Psiquiatría de la elipse. Aventuras del sujeto en creación
Ivan Darrault-Harris • Jean-Pierre Klein
Título original: Pour une psychiatrie de l’ellipse. Les aventures du sujet en création
Colección Biblioteca Universidad de Lima
Psiquiatría de la elipse. Aventuras del sujeto en creación
Primera edición digital, septiembre de 2016
© Ivan Darrault-Harris, Jean-Pierre Klein, 2007
© De la edición francesa: Presses Universitaires de Limoges, 2007
© De la traducción: Desiderio Blanco
© De esta edición:
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ISBN versión electrónica: 978-9972-45-362-5
Prefacio, de Jacques Fontanille
INTRODUCCIÓN A LA VERSIÓN ESPAÑOLA
I. La dimensión semiótica de la teoría de la elipse
II. La psicoterapia de la elipse es una ayuda de autoterapia
CAPÍTULO I. EL CAMPO ESTRUCTURANTE
El encuentro entre ciencias humanas
La ilusión interdisciplinaria
Disimetría de las posiciones
Cuatro etapas históricas
El campo estructurante
Historial de la psiquiatría de sector
El loco en la sociedad; el sector como tratamiento
Ser sí-mismo «infanto-juvenil»
Ser paciente en psiquiatría infanto-juvenil
Ser padres en psiquiatría infanto-juvenil
El niño como encarnación
La terapia como conversión
La enfermedad como figura
La dimensión social
Diversidades terapéuticas
Diversidad de los cuidantes
La nosografía evolutiva
El intersector, estructura institucional
Hacia una nueva conceptualización del ser humano
Superaciones
En resumen
De la semiótica a la psicosemiótica
Freud presemiótico
Sacar a la luz las diferencias
El «recorrido generativo»
De la literatura oral al comportamiento-discurso
Un laboratorio natural
Unidades por describir
CAPÍTULO II. KATHRYN, UNA PUESTA EN ESCENA PARA UNA RESURRECCIÓN
Del ejercicio autobiográfico a la psicoterapia clásica
La psiquiatría de la elipse
Resistencias y proyecto
Heteronomía, autonomía
Las buenas preguntas
La claridad no es forzosamente la mejor vía hacia la luz
Puesta en elipsis
La anorexia mental
La estrategia del rodeo
El desembrague enuncivo
Historia de Kathryn
Psicodramas
Juegos de marionetas
Evolución ulterior
Análisis de las formas terapéuticas propuestas
La conjunción del juego de marionetas
Elogio de la penumbra
Necesidad de las restricciones
Posiciones de enunciación
Actantes-duales
Fracaso de la interdicción y bloqueo narrativo
Ser o parecer
Análisis de la segunda escena
La confesión somática
Paralelismo con la historia «real» de Kathryn
Resurrección del destinador
La curación
Nuevo actante-dual
Retorno a la realidad
Las cinco enunciaciones
Siempre sobre el oficio
Responder en cuanto a la forma y en cuanto a la sustancia
Daniela y Nathalia
Los rodeos del cuerpo violento
Un rodeo para Elvis
Desarrollo de las sesiones
La institución contra la terapia
CAPÍTULO III. EL MARCO PARTICULAR DE LA UTOPÍA TERAPÉUTICA
Problemáticas actuales de la psiquiatría de sector
Alternativas
Configuraciones terapéuticas
La propuesta de la indicación terapéutica
Función parental y no sustitución de los padres
La anticipación de maduración
El «sentido» de la terapia
Hacia un nuevo marco terapéutico
CAPÍTULO IV. BEATRIZ O «¡BIENVENIDA LA IMAGINACIÓN, ADIÓS A LOS SUFRIMIENTOS!»
Presentación de Beatriz por su familia
Propuesta de la primera indicación terapéutica
Desarrollo de la secuencia antidepresiva
Mitología familiar
Sucesos
Necesidad del grupo de control
Las formas que nos organizan
La figura del doble
«Prescripción» de la imaginación
Espacios
Oficialización de la confusión
Lectura e ilustración de cuentos
Análisis de los dos relatos
Cuento o apólogo
Llegada de Charles Perrault
Cuentos al azar
Paso a la imaginación personal
Análisis de esta historia
Individuación de Beatriz
Disjunción realidad/imaginación y reapropiación progresiva de lo imaginario
Retorno a la mitología familiar
La última sesión
Análisis de la reinvención de la Bella y la Bestia
La relación con la escritura
La transformación de los términos
La transgresión y el castigo/maldición
El intercambio inesperado
La evasión-intermedio, la revelación final del sujeto
Lo idéntico y lo diferente
Relaciones estructurales
La buena distancia
Breve rodeo histórico-sociológico
Relato del mito original
De lo trágico a la tragedia
Culpabilidad y reproducción
Tomas de posición de la generación siguiente
Del buen uso de lo maravilloso
La metáfora del holograma
CAPÍTULO V. LA COSMOGONÍA DE YANN
Historia de Yann
Los primeros encuentros
El camino recorrido. La posición del terapeuta
Semiótica del sujeto
Análisis del «prólogo»
El cuadrado de la identidad
La fase de los dibujos
Análisis semiótico de los dibujos
Reacomodos familiares
Análisis semiótico de esos dibujos: el sujeto es liberado
El dibujo del aniversario: la identidad adquirida
La leyenda de los orígenes
Búsqueda de una nueva configuración terapéutica
Invención de historias
El zorro asceta y el conejo argumentador
La terapia como parto
Las paradojas de Winnicott
¡Liberación!
Hacia la autonomización
Última variación: del monólogo narrativo al diálogo
Ganas
Diálogos constructivos
Recapitulación
La supresión del terapeuta
El cuadrado semiótico de las intervenciones
La cuestión de la alteridad
La percepción intuitiva de la transversalidad
La cuestión de la interpretación
La terapia es un «alumbramiento»
Asunción por el cuidante de no-sujeto a sujeto
Todo arte es creador
Anexo 1
Anexo 2
CAPÍTULO VI. LA INICIACIÓN A LA FORMA
La psiquiatría de la elipse es una metodología
Los seis criterios del fin de una terapia
La terapia como creación de otros sincretismos
Uno en otro
De sincretismo en sincretismo
La cuestión de la explicitación
La elipse
La relación con el tiempo
Evocar, invocar
Ascendientes o ancestros
El cuidante es un sujeto de búsqueda
El cuidando debe reconvertirse en un sujeto de búsqueda
De la terapia al arte
La terapia es anomia
De la Creación a la creación
La terapia como creación cosmogónica
Todos somos suplicantes
Posfacio: Explicar, comprender, de Paul Ricœur
Bibliografía
Índice de conceptos y nociones
Casi quince años después de su primera aparición, la Psiquiatría de la elipse es reeditada hoy en día, modificada y enriquecida, disponible de nuevo para los semióticos amantes de aventuras poco comunes, para los terapeutas que se interesan por recorridos metadescriptivos y, más generalmente, para un público atraído por innovaciones interdisciplinarias en ciencias humanas.
Porque así es como se presenta de entrada este libro: como el producto de varias historias entrecruzadas. Para comenzar, la de las prácticas y de las instituciones terapéuticas, que conduce a definir progresivamente el campo de la psiquiatría «infanto-juvenil», y, en el interior de esta última, los métodos y los presupuestos de la puesta en marcha por Jean-Pierre Klein. Luego, la de la semiótica de la Escuela de París, por la cual Ivan Darrault-Harris ha tomado partido, siguiendo a Jean-Claude Coquet, para volver a trazar el recorrido en dos etapas: el de la semiótica «objetal», o sea, el de la semiótica narrativa de Greimas, y el de la semiótica «subjetal», en este caso, la semiótica del discurso desarrollada principalmente por Coquet. Y, finalmente, la historia de un encuentro y de una amistad interdisciplinarios, y el de un largo recorrido intelectual compartido entre los dos autores, Jean-Pierre Klein e Ivan Darrault-Harris. El libro da testimonio, a este respecto, de un cruce de identidades: al comienzo de la aventura, el primero era psicoterapeuta y el segundo, semiótico; al final del recorrido, las fronteras se esfuman, el terapeuta piensa como un semiótico, y el semiótico piensa como un terapeuta.
El lector sabrá perdonar mi incompetencia para apreciar los aportes de este libro, y de las prácticas que él relata, a la psicoterapia: no podría aventurarme en ese terreno, y quisiera limitarme aquí solamente a señalar algunos aportes e incidencias en lo que atañe a la semiótica misma.
La primera incidencia se refiere a la articulación entre la aproximación semiótica y la práctica terapéutica. El prólogo del libro insiste en el hecho de que esas dos disciplinas tienen objetos diferentes, y particularmente sobre el hecho de que una se halla siempre en el movimiento de una práctica en devenir, mientras que la otra debe constituir los productos de la primera en «discurso» y contentarse, en suma, con una «vida detenida». En su posfacio, y ya al final, Paul Ricœur insiste en el hecho de que la semiótica, como todo proyecto científico, «es una práctica, una práctica teórica, ciertamente, pero una práctica que, como todas las prácticas, debe ser recuperada de acuerdo con su finalidad interna» (p. 336). Dicho de otro modo, la vertiente semiótica es, en este sentido, tan «práctica» y tan «viviente» como lo vertiente terapéutica, y la primera puede ser considerada como «un arte sobre el fondo del rigor científico», lo mismo que la segunda, como lo señalan los autores en la introducción. La cuestión no es, pues, la de una diferencia de estatuto epistemológico entre un «arte riguroso» y una «ciencia incierta», sino más bien la de la «finalidad interna» de una y otra práctica, la del ajuste estratégico entre dos finalidades y la del encaje táctico entre los dos recorridos prácticos; dicho de otro modo, la diferencia es ante todo estratégica y ética.
Ahora bien, si seguimos a Paul Ricœur, la finalidad interna de la práctica semiótica consistiría en una comprensión sometida, en virtud de los medios que utiliza, a una explicación; globalmente, tendría que ver con la hermenéutica en cuanto práctica de investigación. Esto no es suficiente, sin embargo, para diferenciarla de la terapia, puesto que esta última es evidentemente (entre otras cosas) una práctica interpretativa, pero cuyos medios explicativos son, en cierto modo, alternativos y facultativos, y cuyo operador principal es el paciente mismo, como se verá en esta obra. Incluso habría que precisar: cuyo operador principal debe llegar a ser progresivamente el paciente mismo. Volcada por completo hacia el «asistido», hacia ese otro que sufre, la terapia trata de hacerlo cambiar: cambiar de discurso, cambiar de identidad, cambiar de rol, cambiar de síntomas. Pero el cambio-que-cura es, para la psiquiatría de la elipse, una verdadera actividad de traducción-interpretación; sin embargo, a diferencia de otras hermenéuticas, como la semiótica, la traducción-interpretación inducida por la terapia no recae sobre los enunciados ni sobre las estructuras significantes, sino sobre las instancias personales que las soportan. En suma, el objetivo de esas prácticas de interpretación-traducción no es la producción de un discurso sobre las transformaciones del paciente, sino el de una transformación de las instancias que el paciente construye en sus enunciaciones.
No sé si este condensado resumen será aceptable para los dos autores, pero vale la pena intentarlo: la única diferencia entre la semiótica y la terapia como prácticas hermenéuticas consiste en que una se supone que interpreta las variaciones de la correlación entre contenidos y expresiones (y que las traduce como «transformaciones de contenidos» en un metadiscurso), mientras que la otra se supone que interpreta los recorridos e interacciones entre las instancias de la praxis (y que las traduce en «metamorfosis de roles y de posiciones enunciantes» en la historia del paciente).
A partir de ahí, si por un lado admitimos que, en ese tipo de terapia, las transformaciones de contenidos pueden ser comprendidas como manifestaciones de los cambios de instancias, y si, por otro lado, admitimos correlativamente que, en ese tipo de semiótica, los cambios de instancias manifiestan cambios de contenidos, entonces, el encuentro se explica, y sobre todo, la imbricación de las dos prácticas en una sola.
Esta observación cambia sensiblemente el estatuto de las «intervenciones» del semiótico-terapeuta en el curso de la práctica terapéutica, e inversamente, las del terapeuta-semiótico en el curso de la prácticasemiótica.Enefecto,nosetrata,comoelbuensentidoloquisiera,dela intervención de una práctica descriptiva en el curso de una práctica de cuidados y de cambios; en pocas palabras, no se trata solamente de añadir la descripción a la acción, sino de aumentar la capacidad interpretativa de una acción que es ella misma una interpretación en todos los sentidos del término, incluido el sentido artístico. Se trata de llevar a buen término dos procesos interpretativos, dos aproximaciones al movimiento de la vida psíquica para reunirlos en una sola estrategia de cambio.
Porque no es posible «detener la vida», y menos aún cuando se trata de niños, que se van convirtiendo poco a poco en adolescentes, como lo recuerdan los autores en varias ocasiones: el dinamismo evolutivo es, en sí mismo, un objeto de conocimiento y de intervención, que tiene lugar incluso en ausencia de toda intervención.
La peor de las situaciones es, sin duda, aquella en que la evolución está bloqueada y se mantiene en una estricta repetición; pero incluso en esos casos extremos, la terapia funciona como el acto semiótico por excelencia, el cual consiste en suscitar la diferencia allí donde parece que ninguna diferencia se manifiesta. Suscitar la diferencia para iniciar un paradigma y relanzar una dinámica sintagmática. Y, por lo menos, como se constata en algunos de los relatos de terapia, suscitar la diferencia puede consistir en tomar a la letra la sugerencia de Saussure en el Curso de lingüística general*, a propósito de la repetición de «Messieurs! Messieurs! Messieurs!»: basta con introducir una repetición, aparentemente insignificante en sí misma, en una interacción semiótica para que la repetición por sí misma constituya una diferencia, y por eso mismo pueda producir un inicio de dinámica, la de la reanudación. Y sobre esta primera diferencia puede arrancar el recorrido terapéutico y construir el cambio.
La Psiquiatría de la elipse plantea, por lo demás, un conjunto de cuestiones embarazosas a la semiótica greimasiana (y, sin duda, a muchas otras semióticas si es que pueden percatarse de esas cuestiones). Tales cuestiones giran en torno a tres conceptos: generación, manifestación, expresión, todos ellos presentes en el Diccionario de Greimas y Courtés, y, sin embargo, muy desigualmente explotados en los trabajos semióticos. El presente libro no plantea explícitamente resolver las relaciones entre esos tres conceptos o, por lo menos, no los convierte en el objeto de una problemática separada, pero, en cambio, suscita en todo momento cuestiones o dificultades que los solicitan dos a dos, o los tres conjuntamente.
Para comenzar, la expresión. Los autores escriben aquí mismo que la terapia es una «estimulación de nuestras expresividades», pero distinguiendo bien entre las expresiones fijas, que no remiten más que a un estado singular y a una parte específica de un individuo sumergido en su propia historia semiótica, y las expresiones creativas, que son en cierto modo la marca de nuestra pertenencia a la humanidad. Dicho de otro modo, se supone un devenir propio, pero no autónomo, de las expresiones, que las libera, las estabiliza y las «humaniza» al mismo tiempo. No autónomo, porque si la expresión remite supuestamente a un contenido, se debe prestar toda la atención posible a la manera como, en este libro, los contenidos de los análisis son sistemáticamente derivados hacia mitos y temas universales de lo humano. Volveremos enseguida sobre el rol transformador del mito, pero hay que anotar al menos en este instante en qué y de qué se produce la función semiótica en la psiquiatría de la elipse: no existe función semiótica asegurada y estabilizada, es decir, en una relación congruente entre la expresión y el contenido, a no ser que la una y el otro nos permitan hacer la experiencia de nuestra parte de humanidad en devenir. En breve, la función semiótica no es aquí auténtica si no tiende hacia lo universal, o al menos hacia lo sociable y lo universalizable.
Después, la manifestación. Este concepto propuesto por Greimas ha sido muy poco utilizado, en razón, sin duda, de la dificultad que existe para distinguirla de la expresión, y sobre todo por la confusión que se establece con los niveles superficiales del recorrido generativo. Sin embargo, la referencia a Freud, en este mismo libro, es particularmente esclarecedora sobre este punto: distinguir, en efecto, apropósito del sueño, el «contenido latente» del «contenido manifiesto» no puede conducirnos a un recorrido generativo, porque, aun si el contenido manifiesto es una rearticulación de su contenido latente, no es una rearticulación isótopa, como la que exigiría un recorrido generativo stricto sensu. Además, la condensación y el desplazamiento que operan en el sueño se hacen a nivel jerárquico equivalente, puesto que los dos contenidos en cuestión, y las dos escenas que se transforman una en otra, son igualmente figurativos, del mismo nivel de elaboración semiótica. La única diferencia consiste en que una ha sido «traducida» en otra, y que solo la otra puede acceder a la manifestación a través de una producción semiótica (aquí, el sueño).
En una semiótica-objeto tratada como un texto, la confusión entre el plano de la expresión (vs. el plano del contenido) y el campo de la manifestación (vs. el campo de la inmanencia) amenaza en todo momento, porque le falta al texto el «espesor» de los modos de existencia, en el cual se mueve la práctica viviente. En cambio, en la perspectiva de una práctica en curso, la manifestación es el destino dinámico de los contenidos, de los contenidos múltiples que coexisten potencialmente en la cadena del discurso en acto, y que, en razón de la foria que los empuja, ejercen concurrentemente presiones por llegar a la manifestación. La manifestación no es, pues, ni la expresión, ni el último nivel del recorrido generativo; la manifestación es un campo de fuerzas y de maniobras donde unos contenidos ocultan o revelan otros contenidos; todos ellos coexisten en la inmanencia de la práctica discursiva y, en su competición por manifestarse, se enmascaran y se deforman recíprocamente.
Finalmente, la generación. Las figuras de manifestación resultan todas ellas de un proceso generativo, que permite pasar de las estructuras semánticas elementales a las estructuras figurativas de superficie, pasando por las estructuras narrativas. Pero si admitimos, como nos invita a hacerlo este libro, que todo proceso significante es pluriisótopo, entonces, debemos admitir también, en consecuencia, que en toda ocurrencia de discurso coexisten varios recorridos generativos paralelos y concurrentes, y la manifestación es el lugar estratégico donde se regula su competición; nociones y fenómenos como el «proyecto enunciativo», el «lapsus», el «sentido común», convocan cada uno de ellos un tipo de interacción diferente entre recorridos generativos coexistentes y concurrentes: interacciones por «contención», por fractura e irrupción inopinada, por expansión y relajamiento, etc. La «confesión» (o «reconocimiento»), sea verbal o somática (como en este libro), es el resultado también de una forma de interacción propia de la manifestación (y no de la expresión o de la generación).
La psiquiatría de la elipse obliga a tales distinciones: no basta, en efecto, con dar a otro los medios para expresar lo que siente o lo que tiene «que decir», si ese decir no es más que la manifestación forzada, o extraviada, o repetitiva, de un contenido deletéreo. Es preciso poner en marcha estrategias para desbloquear, desplazar, diversificar la manifestación, redesplegar los potenciales, a fin de que pueda acceder a una expresión más auténtica, o simplemente menos sintomática. La perspectiva generativa proporciona elementos de explicación, propone enlaces isótopos entre capas estructurales de contenidos heterogéneos, acompaña, en suma, la táctica terapéutica con su mirada a distancia y con sus jerarquías canónicas.
La generación, por su parte, asegurará el enlace entre estructuras semánticas, entre roles narrativos y entre figuras de superficie, distribuyéndolas por niveles. La manifestación gestionará los conflictos entre isotopías y entre estructuras a fin de controlar el acceso a la superficie de los discursos y de las prácticas, ofreciéndoles un campo de interacciones. La expresión proporciona figuras sensibles, canales de comunicación y modalidades de puesta en circulación y en interacción a contenidos que hayan adquirido los derechos a la manifestación, organizándolos sobre un mismo plano.
El «marco terapéutico» es la instancia donde esas tres dimensiones son articuladas. Definido por los autores como «proyecto formal» de la terapia, comparado con el templum* de los augures latinos, y figurado como «burbuja simbólica», es también glosado como «espacio-tiempo-interacción-mediación» utópico de la terapia (p. 150).
Ese marco es en cierto modo el «soporte formal» de inscripción del recorrido del cambio que va a desencadenar y al que va a acompañar. Lo que llamamos «soporte formal» es un dispositivo espacio-temporal y material, preformado según determinadas reglas y constricciones de acogida de los signos y de las figuras, y proyectado sobre la situación concreta o sobre los objetos materiales acerca de los cuales debe realizarse la producción semiótica. En el caso de la escritura o del dibujo, la naturaleza de ese soporte formal es simple y bien conocida: una superficie, límites, direcciones y espaciamientos que hacen posible saber cómo se escriben los caracteres de la escritura para que signifiquen. En el caso de la terapia, no existe, como lo señalan los autores, forma canónica, sino únicamente configuraciones ad hoc, elaboradas caso por caso. Ese marco formal fija (i) la naturaleza de las expresiones semióticas (verbales, icónicas, gestuales, rítmicas, etc.), que serán aceptadas o rechazadas; (ii) el campo y las condiciones estratégicas para la regulación de las manifestaciones de contenidos (qué contenidos serán favorecidos, cuáles serán en lo posible descartados), y, finalmente, (iii) los sistemas generativos de roles y de figuras que permitan hacer interpretables, desde un punto de vista narrativo, las interacciones y los «escenarios desconocidos» (p. 152) que ese cuadro formal debe acoger.
Unas palabras más, antes de dejar enseguida la palabra a los autores de esta obra, sobre la «elipse» de las instancias enunciantes. Dicha elipse, cuyos dos centros de referencia son el centro de «dicción» y el centro de «ficción», es por sí sola un homenaje (indirecto) a la semiótica del discurso de Jean-Claude Coquet. Por cierto, Ivan Darrault-Harris da, por lo demás, a propósito del caso de Yann, una bella demostración de las virtudes operativas de esa teoría de las instancias enunciantes, en forma de una descripción cautivante de los cambios de posiciones del no-sujeto al sujeto, del sujeto heterónomo al sujeto autónomo, cambios que esconden el conjunto del recorrido terapéutico a lo largo de varios años. Y es precisamente en el modelo de la elipse donde esa teoría muestra una de sus realizaciones más acabadas, a pesar de que la terminología utilizada, como «dicción» y «ficción», y sobre todo, «desembrague enunciativo» y «desembrague enuncivo» proviene de otros horizontes teóricos, principalmente de Greimas.
En efecto, esa insistencia sobre las instancias enunciantes, sobre la tensión entre dos polos y sobre las idas y venidas entre ellos, es propiamente subjetal: la significación viviente del discurso, y su afincamiento en la realidad de las situaciones y de los actantes enunciantes, es captada aquí en el despliegue de las posiciones subjetivas y no subjetivas en el interior de la categoría de la persona y no dentro de la estructura objetiva de los contenidos. E incluso cuando esa estructura objetiva adquiere importancia, lo hace en cuanto firma (signatura) de una nueva instancia enunciante, en cuanto manifestación de una victoria sobre la instancia precedente.
Volvamos, a título de ilustración, sobre el rol del mito y del cuento que lo conlleva: los autores se cuidan muy bien de desmarcarse de Bruno Bettelheim, quien hace del cuento y del mito los vehículos de estructuras de contenidos universales adecuados para explicar, para modificar y para identificar los comportamientos psíquicos individuales. En efecto, el mito, en este libro, solo tiene valor en cuanto tal, en cuanto género portador de los grandes problemas humanos, en cuanto modo de asunción colectiva de los relatos, y no por el detalle de los contenidos narrativos que transmite. El mito es la signatura de un recorrido de las instancias enunciantes cumplido y exitoso, puesto que, habiendo alcanzado el nivel de desembrague último en sus producciones semióticas, el paciente encuentra en el mismo instante el lugar donde su historia personal halla su sentido en su pertenencia a la humanidad. La dimensión antropológica no es valorada porque porte en ella verdades más eficaces que las que conllevan los relatos individuales, sino por ser «antropológica», porque implica una instancia colectiva universal.
El recorrido de la terapia es, pues, un recorrido entre las instancias enunciantes, y la significación que construye es la que surge del lazo y de las conversiones entre dichas instancias.
Es preciso, para comenzar, salir de la expresión personal ilusoria, del discurso en «yo», demasiado evidentemente cohibido por la neurosis o por la psicosis, es decir, por una estrategia de manifestación bloqueada, repetitiva, autorreproductiva. Como lo recuerdan los autores, «la expresión puede reducirse también a no ser más que un momento catártico de purga, pura descarga de tensiones» (p. 169). Pero lo que se busca en terapia no es la descarga de tensiones, no es la manifestación compulsiva de contenidos, no son las presiones para encontrar expresiones estereotipadas. Al contrario, gracias a la «estrategia del rodeo», uno se esfuerza en proponer modos de expresiones específicos, cuidadosamente elegidos para evitar esas manifestaciones de descarga dolosa y para suscitar en su lugar otras «más auténticas». Esa posición de enunciación «otra» es obtenida por desembrague enunciativo; pero lo que importa en la ocurrencia es poder pasar de una manifestación cerrada y no asumida, a una manifestación abierta, indecisa, y que deja alguna oportunidad para una posible asunción.
Una vez hallada una nueva vía de manifestación, gracias a modos de expresión semiótica apropiados, que desplazan o desestabilizan la instancia de la neurosis o de la psicosis, es necesario poder correlacionar ese plano de manifestación isótopa con otros planos isótopos, manifestables a su vez; y tratar, por tanto, de reconstruir una coherencia «generativa» en inmanencia. Pero para poder obtener esa coherencia generativa en las mejores condiciones posibles, es preciso situarse en los dominios semióticos, en los que es fácil de establecer, y hasta se encuentra dada ya de antemano, y, si no dada, al menos regulada por géneros y por situaciones semióticas de referencia. La etapa siguiente consiste en proyectar el conjunto de esos contenidos isótopos en otro campo de enunciación, en el campo de la «ficción», gracias a un desembrague enuncivo, el que cuenta o evoca en tercera persona, o sea, en «él». También ahí estamos a la espera de una asunción y de un tránsito a la instancia subjetiva propiamente dicha; esta es una etapa necesaria, puesto que la proyección ficcional se convierte en acto creador de una creación semiótica de la que el paciente puede finalmente reconocerse el «autor», bajo la égida de los géneros y de las formas de lo humano auténtico (en este caso, de las formas atestiguadas dentro de una cultura dada).
Una vez conquistada la posibilidad de esa posición subjetiva auténticamente humana y asumible por el paciente, el retorno a la posición de desembrague enunciativo o, lo que es lo mismo, al discurso en primera persona, en «yo», es entonces posible. Y esa última etapa, sin constricciones de géneros o de consignas ficcionales, donde el paciente puede, al fin, retornar sobre sí mismo como verdadero sujeto autónomo, es, en suma, el momento en el que el terapeuta sabe que puede y debe ocultarse (¡y también, sin duda, el semiótico!).
¿Podría intentar, para terminar, proponer una hipótesis arriesgada? Se puede advertir que el modelo propuesto por Jean-Claude Coquet, a pesar de sus capacidades heurísticas, no ha tenido y no tiene aún toda la difusión que merece; y que algunas tentativas para aplicarlo a la descripción de los textos rara vez han sido enteramente convincentes. Se podría formular la hipótesis de que ese modelo no es apropiado para el análisis textual en cuanto tal (es decir, para ser aplicado al texto como «semiótica-objeto»), sino que más bien su campo de pertinencia es el del «hacer semiótico» en general, el de la producción de sentido en acto, cualesquiera que sean los modos de expresión y las estructuras de contenido. Por eso mismo, resulta particularmente apropiado para el análisis de una práctica interpretativa y terapéutica en busca de su propio sentido.
En suma, si la significación de la terapia se sitúa principalmente en el recorrido de las instancias, en las variaciones de los enlaces y de las tensiones entre sí, y no en las transformaciones de los contenidos expresados, es porque la terapia no es precisamente un texto, sino una práctica que implica una o varias estrategias, así como tácticas y peripecias, un conjunto de actos abierto y en parte imprevisible, en busca de su propia estabilidad, al mismo tiempo que de su significación. Jean-Claude Coquet ha insistido con frecuencia sobre la diferencia del nivel de pertinencia que separa la semiótica objetal de la semiótica subjetal; y particularmente sobre la relación tan diferente que la segunda establece con la realidad. Pero, para comprender adecuadamente esa advertencia, más vale releer, por ejemplo, a Pierre Bourdieu, quien pone el acento en el carácter «objetal» o «subjetal» de tal o cual modelo semiótico.
Porque también Bourdieu reivindica una teoría «subjetiva», y despotrica contra los análisis falsa o pretendidamente «objetivos». Pero cuando uno examina lo que él entiende por «subjetivo», comprende que eso significa (i) que los actores sociales producen ellos mismos, al actuar, los modelos a los que se somete su acción (eso que él llama los «esquemas» que emergen de la práctica), y (ii) que el «sentido práctico» se puede captar en los juegos estratégicos que los actores conducen en interacción con y entre sus propios esquemas de acción. En sustancia, la acción práctica de los «actores-cuerpos» (que hay que distinguir de los «actores de papel»*) no consiste en ejecutar modelos teóricos de la acción, sino en inventarlos y en modificarlos permanentemente, y una parte esencial de la significación de su acción se debe a la manera como ellos gestionan esas fluctuaciones y al estatuto actancial que se atribuyen en el curso de estas últimas.
En suma, trátese de la «realidad» social o de la «realidad» psíquica, ambas pueden igualmente ser expresadas (eso, por supuesto, en la ocurrencia de un plano de la «expresión») como enunciados proyectados sobre un plano textual (donde serán objeto de un análisis en cuanto «semióticas-objetos»), o como praxis desplegadas en el marco formal de una escena en interacción, cuya significación total depende de los enlaces y desenlaces operados en el interior de la escena. Como esos enlaces y desenlaces son intrínsecamente portadores de valores (lo verdadero, lo auténtico, lo bello, el bienestar, etc.), las modificaciones de las relaciones entre instancias se abren entonces a la ética y a la estética.
29 de diciembre, 2006
Jacques Fontanille
Gracias a los atentos y competentes cuidados de Desiderio Blanco, y a su generosa iniciativa, la Psiquiatría de la elipse puede expresarse y comunicarse en la lengua de Cervantes, el primer autor, tal vez, de la primera obra que se desarrolla en la doble dimensión de la narratividad y de la metanarratividad, una obra proféticamente semiótica.
Esta traducción abre, pues, las puertas del inmenso territorio hispanohablante, ya que la lengua española se ha convertido en una de las primeras del mundo, por lo que permite también hacerse comprender más allá del estricto mundo hispanoamericano, tanto en Nueva York como en São Paulo.
Esta nueva y prometedora apertura es evidentemente también la ocasión para situar la teoría de la elipse, puesto que tres ediciones sucesivas, revisadas, aumentadas y actualizadas, se han ido escalonando a partir de su aparición inicial en 1993.
Esta teoría, como lo atestiguan esas ediciones, ha atravesado dos decenios conservando su atractivo entre los psicoterapeutas, y no solamente entre los arteterapeutas, sino que ha ampliado sus lectores entre los diversos técnicos y prácticos que se ocupan de los niños y de los adolescentes: psicólogos, psiquiatras, educadores, maestros. Sin olvidar a los semiotistas, que han descubierto en ella una aplicación valiosa.
Porque su ambición consiste, por cierto, en afrontar una cuestión cuya remanencia histórica es considerable, y que reside precisamente en la transformación, en el cambio del ser humano, en especial cuando el sujeto es portador de sufrimientos psíquicos que obstaculizan más o menos gravemente su bienestar, y hasta su misma salud física, su equilibrio y su armonía relacional con su entorno familiar y social.
En solución a esta cuestión, una primera respuesta asertiva, alentadora de la teoría de la elipse, consiste en afirmar que ese cambio, que esa transformación, es posible, aunque, aquí o allá, uno choque siempre con teorías contrarias, desesperanzadoras, que pronostican la inmovilidad, el estancamiento definitivo del sujeto que sufre, condenándolo así ad vitam aeternam a la prisión de su estructura.
Por supuesto, esa posibilidad de cambio está condicionada por el cumplimiento de condiciones precisas, rigurosas, que determinan su existencia y su fuerza, así como su durabilidad.
Esas condiciones se centran en una propuesta capital hecha al paciente, la de que tiene que comprometerse, con el acompañamiento del terapeuta, en una labor cuya realización progresiva inducirá, según un proceso que encierra gran parte de misterio, el cambio tan esperado tanto por el paciente como por su entorno.
Quisiéramos, por nuestra parte, insistir sobre la dimensión semiótica de la empresa arteterapéutica, que confía en la creación, en la producción regulada de la significación.
Lo que va a determinar la elección de la propuesta de creación hecha al paciente es, en primer lugar, la identificación, casi cartográfica, de dos lugares, de dos espacios que hay que evitar: el de sus síntomas, lugar de manifestación del sufrimiento, y el de sus facilidades, el de sus desahogos, es decir, el de sus procesos bien establecidos de defensa. La psicoterapia aparece así como una suerte de navegación: el paciente y su terapeuta se hacen a la mar de común acuerdo con una hoja de ruta que evita cuidadosamente lo que hemos llamado arrecifes de Escila y Caribdis, los síntomas y las defensas.
Rápidamente se puede advertir aquí que la propuesta de creación, elaborada en una configuración terapéutica cuidadosamente diseñada, debe ser única, altamente específica y adaptada a lo que se comprende acerca de la organización psíquica del paciente, tan singular como su ADN.
Dicho esto, la teoría de la elipse justifica su apelación en la cual propone al paciente una creación que se distribuye semióticamente en torno a dos centros —los de la figura geométrica de la elipse—, que son dos lugares de enunciación: verbal para el primer centro; verbal y no verbal para el segundo.
El primer centro, que denominaremos dicción —centro de la dicción—, desde el cual el paciente enuncia, a partir del triángulo: yo, aquí, ahora, libremente en conversación con el terapeuta sobre sus sufrimientos cotidianos y sobre sus satisfacciones, sobre sus disgustos y sobre sus esperanzas, etc.
El segundo centro, que denominamos ficción, es, por el contrario, el lugar de la creación sugerida, lo cual supone otro triángulo: él, en otra parte, entonces, o sea, la expresión, la puesta en discurso desplazada, «ficcionalizada», de los sufrimientos, del malestar enunciado desde el primer centro. Y ya podemos comprender la importancia de una ausencia —aunque relativa— de control, por el paciente, del lazo que existe entre los dos centros de la elipse: Jean-Pierre Klein recuerda con frecuencia, y con razón, que conviene que la obra se desarrolle no en la oscuridad total, o con luz deslumbrante, sino más bien en la penumbra. Una «buena» distancia debe separar los dos centros de la elipse.
Teniendo en cuenta, pues, la economía psíquica del paciente, la propuesta de creación seleccionará una sustancia en el paradigma de las opciones posibles (el lenguaje, los soportes plásticos, la expresión musical, corporal, etc.) y una forma precisa (creación individual, cocreación, etc.; relato, diálogo, representación: corporal, con marionetas, entre otras). Se puede proponer también a algunos pacientes, no hábiles por el momento para crear, que escuchen un cuento, un trozo musical, o que contemplen un cuadro de pintura. Otros necesitarán la intervención cocreadora del terapeuta, o bien podrán atreverse solos a intentar el acto creativo, acompañados. En fin, algunos necesitarán asistir al proceso de creación de un tercero: pintor, ceramista, contador de cuentos, etc., o ver la creación que ha sido realizada precisamente para ellos: estamos pensando aquí en la admirable labor de Marie-Claude Joulia, pintora y escultora, con pacientes psicóticos incapaces de arriesgarse a intentar el acto de creación, acto por lo demás, con frecuencia, contraindicado en tales casos.
La teoría de la elipse conceptualiza una serie de opciones semióticas precisas, rigurosas, proponiendo lugares de enunciación complementarios y una determinación justificada de los sistemas semióticos convocados por la creación que se propone en cada caso. Recordamos en este momento la escritura entre dos —enfermo y terapeuta— de una larga novela de más de doscientas páginas con un adolescente que sufría de dislexia electiva: él detenía el dictado del texto en el momento en que le resultaba muy difícil continuar con el relato. O también de otro adolescente anoréxico severo, que producía textos desprovistos de todo afecto y al que le hemos propuesto vendarse los ojos y asociar libremente manipulando, oliendo, gustando objetos diversos, para reintroducir el cuerpo, la sensibilidad, allí donde el intelecto campeaba a sus anchas.
Ya se habrá advertido que la tarea es delicada y que demanda gran vigilancia: no se excluye que haga falta modificar a veces la propuesta de creación, si esta fuera introducida por el paciente, subrepticiamente, en su zona sintomática o de defensa.
Si la semiótica participa, pues, en la alimentación del diagnóstico y en la definición de la configuración terapéutica prevista para el paciente, se comprende que tendrá también su lugar en la evaluación del recorrido de la terapia analizando las producciones que surgen en las sesiones.
Así pues, el semiotista habrá de poner toda su atención en el mantenimiento de la «buena distancia» entre la obra creada y los centros de la elipse. En efecto, una creación demasiado próxima al primer centro, lugar de expresión del sufrimiento real, perderá su fuerza de cambio. De la misma manera, una creación demasiado alejada del dispositivo elíptico, fuera de campo, no proporcionará ninguna eficacia al proceso de transformación (caso de Beatriz, al comienzo de su terapia).
Para concluir la primera parte de esta introducción, nos permitimos adelantar un descubrimiento debido a la investigación semiótica sobre la naturaleza y el estatuto del síntoma, creación del estrato inconsciente del sujeto para sobrevivir lo menos mal posible.
El síntoma aparece como entidad semiótica de forma sincrética, amalgama densa de significaciones, cuya compactación misma impide la transformación, puesto que está condenada a la repetición compulsiva. Y, sin embargo, como se ha constatado con frecuencia, el síntoma contiene, de manera concentrada y en principio inteligible, su resolución.
En efecto, después del análisis del síntoma y del despliegue de su contenido, después del empeño puesto en el proceso de creación, se descubre que esconde unidades narrativas inextricablemente mezcladas que el trabajo de creación permitirá discriminar y poner en escena con una labor de desincretización. Esta operación, como se ve, va a confirmar la desaparición del síntoma, en una suerte de mini-big bang: estallan entonces los relatos, verbales o no verbales, dejando, en cierto modo, vacío el síntoma de su sustancia. El cambio se manifiesta, se instala, se perenniza; el sujeto abandona sus síntomas sin dejar por eso de ser sí mismo, lo cual es la condición sine qua non de una terapia exitosa, con resultados duraderos.
El semiotista no se asombrará con este descubrimiento, ya que el relato humano ha estado universalmente presente en todos los tiempos y en todas las culturas: él constituye la solución simbólica indispensable para tomarlo en cuenta y resolver las grandes contradicciones y enigmas que enfrenta toda comunidad humana. [Piénsese en la función social de los relatos míticos].
En consecuencia, no es de ningún modo inapropiado considerar que, con mucha frecuencia, la creación de tal o cual paciente (véase el caso Yann) es algo así como la invención de un mito personal de origen, de una leyenda individual que reúne en su poder resolutivo los grandes mitos de la humanidad.
Ivan Darrault-Harris
Habitualmente, en toda psicoterapia, el paciente se dirige a sí mismo gracias a un rebote sobre el cuerpo del terapeuta. Su palabra, sus gestos y su expresión le regresan después de haber pasado por el cuerpo, por el espíritu, por la comprensión, por el apoyo y por la apertura del terapeuta. La misión de este último contribuye, en el fondo, durante la vigilia del paciente, a su autoterapia, con su acompañamiento.
El profesional le devuelve sus producciones (verbales, particularmente) de una manera o de otra, en forma de comentarios, con retornos de eco (en la repetición de la frase, añadiendo un signo de interrogación, por ejemplo), en la expresión corporal con una mirada, o como en el caso de una cura psicoanalítica, con una interpretación (de cuando en cuando para romper el silencio habitual) que descubre lo que el terapeuta piensa que se agita en las profundidades del paciente.
Este terapeuta acompaña, reacciona, aconseja a veces, revela al paciente una verdad que cree conocer mejor que él.
Pero su rol está lejos de ser solo cognitivo, porque el rechazo transferencial es el motor de toda terapia. El 3 existe en psicoterapia: la transferencia es ese tercero que se interpone entre los dos actores. Cuando digo «transferencia», eso significa, es claro, tanto la transferencia como la contratransferencia, unidas en los «fenómenos transferenciales». Ellos se interponen entre las personas (o entre las representaciones que cada uno se hace del otro) como su emanación común.
Eso no impide que toda formulación del paciente esté destinada a él solo. Únicamente hay recepción, incluso de lo que él emite, a través de ese intermediario. El paciente se dirige a sí mismo por medio del otro como filtro, destinatario externo (aunque permanezca mudo) según toda suerte de figuras transferenciales complejas que se ponen en juego en ese entredós y, al mismo tiempo, en el interior de cada uno de los dos actores.
Cabe diferenciar aquí lo íntimo y la intimidad: lo íntimo es la percepción indecible de sí mismo desde el interior. Eso no puede ser comunicado a otro más que alusivamente: eso es lo que se llama la intimidad compartida con sus amigos próximos, con sus compañeros afectivos, con sus parejas amorosas, con sus terapeutas (!). Una psicoterapia es, según eso, una intimidad compartida (aunque de manera unilateral).
Lo que se propone en psiquiatría de la elipse es diferente: el terapeuta está al servicio de la generación de formas producidas por el paciente. Él no interviene en el contenido, aunque no tiene prohibido comprenderlo en alguna medida (pero no todo). La meta no es comprenderlo todo, sino que se abra a lo inanalizable que no es posible conocer, pero con lo que se puede entrar en un juego de travestimientos, por medio de la función poética del lenguaje. El terapeuta permite a la persona bajo cura (el cuidando) captar la oportunidad de dirigirse mensajes a sí misma, aunque sean enigmáticos. El terapeuta sabe que el otro está en camino de simbolizar sus tormentos y sus problemáticas secretas, pero solo se preocupa de orientarlo eventualmente hacia la forma de producción que figurativiza esas problemáticas de manera indirecta, sin apresurarse a querer comprenderlo todo, sin querer descifrar todo lo que se ha producido.
El terapeuta es garante de las reglas del juego, de las consignas, del dispositivo propuesto y de sus modificaciones eventuales. No debe precipitarse a levantar el secreto de las significaciones ocultas. Es posible que sean en parte desconocidas. Lo importante es el acto de simbolización respecto a las instancias, en gran parte inconscientes, del cuidando. Y eso puede ser suficiente.
El inconsciente productor de síntomas (ellos mismos son una creación contra algo peor) puede igualmente ser productor de sus resoluciones, también metafóricas. La metáfora, como dice Paul Ricœur, «no es el enigma, es la solución del enigma». Recordemos que solución es un término químico que se refiere a un proceso por el cual un cuerpo (en este caso, las dificultades leves o graves) se disuelve en un líquido o en un solvente adecuado (en este caso, la producción en sesión).
El inconsciente no tiene por destino único ser conscientizado. Debe ser respetado cuando pueda ser un aliado del paciente, llevándolo a proferir enunciados que conlleven respuestas sibilinas. Los terapeutas «elípticos» creen de tal manera en las posibilidades del inconsciente que le dan su voto de confianza (siempre relativo). Tienen para ello el apoyo de un acompañamiento formal, que la semiótica les ayuda a perfeccionar. Se interesan menos por el «porqué» que por el «cómo», que es la palabra clave de la fenomenología.
Si, al principio, la persona, espontáneamente o por prescripción, emite mensajes demasiado intencionales que contienen algo que sabe sobre ella, o que exponen claramente lo que quiere resolver, no habrá probablemente ninguna sorpresa, y solo se encontrará la confirmación de lo que buscamos. Si, al final, echa una mirada a lo que produce queriendo con eso penetrar a toda costa el misterio de su funcionamiento psíquico, corre el riesgo de estar en una posición demasiado exterior a sí misma. Solo se repondrá intelectualmente, y no con una recepción inocente y sensible. Lo mismo ocurre con el terapeuta, que si se coloca detrás de su oreja o de su mirada, puede transformarse en donante de lecciones de desciframiento. No se excluye que semejante situación se presente, dado el caso, bajo la forma de «sorpresa de conciencia» no buscada laboriosamente, sino que se impone con el afinamiento de la producción, cualquiera que sea, incluida la verbal. Mas esta revelación no es ni necesaria ni indispensable.
Como uno no espera eso, secundariamente el sentido vendrá tal vez a iluminar esos mensajes enigmáticos que los ejercicios [de producción] hacen emitir. Recordemos que sentido es un término polisémico, que no se reduce a la significación.
El terapeuta, que es ya metacreador (ayuda al otro a ser creador), funge aquí como un catalizador que permite por su presencia abierta que esos mensajes alcancen a su destinatario: la persona del paciente que ha sido puesta en posición de crear.