Siglo XXI / Serie Filosofía y pensamiento
Olalla Castro Hernández
Entre-lugares de la Modernidad
Filosofía, literatura y Terceros Espacios
Ante la sensación de que lo viejo no termina de abandonarnos y lo nuevo no termina de nacer, la nostalgia moderna y la desilusión posmoderna, nos adentramos huérfanos en el siglo XXI. Si es cierto que las últimas filosofías modernas y los acontecimientos políticos del siglo XX llevaron contra las cuerdas a la humanidad impidiendo cualquier discurso utópico o emancipatorio, también lo es que la respuesta posmoderna no ha conseguido definir una solución para conseguir vivir el mundo mostrándose absolutamente estéril. ¿Cómo y desde dónde pensarnos y pensar nuestro presente? Desde un otro lugar, un umbral, un entre-lugar que articule los valores modernos y los discursos posmodernos, desde el Tercer Espacio que son los entre-lugares de la Modernidad.
Olalla Castro aborda la dialéctica entre Modernidad y Posmodernidad rescatando los elementos más transformadores y subversivos que se gestaron en los márgenes de ambas discursividades y lleva a cabo una crítica de los aspectos cómplices del statu quo, fundamentalmente del capitalismo en tanto que continuum histórico determinante, sustrato que funciona como hilo conductor entre ambos mundos y modo de perpetuación. A la vez señala esos Terceros Espacios, entre-lugares alternativos desde los que aún es posible existir y resistir de otra manera, combatiendo la terrible lógica neoliberal que nos asfixia.
Olalla Castro es doctora en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada y licenciada en Periodismo. Autora de la antología Ocho paisajes, nueve poetas (2009), de los poemarios La vida en los ramajes (2013) y Los sonidos del barro (2016) y del libro ilustrado Un visitante salido de la nada (2016), ha ganado el I Premio Internacional de Poesía Piedra del Molino, el Premio Nacional de Poesía Miguel Hernández y el Premi Tardor de Poesía. Su obra ha sido recogida en las antologías Nova mondo en niaj Koroj (2016), Todo es poesía en Granada (2015), Disidentes (2015), Buena Letra (2015), Cuerp@s (2015) o Proemio Seis (2006).
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© Olalla Castro Hernández, 2017
© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2017
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ISBN: 978-84-323-1880-1
A mis padres, mis primeros camaradas, quienes me enseñaron a pronunciar la palabra Revolución.
A mi maestro de la sospecha, Juan Carlos Rodríguez, in memoriam.
El valor transformacional del cambio está en la rearticulación, o traducción, de elementos que no son ni el Uno ni el Otro, sino algo distinto, que cuestiona los términos y territorios de ambos.
Homi Bhabha
La lógica binaria siempre ha sido la lógica del poder.
Bart Kosko
Debemos escapar de la disyuntiva afuera-adentro: hay que colocarse en las fronteras.
Michel Foucault
Nos hallamos ante ejercicios teóricos cuya fundamental pretensión no es estabilizarse como escuela o línea de pensamiento, sino abrir caminos, situarse una vez más en la encrucijada.
Patxi Lanceros
Por el trabajo que se hace de una y otra parte del límite, el campo interior se modifica y se produce una transgresión que, por consiguiente, no está en ninguna parte presente como un hecho consumado.
Jacques Derrida
NOTA DE LA AUTORA
Este libro ha de comenzar, por fuerza, dando cuenta de un hueco. Hay aquí una ausencia, presente, sin embargo, en tanto vacío, en tanto oquedad, que tiene que nombrarse. Falta el texto que habría funcionado como prólogo a este libro y que, aun siendo un texto ajeno, iba a ser (es) una parte esencial de mi propia escritura. No solo habría desvelado ese texto ausente los mecanismos ideológicos, filosóficos y literarios de este libro de manera magistral (brillante y a la vez hermosa, de eso estoy segura), sino que habría dialogado, es más, habría discutido vivamente con él. Sin paños calientes, ese texto-agujero habría disentido con mi escritura y, precisamente al señalar sus fallas, sus fisuras, los goznes oxidados que la hacen chirriar, habría actuado como aceite: engrasando, reparando, permitiendo al lector, a la lectora, entrar y salir de este espacio simbólico, convertirlo de verdad en una puerta. Y, después de discutir, de corregir, de señalar los lugares a los que este libro no ha sabido llegar, lo habría comprendido. Lo habría defendido. Lo habría mejorado.
Va siendo hora de nombrar, además, a quien iba a aparecer (o a ocultarse, que la escritura también puede convertirse en una fuga) detrás de ese prólogo condenado a no ser otra cosa que un hueco. Va siendo hora de decir algunas cosas de justicia, como que Juan Carlos Rodríguez, quien habría firmado generosamente ese texto de haber podido hacerlo, ha sido una figura fundamental en la teoría literaria contemporánea, un crítico marxista imprescindible, un intelectual impropio de los tiempos aciagos que vivimos, un ser humano que, probablemente, este mundo mediocre no se merecía. Y yo he tenido la suerte inmensa de leerlo, de escucharlo, de dejar que su palabra viva determinara por completo, no solo mi pensamiento y mi escritura, sino el lugar mismo desde el que decidí que quería mirar/habitar/nombrar el mundo. Huelga decir que Juan Carlos Rodríguez, diga lo que diga su certificado de defunción, está efectivamente en este libro. Por él pulula, en él respira y sobrevive, porque yo me encargué de traer acá sus textos, de mezclarlos de forma recurrente con los míos (tratando inútilmente de confundirlos), porque su pensamiento ha estructurado el mío de forma inevitable. Juan Carlos Rodríguez es una presencia (ahora ausente) de la que no puedo huir (si es que acaso quisiera escapar a su maestría), alguien que me explica, sin el que no sería capaz de interpretarme. Por eso su prólogo, ese texto-agujero que ha dejado huérfano a mi libro, no podía sustituirse por ningún otro texto. Por eso este hueco (doloroso, terrible) tenía que nombrarse.
PALABRAS LIMINARES
Epigrafiar las líneas que siguen como «Palabras liminares» y prescindir de la habitual introducción no es un capricho ni una mera licencia literaria, a pesar de que suponga, efectivamente, poner en juego una hermosa imagen poética: la del umbral, ese espacio ambiguo en el que, sin estar fuera, no nos sentimos aún del todo dentro de una estancia. Lo liminar, aquello que, tal como se define en el Diccionario de la Real Academia Española, es «relativo o perteneciente al umbral o a la entrada», posee sin duda una carga de sentido que no alcanzan a señalar los términos que con más asiduidad abren un texto. El umbral es siempre un entre-lugar[1], un espacio de tránsito, una línea imprecisa de frontera de naturaleza híbrida, donde se nos concede fugazmente la ilusión de la ubicuidad (aunque sepamos que ese estar en dos sitios a la vez supone siempre ocupar un no-lugar[2] irrepresentable, que ese estar dentro y fuera al mismo tiempo implica inevitablemente habitar un no-espacio).
Tanto en el concepto de prólogo como en el de preámbulo subyace la idea de algo que podría separarse del cuerpo del texto sin que este perdiese sentido; algo que es, en cierto modo, prescindible. En ambos casos parece estar concediéndoseles a las primeras palabras del texto una importancia marginal con respecto a aquello a lo que anteceden, como si solo tuviesen la misión de preparar al lector para entrar en materia, como si conformasen un texto subalterno separado del texto principal, que nos fuera acercando al mismo sin formar estrictamente parte de él. Se asume que un prólogo es un texto que queda en los márgenes de la obra, auxiliar, cuya lectura podría posponerse, incluso desecharse, sin que el texto principal viese mermado su valor ni su sentido.
No debería ser este el caso de las palabras que abren un ensayo, que son de una centralidad absoluta, por cuanto a través de ellas el lector comenzará a dirimir algo esencial: quién le habla y desde dónde lo hace; cuáles son el enfoque, el ángulo de visión, el encuadre y la lente a través de los que la autora observa el mundo. Lo que ante todo se fija en las primeras líneas de todo ensayo es la posición, el lugar (ideológico, histórico, filosófico y social) en el que nos situamos quienes escribimos como observadores e intérpretes del mundo y de los textos de los que partimos (las corrientes críticas que nos son más cercanas, el bagaje de partida de nuestra lectura). Pero, además, al tomar partido nosotros, obligamos a tomar partido a quien lee. Es en las primeras páginas donde comienza ese diálogo imposible e imprescindible que pone en marcha todo texto; donde empieza a esbozarse el horizonte de preguntas (usando la terminología gadameriana) del lector y el horizonte de respuestas que propone la autora.
Las primeras páginas de un ensayo no pueden resignarse a ser literatura en segundo grado, un palimpsesto genettiano, simple paratexto de una escritura que es siempre, en sí misma, literatura gris, metadiscurso, texto parasitario de otros textos cuya presencia planea constantemente sobre nuestra escritura y sin los que nuestro discurso no llegaría a gestarse. Considerar las palabras que abren esta reflexión como palabras liminares, palabras-umbral que hemos de franquear para cruzar al otro lado, es concederles el valor exacto que poseen: no es sino a través de estas líneas como podremos abandonar el lugar de partida para llegar a otro. Porque ese es el objetivo de todo ensayo: alumbrar un lugar hasta entonces oscuro, descubrir (hallar lo que estaba ignorado o escondido) un territorio inexplorado, por pequeño que sea. No en vano, Adorno nos recordaba la experiencia del «tanteo» que sugiere siempre el término «ensayo». Ensayamos palabras, tanteamos espacios teóricos, cruzamos umbrales, intentamos abrir nuevos caminos, aun corriendo el riesgo de que terminen revelándose como vías muertas.
La imagen del umbral no solo nos remite a ese «paso primero y principal o entrada a cualquier cosa» (su acepción primera, según el DRAE), sino que apunta, además, al sentido que esta palabra adquiere en la arquitectura. Así, un umbral es también un «madero que se atraviesa en lo alto de un vano, para sostener el muro que hay encima». Sin él, habitar el texto sería impracticable. El techo caería sobre nuestras cabezas, sin sustentáculo, sin apoyo. Sin él, el texto quedaría hueco, falto de solidez, de envergadura. El umbral es entonces esa especie de «anfi-espacio» (ese Tercer Espacio híbrido, que diría Bhabha) que está, a la vez, situado en dos espacios, formando parte de dos lugares, incluso de dos lugares antitéticos. El umbral no está dentro ni fuera, o mejor aún, está dentro y fuera a un tiempo. Ese «anfi-espacio», ese entre-lugar que nos es tan difícil de concebir desde la lógica dicotómica del lenguaje racional, al que resulta tan complicado poner nombre, será la clave de bóveda de esta reflexión.
Hay un concepto medular que atraviesa este ensayo, intentando articularlo: la noción de entre-lugar. Se trata de un concepto propuesto por la teoría poscolonialista, que fue puesto en circulación por Homi Bhabha. Con él, Bhabha se refería, sobre todo, a las identidades híbridas que se fraguan en contextos que han sido sometidos a procesos de colonización durante décadas y en los que el sujeto colonizado construye una identidad intersticial, asumiendo parte de los rasgos culturales de su colonizador, pero transformándolos desde sus códigos culturales propios; convirtiéndolos, pues, en algo distinto. Esa identidad híbrida genera un Tercer Espacio que escapa ya a la propia dicotomía colonizador/colonizado y que Bhabha señala como un lugar donde es posible articular un sujeto político capaz de oponerse al poder.
Este ensayo pretende desarrollar esa noción de entre-lugar y convertirla en una herramienta de análisis de realidades discursivas e históricas mucho más amplias; aplicarla al debate Modernidad-Posmodernidad para examinar los espacios fronterizos donde se entrecruzan ambas discursividades y se transforman en algo que no es ya ni lo uno ni lo otro y que nos permite concebir un Tercer Espacio desde el que construir una alternativa, tanto al pensamiento totalizador y totalitario de la Modernidad como a la atomización y fragmentación excesivas del pensamiento posmoderno y, sobre todo, al relativismo absoluto en términos éticos y ontológicos al que parece abocarnos el último. Ese concepto de entre-lugar o Tercer Espacio se propone, pues, como una herramienta deconstructivista, en el sentido más derridiano, que, a fuerza de situarse en esa línea de frontera y tratar de transformarla y ampliarla, desplace con ella todo el territorio que la rodea.
El impulso primero que pone en marcha esta reflexión no es otro que el de nombrar ese espacio innominado, ese entre-lugar (o «anfi-espacio») que no es solo moderno ni únicamente posmoderno, esa tierra de nadie y a la vez de todos, en la que considero esencial que se sitúe hoy cualquier discurso crítico, cualquier teoría filosófica, literaria o ideológica y cualquier praxis social que posean una intención transformadora. Solo desde ese entre-lugar aún por definir podremos recuperar o devolver la solidez perdida en las últimas décadas a aquellas nociones de la Modernidad que nos parecen vitales para armar esos otros mundos posibles (reivindicando cierto humanismo crítico y cierto compromiso ético que creemos perdido en lo posmoderno) y, a la vez, incorporar aquellas aportaciones de la teoría posmoderna (que son muchas y muy valiosas) que se encaminaban a hacernos más libres, no en el sentido mercantilista ni individualista de la libertad que parece imperar en la actualidad, sino en un sentido que apuntaba hacia la posibilidad de dejar de ser esclavos del poder (esclavos de la globalización económica, el neoliberalismo político y las sociedades de consumo), del pensamiento único dominante, y entretejer las redes de solidaridad, de lucha social necesarias para que algo cambie (aspirar a construir una communitas que reconozca principios éticos irrenunciables y restablezca la dignidad a lo humano).
Considero que solo colocándonos en ese entre-lugar en el que es posible el diálogo y la mixtura de ambas corrientes epistemológicas, podremos devolver su valor a ciertos aspectos vigentes y necesarios de la Modernidad que se están convirtiendo en residuales, que están quedando enterrados bajo un discurso radicalmente nihilista que se dedica a festejar la muerte de toda utopía desechando la construcción de alternativas y dejándonos, pues, a expensas de la máquina del poder del capital, completamente desarticulados e incapaces de oponer resistencia alguna a la oligarquía económica y política que nos gobierna.
Toda la empresa de la deconstrucción pasaba por llegar a ese no-lugar fuera de la metafísica del lenguaje y, aunque el propio Derrida admitiese (como lo admitieron también Foucault, Wittgenstein o Barthes) que estamos atrapados en las oposiciones metafísicas del lenguaje y que fuera de ellas nos encontramos ya «en ninguna parte» (o lo que es lo mismo, dejamos de estar presentes), es posible verlo de otro modo. Si bien es cierto que cuando se transgrede esa lógica binaria que sustenta nuestro lenguaje y, por ende, nuestro pensamiento, no se está en ningún sitio «presente como un hecho consumado» (porque, a pesar de la conminación foucaultiana a arribar a un «pensamiento del afuera», a situarnos más allá del lenguaje, Wittgenstein ya nos advierte al final de su Tractatus logico-philosophicus que «de lo que no se puede hablar, hay que callar»), sí que se está, de manera inestable, oscilante, ambivalente, fluctuando en ambos lados de la oposición al mismo tiempo.
Y esa posición vacilante, sin duda incómoda y difícil de sostener, ha sido poco explorada y podría llevar la reflexión sobre el tiempo que nos ha tocado vivir a terrenos más fértiles, lejos de las infructuosas polémicas entre los defensores y detractores de la Posmodernidad. Situando nuestro discurso en un entre-lugar, hasta ahora inexplorado, podremos desmontar la oposición entre Modernidad y Posmodernidad que se viene estableciendo en las últimas décadas, para arribar a un territorio otro, en el que seamos capaces de entender que, como sujetos, habitamos ese umbral aún sin nombre y, a través de él, nos desplazamos constantemente de un lado a otro de la «oposición». Somos esos modernos posmodernos, seres anfibios que habitan indistintamente en dos medios: lo sólido moderno y lo líquido posmoderno, y que aún están a tiempo de construir, con las herramientas que ambos «lugares» nos han otorgado, un hogar distinto.
Para entender esto debemos, antes de nada, dejar de pensar las categorías de Modernidad y Posmodernidad como etapas históricas, para entenderlas como paradigmas epistemológicos que conviven en un mismo emplazamiento. Somos cohabitantes de la Modernidad y la Posmodernidad, de modo que sería interesante abandonar tanto esfuerzo por subrayar los límites, las diferencias que enfrentan a ambas discursividades. Se trata de dejar de centrar la atención (gran parte del debate intelectual de las últimas décadas, que tiende a volverse cada vez más estéril, se ocupa de dirimir si estamos o no aún dentro de la Modernidad, si la Posmodernidad es una etapa otra de nuestra historia o simplemente una etapa última de la propia Modernidad) en los dos términos enfrentados que hemos generado en el ámbito teórico y que están ya lo suficientemente definidos por unos y otros, para poner el acento en lo que sucede, en lo que tiene lugar en ese umbral, en ese intersticio, en ese «espacio» incierto donde nada es únicamente lo uno y, en virtud de serlo, deja de ser lo otro.
Esta, la de la fragmentación de la identidad, la de la disolución de las verdades únicas, la de la posibilidad de permanecer en la vacilación, en la indefinición, es una de las premisas centrales de las que parte el paradigma epistemológico posmoderno. Sin embargo, después de reclamar la apertura a un pensamiento complejo (Morin), borroso (Kosko), débil (Vattimo), casi todos los teóricos posmodernos se apresuran a hacer catalogaciones y a enfrentar a la Posmodernidad con la Modernidad, pasando revista a las supuestas rupturas, a lo que se deja atrás, a todo aquello a lo que hemos dicho adiós, permaneciendo, al hacerlo, paradójicamente anclados en la misma lógica binaria moderna que dicen haber superado (sin abandonar esas oposiciones metafísicas del lenguaje que para Derrida eran precisamente la condición sine qua non del pensamiento moderno).
Ni la ruptura posmoderna parece tan radical como para poder afirmar que estemos en una nueva etapa histórica en la que se han disuelto y desmontado todos los conceptos centrales que configuraban el Zeitgeist de la Modernidad (como defienden autores como Lyotard o Vattimo), ni los cambios son tan nimios como para afirmar que somos los mismos que éramos hace un par de siglos y que podemos regresar como si nada al humanismo ilustrado del que partimos (esta sería, aunque con muchos matices, la posición de Habermas).
Una de las ideas cardinales de esta reflexión es que ambas discursividades están unidas, relacionadas, en constante diálogo, en virtud de un aspecto medular que a menudo ha pasado desapercibido en el propio debate Modernidad frente a Posmodernidad y que llamaremos el continuum capitalista. Resulta crucial poner en relación directa lo moderno y lo posmoderno con las diferentes etapas del capitalismo, que conforma ese continuum histórico que no hemos de perder de vista, puesto que será el que desmonte la visión dicotómica en la que se centra el debate teórico de las últimas décadas (al enfrentar lo moderno con lo posmoderno) y nos acerque a ese «pensamiento del umbral» que reivindican estas líneas.
Esta reflexión pretende ilustrar una posibilidad: la posibilidad de hallar un entre-lugar desde el que repensar el mundo y nuestro modo de estar en él. Es un ejercicio teórico que, sobre todo, intenta aprovechar ese Tercer Espacio abierto por la tradición literaria y filosófica de la negatividad para intentar desplazar el debate sobre Modernidad frente a Posmodernidad (y todas las cuestiones que en torno a él se dirimen: el problema de la identidad, el problema epistemológico de la verdad, la conciencia de la lingüisticidad de nuestra realidad…) a territorios de hibridismo y diálogo que nos permitan rearmar un discurso intelectual en el que la solidez no esté reñida con la flexibilidad, en el que podamos integrar y reconocer la diferencia, la inestabilidad del conocimiento, el carácter revisable de nuestras verdades históricas, sin que ello suponga renunciar a creer, a intentar fundar nuestra existencia, a imaginar y perseguir nuevas utopías y, sobre todo, sin que suponga no reconocer unos principios éticos irrenunciables en nuestro pensar y nuestro hacer cotidianos. Explorar la línea de frontera entre el esencialismo del pensamiento moderno y el relativismo posmoderno, sorteando ambos paradigmas, será nuestro objetivo.
En un momento convulso como el actual, en el que estamos viendo peligrar los derechos adquiridos por los ciudadanos en los dos últimos siglos y estamos siendo claramente engullidos (usando la imagen de Juan Carlos Rodríguez) por el lobo neoliberal, urge más que nunca que los profundos vínculos de la literatura con la ideología, con la realidad, con la vida, se pongan de manifiesto. Porque el texto es el mundo también y el mundo-texto precisa más que nunca que sobre él se posen las miradas más críticas. El desensamblaje del sistema que nos está engullendo ha de llevarse a cabo también en la Academia. Necesitamos un pensamiento vanguardista, transformador, crítico, unas instituciones intelectuales que sean embrión de las luchas sociales y paradigma de la oposición a las fuerzas socio-económicas que están poniendo en peligro un ideal digno de lo humano (¿no es acaso la literatura una constante indagación en lo humano, en su profunda complejidad, en su dignidad?). Todos nuestros esfuerzos han de andar encaminados a la construcción de un mundo «otro». Nos están arrinconando desde todos los puntos y la resistencia ha de llevarse a cabo en las calles y en los textos con la misma intensidad. Ni un centímetro de nuestros cuerpos puede no ser hoy una trinchera, como tampoco puede nuestra escritura pretenderse a salvo de este acoso y seguir fingiendo no darse por enterada de todo cuanto ocurre ahí afuera.
[1] La noción de entre-lugar ha sido ampliamente tratada por Homi K. Bhabha en el ámbito de la crítica poscolonial. Él se refiere al entre-lugar como un intersticio, un Tercer Espacio híbrido. Es ese espacio irrepresentable al que se refería Derrida, desde el que se fuerzan los límites y se desplazan las categorías de pensamiento prefijadas por el lenguaje y su lógica opositiva.
[2] Marc Augé ideó el concepto de no-lugar para referirse a los espacios de tránsito, anónimos, sin identidad o historia propias, que habían sido casi siempre ignorados por la antropología. Un no-lugar es un cuarto de hotel, una autopista, un espacio apenas identificable o definible, un umbral que franqueamos con el único objeto de desplazarnos a otro sitio. Todo umbral, toda frontera, todo límite puede considerarse, por tanto, un no-lugar.
PRIMERA PARTE
EL DEBATE MODERNIDAD FRENTE A POSMODERNIDAD
(EN BUSCA DE UN TERCER ESPACIO)
Por todo el planeta vivimos en una prisión […]. Ningún otro sistema es posible, le dicen a los empleados bien remunerados. No hay alternativa. Tomen el elevador. El elevador es tan diminuto como una celda.
John Berger