portada
Shiloh / 25 Años A la Orilla del Viento
Shiloh

Phyllis Reynolds Naylor

ilustraciones de
TANIA JANCO

traducción de
LAURA EMILIA PACHECO

Fondo de Cultura Económica

Primera edición en inglés, 1991
Primera edición en español, 1998
Primera edición electrónica, 2017

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Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

contraportada

Para Frank y Trudy Madden
y un perro llamado Clover

Capítulo 1

El día que Shiloh se aparece por casa estamos a mitad de una comilona de domingo. Dara Lynn sopea el pan en su taza de té frío, como le gusta hacerlo, y Becky arrima los frijoles al borde de su plato y luego se los lleva a la boca.

Mamá le lanza una mirada de reproche:

—Aunque sea una sola vez en la vida me gustaría ver que la comida vaya del plato a la boca, sin desviaciones de ningún tipo.

Sin embargo, cuando dice eso me mira a mí. No es que no me guste el conejo frito. Sí me gusta. Sólo que no quiero morder un perdigón, es todo. Por eso examino cada pedazo de carne.

—Revisé bien el conejo, Marty. No encontrarás ningún perdigón en ese muslo. Le disparé en el cuello —dice papá, mientras le unta mantequilla al pan.

No sé por qué preferiría que no dijera eso. Llevo la carne de un lado a otro de mi plato, la paso entre las papas y de regreso.

—¿Murió rápido? —pregunto; y sé que no podré comer a menos que así haya sido.

—Bastante.

—¿Le volaste la cabeza de un solo disparo? —pregunta Dara Lynn. Así es ella.

Papá mastica con lentitud antes de responder.

—No exactamente —dice, y sigue comiendo.

Entonces me levanto de la mesa.

Lo que más me gusta de los domingos es que hacemos una comilona al mediodía. Ya satisfecho, uno puede caminar por todo Virginia del Este antes de que le dé hambre otra vez. Cualquier otro día, si uno sale después de comer, tiene que volver antes de que oscurezca.

Me llevé el rifle calibre .22 que me había regalado mi papá en marzo, cuando cumplí once años. Salí a ver si podía dispararle a algo. Con ganas de encontrar una manzana colgando de la punta de una rama para bajarla de un solo tiro. O colocar una fila de latas en el barandal de la reja y dispararles. Pero jamás le tiraría a nada que se mueve. Nunca he tenido el menor deseo de hacer eso.

Nosotros vivimos en las colinas que están sobre el pueblo de Friendly, pero casi nadie sabe dónde queda. Friendly está cerca de Sistersville, a medio camino entre Wheeling y Parkersburg. Mi papá me dijo que antes Sistersville era uno de los mejores lugares para vivir de todo el estado. En mi opinión, el mejor lugar para vivir es aquí, justo donde estamos: una casita de cuatro habitaciones rodeada de colinas por tres lados.

La tarde es mi segundo momento favorito del día para visitar las colinas: la mañana es mejor, en especial durante el verano. Temprano, muy temprano por la mañana. Una mañana de ésas pude ver tres tipos de animales, sin contar gatos, perros, sapos, vacas y caballos. Vi una marmota, una cierva con dos cervatillos y un zorro gris de cabeza rojiza. De seguro su papá era un zorro gris y su mamá era de color rojo.

El lugar donde más disfruto caminar es justo a través de este puente que rechina, donde el camino hace una curva al lado de la vieja escuela de Shiloh y sigue el curso del río. Río de un lado, árboles del otro: a intervalos hay una o dos casas.

Y esta tarde en particular, voy como a medio camino por el sendero que bordea el río cuando vislumbro algo con el rabillo del ojo. Algo se mueve. Observo y, como a cinco metros de distancia, hay un perro de pelaje corto —blanco con manchas cafés y negras— que no hace ruido alguno, sólo se escabulle con la cabeza gacha, y me observa con la cola entre las patas, como si apenas tuviera derecho a respirar en este mundo. Es un sabueso como de uno o dos años de edad.

Me detengo y el perro se detiene. Parece como si lo hubiera sorprendido haciendo algo indebido, pero yo sé que lo único que quiere, en realidad, es caminar a mi lado.

—Ven, perrito —le digo, golpeando mi pierna.

El perro se echa y se arrastra por el pasto. Yo me río y me dirijo hacia él. Lleva un viejo collar desgastado, quizá más viejo que él mismo. De seguro perteneció a otro perro antes que a él.

—Ven, perrito —digo y extiendo mi mano.

El perro se incorpora y retrocede. No hace un solo ruido, como si fuera mudo.

En verdad duele ver a un perro encogerse de esa manera. Uno sabe que lo han maltratado. Quizá lo han golpeado.

—Está bien, muchacho —le digo y me acerco otro poco, pero él retrocede más.

Así es que tomo mi rifle y camino a orillas del río. Me vuelvo a mirar sobre mi hombro y ahí está el perro. Me detengo y él se detiene. Entreveo sus costillas. No está mucho muy flaco pero tampoco se le ve regordete ni nada por el estilo.

Una rama cuelga sobre el agua y me pregunto si podré derribarla de un tiro. Apunto mi arma y entonces me viene a la mente que la detonación puede asustarlo. Decido que no tengo muchas ganas de disparar.

Éste es un río manso. Si caminas por su ribera parece que ni siquiera se mueve. Pero si te detienes puedes ver cómo se mueven las hojas y lo demás que flota en él. De vez en cuando salta algún pez: son muy grandes. Creo que son tilos. El perro aún me sigue con el rabo entre las patas. Me llama la atención que no haga ningún ruido.

Por fin me siento en un tronco, coloco el arma a mis pies y espero. Un poco más atrás, en el camino, el perro también se echa justo a mitad del sendero con la cabeza sobre las patas.

—¡Ven, perrito! —le digo y otra vez golpeteo ligeramente mi rodilla.

Se mueve sólo un poco pero no se acerca.

A lo mejor no es macho sino hembra.

—Ven, perrita —le digo. El perro no viene.

Decido esperarlo, pero después de estar sentado tres o cuatro minutos sobre el tronco, me aburro y reemprendo el camino. También el sabueso.

Si siguiera el río hasta el final, quién sabe a dónde llegaría. He oído decir que da la vuelta y se regresa, pero si no es cierto y llego a casa después del anochecer, me espera una buena paliza. Así es que siempre llego hasta el vado donde el río inunda el camino y vuelvo a casa.

Cuando me doy la media vuelta y el perro ve que avanzo, huye hacia el bosque. Me imagino que ésa será la última vez que lo vea y camino hasta la mitad del sendero antes de voltear otra vez. Ahí está. Me detengo. Se detiene. Avanzo. Él avanza.

Y entonces, casi sin pensarlo, doy un silbido.

Es como si hubiera apretado un botón mágico. El sabueso corre hacia mí con las patas a todo lo que dan, las orejas le rebotan y tiene el rabo levantado como un asta bandera. Extiendo mi mano y él me lame todos los dedos, salta hacia mi pierna y hace ruiditos con la garganta. Está feliz, es como si todo el tiempo él hubiera dicho que no y ahora dijera que sí, que sí podía acercarme. Tal y como lo pensé, es macho.

—Ven, muchacho. Vaya que eres especial, ¿verdad?

Me río mientras el sabueso da vueltas a mi alrededor. Me pongo de cuclillas y el perro lame mi cara y cuello. ¿Dónde aprendió a acercarse si uno le silba y a alejarse si uno no lo hace?

Estoy tan entretenido con el perro que no me doy cuenta de que empieza a llover. A mí no me molesta. Tampoco a él. Busco el lugar donde lo encontré. ¿Vivirá ahí? Quién sabe. ¿O acaso vivirá en la casa que está al final de la calle? Cada vez que pasamos frente a un lugar me imagino que se detendrá: que tal vez alguien saldrá y le silbará. Pero nadie sale y el perro no se detiene. Me sigue aún después de la vieja escuela de Shiloh. Me sigue incluso a través del puente, moviendo el rabo como una hélice. De vez en cuando me lame la mano para asegurarse de que todavía estoy aquí. Tiene el hocico abierto como si sonriera. Está sonriendo.

Una vez que cruza el puente conmigo y pasamos frente al molino de harina empiezo a preocuparme. Al parecer piensa seguirme hasta la casa. Ya tengo suficientes problemas con llegar empapado. Mi abuela materna murió de neumonía y mis papás nunca nos dejan olvidarlo. Y ahora regreso con un perro. A nosotros no nos permiten tener mascotas.

“Si no puedes alimentarlas y pagarles el veterinario cuando se enferman, no tienes derecho a tenerlas” dice mi mamá, con razón.

Durante el resto del trayecto a casa no le hablo más al perro con la esperanza de que se dé la media vuelta y se vaya. Todavía me sigue.

Llego hasta el pórtico y le digo:

—Vete a casa, muchacho.

Y entonces, cuando deja de sonreír, vuelve a poner la cola entre las patas y se marcha a rastras, siento que se me rompe el corazón. Llega hasta donde está el sicomoro y se echa en el pasto mojado con la cabeza sobre las patas.

—¿De quién es ese perro? —pregunta mi mamá al momento en que llego a casa.

Me encojo de hombros:

—Me siguió.

—¿Dónde lo encontraste? —pregunta papá.

—En Shiloh, al otro lado del puente —contesto.

—¿En el camino que está por el río? Apuesto a que es el sabueso de Judd Travers —dice papá—. Hace poco se compró otro perro de caza.

—Si Judd se compró otro animal para ir de cacería, ¿por qué no lo trata bien? —pregunto.

—¿Cómo lo sabes?

—Por la forma en que se comporta. Casi le da miedo orinar —digo.

Mi mamá me lanza una mirada de advertencia.

—No me parece que tenga marcas —dice papá, y estudia al perro desde nuestra ventana.

“Uno no tiene que dejarle marcas a un perro para lastimarlo”, digo para mis adentros.

—No le hagas caso y verás cómo se va —dice papá.

—Y quítate esa ropa mojada —me ordena mamá—. ¿Quieres seguir a tu abuela a la tumba?

Me cambio de ropa. Luego me siento y prendo la televisión. Sólo tiene dos canales. Lo único que hay los domingos por la tarde es el programa de sermones religiosos y el beisbol. Veo el juego durante una hora. Luego me levanto y me asomo por la ventana. Mamá sabe qué me propongo.

—Ese perro de Shiloh, ¿aún sigue ahí? —me pregunta.

Asiento. El perro me mira. Me ve tras la ventana y mueve la cola. Le pongo “Shiloh”.