo el doctor con cierta tristeza-, que aquí te encuentro. Estás recogiendo lo que has sembrado, hijo. Bien sabe Dios que no está en mi ánimo reprenderte, pero sí he de decirte algo, por duro que sea: bien que permaneciste en tu puesto mientras el capitán Smollett estaba sano, pero, en cuanto no pudo controlarte por estar herido, escapaste, y eso, ¡por el rey George!, fue una cobardía.
Yo me eché a llorar.
-Doctor -le dije-, no necesitáis reprenderme. Bastante me he culpado yo a mí mismo. Sé que mi vida está amenazada por todos lados, y ya estaría muerto, si Silver no lo hubiera impedido. Creedme, puedo morir, doctor, y quizá sea lo que merezco, pero lo que temo es a que me den tormento. Si me torturasen…
Jim -dijo el doctor, interrumpiéndome cambiando de tono-, Jim, no hables. Salta la empalizada y huyamos.
-Doctor -dije-, he empeñado mi palabra.
-Lo sé, lo sé -exclamó-. Eso ya no puedes remediarlo, Jim. Yo echaré sobre mí, holus bolus, la culpa y el deshonor; pero, muchacho, no puedo dejarte ahí. ¡Salta! Un salto y escaparemos corriendo como si fuésemos antílopes.
-No -repuse-; ya sabéis que, en mi lugar, vos no lo haríais; ni vos ni el square ni el capitán. Tampoco lo haré yo. Silver se ha fiado de mi palabra y volveré con él. Pero dejadme acabar. Si llegan a torturarme, seguramente terminaré por confesar dónde está el barco, porque fui yo el que lo solté, tuve suerte, me arriesgué y tuve suerte. Ahora está en la Cala del Norte, en la playa sur, más abajo de la marca de pleamar. Con media marea estará varado.
-¡El barco! -exclamó el doctor.
En síntesis le describí mi aventura y él me escuchó en silencio.