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Carlos Frontera

 

 

Andar sin ruido

 

 

 

 

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Carlos Frontera, Andar sin ruido

Primera edición digital: septiembre de 2017

 

ISBN epub: 978-84-8393-604-7

IBIC: FYB

 

© Carlos Frontera, 2017

© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2017

 

 

Colección Voces / Literatura 245

 

Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com

 

 

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A Seba, a Maitetxu, a María

por orden de aparición.

Vuestros son los mejores cuentos.

 

 

 

Nunca pasa nada hasta que pasa.

Mamá

 

Las novias cuando nos dejan

 

Las novias cuando nos dejan lo ponen todo patas arriba, lo mismito que un terremoto. Poco importa que se pongan tremendas como folclóricas, que se muestren serenas y juiciosas como magistrados o que ventilen la relación con un par de monosílabos. El caso es que siempre proceden de igual modo: primero nos dejan y luego nos conceden un tiempo prudencial. Ahí os quedáis, nos dicen, y se depilan las ingles y se van a tomar un café con su mejor amiga.

Nosotros, los novios, nos quedamos un buen rato en el sitio, con dos palmos de narices nos quedamos, y cuando comprendemos que la cosa va en serio, revolvemos los altillos y buscamos una maleta, la más grande que tengamos, la despatarramos sobre la cama y nos damos prisa en guardar nuestras pertenencias. Pero no lo hacemos de cualquier modo, no. Nosotros, los novios, cuando nos dejan nuestras novias, tomamos una maleta bien hermosa y metemos la ropa dentro sin grandes alardes –ya la plancharemos cuando huyamos del epicentro, pensamos–, guardamos las cosas de aseo personal a continuación y, por último, nuestra colección de vinilos. Y mientras las novias con las ingles recién depiladas toman café con su mejor amiga, los novios cerramos la puerta a nuestras espaldas de un portazo y olvidamos las llaves dentro.

Yo, que ya acumulo cierta experiencia sísmica, he desarrollado un método. En lugar de perder el tiempo examinando los altillos en busca de una maleta, bajo a la papelería más próxima y me hago con una caja de cartón, de esas bidimensionales que adquieren una tercera dimensión en cuatro sencillos pasos, que para cuando estoy de vuelta en el piso, ya es toda una señora caja. Como digo, no me dejo llevar por la rabia ni permito que las lágrimas me nublen la razón. Cada cosa a su tiempo, ya habrá ocasión para tales desmanes. Tampoco me entretengo recogiendo la ropa, ni hago el mamarracho revisando el contestador automático. Voy directo al grano: dejo la caja en el suelo, respiro hondo y la lleno de eso que tan solo los novios sabemos. Al acabar, me aseguro de que el cuenco del gato tenga comida y, antes de que mi novia, con las ingles bien depiladas, acabe de tomarse un café con su mejor amiga y decida que ya se ha cumplido el tiempo prudencial, me presento en casa de mis padres.

Cuando los padres nos ven llegar con una caja de cartón de tamaño considerable bajo el brazo y los faldones de la camisa por fuera, dicen «hijo» con un hilo de voz y se contienen para no abrazarnos en plena vía pública y evitar así una escena delante de los vecinos. No se atreven a pisar la calle. Miran hacia un lado, hacia el otro, y, con un gesto apenas perceptible, nos apremian para que entremos.

Los padres no comprenden que pase de largo sin dedicarles una sonrisa y que vaya directo a mi habitación, no les entra en la cabeza que tome un rotulador indeleble y escriba en la caja el nombre de mi última novia –que en estos momentos estará abriendo la puerta de nuestro piso con una llave idéntica a la que me dejé dentro–, no entienden que apile la caja junto a las demás, ni que pierda el tiempo ubicándola por orden alfabético. Por eso irrumpen en mi habitación sin el menor recato y me dicen «llora si te apetece», me lo dicen al alimón, y no se quedan contentos hasta que me encierro en el baño y hago como que lloro.

Los días siguientes no volverán a referirse al asunto y mi madre hará albóndigas en salsa.

Los novios, cuando nos dejan nuestras novias, nos sentimos extraordinariamente bien, pero eso es algo que no podemos decirle a nuestros padres –que han conservado nuestra habitación tal como la dejamos–, porque enseguida insistirían en que nos afeitásemos la barba y renovásemos el vestuario, y no estamos los novios para esas zarandajas.

Primero he de asegurarme de que las cajas estén bien ordenadas, que cada una ocupe el lugar que le corresponde, y es una tarea que tengo que acometer con urgencia, antes de que la caja se cubra de polvo y de olvido. No quiero ni imaginarme qué sucedería si Marta ocupase el lugar de Susana, o Rosa el de Ainhoa. Por eso descuido mi aspecto y me entretengo colocando cada caja en su sitio, por eso me niego a responder las llamadas de los amigos y a las provocaciones de mis hermanos. No hasta estar bien seguro.

Los novios, cuando recobramos la soltería, nos sentimos rematadamente bien, aunque nos empeñemos en demostrar lo contrario y guardemos las apariencias.

Las noches nos toca pasarlas en vela. Es fundamental que los padres nos encuentren ojerosos y desastrados al día siguiente, que no sospechen que estamos en la gloria y dejen de hacernos albóndigas en salsa.

Para no quedarme dormido, me entretengo cambiando las cajas de lugar. Las desordeno, las mezclo, las giro –de modo que los nombres queden contra la pared– y trato de averiguar dónde queda Natalia, dónde Pilar. No es que el juego sea la bomba. Deja mucho que desear, el juego, pero al menos me mantiene despierto y, a qué negarlo, cada acierto me produce cierto gozo. Un gozo chiquito, bobalicón, a medio hacer, que no llega a materializarse ni en sonrisa, pero gozo al fin y al cabo.

Pero la noche tiene su miga y, tarde o temprano, me puede el aburrimiento –tampoco hay tantas cajas–. Para evitar caer rendido de sueño y arriesgarme a no tener ojeras a la mañana siguiente, complico el juego. Vacío las cajas y hago un montón bien grande con lo que contienen, procurando antes que no se me olvide qué cosa corresponde a cada una. A continuación barajo las cajas, las alineo y las relleno con los objetos amontonados. Es importante hacerlo sin mirar, que no sepa qué estoy cogiendo. Cuando todo está dentro, elijo una caja cualquiera –mejor si los nombres siguen estando contra la pared–. Pongamos que ha salido la de Carmen: abro su caja como si desenvolviese un regalo y me maravillo con el nuevo pasado compartido con Carmen, disfruto como un verraco reconstruyendo mi vida con Carmen, lloro de alegría recordando lo que pudo haber sido Carmen, y así hasta que la nostalgia se desinfla y paso a otra caja, a otra Daniela, a otra Esperanza.

Con el amanecer a la vuelta de la esquina, devolvemos todo a su sitio –es importante que cada caja ocupe su lugar–, bajamos con cara de no haber pegado ojo en toda la noche y dejamos clara nuestra falta de apetito para darles una alegría a nuestros padres, que están empezando a preparar el sofrito de las albóndigas.

No siempre he sido un novio tan capaz. Este aplomo, esta solvencia, este grado de profesionalidad no se adquiere de un día para otro. Es necesario haber sobrevivido a varios terremotos y haber tomado buena nota. Hay quien se conforma con recuperar el equilibrio y recoger los restos de entre los escombros, una opción respetable pero insuficiente de todas todas.

Antes de decidirme por el orden alfabético, había probado a amontonar las cajas cronológicamente, de forma que las más antiguas reposaran debajo y las rupturas recientes se situasen arriba, pero no tardé en comprobar la fragilidad de mi memoria en cuanto hay números de por medio. Confundía fechas, mezclaba hechos ocurridos con años de diferencia, le adjudicaba a una novia experiencias de otra. Por eso acabé escribiendo el nombre de las novias, porque resultaba más sencillo recordar a Virginia que a noviembre de 2007, a Guadalupe que a marzo del 98.

De ahí la importancia de que las cajas estén bien ordenadas. Y no me importa prescindir de un armario o del escritorio con tal de disponer de espacio suficiente para ellas. Así, si en una de esas me llama Silvia y decide concederme una segunda oportunidad, solo necesito recordar que la S está entre la R y la T, y tengo tiempo de sobra para, ahora sí, afeitarme a contrapelo, ponerme una camisa bien planchada y recuperar la caja antes de volver con Silvia. No seré yo uno de esos novios pánfilos que regresan derrotados y vacíos, con el rabo entre las piernas y sin argumentos en su descargo. Ni de coña.

Porque a veces las novias nos conceden una segunda oportunidad. Esas cosas pasan. De repente se despiertan solas, advierten lo rasposo de sus ingles sin depilar y les da por llamarnos y permanecer calladas al otro lado del teléfono. Como experto en seísmos, nada más levantar el auricular y comprobar que nadie responde, sé sin ningún género de dudas quién está del otro lado. El silencio de las novias es inconfundible. Es esencial no precipitarse entonces. Las novias recuerdan el picor de la tela del uniforme del colegio pero no a los niños que les guiñaban los ojos en el recreo. Nada, pues, de interrumpir su silencio con lo primero que se nos venga a la cabeza; nada de obligarlas a hablar fingiendo que no sabemos de quién se trata; nada tampoco de llamarlas de ese modo en que solo los novios las llamamos; y ni se nos ocurra colgar, eso sería lo último, el acabose. Los novios iniciados en seísmos, cuando nos llaman para concedernos una segunda oportunidad, giramos el tubo sobre la oreja y lo alejamos de la boca tanto como nos es posible –también podríamos taparlo con la otra mano, pero preferimos dejarla libre por lo que pueda pasar, que ya nos conocemos, los novios–, y no pedimos perdón hasta no contar con el beneplácito de nuestras novias. «No volverá a pasar, cariño», decimos respirando al fin y secándonos el sudor de la frente.

Las novias, cuando nos dejan regresar, nos reciben con las ingles recién depiladas y estrenando peinado. Están deslumbrantes, las novias. Por eso es tan importante no dejar las cajas de cualquier modo, las cajas hasta los topes de eso que tan solo los novios sabemos, para que cuando Silvia me llame en mitad del juego entre las R y las T de la madrugada para concederme otra oportunidad, me ponga lo primero que encuentre, salga de casa sin despedirme de mis padres y llame a nuestra antigua puerta resoplando
–nos habíamos dejado las llaves dentro–, con barba de siete domingos, con la caja de Silvia bajo el brazo y a saber con el pasado de quién dentro.

Todas las familias felices

 

Todas las familias felices se parecen y la nuestra no iba a ser menos. Los domingos después de comer, mis padres oscurecían el salón, apartaban los muebles y cubrían el suelo con toallas, por si goteaba. A continuación nos mandaban desnudar, colocaban nuestra ropa en los respaldos de las sillas y nos quitaban las pieles. Luego las untaban con nivea, las estiraban, las unían con imperdibles y colgaban el pellejo resultante de unos ganchos en la pared. Qué alegría la suya cuando sacaban los rollos del armario y proyectaban sobre nuestras pieles películas en blanco y negro en las que los protagonistas vivían en mansiones, conducían cochazos de lujo y se besaban al final, mientras un círculo se cerraba sobre ellos al son de violines. De vez en cuando nos señalaban un vestido, o un anillo, o una lata de caviar, y nosotros contemplábamos la escena embobados, sin perder detalle desde unos ojos sin párpados.

Lo mejor llegaba después, al acabar la película, cuando nos volvían a enfundar en nuestras pieles y todos menos mamá se retiraban a dormir la siesta. Yo me quedaba a su vera y le ayudaba a limpiar los platos, echaba a lavar las toallas –siempre quedaba un cerco de sangre debajo de cada uno– y recolocaba los muebles sabiendo que, al finalizar, mamá se sentaría en el sofá, me subiría en su regazo y me acariciaría los costurones mientras la tarde iba dando sus últimos coletazos.

A veces pasaba que, para cuando terminaba la película, habíamos pegado un estirón y las pieles nos quedaban pequeñas. Yo, que era el menor, heredaba la de Fernando y santas pascuas. Me sobraba por todas partes y me deformaba las facciones, mi cara parecía la de un bóxer con tanto pellejo colgando, pero como crecía tan rápido, en poco tiempo se me ceñía y recuperaba el buen aspecto. Entretanto, mamá me firmaba justificantes para el cole aduciendo paperas, o la gripe, o piojos, y pasábamos el día jugando al fútbol y comiendo chocolate para engordar más deprisa. Con Fernando, que era el mediano, tres cuartos de lo mismo. La peor parada era María. Al no haber quien la precediera, tenía que quedarse en carne viva hasta que mamá le cosía una piel de su talla, que confeccionaba con la que se me había quedado pequeña y con remiendos que guardaba en el congelador. Qué tiritonas mi hermana mientras tanto. No se la podía cubrir con nada, no fuera que se le infectase la carne. Fernando y yo preferíamos marcar goles por la escuadra, pero obedecíamos a mamá y le contábamos chistes para entretenerla.

Todas las familias felices se parecen, decía, y mi hijo al fin tiene la edad adecuada. Ha gritado un poco –aún me falta práctica y a él aguante–, pero su piel ya cuelga de la pared. No deja de temblar, el pobre, la vista clavada en la mancha de sangre que va creciendo en la toalla. En cuanto encienda el proyector, seguro que se le pasa el disgusto. El pasado ha cambiado poco desde entonces.

Para la mejor mamá del mundo

 

Las madres se lo pasan en grande llenando las estanterías con fotos de sus hijos. En mañanas de no parar, aprovechan las pausas publicitarias o se escabullen de la cocina en lo que el guiso tarda en hacer chop chop y apartan los ceniceros de vidrio esmerilado, echan a un lado los elefantitos de madera colocados de mayor a menor y cambian los jarrones de sitio, lo que sea con tal de hacer hueco para las fotos. Es su manera de hacer poesía. No les pidas un haiku, un soneto o un verso libre, ni se te ocurra hacerlo. Las madres no están para esas concesiones, su sensibilidad es otra. Por eso no es de extrañar que, cuando vas a ver a tu madre, te encuentres con una foto tuya de cuando eras hijo, una foto de hace algo así como veinte años, o tres despidos, o un divorcio. Una foto sin apenas cicatrices en la que descubres a alguien que te recuerda a ti, que se te da un aire, alguien con menos arrugas en la mirada y más futuro entre los dedos. Alguien que, por edad, podría ser tu hijo.

O sea, que decido pasar la tarde con mi madre, que no está para hacer concesiones pero sí para preparar carne en salsa –su otra forma de hacer poesía–, y acabo convertido en padre, en mi propio padre.

 

Las cosas como son: para nadie es plato de buen gusto ir a ver a su madre siendo hijo y regresar convertido en padre, de ahí que:

–Mamá, ¿cuántos años tendría yo en esa foto? ­–le pregunto mientras me arranco un pelo de la barba.

–¿Quieres dejar de arrancarte pelos de la barba, hijo? –me responde sin prestar atención a la foto–. Qué manía tu padre y tú con los pelos de la barba.

Aparto la mano sin rechistar y pongo cara de circunstancias. Con mamá siempre es igual. No puedo evitarlo: cada vez que mamá me riñe, vuelvo a ser hijo, una culpa sin motivo definido me encoge, me aflauta la voz, me aniña, tira de mi labio inferior hacia fuera, me impulsa a hacer pucheros. Dura poco, una ráfaga, un suspiro, enseguida la culpa se mitiga; o, más bien, se transforma, gana temperatura, le cede su espacio a la nostalgia y a cierta forma de cosquillas.

Cuando recupero mi edad y la compostura, tomo conciencia del reproche. Quiero decir: en un primer momento solo percibo el tono de la frase de mamá, digamos que comprendo la intención pero no el contenido del mensaje, como los perros; digamos que las palabras no se definen al mismo tiempo que su sonido, sino que tardan un poco en articularse en forma de un discurso comprensible –una ráfaga, un suspiro–. Un discurso con barba.

Papá con barba. Hacía tanto de papá con barba. Es curioso, no lo recordaba así. La imagen que tengo de él es siempre impecablemente afeitado, como listo para pasar revista. Pero, ahora que mamá me riñe: papá repantingado en una silla del jardín, papá con la mirada perdida arrancándose un pelo de la barba, haciéndolo rodar unos segundos entre los dedos y soltándolo después para que le hiciera compañía a las hormigas, a las monedas de veinticinco pesetas extraviadas, a las migajas. Papá con barba.

 

Aclaremos algo: yo no me he dejado barba; yo tengo barba, que no es lo mismo. Dejarse barba implica una voluntad estética, religiosa o de cualquier otro tipo, es un acto premeditado y consciente. Nada que ver con mi caso. Afeitarme me da pereza, es un coñazo afeitarse cada mañana. Si tengo barba es porque no me afeito, no hay más. Me cansa afeitarme. Me irrita. En mi barba no hay ninguna intención de ir a la moda ni de ocultar algún defecto, qué sé yo, un labio leporino o una cara picada de viruela. Mi barba es una consecuencia.

Dicho lo cual:

–Mamá, ¿papá tenía barba cuando lo conociste?

–Si sabes que nos conocemos desde que éramos niños, hijo, que a veces pareces tonto.

 

Si se mira de cerca, un pelo de barba arrancado tontamente –de una barba en su justa medida, ni de tres días ni de las que hacen de cortina al cuello– es idéntico a la pata de un insecto: una pata de alambre que recupera su forma en cuanto dejas de apretar, un muelle hecho de óxido y de sombra. Hasta pareciera que, reuniendo seis pelos y pinchándolos en un rulo de plastilina, el engendro resultante podría echarse a reptar en cualquier momento y repugnar a todo hijo de vecino.

Hasta aquí, todo en orden. Pero que mi padre también se arrancara pelos de la barba y mirara al infinito pensando en sus cosas –¿en el insecto que resulta de distribuir simétricamente los pelos a ambos lados de un rulo de plastilina?–, eso no, eso sí que no.

–Eres clavadito a tu padre –me decía mamá cuando yo le hacía perder los nervios.

Por ver si es cierto –a las madres a veces se les va la mano con eso de las comparaciones–, aprovecho que mamá se dirige a la cocina para comprobar si al guiso le falta algún chop chop para estar en su punto y busco alguna foto de papá en las estanterías. Con barba no hay, pero cualquiera con un boli negro puede pintarrajearle una que dé el pego.

No le faltaba razón a mamá: así, con barba, soy clavadito a él. Soy mi propio padre.