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La máscara de Thebe, El precio que pagan

los conejos al rugir y otros relatos

Hislibris IX Concurso de Relato Histórico

Primera Edición

© VV. AA.

Diseño de portada

© Sandra Delgado

© Ediciones Evohé, 2017

www.edicionesevohe.com

ISBN: 978-84-947148-5-6

Depósito Legal: M-13305-2017

La máscara de Thebe,

El precio que pagan los conejos al rugir

y otros relatos

HISLIBRIS

IX Concurso de Relato Histórico

VV. AA.

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La máscara de Thebe

Carlos Polite Cavero

Vano es ultrajar la sombra de un hombre muerto;

pío es castigar a los vivos, no a los muertos.

(Mosquión, Los fereos)

«Apiádate, oh Ramnusia, diosa omnividente que velas por la justicia entre los mortales, y aleja de a las Benévolas, hijas de Urano, hasta que me halle junto a las aguas del Leteo», rogó Mírrina en silencio. Con un ligero gesto de la pátera que tenía en su mano, vertió leche y miel sobre el agujero que había practicado en el suelo del dormitorio. El olor del incienso se extinguió y la mujer, satisfecha con la libación, destocó su cabeza cubierta por el borde del quitón. Nada más podía hacer ya para que la diosa le fuera propicia.

Se acercó al lecho donde yacía Sóstrato e hizo rodar su cuerpo inerte. El segundo actor de la compañía cayó al suelo con un golpe sordo. Mírrina lo miró con remordimiento, pues el hombre era un gran servidor de Melpómene; quizá el mejor después de su fallecido esposo, Artemidoro. Nadie como Sóstrato emocionaba tanto al teatro con sus trágicas heroínas y su Hécuba llegaba a encoger el ánimo y desgarrar el corazón de los espectadores. Pero también era un buen hombre e, incluso en la noche anterior, había sido amable con ella cuando se deslizó en su lecho. Por eso le apenaba que el golpe de crátera pudiera haberle desnucado, aunque no se arrepintió, pues necesitaba suplantarle en la función que la compañía representaría esa misma mañana. Solo en Los fereos de Mosquión podría, ¡así Tyché le fuera favorable!, culminar sus deseos.

Maniatado y amordazado, arrastró a Sóstrato bajo el lecho y se dispuso a prepararse. Se cortó los cabellos y, con lo primero que encontró a mano de entre los afeites y cosméticos del actor, disfrazó su rostro cuanto pudo. Remarcó arrugas, ensombreció mejillas y profundizó ojeras hasta que el bruñido espejito de bronce le devolvió la imagen de un rostro que, visto de lejos y a media luz, bien podría pasar por el de un hombre de mediana edad y con cierto parecido al pobre Sóstrato.

Mírrina pensó en lo mucho que deseaba, desde que casó con Artemidoro, subir al escenario y atraer sobre el afecto o el odio de los espectadores, tal y como su esposo había venido haciendo hasta el pasado mes de gamelión. Un grave cólico provocado a resultas del banquete que, por su victoria en las Leneas, le organizó su propia compañía teatral por inspiración del segundo actor, Quéreas, acabó con una toda una vida dedicada al arte de Dioniso. Esa pérdida sumió a la viuda en una depresión obsesiva, no solo por lo inesperado del hecho, sino también porque Quéreas se apresuró a comprar la compañía por dos minas áticas y diez estateras. «Para que el talento de los miembros de esta gran compañía no se disperse», dijo el fullero. Y la esposa se vio así alejada de todo cuanto hasta entonces había infundido hálito en su vida: esposo y teatro. Mas hoy todo cambiaría. Salvo que Poseidón conmoviera la tierra con su tridente y toda la Pelasgiótide se hundiera en el golfo de Págasas, ella subiría al escenario y daría cumplida satisfacción a sus anhelos.

La mujer se vistió con el pesado peplo de la reina Thebe, principal personaje femenino de la función, ese al que hubiera debido de dar vida el genio de Sóstrato, y guardó entre sus pliegues el puñalito tracio. Pidió a la diosa que, hasta el final del día, nadie descubriese al actor, o a su cadáver, y salió a la calle dispuesta a todo.

Por fortuna, la casa que el corega y promotor del espectáculo había alquilado para los actores y miembros de la compañía estaba muy cerca de la ladera en que se levantaba el teatro de Feras. El trayecto fue corto, pero suficiente para que la mujer repasara los pies de entrada de su personaje en el libreto de Mosquión. No fue tarea difícil, pues conocía los versos palabra por palabra.

Mírrina alcanzó sin tropiezos la parte posterior del edificio de la escena, ocultó su rostro con una de las puntas del himatión y pretendió alcanzar el habitáculo adjudicado a Sóstrato, pero Quéreas, ocupando el vano de la puerta que se abría al corredor de los camerinos, manoteaba con afectación ante un hombre vestido de púrpura y coronado de pámpanos. La viuda supo así que el corega ya había cumplimentado los ritos iniciales ante el ara de Dioniso y que la representación pronto comenzaría.

Los ojos de zorro de Quéreas se fijaron en el Sóstrato fingido y no dejo escapar la ocasión de humillar en público a un actor que le daba cien vueltas por mucho que, una vez propietario, se reservara para él los mejores papeles.

—¡Así Cerbero te coma vivo las entrañas, Sóstrato, maldito gandul! —vociferó con rabia impostada, e intentó arrinconarle con sus diatribas—. ¿Es que te has dormido pegado al dulce trasero de la viuda de Artemidoro? ¡Tienes un trabajo que hacer!

Mírrina le esquivo de lejos mientras hacía gestos apaciguadores con sus manos ante el rostro para que el primer actor se fijara más en ellas que en su cara.

No, noEs que me he levantado con el vientre suelto… —respondió la mujer, con la voz más ronca y débil que pudo, mientras huía. Quéreas no le dejó terminar y persistió gritando a una espalda que ya doblaba la esquina del corredor:

Más vale que tus nervios no perjudiquen la función o Thebe será tu último personaje en esta compañía o en cualquiera otra. ¡Por las tres Moiras lo juro! —añadió.

«¡Fatuo maricón que juras como las mujeres y solo buscas la espalda de los hombres! ¡Por Perséfone te juro yo que hoy tendrás tu merecido!», se dijo, con los dientes tan apretados que hubiera podido hacerlos saltar. Y temblando de rabia, cerró la puerta del camerino tras .

Mucho odiaba a ese hombre vanidoso, inmoral y rastrero, pero no le apartaría de su camino. Actuaría, actuaría ante el dios, y los habitantes de Feras contemplarían una Thebe como nunca habían visto desde que Mosquión estrenó Los fereos en las Grandes Dionisiacas de Atenas. Pero tenía que serenarse, no podía salir a escena con ese ánimo. Respiró como Artemidoro le había enseñado para vaciar pecho y vientre de humores y se calzó los coturnos. Buscó la horrible máscara de Thebe en el arcón de Sóstrato y la acercó a su rostro. Percibió entre el lino enyesado de su envés el olor del segundo actor, pero también el de Artemidoro, y sus ojos se llenaron de agua salada. Pasado un momento, se repuso. «Nunca habrá mejor momento que hoy», se animó y besó el objeto que era la puerta de su esperanza.

Los sones de la doble flauta del auletes llamaron al coro para su entrada. Mírrina se arregló los pliegues del peplo y, tras la faz de Thebe, salió del camerino. Todos los actores estaban listos. La viuda llegó a un paso de la puerta izquierda de la fachada de la escena, aquella que representaba el gineceo de palacio, y desde ese hueco contempló en la primera fila el gesto adusto de los magistrados del demos de Feras y la multicolor algarabía de las repletas gradas posteriores. El teatro de Feras, aunque no tuviera tanta fama como otros, no era teatro pequeño y el festival público de hoy, repetido año tras año, era un día de orgullo ciudadano para los fereos, pues lo que se contaba era la vida y destino del famoso Alejandro de Feras, el tirano que, doce olimpíadas antes, frenó las apetencias de tebanos o macedonios y les llevó a la hegemonía sobre todo el norte de la Hélade.

La danza de los coreutas de negras vestiduras ingresó en el círculo de la orquesta y la doble música del flautista incrementó su ritmo e intensidad. Cuando la primera sección enfrentó al público, se hizo un silencio religioso. Mírrina no pudo controlar el temblor de su pierna izquierda y la angustia atenazó su garganta. Sin su férrea determinación, hubiera salido huyendo hasta su Samos natal.

En ese momento, el tercer actor, Polidoro, que abría la función con uno de los dos personajes que desempeñaba, miró hacia el falso Sóstrato e hizo un gesto propiciatorio con los dedos de su mano derecha. La sonrisa que lo acompañó tuvo la virtud de aquietar a la joven viuda, pues ella también apreciaba al grueso actor. «¡Oh diosa, haz que mi voz y mi voluntad sean firmes hoy!», rogó para .

Oh fereos que habitáis la llanura,

fértil y pródiga en ágiles caballos,

que custodia Pelión de nívea cabellera,

aquella de cuya costa partió el negro Argo

Así anunció Polidoro, desde el proscenio, el regreso del tirano Alejandro, victorioso y rico, pues había burlado en Panormos al ateniense Leóstenes y entregado a saco el puerto de El Pireo.

Finada la alocución, la puerta central del escenario, la de palacio, dio paso a Quéreas, quien ocupó el centro del escenario, engolado pero firme. Su monólogo rítmico y cadencioso, rebosante de orgullo, vanidad y jactancia para con dioses y hombres, sembró de funestos presagios el ánimo de los espectadores y atrajo sobre el teatro el temor de cuanto había de venir.

La viuda recibió así su pie para entrar, cosa que hizo con mayor decisión y presteza de la que hubiera esperado. Dirigió su mirada más allá de los espectadores situados en la última grada y saludó al esposo que regresaba:

Sean mil veces benditos los favorables vientos que,

vencido el ponto undoso, indemne a mis brazos

te devuelven, por la divina Victoria coronado

con los ricos despojos de los hijos de Egeo

Mírrina moduló su voz para acompasarla al tono más agudo que un hombre podría dar, lo que sorprendió tanto al público como a Quéreas por una tan buena imitación de la voz de una mujer. Sin titubeos ni errores, continuó su parlamento hasta el final y pudo percibir la buena predisposición del público. El aire se expandió en sus pulmones y le liberó de toda tensión. El primer paso estaba dado.

Quéreas y ella danzaron, orbitándose uno a otro, mientras sostenían su diálogo, pieza principal del primer acto. Alejandro se mostraba cada vez más altivo y engreído, más capaz de provocar la ira del propio Ares, mientras una Thebe amante y tierna le avisaba de las consecuencias de su falta de medida, pues sabido es que aquel a quien los dioses quieren perder, primero le inundan de enloquecido orgullo.

Hacia el final del acto, Mírrina buscó quebrar la seguridad de su antagonista. Cambió el orden de algún verso sin alterar métrica, ni ritmo y hurtó así, no una vez sino varias, el pie que correspondía al actor. Aturdido, Quéreas vaciló las más de las ocasiones y en otras entró tarde y a destiempo, cosa que el público notó de inmediato. Pesados murmullos acompañaron los breves vacíos que seguían a cada maniobra de Mírrina y el nerviosismo del actor creció y creció en detrimento de su interpretación, monocorde y vacua por momentos. Por contra, el personaje de Thebe, firme, dúctil y lleno de matices era seguido, en palabra y gesto, con expectación y respeto.

Llegado el primer intermedio, el corifeo cantó la alabanza al héroe tornado y los actores se refugiaron tras las puertas de la escena. Mírrina, incapaz de sustraerse a la magia del teatro, seguía la evolución de los coreutas en la orquesta con la faz velada y la máscara de Thebe tan pegada a la piel como un segundo rostro. Polidoro, desinhibido y alegre, la tomó por los hombros:

—¡Ah, querido Sóstrato, has estado magnífico, nunca te había visto tan perfecto! ¡Dioniso te ama!se sinceró, y marchó a mudar su personaje por el de Polifrón, el hermano menor de Thebe.

Detrás de él surgió el irritado actor principal.

—¿No te sabes tu papel, borracho inmundo? ¡No harás noche en esta vida si me sigues jodiendo como hasta ahora! — exclamó muy alterado en el oído de la viuda. Mas el resto del reparto rondaba cerca y el rabioso propietario de la compañía, por mucho que lo deseara, no se atrevió a pasar a mayores, salvo por un empellón que no consiguió que la viuda perdiese la máscara de Thebe.

Mientras el cielo tomaba un tinte cada vez más ceniciento y amenazaba lluvia, la representación continuó en un segundo acto que el autor, Mosquión, hacia girar sobre el enfrentamiento entre un ensoberbecido y despótico tirano, ciego en sus apetitos, y un Polifrón apiadado por el sufrimiento del pueblo que exigía la paz con Atenas. Entre ellos mediaba la Thebe de Mírrina, cada vez más inclinada a favor del hermano y cada vez más horrorizada por la desmesura, la hybris, de su esposo.

Quéreas intentó remontar su actuación hasta, al menos, su habitual mediocridad, pero fue Polifrón quien, como héroe de todos los exhaustos fereos, logró arrancar tímidos aplausos. Por su parte, la viuda seguía embargada por la emoción que le provocaba sentir el palpable amor del público y, sobre todo, por el triunfo que le suponía la patente humillación de Quéreas, a quien ya no interpuso más trabas.

Vencida la segunda danza del coro, el tercer acto precipitó el desenlace. Polidoro, ahora en su papel de heraldo de los fereos, se acercó a Thebe, compungido y renuente, para anunciarle el fatal asesinato:

Escúchame con benevolencia, oh señora de los fereos,

y no hagas descargar sobre mis hombros la justa ira

que provocarán las nuevas que, en mi boca, Destino pone,

pues la sangre de nuestro benefactor, tu hermano Polifrón,

inocente y oscura se espesa en las manos de tu esposo

El lacerado grito de dolor que Mírrina supo expulsar por boca de su máscara crispó la entraña de muchos espectadores y, ante el desconsuelo que la danza gestual de su Thebe mostraba, la piedad se extendió por el graderío. La viuda, indisociable ahora del personaje, sintió que la veneración del público le lamía la piel, erizándosela hasta el escalofrío, y se sintió casi plena en sus fines, aunque todavía faltase lo mejor de una función que ella había querido elegir porque Mosquión, contra todo uso y costumbre teatral, era el único autor que no hurtaba males ni violencia tras el muro de la escena, sino que, crudos, los exponía en el proscenio, tal y como convenía a la verdadera naturaleza de Dioniso.

Con Thebe de nuevo fuera de escena, el público asistió a la organización de la venganza que Polidoro y los comparsas que, ahora, representaban al pueblo rebelde, decidían. Entre tanto, desde la puerta central de la fachada de la escena, Quéreas contemplaba a la viuda con ojos inyectados por el incrementado odio a Sóstrato, pues si siempre le supo mejor actor que él, hoy todos tenían ante la evidencia. «¡En dolor me cobraré su triunfo!», se prometió.

Un ennegrecido cielo liberó por fin algunas gruesas gotas, densas como cuajarones de sangre. Quéreas, para cerrar el drama, ingresó, adusto y pausado, en el círculo de la conspiración. Ira y reproches surgieron de todas las máscaras y espectador hubo que exigió a voces el castigo de los dioses. La puerta del puerto, la situada más a la izquierda de la escena, vomitó un grupo de hoplitas con espadas desnudas y Polidoro dio la señal al asestar el primer golpe con su arma de atrezo.

La viuda constató así el pie que abría el momento culminante de su personaje, y con anticipada delectación se acercó al centro del proscenio, los ojos de su máscara fijos en el acto del tiranicidio. Hasta ella huyó un Alejandro sobreactuado que buscó abrazar sus rodillas en petición de amparo y refugio, sin saberla inductora y cómplice. Mírrina extrajo de su seno el puñal tracio y lo ofreció a los cielos con gesto de oficiante, pero nadie escapó de sus asientos por la lluvia, prendidos todos como estaban del conocido desenlace.

¡A ti, Némesis reparadora de todo agravio,

a ti, oh diosa, que has sostenido mi voluntad,

te ofrenda mi brazo, como víctima de sacrificio,

al asesino vil que traicionó sagrados lazos!

Así clamó, tonante, la viuda, y descargó el golpe con saña. Quéreas liberó un quejido lleno de sorpresa cuando sintió cómo la hoja abría su pecho. La mujer acompañó la caída de la víctima como si lo sostuviera y, de rodillas junto a él, contuvo la hoja en la herida. No quería que muriera sin saber. Inclinada sobre su odiado enemigo, giró la máscara de Thebe para mantenerla frente a los espectadores y dejó que el actor contemplara su verdadero rostro.

Bien que eres quien, por insana envidia y avaricia, me arrebataste sueños, esposo y vida. Pero soy yo, Mírrina, la que por mujer no pudo impedir tus acciones perversas, quien te envía a los cuervos a ti que no vales ni el excremento de los perros que merodean el teatrodijo contemplando con fruición los ojos asombrados de Quéreas. Este, entre estertores y casi exánime, solo pudo balbucear:

Tampoco saldrás viva de aquí, sacrílega

—¿Y qué me importa si no eres ya sino sombra del Hades?

Dicho esto, la viuda se alzó, llevándose el cuchillo con ella. La sangre brotó con la fuerza del río Aqueronte y regó el suelo del proscenio, mientras el público, asombrado por el realismo de la escena, prorrumpía en aplausos.

Mírrina avanzó hasta el borde del escenario, tendió la mano ensangrentada hacia los espectadores y, fuera de libreto, declamó un último parlamento:

Mudables son las formas de lo divino

y muchas cosas obran los dioses contra el destino,

pero no siempre se cumple lo que el hombre espera,

y en lo imposible los dioses encuentran salida.

Así ha hecho hoy Némesis por mi mano,

pues siempre es pío castigar al que es malvado

para, con su negra sangre, saciarse de venganza.

Y de ello yo ya estoy cumplida y colmada.

Soltó la máscara y el rostro de Thebe se rompió en pedazos al golpear contra el suelo. Luego, con ambas manos, empujó el puñal tracio bajo su seno izquierdo.

La máscara de Thebe

Carlos Polite Cavero

La máscara de Thebe

Carlos Polite Cavero

El precio que pagan los conejos al rugir

Lisardo Suárez

History´s a lie that they teach you in school. A fraudulent view called the golden rule. A peaceful land that was born civilized was robbed of its riches, its freedom, its pride. Living Colour, Pride

The least we can do is to say, we know who you are, we know what you did for us. We are forever grateful.

Barack Obama

I got a letter from the goverment the other day. I opened and read it. It said they were suckers. They wanted me for their army or whatever. Picture me giving a damn, I said never. Here is a land that never gave a damn about a brother like me and myself, because they never did. I wasn´t witit, but just that very minuteIt ocurred to me. The suckers had authority.

Public Enemy, Black Steel In The Hour Of Chaos

They keep on saying «Go slow». But that´s just the trouble. «Do it slow». Washing the windows. “Do it slow”. Picking the cotton. “Do it slow”. You´re just plain rotten. «Do it slow». You´re too damn lazy. «Do it slow». The thinking´s crazy. «Do it slow». Where am I going. What am I doing. I don´t know. I don´t know.

Nina Simone, Mississippi Goddam

Cuando las toses te dan un respiro, bebes un trago de la botella. Uno muy largo. El alcohol barato que habías comprado un rato antes, en la trastienda de un speakeasy en Harlem, sustituye el picor molesto de la garganta por otro más familiar y agradable. Secas unas gotas que se deslizan por el mentón con la manga de la raída chaqueta, mientras chasqueas los labios, y prosigues tu camino hacia las vías del ferrocarril. Despacio, muy despacio.

Pronto encuentras lo que buscabas. Grupos de gente que, como , vagan en la noche a la búsqueda de tranquilidad, compañía y conversación. Los clubes nocturnos están fuera del alcance de vuestros bolsillos, por lo que improvisáis reuniones cerca de la estación o en otros lugares donde no se moleste a los que duermen. Aunque desempleados, sabéis que muchos otros ciudadanos tienen la suerte de verse obligados a madrugar para ir a su trabajo.

Te aproximas con lentitud a los que están más cerca. Alrededor de una fogata mantenida con leña, papel, trapos y disolvente, miran las llamas en busca de respuestas a preguntas que solo ellos conocen. Observas sus rostros sin distinguir a ninguno de los habituales. El silencio es roto por un hombre mayor, de pelo y barba descuidados, que parece hablar con su madre en voz baja. Piensas en la tuya.

Ella también bebía. Como por aquel entonces eras solo un niño, te parecía muy divertido escuchar sus disparates. Bueno, algo más que disparates. Con el tiempo, descubrirías que tu madre pareció adivinar muchas cosas de las que te iban a suceder en la vida.

Vas a ser famoso, William Henry. Te lo digo yo. Escúchame bien.

Su sonrisa, ajada y llena de arrugas en la comisura de los labios, acompañaba sus palabras. A veces, incluso, te ofrecía una caricia torpe pero llena de amor.

Vivirás en Nueva York. Y viajarás, señor. Viajarás.

Tu madre fue la única persona que te ha llamado por el nombre completo. Los demás suelen acortarlo hasta un simple Henry.

Y la gente saldrá a verte desfilar, William Henry. Lanzarán lilas a tu paso. Los periódicos hablarán bien de ti. Hasta el presidente lo hará, hijo mío.

Algunas veces, antes de caer dormida agarrada a la botella, decía esa clase de cosas. Imposibles. Fantásticas. Cuando abandonaste Carolina del Norte, tu madre te dio un beso en la frente, te deseó la mejor de las fortunas y siguió bebiendo. Jamás volviste a verla, pero todos los días piensas en ella. Por muy duro que hubiera sido el día de trabajo en la mina, en la barra de un bar, al volante o en cualquiera de los trabajos que conseguiste desde entonces, siempre has tenido un instante para recordarla.

Frente a ti, al otro lado de la fogata, se calienta un hombre con una maleta a su lado. Te fijas en el modelo. Una Shwayder. Al caballero le tuvo que haber ido bastante bien en algún momento. Habías visto unas cuantas de esas maletas en la estación de tren de Albany. Visto y cargado, subido y bajado de los trenes decenas de miles de veces por un sueldo de unos pocos dólares. Un trabajo duro pero honrado. La Shwayder era de muy buena calidad. A diferencia de otras, nunca habías visto que perdiera un asa o se rompiera mientras la movía un mozo de estación.

Hoy tienes ganas de compañía. Como en esa fogata todos son blancos, menos , te desplazas con ritmo pausado entre los pilares de la estación hasta encontrar un grupo en el que te sientas cómodo y evites la posibilidad de escuchar lo que has oído casi todos los días desde que tuviste uso de razón: «¿Por qué no te largas de aquí, negro?».

«Este no es lugar para un negro».

«Mira que hueles mal, negro».

«Vete a tu sitio, negro».

«Lárgate ya, negro».

«Fuera, negro».

«Negro».

«Negro».

«Negro».

Resulta sencillo lograrlo porque hay pocos blancos en la zona. Sin haber encontrado aún caras conocidas, observas con paciencia los distintos grupos para valorar a cuál de ellos te unirás. Cerca de donde te encuentras, alguien deja caer un cubo de metal. El sonido provoca que un hombre, alto, fuerte, entrado en carnes, se encoja por un momento. Adivinas al instante que también ha sido soldado. Los cañones guardan silencio en Europa desde hace bastantes años pero, en cierta manera, algunos de los que estuvieron allí todavía siguen atrapados en el combate. Su mente les impide dejar atrás los horrores. Has visto otras veces gente como esa. Despacio, porque tu cuerpo perdió en la guerra la mayor parte de su agilidad, te acercas a la fogata para colocarte junto al hombre. Después de unos minutos en silencio, sacas la botella del bolsillo de la chaqueta, bebes un trago corto y la ofreces al veterano con la artillería aún en su cabeza. Acepta la invitación con un asentimiento y toma una buena ración de licor.

Gracias, hermano. Me ha sentado muy bien.

Sonríes mientras vuelves a guardar la botella. Con voz suave, le preguntas dónde sirvió. El hombretón agacha la cabeza para mirarte a los ojos. Debéis formar una pareja muy curiosa: uno mucho más alto y corpulento de lo normal; el otro, mucho más bajo y delgado.

En Francia, claro. Pero vi más acción durante el entrenamiento en Houston que después en Europa. La mayor parte del tiempo me usaron para cargar y descargar cajas de los barcos, como a los demás hermanos. O, cuando faltaban mercancías, nos destinaban a labores de limpieza. Letrinas, sobre todo. Los oficiales blancos creían que solo servíamos para realizar ese tipo de tareas.

Miras las llamas y asientes. Habías escuchado que en Houston, hartos de ataques y golpes por parte de soldados blancos, varios hermanos devolvieron la agresión. El asunto terminó con blanquitos muertos y soldados negros ejecutados tras la correspondiente y ejemplar corte marcial. Tu unidad también tuvo problemas de ese tipo en Spartanburg durante el campamento. Ni las tiendas de la localidad os querían vender cigarrillos. Un hermano solo tiene permiso para matar blancos en el ejército, y solo si están en el otro bando. Los blancos, en cambio, carecen casi siempre de tal clase de limitaciones cuando se trata de matar afroamericanos. Y verlos en uniforme del ejército fue una abominación para ellos, una que invitaba al blanco a tomar medidas drásticas.

Te hubiera gustado permanecer ahí un rato más porque el hombretón transmite sosiego, pero aparece Bart. Con movimientos nerviosos, te lleva a un lado antes de hablar.

Hola, Henry. ¿Cómo estás? Te andaba buscando.

Bien, hombre, bastante bien. ¿Y ?

Genial, genial. , genial. ¿Sabes? He escuchado de un trabajo. Pagan bien. ¿Por qué no vienes conmigo?

—¿De qué clase de faena estamos hablando, Bart?

Barcos de pesca. Buscan gente a la que no le importe trabajar duro. El oficio te lo enseñan sobre la marcha.

Cuando desembarcaste en Francia te prometiste a ti mismo que, si las balas del káiser te permitían regresar a los Estados Unidos, jamás volverías a subir a un barco. El viaje rumbo al Viejo Continente fue una pesadilla. Tres veces zarpó el buque, tres veces tuvo que volver por problemas en la sala de máquinas. A la cuarta, logró partir. Después de una travesía penosa a bordo de una lata que chirriaba, perdía aceite y amenazaba con llevaros a todos al fondo del mar en cualquier momento, el transporte se detuvo cerca de la costa europea. Una tormenta de nieve obligó a echar anclas hasta que amainara y otro barco, también cegado por la borrasca, chocó contra el vuestro. La vía de agua inclinó la nave. El capitán del buque quería volver a los Estados Unidos. Los oficiales terminaron encarándose con él porque Europa estaba a un paso: la única razón para volver era la cobardía y no las averías. Al final, os pusieron reparar los daños bajo las indicaciones de los marineros. Por eso estás de acuerdo con lo que dice Bart, que algunos oficios se pueden aprender sobre la marcha con cierto éxito. Cuando el barco atracó en el puerto de Brest, iba muy escorado a la izquierda. Pero, al menos, lograsteis llegar a vuestro destino.

Tendrás que ir solo, Bart. Este cuerpo no aguantaría ni una jornada de trabajo en un pesquero. Lo siento.

Entiendo, entiendo. ¿Y me puedes prestar unos dólares para llegar hasta la costa?

En cuanto Bart se da cuenta de que tienes los bolsillos tan vacíos como los suyos, musita unas palabras que no llegas a escuchar y se desvanece, tan deprisa como llegó, entre las sombras que hay junto a las fogatas. Le deseas mucha suerte mientras se marcha. Estás acostumbrado a que la gente desaparezca de tu vida.

Echas un vistazo a la hoguera donde habías hablado con el hombretón pero este ya está enfrascado en otra charla, así que caminas un poco más en busca de amigos. Te llama la atención un hermano que, sentado junto a un pilar y ajeno a todo, lee un libro a la extraña luz de las llamas. Muy pocos afroamericanos leen libros. Qué demonios, muy pocos leen. aprendiste en la escuela a la que tu madre se aseguró que asistieras, pero lo haces despacio. Como casi todo ahora. En Francia te tocó leer algo desagradable, una muestra más de lo que muchas personas piensan de los hermanos.

Los soldados blancos rechazaban pelear junto a soldados negros, así que Pershing os puso al servicio del ejército francés. Eso , con oficiales estadounidenses blancos al mando. Fuisteis prestados como un bien, como una cosa. Pero el general advirtió a los franceses del problema que suponían los negros. Incluso lo puso por escrito. Hasta lo publicaron. Lo llamaron «Información secreta sobre las tropas americanas negras». Un título inolvidable. El ejército norteamericano se sintió en la obligación de avisar a sus aliados de la inferioridad de los negros y su tendencia natural a cometer agresiones sexuales. Habías escuchado decir que el propio Pershing afirmaba que los negros carecían de conciencia cívica y profesional, que suponían una amenaza constante para el resto de los estadounidenses. También se decía que Staff consideraba que ni siquiera podían ser usados en combate, que eran incapaces de seguir órdenes y pelear. Pero no todos los oficiales blancos eran así. Alguno defendió vuestro derecho a luchar como cualquier otro soldado.

Para ti y tus camaradas de armas la noticia del folleto resultó menos que sorprendente. Ese credo secreto de la tierra de los hombres libres y el hogar de los valientes ya lo habíais escuchado antes. Lo que te sorprendió fue la reacción de los franceses. Les daba igual.

Con el tiempo, te diste cuenta de que también había cierto racismo en Francia, por mucho que fuera menos obvio, intenso y organizado que el de tu propio hogar. Pero para los franceses era una preocupación muy por debajo de la patria invadida, las ofensivas alemanas y los frentes faltos de soldados que los pudieran defender. Os recibieron con los brazos abiertos. Jamás hubo ningún problema en las trincheras. Bebiste de las mismas cantimploras que el francés más blanco. Recibías las mismas balas del enemigo que el francés con los ojos más azules.

Escuchas música y te diriges a la fogata de la que provienen las notas. Ahí está Bill. Suele traer unas botellas y, a cambio, los hermanos cantan sus tonadas tristes del profundo, viejo y sangriento sur. Él apunta cosas en un cuaderno. En alguna ocasión, te habías asomado un poco para ver qué anotaba y viste que escribía notas musicales junto a las letras de las canciones. La razón por la que un blanco pueda interesarse en cosas que solo los hermanos disfrutan es un misterio para ti. A lo mejor resulta que Bill es medio francés. Recuerdas que uno de tus tenientes, el único afroamericano entre la oficialidad, era músico y al parecer bastante famoso. Reece Europe, se llamaba. Hasta tenía su propia banda, por lo visto.

Cuando te dispones a unirte al grupo de los que tocan y cantan, acompañando con las palmas el ritmo de las melodías, te llaman desde otra hoguera.

¡Henry! ¡Henry! ¡Ven aquí!

Es Vernon. Servisteis juntos en Francia. Su enorme sonrisa y sus gestos, además de la botella que sujeta en la mano, son una invitación irresistible. Caminas hasta él con tu lentitud característica. Vernon te estrecha la mano con fuerza y te invita a un trago. Está con otros seis o siete hermanos en torno al fuego. Pasa el brazo por encima de tus hombros antes de dirigirse a ellos.

—¡Muchachos! ¡Escuchadme bien! Este es mi amigo Henry. Henry Johnson. ¡La Muerte negra en persona!

La mayoría de los que se calientan por dentro y por fuera frente a las llamas siguen con el mismo gesto en sus rostros. Por eso sabes que fueron civiles durante la Gran Guerra. Pero los otros abren mucho los ojos y, con respeto en la mirada, te dan la mano con gran solemnidad.

—¡Cuéntales, Henry! ¡Cuéntales lo que hiciste!

Preferirías hablar de cualquier otra cosa, pero Vernon quiere presumir de amigo frente al grupo y además tiene una botella repleta a su disposición. Las necesidades derrotan a las preferencias. Le haces un gesto a Vernon para que te pase el veneno, das un par de buenos tragos y miras a tu público. Hubo un tiempo en que habían sido casi todos blancos los que te escuchaban, y cobrabas en billetes verdes por hablar bien del ejército. Ahora son casi siempre hermanos, te pagan con destilados y no les preocupa escuchar verdades. Empiezas a contar la historia.

Era de noche. Estábamos de guardia. Llegaron de repente

Vernon pone cara de contrariedad mientras te interrumpe para contar las cosas mejor que . Sabes que tu fuerte jamás ha sido contar historias. La verdad es que ni siquiera sabes cuál es tu fuerte. En silencio, saboreando el calor que raspa tu garganta con cada trago, escuchas cómo Vernon explica a la concurrencia que habían destinado al regimiento en las lindes occidentales del bosque de Argonne, una zona que daba nombre a esa bebida con burbujas que le gusta tanto a los ricos y que se sirve en copas que parecen senos de bailarina. nunca has bebido champagne, ni siquiera allí donde lo habían inventado.

Henry estaba en un puesto de guardia, de noche, con otro tipo. ¿Cómo se llamaba el otro centinela?

Needham. Se llamaba Robert Needham.

Era un muchacho. Tenía diecisiete años pero parecía más joven, casi un niño. Estaba muerto de miedo. Todos estábamos muertos de miedo allí, en el frente, pero a Needham se le notaba más; la primera vez que salía de su pueblo y terminaba en una guerra. Lo miraba todo con ojos grandes, curiosos, asustados. Un buen chico. Por eso tuvo que salvarlo.

Cuéntales lo que pasó, Henry, vamos.

Vuelves a beber. Esta vez, un trago muy generoso.

Sucedió en mitad de la madrugada. Faltaban un par de horas para el cambio de guardia. De repente, sonaron unos disparos.

Puedes recordar a la perfección la cara de terror del muchacho mientras las balas silbaban sobre vuestras cabezas y chocaban contra los sacos de tierra con un ruido seco y sordo.

Lo hacían de tanto en tanto. Querían ponernos nerviosos. Y la verdad es que esos bastardos lo conseguían.

Las sonrisas blancas de los amigos de Vernon relucen a la luz de las llamas.

Estuvieron así un rato y, por precaución, le dije a Needham que abriese la caja de granadas. Por si acaso, nada más. De improviso, entre unos matorrales a unos veinte metros, algo se movió en la vegetación. Escuchamos con claridad el ruido del alambre de púas quebrado por una cizalla. Lancé una granada y mandé a Needham para que corriera hasta el campamento y avisase a los demás, pero los alemanes no nos dieron tiempo. Empezaron a disparar en serio.

»Grité al muchacho que se preparase y, en ese momento, nos cayó a nosotros una de sus granadas. A las esquirlas apenas me rozaron un poco, pero a Needham la explosión le hizo mucho daño en las piernas.

También recuerdas con claridad la expresión del chico. Caído de culo en el barro, con las piernas sangrando y estiradas, te miraba. Parpadeaba mucho. Movía los labios intentando hablar pero sin decir una palabra.

Needham se recompuso y, sentado, me pasaba granadas para que se las mandase a los alemanes con nuestros mejores saludos. Pero dos de esos bastardos entraron en la posición y fueron directos hacia el muchacho.

Todo fue muy rápido. Tomaste el fusil y te encargaste de ellos sin pensar. Quedaron tumbados junto a Needham. Uno de ellos miraba al cielo pero ya no veía nada. Tienes la imagen tan clara como si hubiera sucedido ayer mismo.

Seguimos con el intercambio un rato más y entonces se acabaron las granadas. Recurrí al fusil pero, después de varios disparos, se encasquilló. Los alemanes supieron que algo sucedía y comenzaron el asalto de la posición.

En realidad el fusil falló porque, debido a la confusión del momento, trataste de introducir munición estadounidense en un arma francesa. Pero prefieres ahorrar esos detalles y resulta más importante lo que ocurrió a continuación. Llegaron. Figuras oscuras recortadas en la noche. Brillo de cascos, brillo de cuchillos, brillo de palas, brillo de bayonetas, brillo de sangre. Tampoco has olvidado esa imagen.

Los amigos de Vernon escuchan en silencio. Hasta él, que había oído la historia otras veces, permanece callado mientras te presta toda su atención. Pides que te pasen la botella y bebes de nuevo.

Usé el fusil como un bate de béisbol hasta que la culata quedó deshecha. Saqué el cuchillo y seguí luchando. Ellos también. Cada cuchillada importaba. Aquello no era un entrenamiento ni eran ejercicios. Iba en serio. Ellos o nosotros.

Se querían llevar a Needham. En medio de la pelea, de golpes, cortes y tajos, te diste cuenta. Querían un prisionero. Le podría pasar cualquier cosa una vez capturado. El muchacho iba a ser incapaz de aguantar lo que se le vendría encima. Ni siquiera se había acostado con una mujer; te lo confesó unos días antes.

Me estaban machacando pero seguí en la pelea. ¿Qué otra opción tenía? No hice nada especial excepto luchar por mi vida. Hasta un conejo hubiera hecho lo mismo. Recuerdo que le clavé el cuchillo en la barriga a uno de esos bastardos y, de repente, gritó en perfecto inglés: «Este negro hijo de puta me ha matado».

Cuando pensaste en ello, mucho más tarde, te pareció normal. Si un hermano de Carolina del Norte estaba luchando por Francia, ¿por qué no un estadounidense peleando por el káiser? En cierta forma era algo natural. Quizá creyó que el águila negra representaba un ídolo más puro que la Cruz Sureña.

Me habían herido por todo el cuerpo pero, ni cómo, seguí peleando. A uno, que había perdido el casco durante la pelea, le atravesé el cráneo con el cuchillo.

Conseguiste quitárselos de encima a Needham y te pusiste al muchacho detrás, para protegerlo, dando cuchilladas sin parar a quien se acercase.

Entonces llegó la caballería. El escándalo había sido tan estruendoso que llegaron refuerzos desde el campamento. Los compañeros de la compañía C se acercaron a la carrera y con ganas de pelear. Los boches que pudieron se escaparon con el rabo entre las piernas, alejándose de los disparos de los hermanos del regimiento. Salimos vivos del encuentro.

»Y en ese momento, me desmayé como una damisela.

Todos ríen con ganas. Brindan a la salud del héroe. Te dan palmadas en la espalda y se burlan de los soldados alemanes. Algunos, los otros veteranos, empiezan a contar sus propias historias de guerra. Bebes en silencio mientras escuchas sus relatos. Piensas en las veintiuna heridas que te dejaron tus enemigos, en cómo nunca volviste a caminar bien, cómo jamás pudiste volver a trabajar duro de sol a sol. Por todo tu cuerpo, pequeño y enjuto, las huellas de granadas, cuchillos, fusiles, bayonetas y pistolas. Un rastro claro que marcó el rumbo hacia el hombre que has terminado siendo.

En el hospital te contaron que solo había cuatro cadáveres alemanes en el puesto, pero que encontraron huellas de que habían arrastrado varios cuerpos de vuelta a sus posiciones cuando se retiraron. El equipo y las armas que los atacantes dejaron en su huida hicieron pensar que, durante el asalto, participaron entre quince y treinta soldados enemigos. Fuiste incapaz de dar una respuesta precisa cuando los oficiales, encargados de hacer el informe, te preguntaron al respecto. Murmuraron entre ellos mientras meneaban la cabeza. Quisiste decirles que te faltó tiempo para contarlos, que estabas demasiado ocupado, aunque supiste callar y guardarte la indignación. En aquella época todavía podías. Creíste que el combate había durado unos minutos nada más, pero te dijeron que habíais estado luchando durante casi una hora hasta que llegaron los refuerzos.

La noche avanza y los desheredados os estáis divirtiendo cuando llega la ley. Disfrutan ser una molestia para vosotros. En este lugar no hacéis daño a nadie, pero a los oficiales de policía les gusta dejar claro quién manda. Muy norteamericano, . Todos blancos, todos de uniforme, todos más seguros allí, lejos de los delincuentes trajeados de gatillo fácil que suponen una verdadera amenaza. Lejos por miedo o lejos porque también están en su nómina.

Los hombres empiezan a dispersarse y se alejan de la estación. , despacio, tomas rumbo hacia la casa en la que te alquilan una habitación.

Esta noche te sientes melancólico. Contar la historia te ha hecho pensar en otros tiempos. Quieres olvidar el regreso a los Estados Unidos de América en barcos para transporte de ganado, pero gozas al recordar que te ascendieron a sargento y te concedieron la Croix de guerre con citación especial y palma de oro. «Valor extraordinario», dijeron en la citación, y solo intentabas salir vivo de aquello. Alguien te dijo una vez que habías sido el primer estadounidense en recibir esa condecoración, la más alta del ejército francés. También te dijeron, ya olvidaste quién lo hizo, que el gobernador del estado había dicho en un discurso que Henry Johnson fue uno de los cinco norteamericanos más valientes que sirvieron en la Gran Guerra. Antes de desmovilizaros, tuvieron al regimiento alojado en casas separadas de las de los soldados blancos, con doncellas y criadas negras que os atendían. Disciplina y segregación militar.

También prefieres olvidar que tus superiores decidieron no invitaros al desfile de la victoria en París, al que acudieron hasta las fuerzas coloniales francesas y británicas. Eres más feliz al pensar en el desfile de Nueva York. Ese que fue un gran momento. Muy grande.

La Quinta Avenida estaba repleta de gente que os saludaba al pasar. Hasta la banda de música de la policía tocó para vosotros. El teniente Reece Europe marcaba el paso del desfile con la gran banda de música del regimiento. Os pasó revista el gobernador junto a otros dignatarios. Pero lo más emocionante fue cuando comenzó el desvío hacia Harlem. Allí la multitud se abalanzó sobre vosotros, mientras arrojaban flores, buscando a sus hermanos, a sus padres, a sus hijos, a sus amigos, que volvían de la guerra. No todos regresaron. Tuviste un puesto de honor. Tanto por tu fama como por tus heridas, recorriste las calles en un vehículo descapotable. Fue la única vez que viste cómo oficiales blancos abrazaban a madres negras. Hubo periódicos que también destacaron la escena. Alguien te dijo que un poeta blanco del sur, cuando conoció tu historia y la del regimiento, escribió que la palabra «n-e-g-r-o» era, nada más, otra forma para deletrear la palabra « e-s-t-a-d-o-u-n-i-d-e-n-s-e ». Ese hombre debía ser muy valiente si escribió algo como aquello. Valiente de verdad, de esa valentía para la que no hay medallas suficientes. Por la tarde, después del desfile, os llevaron en metro a cenar pollo frito con vuestras familias.

Mientras caminas por las calles solitarias a esta hora de la noche, recuerdas que aún queda algo de bebida en la botella que guardas en el bolsillo. Un trago corto te da fuerzas. En ese desfile también estaba Edna. Qué bella era. Cuánto tiempo llevas sin verla; ni a ella ni a los niños. Otro trago corto te distrae de esos pensamientos y sigues tu lento caminar.

La vitrina de unos grandes almacenes te atrae. Primero, la oferta de trajes, relojes, corbatas y camisas que nunca podrás comprar. Después, tu propio reflejo en el cristal. Pequeño, delgado, serio a pesar de la sonrisa. Todavía inclinas un poco la cabeza al sonreír. Eso no te lo pudo arrebatar el combate. Usaron tu imagen para publicitar bonos de guerra y para campañas de reclutamiento. Tomas otro trago. También te pidieron que dieses charlas sobre tus experiencias en el frente europeo. Durante una de esas charlas fue la última vez que viste a Needham. ¿Qué habrá sido del muchacho? Ojalá todo le haya ido bien. ¿Qué habrá sido de Edna?

Era una gran mujer. Cuando la entrevistaron unos periodistas del New York Times, les dijo:

Bill no es muy grande, la verdad, pero vaya si puede hacer cosas increíbles.

Nadie más que ella te ha llamado Bill. La echas de menos. Cuando le contaste cómo eran las cosas en la guerra, te advirtió que te abstuvieras de decir ciertas verdades en las charlas. Los militares querían propaganda, no franqueza, así que Edna insistió en que te guardaras para ti todo lo concerniente a la discriminación. Qué gran mujer era.

Lo conseguiste al principio. En las giras propagandísticas, hablabas de la convivencia y camaradería en el ejército. Tus superiores estaban felices. Todo cambió cuando en un viaje desde Albany a otra ciudad, para atender una de esas charlas, tuviste que orinar en el campo porque los servicios públicos disponibles eran todos para blancos. Tenías que haber hecho caso a Edna. En las charlas, empezaste a contar los abusos que habíais sufrido los soldados afroamericanos. Explicaste la discriminación, que los soldados blancos no querían compartir trincheras y refugios, que los oficiales blancos toleraban esos comportamientos como algo normal y sensato, casi una parte más de las ordenanzas militares.

Te multaron por llevar uniforme más allá del tiempo de servicio. Mientras fuiste de utilidad en las giras, eso nunca preocupó al ejército. Pero cuando contaste lo que no querían escuchar, pasó a ser una falta grave. Dejaron de llamarte. De tu expediente de licencia desapareció cualquier rastro de tus heridas y de sus consecuencias. Tus minusvalías dejaron de existir para la burocracia. Ninguna clase de paga por ello, ni pensión, ni beneficios.

Algunos te dijeron que eso estaba muy mal y que tenía que ser un error. Por desgracia, fuiste incapaz de encontrar la manera de dar la vuelta a la situación y ponerle remedio.

Empezaste a beber más de la cuenta. Estabas sin empleo. Edna te pidió que cambiases, pero no escuchaste a esa mujer tan inteligente. Lograste volver a la estación de tren de Albany como mozo, pero tu maltrecho cuerpo te impedía desempeñar un buen trabajo. Podías manejar el dolor y la falta de movilidad, pero el pie izquierdo era insalvable. La placa de metal te permitía caminar, con cuidado y muy despacio, pero carecía de fuerza de apoyo. El jefe lo sintió de verdad cuando tuvo que despedirte. El tiempo pasó y cada vez bebías más. Edna también lo sintió de verdad cuando te abandonó, llevándose a los niños con ella.

El reflejo del escaparate de la tienda te devuelve la mirada. Se parece a la de tu madre. Intentas tomar otro trago y la botella está vacía. La sujetas en la mano mientras miras el reflejo de tus ojos en el cristal.

Tu madre decía cosas increíbles, pero tuvo razón al final. Bueno, no en todas. Algunas veces, cuando bebía mucho más de lo habitual, llegaba a pronunciar frases demenciales:

Te harán un monumento en una ciudad y darán tu nombre a uno de sus bulevares, William Henry. También a una escuela, incluso a una oficina postal.

En esas ocasiones, el niño que eras entonces la abrazaba para que se durmiera pronto y dejara de matarse con la bebida. Muchas veces, ella continuaba hablando entre tus brazos.

Te darán un corazón y una cruz por tus servicios. Sabrán quién eres y lo que harás por nosotros. Estarán agradecidos para siempre.

Deseabas creer a tu madre, pero se excedía en ocasiones y lograba romper la inocente credulidad, llena de esperanza, del hijo que la abrazaba.

Hasta un presidente negro te honrará, William Henry. Fíjate lo que te digo.

A ti ya nadie te abraza para que duermas y dejes de beber. Apartas la vista de tu reflejo y sigues tu camino. Cuando encuentras una papelera, dejas la botella vacía en su interior, con mucho cuidado para evitar cualquier ruido que pueda despertar a los que duermen. Toses contra la manga de tu chaqueta. Ignoras la mancha rojiza que aparece en la tela y cruzas los brazos sobre el pecho buscando algo de calor en la fría madrugada. El tacto de la Croix de guerre en tu chaleco, oculta de las miradas bajo el borde de las solapas de la chaqueta, te reconforta.

Caminando despacio, muy despacio, te pierdes en la noche de Nueva York.

Lord have mercy on this land of mine. We all gonna get it in due time. I don´t belong here, I don´t belong there. I´ve even stopped believing in prayer.

Nina Simone, Mississippi Goddam.