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EDITORIAL

 

 

 

 

 

 

 

 

Título: Secretos de arena

© 2017 Helena Nieto Clemares

© Diseño Gráfico y diseño de portada: Nouty

Colección: Volution.

Director de colección: JJ Weber

Editora de colección: Mónica Berciano

Corrección: Sergio R. Alarte

 

 

Primera edición digital agosto 2017

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2017

ISBN: 978-84-16936-25-0

 

 

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

 

 

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1

 

 

El avión salió más tarde de lo previsto, hasta habían estado a punto de cancelar el vuelo por causa de la niebla. Eran más de las once cuando aterrizó en la pista. Anna, medio adormilada, abrió los ojos y suspiró. Descendió por la escalera y siguió a los demás pasajeros hasta la recogida de equipajes.

Miró con atención entre las personas que esperaban ansiosas por ver a sus familiares y amigos. Él no estaba. No le sorprendió, pero no pudo evitar sentirse un poco decepcionada.

Con paso apresurado fue en busca de un taxi.

—¿Un taxi, señora? —le dijo un hombre que salió del coche a su encuentro.

—Sí, gracias.

Después de indicarle la dirección al chófer, se concentró en la música de la emisora de radio. No quería pensar ni abandonarse a la emoción que le había causado sentir la brisa fresca de la noche y la humedad del ambiente pegada a la piel. Con la vista nublada por las lágrimas miró el reloj. Tardaría aún media hora en llegar, suspiró. Estaba de nuevo en casa.

 

El auto se detuvo frente a la gran verja de hierro que rodeaba la vivienda. El taxista sacó el equipaje mientras Anna buscaba el dinero en su cartera. Con dedos temblorosos se dispuso a tocar el timbre. Antes de que llegara a rozarlo tan siquiera, observó cómo se encendía una luz en el porche. Mantuvo la mirada fija en la figura que se acercaba y el pulso se le aceleró al recuperar emociones que creía perdidas.

Sintió un nudo en la garganta y el corazón se le encogió cuando lo vio frente a ella. Era él, su padre. Tenía el pelo más blanco, su piel estaba más arrugada… pero aun así conservaba la misma mirada, también el mismo gesto. Él abrió.

—Papá… —susurró al tiempo que lo abrazaba.

Como respuesta, la besó en la frente sin sacar las manos de los bolsillos del pantalón.

Ella se soltó de inmediato al ver que no respondía a su abrazo.

—Anna… —acertó a decir contrariado—. Me alegra tanto… pero… ven…, vamos…, entremos.

La ayudó con las maletas y se dirigieron a la puerta de entrada donde pudo ver a Elisa, la mujer que desde hacía años convivía con su padre y a la que no conocía. Vaciló un instante sin saber qué hacer ni qué decir. Elisa, al percibir su confusión, se acercó con una amplia sonrisa.

—Oh, ya que tu padre no nos presenta lo haré yo. Soy Elisa. Encantada de conocerte, Anna.

—Mucho gusto.

Le dio dos besos, y después entraron en el hall.

—El vuelo se retrasó —dijo Anna con un hilo de voz.

—No importa —afirmó su padre.

Hubo un incómodo silencio que Elisa salvó.

—Pero no estemos aquí de pie. Vayamos al salón —dijo—. Te traeré la cena —añadió cogiéndola del brazo.

—No, no te preocupes —contestó con timidez.

Su padre, en vez de seguirlas, se dirigió a la escalera.

—Mañana hablaremos, Anna. Buenas noches. Ahora no son horas —dijo en voz alta.

Ella vio cómo desaparecía de su vista y fijó los ojos en la alfombra evitando la mirada de Elisa.

—Está cansado —dijo la mujer tratando de disculparlo—. Seguro que mañana podréis hablar con tranquilidad.

—Sí…

—Vamos, siéntate. Tienes que cenar algo.

—No, muchas gracias. No tengo hambre. Estoy muy cansada... y… casi preferiría ir a dormir —dijo en voz baja.

Se sentía exhausta, ya no por el viaje, sino por todas las emociones que había sentido durante el día y seguía sintiendo aún.

—¿Seguro que no quieres tomar nada?

—Seguro, Elisa. Gracias.

—Como quieras. Entonces te enseñaré tu habitación. ¿Te parece?

—Sí, por favor…

—Te he preparado la del piano, sé que era tu favorita; pero si prefieres dormir en la tuya, mañana puedes cambiarte sin problema.

—Oh, no, no importa. La del piano está bien.

Se dejó guiar aunque conocía cada rincón de la casa. Según fueron subiendo la escalera, Anna sintió que el tiempo retrocedía y miles de recuerdos inundaron su mente.

La habitación estaba al fondo del pasillo. La puerta estaba abierta. Al entrar y encender la luz vio su equipaje arrimado a la pared, bajo la ventana.

Descubrió el piano en el mismo lugar, pero del resto no recordaba nada. Todo estaba diferente. La cama era mucho más grande y parecía muy confortable. La alegre colcha de colores hacía juego con las cortinas. Le gustó. Se acercó a la ventana y miró a través del cristal. Sonrió.

—Está todo muy cambiado… pero me gusta. Me gusta mucho —dijo al tiempo que se giraba y observaba todo con detalle.

—Me alegro.

Se miraron sonrientes, aunque se quedaron calladas unos segundos. Luego Elisa se dirigió al armario.

—Aquí tienes una manta por si tienes frío por la noche y… —dijo señalando a una silla—... unas toallas limpias para mañana. Y si necesitas algo, no dudes en decírmelo. Sabes que estás en tu casa —añadió.

Y adoraba esa casa. Una casa llena de los aromas de su niñez, que la estaban embriagando por momentos.

—Elisa —dijo—, no quiero que por mi culpa alteréis vuestra vida ni vuestras costumbres. Solo voy a quedarme parte del verano.

—No te preocupes por eso, Anna. Te quedarás el tiempo que quieras. Y ahora te dejo para que descanses. Buenas noches.

—Buenas noches.

La mujer salió y la dejó sola.

Anna se sentó sobre la cama y miró a su alrededor. Una extraña sensación la invadió. Sintió que le dolía hasta el alma de tanta nostalgia… estuvo largo tiempo en esa posición mientras a su cabeza regresaban todos los recuerdos que su memoria había preferido olvidar.

 

***

 

Elisa entró en el dormitorio. Ricardo leía. Al verla, se quitó las gafas y las colocó junto al libro, sobre la mesita.

—¿Cómo estás? —le preguntó acercándose a él.

—Bien —contestó.

—Podías haber sido un poco más cordial con ella. Ni siquiera te has parado a mirarla.

Él puso gesto de fastidio.

—Ya la veré mañana. Es muy tarde y estoy cansado.

Ella lanzó un suspiro.

Sabía que le había afectado reencontrase con su única hija después de veinte años, pero como era su costumbre, prefería fingir que no le importaba.

 

 

***

Albert salió del baño y se vistió con la ropa que tenía preparada para ir a correr mientras Scott, su perro de tres años, daba vueltas a su alrededor impaciente.

—Ya voy, Scott. No tengas tanta prisa.

El perro ladró moviendo la cola. Albert sonrió. Era su primer día de vacaciones, pero aun así había madrugado. Hacía una mañana estupenda para correr por la playa y respirar el aroma del mar.

Bajó por las escaleras hasta el vestíbulo y se dirigió a la cocina, bebió un vaso de agua y volvió hacia el pasillo. Al abrir la puerta se encontró con Amparo, la asistenta que iba todas las mañanas, a la que saludó con una gran sonrisa.

—Buenos días, Amparo. ¿Qué tal?

—Buenos días —contestó la mujer devolviéndole la sonrisa.

Esta observó cómo se alejaba. Pensó que era una lástima que un hombre tan agradable y tan atractivo como él viviera solo con la única compañía de un perro, aunque mujeres no parecían faltarle, ya que en más de una ocasión se lo había encontrado temprano y muy bien acompañado, algo que por otra parte no le sorprendía. Si fuera joven también se habría fijado en él, pero ella estaba cerca de jubilarse y Albert podría ser su hijo. «Una verdadera lástima», se dijo a sí misma.

***

Anna despertó cerca de las ocho sin ser muy consciente de dónde se hallaba. El sol se filtraba por las rendijas de la persiana y percibió el ladrido de un perro a lo lejos. No escuchó ni un solo ruido, por lo que no se atrevió a moverse. Tampoco le apetecía ver la cara de su padre tan temprano.

Recordó su infancia. Una donde los sentimientos se escondían y las muestras de cariño eran más bien escasas. Él no era muy dado a demostrar los afectos. Nunca lo había sido. Pensó en el frío recibimiento de la noche anterior. No tenía por qué sorprenderse, en realidad lo esperaba, aunque no por eso dejaba de dolerle.

Quizás debido a esa carencia afectiva, ella sí se mostraba afectuosa y cariñosa con sus dos hijos, a los que besaba y abrazaba a menudo. Ahora estaban con su padre, su exmarido, en un crucero por el Mediterráneo, y no tardarían en reunirse con ella en casa del abuelo, un abuelo del que habían oído hablar con frecuencia pero que no conocían.

Entró en la cocina con sigilo, casi sin hacer ruido, como queriendo pasar desapercibida.

—Oh, ¡buenos días, Anna! —exclamó Elisa al verla—. ¿Qué tal has dormido?

Ella sonrió en un intento de ser agradable.

—Bien, Elisa. Gracias.

—Siéntate. ¿Quieres café para desayunar?

—Sí, pero no te molestes. Puedo hacerlo yo, no te preocupes.

—Tú siéntate y come algo, que estarás desfallecida —dijo acercándole unas galletas y tostadas recién hechas.

—Gracias.

Anna miró a su alrededor. La cocina había sido reformada. Los muebles eran distintos, y la vieja cocina de gas había sido sustituida por una moderna placa de vitrocerámica. Un microondas estaba sobre la encimera de granito.

—Tu padre ha salido a comprar el periódico. No tardará —dijo Elisa sirviéndole el café.

Anna no dijo nada y la mujer continuó hablando.

—Estaba deseando conocerte y espero que lleguemos a ser buenas amigas —dijo pasándole el tarro de mermelada.

Levantó la vista e hizo una mueca intentando sonreír.

—Claro, Elisa —contestó.

—A tu padre y a mí nos hace muy felices que hayas decidido venir. —Hizo una pausa y la miró—. Ya sé que habéis tenido vuestras diferencias pero…

Anna la interrumpió.

—Oh, Elisa, no, por favor…

—Perdona, lo siento. Discúlpame.

—Es… es que ahora no tengo ganas de hablar —aclaró desviando la mirada con voz triste.

—No te preocupes. Lo entiendo.

Sonrió y se quedó observándola. Aparte de los ojos claros de su padre, no guardaba gran parecido con él. Viendo la incomodidad de Anna ante su mirada, decidió levantarse de la silla. Se acercó a la ventana y dijo en voz alta:

—Hace un hermoso día…

Anna no respondió y siguió desayunando.

 

***

 

La carretera que bordeaba la colina no era demasiado ancha, pero sí lo suficiente para que pudieran cruzarse dos vehículos sin problemas. Albert caminaba por el arcén junto a su perro, fijándose en las diversas construcciones que salpicaban el paisaje. Al llegar al final de la carretera sin salida, siguió por el desvío indicado por la señal y observó la bonita casa que se veía al fondo. Siempre que pasaba por allí recreaba su vista en su elegante estructura; con ese hermoso porche sujeto por gruesas columnas, la espaciosa terraza del segundo piso, el cuidado jardín lleno de flores o el singular mosaico de piedra que hacía de camino entre el porche y la entrada a la finca.

En ese momento un hombre alto, con pelo blanco y cargado de periódicos pasaba a su lado. Albert se había cruzado con él muchas veces.

—Buenos días —dijo en un gesto de amabilidad.

El hombre pareció sorprendido. Lo miró y contestó sin sonreír.

—Buenos días.

Luego se adentró en el jardín, mientras que él siguió caminando por el sendero que conducía a la playa.

 

***

 

En el segundo piso estaba su antigua habitación. Anna se detuvo ante la puerta, giró el pomo y entró. Miles de recuerdos la invadieron. Miró con detalle lo que la rodeaba y, aunque no todo permanecía igual, pudo reconocer la cama, el armario y el escritorio, al que sonriente se acercó. Abrió los cajones. Le decepcionó encontrarlos vacíos. Confusa se dirigió al armario. Solo vio unas cuantas perchas colgadas y un paquete de naftalina para las polillas. El intenso olor la hizo retroceder.

Luego se estiró para abrir la parte de arriba y comprobó que no había nada dentro. Todo estaba vacío. Desilusionada, pensó que no quedaban huellas de su existencia, parecía que habían querido borrarlas. Se estremeció solo con pensarlo.

Aturdida, cerró los ojos para que volvieran a su mente las viejas imágenes que recordaba: las estanterías llenas de libros, los discos, los pósters... eso hubiera deseado ver y no hallarlo tan vacío, tan desangelado y triste.

Al escuchar pasos por el pasillo, se giró y se acercó a la puerta. Abrió. Era su padre.

—He salido a comprar el periódico —dijo él—. ¿Has desayunado?

—Sí —contestó desviando la mirada.

—Si quieres cambiarte en esta habitación, puedes hacerlo.

—No, es igual… me gusta la del piano —dijo nerviosa, metiendo las manos en los bolsillos traseros del pantalón.

—Elisa y yo pensamos que estarías más cómoda. Esta cama es mucho más pequeña.

Ella asintió con la cabeza.

—Pensé que estarían los discos, los libros,… no sé… algunas de mis cosas —dijo desilusionada.

—Todo está en el desván.

—Ah… He encontrado todo muy cambiado —dijo en un susurro.

—¿Qué esperabas después de veinte años? ¿Que iba a estar todo como lo dejaste? —preguntó su padre malhumorado.

No respondió. Solo bajó la vista.

—Durante el primer año no toqué nada de este cuarto, pero luego, viendo que no pensabas volver, decidí retirarlo todo. Como comprenderás era la única manera de sobrevivir sin que me asediaran los recuerdos —dijo mirándola a los ojos.

—Sí, claro. Muy propio de ti —le reprochó haciendo una mueca de desagrado—, borrar de tu vida lo que no te interesa. ¡No sé de qué me sorprendo! —exclamó.

Él la miró ofendido por su tono, pero no dijo nada y ella continuó hablando.

—Cuando el tío Fran llamó para decirme que querías verme, creí que… pero no... —Negó con la cabeza—. Ni siquiera tuviste el valor de pedírmelo tú.

Su padre la miró confuso.

—Yo no le pedí a tu tío Fran que te llamara. Estás equivocada. Es más, pensé que… ¡Maldita sea! Ese viejo entrometido.

—¿Eh? Pero…

—¿Te dijo que yo le había llamado? —preguntó—. Pues no, no hice tal cosa.

Lo miró contrariada y enfadada a la vez.

—¡Cómo he podido ser tan estúpida! —exclamó con rabia.

Salió de la habitación. Con los ojos llenos de lágrimas, bajó las escaleras con paso apresurado y salió al jardín donde Elisa regaba las flores. Al verla, la mujer le sonrió pero ella no tenía ganas de sonreír. Se dirigió a la parte trasera de la casa y vio el viejo columpio que permanecía inerte, solo, abandonado… Se aproximó para observarlo de cerca, estaba oxidado y al moverlo chirrió. Aun así, se sentó en él y por un instante cerró los ojos. No quería pensar, ni mucho menos sentir.

Ricardo se quedó impasible en el cuarto. Tuvo que sentarse y reflexionar para asimilarlo. Él también había sido engañado. Pensaba que su hija estaba allí por propia voluntad, que había decidido regresar a su hogar, y no que…

En todos esos años, no se habían puesto nunca en contacto directamente, pero sabían el uno del otro gracias a Francisco, el hermano mayor de Ricardo, que llamaba a su sobrina alguna que otra vez interesándose por su vida e incluso había ido a visitarla en más de una ocasión. Anna era muy consciente de que todo lo que dijera en esas llamadas telefónicas o hablara personalmente con su tío, llegaría a oídos de su padre. Nunca rehusó hacerle saber que la vida le iba bien y que se encontraba feliz. Por supuesto jamás entraba en detalles, ni le explicaba que había tenido que asistir a terapia para intentar superar muchos de sus miedos; como la sensación de abandono que le había perseguido toda su infancia y el temor a sentirse sola, desamparada, o la infinita necesidad de saberse aceptada por quienes la rodeaban. Y aunque las sesiones no solucionaron sus problemas, le sirvieron al menos para sentirse mejor y apaciguar el dolor de su alma.

A su vez ella también conocía que desde su marcha, su padre había tenido varias amigas, pero con Elisa parecía haber encontrado un punto de equilibrio emocional que había llenado los espacios y las ausencias.

Hacía cinco años que se había jubilado y desde que pasó por un amago de infarto llevaba una vida más sosegada. Su salud era delicada, por lo que tenía que cuidarse

Sentada en el viejo columpio con la vista clavada en el suelo, se preguntaba cómo había sido tan inocente de creer que él iba a pedir su regreso y mucho menos por medio de una tercera persona. Su padre era demasiado orgulloso para hacer algo así.

Lo había aceptado sin pararse a reflexionar, ahora sabía el motivo. Eso era lo que anhelaba dentro de sí. Y tenía que ser realista, estaba huyendo, huía del fracaso de su matrimonio, de su reciente divorcio, de su situación laboral, quizás de demasiadas cosas que no quería admitir… como que se sentía perdida sin saber a dónde dirigirse ni qué rumbo tomar.

En el fondo de su ser, aunque no quisiera reconocerlo, deseaba volver, necesitaba volver. Necesitaba más que nunca enfrentarse a su pasado y a sus fantasmas.

 

***

 

Durante el primer día recorrió cada una de las habitaciones esperando vislumbrar alguna señal de ella misma, pero por un momento tuvo la sensación de que aquel lugar ya no le pertenecía. Cuando divisó su retrato en un cuadro al final del pasillo, se acercó y lo miró. Pocos meses antes de su marcha, una amiga de su padre se lo había regalado, estaba entonces sobre la chimenea. Ahora en cambio estaba como escondido al lado del cuarto de invitados, donde no recordaba que hubiese dormido nadie jamás.

A Ricardo no le gustaba vivir de recuerdos. Nunca le había gustado exponer fotos por la casa, como solía hacer casi todo el mundo. En el despacho tenía un par de ellas, de él mismo, pero relacionadas con su trabajo como catedrático en la universidad, y sobre la cómoda del hall, un pequeño marco de plata donde aparecía con Elisa en una foto reciente.

A Anna no le sorprendió. Nada de lo relacionado con él parecía sorprenderla.

 

Se sentó en el taburete y levantó la tapa de piano. Acarició las teclas con suavidad. Le gustaba tocar, siempre le había gustado, pero piezas bonitas que le agradaban, y no todas aquellas insufribles escalas que tanto la habían aburrido cuando la profesora de Música del colegio la obligaba a repetir una y otra vez.

Quiso dejarlo en más de una ocasión, pero su padre se negó en rotundo.

—Ya que has llegado hasta aquí, continuarás —le dijo cuando, a los diecisiete años, expresó por última vez su deseo de no seguir estudiando—. Y además te gusta, no lo niegues.

De nada le sirvió mentir diciendo que odiaba las clases de Música, él no le hizo ningún caso, entonces decidió tomar otra estrategia. Practicaba tan poco que apenas avanzaba, y como ya estaba en el curso previo a su entrada en la universidad, alegó que los estudios le absorbían demasiado tiempo como para perderlo tocando el piano.

Su padre no tuvo más remedio que ceder, pero le hizo prometer que no lo abandonaría del todo y que intentaría volver más adelante. Ella lo prometió para que no la atosigara, aunque sabía que empezando sus estudios universitarios sería difícil que pudiera cumplir su promesa.

Empezó a tocar el Minueto en Sol Mayor de Bach que recordaba con claridad, pero notó los dedos tan torpes que acabó por dejarlo. Pensó que en otro momento que se sintiera más animada practicaría un poco. Seguro que todos los libros de Música estaban guardados en algún sitio.

 

***

En los días siguientes ni Anna ni su padre volvieron a mencionar el tema de su regreso a casa. Cada uno parecía vivir aislado en su propio mundo. Y por mucho que Elisa se esforzara por hacer desaparecer la tensión que había en cada comida y en cada cena, los silencios pesaban como una losa sobre padre e hija, haciendo que desapareciera la capacidad de hablar de ambos. Esos silencios eran incómodos. A Elisa le producían más malestar que otra cosa, pero había preferido mantenerse al margen, no entrometerse en los asuntos de Ricardo y Anna, aunque muchas veces se tenía que morder la lengua cuando se encontraba a solas con alguno de los dos, para evitar males mayores.

Anna madrugaba y salía a hacer footing por la playa. En una de esas mañanas se cruzó con un hombre alto de cabello oscuro. Como ella, bordeaba la orilla del mar, con la diferencia de que iba acompañado de un precioso perro que con un palo en la boca saltaba al lado de su dueño.

Le dolían las piernas y estaba empapada de sudor cuando se sentó para descansar sobre una roca. Lo observó. Tenía un buen cuerpo, le calculó al menos un metro ochenta. Era atlético pero no musculoso. Vestía una camiseta gris y un pantalón de chándal largo de color oscuro.

No había podido ver bien su rostro, pero se prometió a sí misma que si volvía a coincidir con él intentaría fijarse. Pensó que sería uno de los muchos veraneantes que inundaban la zona cada verano.

 

***

 

—Papá, ¿podrías dejarme tu coche, por favor? Tengo que ir a la ciudad.

Él abrió uno de los cajones de la cómoda y sacó unas llaves. Se las dio.

—Ten cuidado, y no regreses demasiado tarde.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Te olvidas de que ya no tengo diecisiete años? —preguntó molesta.

—Déjalo —contestó él desviando la mirada—. No he dicho nada.

Se dirigió al garaje. Un Mercedes Benz de color azul oscuro estaba dentro. No recordaba haberle visto nunca conducir otro automóvil que no fuera de esa marca alemana, de la que su padre era un auténtico admirador.

 

***

 

Mónica Santos la había llamado al móvil por la mañana y habían decidido verse esa misma tarde. Habían sido amigas desde los siete años y nunca habían dejado de llamarse o de escribirse, a pesar de la distancia que las separaba. Cuando Mónica se enteró de los planes de Anna de pasar el verano en la casa familiar, se alegró tanto que habría estado dispuesta a recibir a su amiga con una gran fiesta de bienvenida, algo que por supuesto Anna no estaba dispuesta a aceptar.

Se habían visto en numerosas ocasiones en esos últimos años. Mónica no tenía ningún reparo en telefonear a Anna para anunciarle su repentina visita y pasar unos días junto a ella. Llegaba cargada de regalos para todos, sin preocuparse de que su presencia molestara demasiadas veces a Javier, el marido de Anna, que la miraba con excesivo recelo y la tachaba, entre muchas cosas, de «alocada estrafalaria». Pues le gustaba vestir al estilo hippie, con blusas anchas, largas faldas de vivos colores, pañuelos, fulares, collares y pulseras, etcétera. Para colmo, fumaba un cigarro detrás de otro, hablaba sin parar y se tomaba la vida con una calma pasmosa, algo que a él le ponía de los nervios.

 

Mónica se había casado en dos ocasiones, y en las dos había fracasado. Había heredado una suma considerable de dinero y todo el patrimonio familiar. Se dedicaba a hacer lo que le venía en gana. Lo mismo llamaba a Anna desde París que desde Londres o se iba a Nueva York de compras, pero cuando no viajaba, residía en la casa familiar a casi dos kilómetros de la residencia de los Rubio.

De niñas habían compartido pupitre en el colegio de las Clarisas, donde permanecían toda la semana en un régimen de internado para separarse en las vacaciones y los fines de semana. Las unían demasiadas cosas: las dos eran hijas únicas, las dos vivían solas con sus padres, con la única diferencia de que Anna no tenía ningún recuerdo de su madre, mientras que Mónica podía observarla en las fotografías que se repartían por diversos lugares de la casa. Eso la había inquietado cuando era niña, que no existieran fotografías de la suya por ningún lado. Sin embargo, nunca se atrevió a preguntar por esas supuestas fotos que ella creía que debían de existir. Fotos de retazos de los primeros meses de su infancia cuando los tres estaban juntos y eran, deseaba creer, una familia feliz. A veces le venía en sueños una frase que creyó escuchar a su padre en una ocasión mientras hablaba con el tío Fran, pero ahora no era capaz de discernir si había sido cierto o solo se lo había imaginado. Era una auténtica confesión que le causaba un gran desasosiego.

—Catherine no fue la mujer que yo esperaba, y creo que tampoco conseguí hacerla feliz.

 

***

 

Mónica estaba en la terraza de una cafetería del centro, en una calle que ahora era peatonal. La recibió con una gran sonrisa. Anna la besó en la mejilla.

—¡¡Mi querida, Anna!! ¡Qué alegría verte! Siéntate, ¿qué vas a tomar?

Iba vestida con un blusón blanco y vaqueros claros. Anna en cambio se había puesto un vestido de tirantes, con escote en pico estampado en tonos pastel.

—No lo sé, ¿qué estás tomando tú? —preguntó al tiempo que se sentaba frente a su amiga.

—Un gin tonic.

—Prefiero una cerveza sin alcohol —dijo colocando el móvil sobre la mesa.

Mónica llamó al camarero. Un muchacho imberbe y pelirrojo se acercó.

Pidió la cerveza y otro gin tonic para ella.

—Cuando me dijiste que ibas a venir, no pude creerlo. ¿Quieres? —dijo ofreciéndole un cigarrillo.

—Sabes que no fumo.

Hum… haces una vida demasiado sana: no bebes, no fumas, no me dirás que tampoco… —bromeó.

—Sigues siendo incorregible.

—¿Cómo te ha ido el reencuentro familiar? —preguntó directamente.

—Tal y como lo esperaba. Apenas cruzamos dos palabras. Yo no sé qué decirle y supongo que él tampoco sabe qué decirme a mí. Es como si viviera en un hotel y me cruzara con el mismo huésped todos los días, compartiendo mesa para cenar y para comer.

El camarero se acercó y sirvió las bebidas.

—Y ¿sabe el señor Rubio que te has citado con tu perversa amiga Mónica, la causante de todos tus males?

Anna soltó una risita y dejó que siguiera hablando.

—¿Quieres creer que todas la veces que me he cruzado con él, no se ha dignado a hablar ni una palabra conmigo?

—Me cuesta creerlo —contestó con ironía—. ¿En serio?

—Bueno, pero como yo lo saludo, le meto en el aprieto de tener que decirme algo, es decir, hola o adiós, no dice más. —Se rio.

—La educación ante todo, Mónica. ¿O no lo conoces? —Hizo una mueca de desagrado.

—¿Y qué tal ella?

—¿Quién? —preguntó Anna mientras cogía uno de los pistachos que les habían servido para acompañar las bebidas.

—Elsa, o como se llame.

—Es Elisa, no Elsa —aclaró.

—Elisa, como Sor Elisa, aquella monja bajita y con bigote que nos daba clase de Religión, ¿la recuerdas? —Volvió a reírse.

—Te aseguro que esta Elisa no tiene nada que ver con aquella otra Elisa. Es una mujer muy agradable y muy amable, se desvive por que me sienta cómoda. ¡Qué frío hace aquí! —añadió, encogiéndose en la silla.

—Estamos en el norte. Te has olvidado del tiempo del norte, querida.

—Sí, Mónica. Creo que me he olvidado de muchas más cosas que del tiempo del norte.

Siguieron hablando durante largo rato. Luego decidieron ir a cenar a un pequeño restaurante italiano del que Mónica era asidua cliente. Hablaron de los hijos de Anna, de Javier, del divorcio, de sus planes, pero evitaron hablar del pasado. Ninguna de las dos se sentía con ánimos de recordar viejas heridas. Solo querían divertirse y pasar un rato agradable.

—¿Has visto algún caballero interesante por ahí? —preguntó Mónica.

Hum… no…, bueno… mejor dicho, cuando hago footing por las mañanas hay un tipo que sigue mi misma ruta. No está nada mal, pero me imagino que estará casado, será un gilipollas o será gay.

—¿Haciendo footing? ¡No me interesa! Tú y tu vida sana.

Anna se rio.

—Te aseguro que de cuerpo no está nada mal. Pero no le he visto los ojos, y como muy bien sabes, lo primero que me atrae de un hombre son sus ojos.

—Miras demasiado arriba, Anna. Yo de ti pondría la mirada en otro sitio que está más abajo, más que en los ojos, la verdad.

Anna volvió a reírse.

—No seas vulgar —bromeó.

—No soy vulgar, solo soy práctica. Ya que es lo único que me interesa de los hombres después de lo visto. Un poco de sexo agradable y punto. Igual que hacen ellos.

—No todos son iguales, mujer.

—No te engañes, Anna. Son todos iguales.

—Sí. —Suspiró—. Supongo que en el fondo tienes razón.

Se despidieron y quedaron en verse en dos semanas, ya que Mónica partiría de viaje al día siguiente.

—Saluda a «don» Ricardo de mi parte, ¿quieres?

Anna sonrió. Sabía muy bien que Mónica Santos no era ni mucho menos del agrado de su progenitor.

 

Cuando regresó a casa metió el coche en el garaje. Todo estaba silencioso. Apagó el motor y se quedó durante unos minutos en el interior. Algo le hizo volver al pasado, recordar la última noche de hacía ya veinte años. También había llegado tarde. También había vuelto en el coche de su padre, el viejo Mercedes de color claro que había cogido sin permiso, también era a principios del mes de julio y también llevaba un vestido de tirantes. Desvió la vista cegada por tanta nostalgia. De pronto rompió a llorar sin que nadie pudiera verla.

 

***

 

El avión llegó con un poco de retraso. Anna esperaba impaciente mirando el reloj una y otra vez, deseando ver a sus dos hijos. No tardó en divisarlos.

—¡Mamá! —exclamó Carla en cuanto la vio.

Ambas se abrazaron mientras Javi las miraba con cara de pocos amigos.

—Cariño —murmuró Anna. Se soltó de los brazos de su hija menor y se dirigió al muchacho.

—Y tú, ¿es que no piensas darme ni un beso?

El chico sonrió.

—Claro, mamá.

Se dejó abrazar y besar por su madre.

—¡Dejad que os vea! Estáis muy guapos —dijo orgullosa, observándolos—. Y hasta habéis cogido un poquito de color.

Los dos eran de piel clara como ella, y no solían broncearse con facilidad.

—Iré a por las maletas —dijo Javi.

Se dirigió hacia la recogida de equipajes seguido de su madre y de su hermana que caminaban sonrientes, muy felices detrás de él.

 

Mientras Anna conducía por la autopista, se preguntaba cómo sería la convivencia de sus hijos con el abuelo. No se conocían. Eran buenos chicos y estaba segura de que no causarían problema alguno, pero con el carácter tan particular de su padre, a saber cómo iban a ir las cosas.

Esperaba que aunque solo fuera por la misma sangre que los unía, los aceptara sin poner objeciones. Ella les había advertido sobre lo difícil que era convivir con él, les pidió que se comportaran, que fueran educados, amables y que no se pelearan entre ellos, algo que solía ocurrir muy a menudo.

Los dos, como no podría ser de otra forma, asintieron diciéndole que sí.

 

***

 

Unos ojos azules, escondidos detrás de unas gafas de montura fina de color dorado, los miraba de arriba abajo con el ceño fruncido mientras los dos adolescentes, acobardados, no se separaban del lado de su madre. Acababan de conocer a Ricardo, su abuelo materno.

—Así que estos son tus hijos.

Ella asintió.

—Sí. Javi y Carla.

—Un poco mayorcitos para conocer a un abuelo, ¿no te parece?

Los chicos la observaron confusos, esperando una respuesta. Pero ella no dijo nada, solo sonrió. Desvío la mirada para otro lado sin dejar de morderse la uña del dedo pulgar.

—Será mejor que os acompañe a vuestras habitaciones —dijo nerviosa.

Salieron del salón, dejándolo sentado en su butaca preferida.

Entraron en una de las habitaciones que Elisa y Charo, la chica que ayudaba en las tareas domésticas, habían preparado. Era muy espaciosa, decorada en tonos cálidos. Tenía dos camas gemelas, un armario empotrado y una mesita de madera clara, igual que los cabeceros. En la pared había una estantería con algunos libros y una pequeña mesa bajo la ventana.

—¿Es que vamos a compartir el cuarto? —preguntó su hijo.

—No, claro que no. Aquí dormirás tú y Carla en el que está al lado del baño. Venid. Es mi antigua habitación —les dijo en el pasillo.

Entraron. Estaba también recién preparada.

—¿Aquí dormías tú?

—Así es.

—Es muy bonita, mamá. ¡Y me hace ilusión que fuera tuya! —exclamó, sonriendo y sentándose sobre la colcha de piqué de color blanco que cubría la cama—. ¿Y dónde duermes ahora?

—En la del piano. Mi habitación también es preciosa.

—Es una casa fantástica —dijo Carla acercándose a la ventana y observando el jardín.

—Mamá, ¿tendremos que quedarnos mucho tiempo aquí?

—No te preocupes por eso ahora, Javi. Id colocando vuestra ropa en los armarios. Enseguida vamos a cenar.

—Mamá… —volvió a decir el chico.

—¿Sí?

—¿El abuelo es siempre tan antipático? —preguntó.

—No le hagáis caso. Es un viejo cascarrabias de vez en cuando, pero nada más —contestó Elisa que acaba de asomarse a la puerta.

Javi enrojeció de vergüenza y Anna sonrió.

—No te preocupes, Javi. No siempre es antipático, te lo aseguro.

Eso no fue ningún alivio para ninguno de sus hijos que, cuando bajaron a cenar, no se atrevieron a decir ni media palabra. La que sí parecía encantada con la presencia de los adolescentes era Elisa, que no dudó en calificarlos de guapos y educados en cuanto tuvo ocasión. El abuelo los miraba de reojo, preguntándose si aquellos jovencitos alterarían su vida cotidiana; esperaba que no demasiado.

 

***

 

—Tu nieto es igual que tú —le dijo Elisa a Ricardo cuando se quedaron solos.

—No me he fijado —respondió él desviando la mirada.

—Pues deberías hacerlo. Tiene tus mismos ojos y hasta el mismo color de pelo cuando no era blanco ni gris.

—Yo siempre he tenido el pelo claro, mucho más que el suyo —explicó mientras colocaba un libro en la estantería del despacho.

—Pero se parece, hasta tiene tu mismo aspecto. Alto y desgarbado. En cambio, la niña no se parece ni a su madre ni a ti.

—Se parecerá a su padre.

Salieron del despacho y se dirigieron a la habitación.

—Me alegra que hayan venido. Parece que están bien educados.

Él puso una mueca de disgusto al tiempo que cerraba la puerta del dormitorio.

—Que lo parezca no quiere decir que lo estén. Solo faltaba que el primer día no se comportaran correctamente.

—¡Cómo eres! Sé que en el fondo estás encantado con su visita.

—No. No lo estoy. Conocer a tus propios nietos cuando tienen dieciséis y trece años no es para sentirse orgulloso —dijo malhumorado—. ¿O sí?

—Por favor, baja la voz. Te van a oír.

—Lo único que quiero es que me dejen tranquilo y no me compliquen la existencia.

Elisa movió la cabeza de un lado a otro. Cuando a Ricardo le daba por ponerse insoportable sabía hacerlo muy bien.

—Pues digas lo que digas me parecen un encanto, tanto tu hija como tus nietos.

Él se quedó callado mirando a Elisa. Había sido una mujer muy guapa y seguía siéndolo. Tenía unos bonitos ojos de color castaño, muy expresivos, que destacaban en su rostro ovalado, con nariz pequeña y labios finos. Conservaba una bonita silueta a pesar de que su edad rondaba ya los sesenta años. Llevaba el cabello corto, teñido en tono claro. Era muy difícil verla malhumorada o disgustada. Tenía un carácter alegre y dócil. Eran tan distintos que se complementaban.

 

***

 

Durante tres días Anna estuvo tan ocupada con sus hijos que le resultó fácil no pensar en su padre. Se los llevaba a la ciudad por la mañana, donde hacían compras en un centro comercial, paseaban por las calles más céntricas y terminaban comiéndose un helado en la terraza de un antiguo café, que había frecuentado muchas veces en sus años universitarios. También visitaron algún museo, recorrieron todo el paseo marítimo, el puerto deportivo y el antiguo barrio de pescadores.

Anna se había quedado maravillada con lo mucho que había cambiado la ciudad desde su marcha, tanto que la encontró desconocida. También era tranquila, y cómoda, y por un instante le pasó por la cabeza que allí era donde deseaba que sus hijos pasaran la adolescencia y maduraran.

Sin embargo, ellos no se imaginaban que por la mente de su madre aflorara semejante idea. Contaban con que estaban pasando unas vacaciones que no se alargarían demasiado para poder regresar a Madrid, a su colegio, con sus amigos y con su padre.

Ya no vivirían juntos porque acababan de divorciarse. De momento, ninguno de los dos chicos pensaba en ello. Se hacían a la idea de que su padre estaría de viaje como tantas veces por su trabajo, esperando que en cualquier momento él abriera la puerta y estuvieran de nuevo los cuatro en su hogar, eso era lo que les hubiese gustado.

No habían dado aún las ocho de la mañana cuando Anna salió de su cuarto, vestida con una camiseta rosa, pantalón de chándal azul marino y las zapatillas deportivas blancas en la mano, con la intención de no hacer ruido. No deseaba despertar a nadie al caminar sobre la tarima, ya que la casa estaba sumida en el más absoluto silencio.

En la cocina se calzó y se asomó a la ventana. Comprobó que aunque el cielo estaba gris no llovía, por lo que se animó a bajar hasta la playa. Desde la llegada de los niños no había vuelto a pasear ni a correr por la arena. Le gustaba respirar el aroma de las mañanas, sintiendo el dulce olor de la hierba recordando fragancias de su niñez. Era como si nada hubiera cambiado en esos veinte años que había estado alejada de aquel precioso lugar. Una leve brisa movía las hojas de los árboles y observó con detenimiento las nubes acechantes en el horizonte mientras las gaviotas revoloteaban por el cielo.

Escondida entre acantilados de gran belleza, la playa solo tenía dos accesos posibles. Un estrecho sendero en cuesta por la parte derecha, o una escalera de madera sin barandilla por la parte izquierda. De arenas blancas, excepto alguna zona localizada de piedras, no era una playa apropiada para el baño debido a su fuerte oleaje y sus numerosas corrientes, por lo que eran muy pocos los que se atrevían a adentrarse en sus revoltosas aguas. Los que la visitaban, lo hacían para contemplar el bonito paisaje, pasear a sus perros o, como en el caso de Anna, para correr sobre la arena en una extensión de no más de ciento cincuenta metros.

No a mucha distancia, siguiendo la carretera, se llegaba a otra playa bastante concurrida, más propia para el baño. Contaba con diversos servicios, como un pequeño chiringuito, un restaurante que solo abría en temporada de verano y un equipo de salvamento. En ese lugar había pasado largas e interminables tardes de su adolescencia junto a Mónica y la pandilla que tenían entonces, casi todos chicas y chicos de los alrededores, bañándose, jugando, ligando y tomando el sol. Después, ya entrada la tarde, se encaminaban a la playa solitaria donde ahora estaba, para poder fumar a escondidas y cantar al son de alguna guitarra hasta casi el anochecer.

Era cuando su padre, aburrido de esperarla, bajaba enfadado a buscarla por el sendero, mientras que ella se escabullía a toda prisa subiendo por el lado contrario para no cruzárselo, evitando así que la reprendiera delante de todos. Cuando él preguntaba a Mónica y compañía, respondían con tranquilidad, sin inmutarse, que acababa de irse.

Él se volvía por el mismo sitio y casi siempre se encontraban en la puerta de casa. Sabía por su gesto que estaba furioso, así que se limitaba a escucharlo sin rechistar mientras masticaba varios chicles de menta o de clorofila para que no pudiera detectar en su aliento el olor del tabaco. Le hacía la promesa de que no se retrasaría en lo sucesivo, algo que por supuesto pocas veces cumplía, aun sabiendo que estaría castigada los dos o tres días siguientes sin salir de casa, a veces de su habitación, o sin pisar ni siquiera el jardín. De nada le servía suplicar, porque su padre jamás cedía. Sonrió solo con recordarlo.

Seguía caminando por la orilla concentrada en sus pensamientos, con la vista baja mirando por donde pisaba, cuando vio las huellas de un perro sobre la arena mojada. El mar estaba revuelto y las olas golpeaban las rocas con fuerza.

El animal salió del agua con la pelota en la boca y se acercó a Anna moviendo la cola. Ella había dejado de correr para observarlo.

—¿Qué pasa? —le dijo al tiempo que lo acariciaba.

El perro dejó la pelota en la arena y se sacudió, salpicándola. Ella se apartó de un salto.

—¡Que me estás mojando!

—¡Scott! No molestes —escuchó decir.

Se giró. El dueño del perro, el compañero de footing al que deseaba ver de cerca, estaba ahora junto a ella.

—Lo siento. Perdone…

—No, no se preocupe. Me encantan los perros.

Scott empezó a ladrar esperando que alguno de los dos le volviera a lanzar la pelota para ir detrás a buscarla. Así lo hizo su amo.

—Es un perro precioso —dijo Anna siguiéndolo con la mirada.

—Sí —dijo él.

—¿Qué raza es? —preguntó ella.

—Es un golden retriever. ¿Entiende de perros?

—No mucho, pero me gustan —contestó mirándolo a los ojos.

«¡Y qué ojos!» pensó. Eran claros tirando a verdes, aunque suponía que eran de esos que cambian de color dependiendo de la luz.

—¿De vacaciones? —preguntó.

Hum… ¿eh? Sí, sí,… de vacaciones.

—Muy madrugadora —dijo sonriendo—. ¿No le gusta dormir?

—A veces —contestó mientras se enroscaba un mechón de pelo en un dedo.

El perro regresó junto a ellos. Dejó la pelota en la arena y se fue detrás de una perrita que divisó a lo lejos.

Anna bajó los ojos al sentirse observada. Él no dejaba de sonreír.

—Me llamo Albert.

—Ah. Yo, Anna.

—Mucho gusto, Anna

Le tendió la mano. Se la estrechó sin perder la sonrisa.

—Estos últimos días no te he visto por aquí.

Lo miró sorprendida. Al parecer se había fijado en ella.

—No suele haber mucha gente tan temprano —aclaró él.

—Ya…

—Lloverá de un momento a otro —dijo mirando al cielo.

—Pensaba que estábamos en verano —dijo ella cruzándose de brazos y encogiéndose como si tuviera frío.

—Es el tiempo del norte.

Sonrió.

—Sí, es cierto. Aquí el tiempo es muy variable.

 

 

Anna lo observó con detenimiento. No solo tenía un buen cuerpo y unos bonitos ojos. Su rostro era agradable, bien proporcionado. Tenía una mirada tierna y una preciosa sonrisa muy seductora. La nariz recta, los rasgos delicados pero a la vez masculinos, el pelo castaño oscuro algo ondulado, la piel blanca y esa barba de pocos días le hacían muy atractivo, más de lo que habría podido imaginarse.

Empezó a llover y se apresuraron a la escalera de madera. Albert llamó a voces a Scott, que apareció enseguida con un palo en la boca.

—Vamos, Scott. No es hora de jugar.

Le enganchó la correa al collar y subieron por los escalones mientras la lluvia se hacía cada vez más fuerte. Ya arriba, sin tener donde refugiarse, siguieron caminando.

—¿Vives muy lejos? —preguntó él.

—No, estoy muy cerca. ¿Y tú?

—A unos diez minutos.

Iban por la estrecha carretera uno detrás del otro, hasta que Anna se detuvo en un cruce.

Señaló la casa que se veía a la izquierda.

—Es ahí.

Era la que él se había parado a mirar muchas veces y que tanto le gustaba.

Sonrió.

—Pues no sigas mojándote, y… hasta otro día, Anna.

—Adiós, Albert. Adiós, Scott.

Le hubiera gustado invitarle a entrar en casa, que esperara allí hasta que dejara de llover. Pero no se atrevió a hacerlo. Caminó unos pasos antes de escucharle decir:

—¿Te veo mañana?

Ella se volvió y le contestó con una dulce sonrisa.

—Si no llueve…

—No lloverá, te lo aseguro. Hasta mañana.

 

***

—¿Dónde estabas? —le preguntó su padre cuando la vio entrar en la cocina.

—Corriendo un poco —contestó con tranquilidad.

—Te recuerdo que tienes dos hijos a los que atender, que ni se han levantado aún, ni han bajado a desayunar.

—¡Ricardo! Es muy temprano. ¡Deja que duerman! —exclamó Elisa.

—Aquí hay unos horarios y unas normas —protestó.

—Son tus invitados, Ricardo.

—¿Mis invitados? —preguntó sorprendido, como si le ofendiera escuchar esa palabra.

Elisa lo miró con dureza. Anna, apoyada en el marco de la puerta, suspiró.

—Déjalo, Elisa. No te molestes. A mi padre le encanta eso de poner normas, horarios, reglas… se me había olvidado que vivir con él es como estar en el peor de los internados.

—Para que una casa funcione tiene que ser así, te guste o no.

Anna hizo una mueca de desagrado.

—Creo que voy a darme una ducha —dijo girándose e ignorando sus palabras.

 

Mientras el agua caliente resbalaba por su cuerpo, se acordó de Albert. Era atractivo, tan atractivo que no parecía real. Pensó que rezaría lo que hiciera falta para que al día siguiente brillase el sol. Le apetecía mucho volver a verlo.

Cuando volvió a bajar a la cocina sus hijos desayunaban bajo la atenta mirada del abuelo, que al parecer les estaba preguntando por sus estudios.

Ellos contestaban tímidamente, sin alzar mucho la voz.

—Buenos días —les dijo.

—Buenos días, mamá —contestó la niña.

El chico, sin embargo, no dijo ni una palabra. Parecía incómodo ante tanta pregunta.

—¿Has pensado qué carrera te gustaría estudiar? —preguntaba el abuelo.

—No… todavía no sé…

—Pero tendrás la idea de ir a la universidad.

—Sí, supongo… —contestó no muy convencido.

—Bien —dijo satisfecho—. Claro que sí. Para ser algo en la vida, tienes que estudiar, muchacho. Eso es esencial, los estudios son muy importantes. Sin estudios no eres nada.

Anna se dio la vuelta y volvió a subir la escalera. Se sabía de memoria todo lo que su padre iba a decir. A ella se lo había repetido hasta el aburrimiento. No quería volver a escucharlo ni una sola vez más.