Capítulo 1
Un conjuro para la vanguardia
Elle contredit sans cesse le fait, à peine de ne plus être.
Charles Baudelaire
Una nostalgia insondable nos une hoy a la vanguardia, sea porque el mercado parece haber impuesto su lógica sobre el arte o sea porque un esteticismo de la novedad se ha convertido en la clave para conquistar el campo individualizante en el que construyen su legitimidad muchos círculos artísticos, intelectuales y literarios. «La restauración de la categoría de obra y […] la aplicación con fines artísticos de los procedimientos que la vanguardia ideó con […] intención antiartística», rasgos del arte moderno que Peter Bürger denominó «posvanguardia» (2000: 113), son el modo en el que ejercemos hoy esa nostalgia, que también acoge la falsa ilusión de la libre disponibilidad de materiales y procedimientos.
El tiempo de la vanguardia alberga, según esta visión, un acogedor momento en el que el arte podía ser un arma política efectiva y un vehículo para el cambio social. Un arte que, además, construía su presente desde las proyecciones futuras, rompiendo con el pasado cercano de destrucción bélica mediante la construcción de una fuente de novedades infinitas, y que fomentaba y amparaba una sociabilidad desinteresada en la que se legitimaban prácticas, se promovía la interdisciplinariedad y se colocaba la obra por encima del yo productor. La crítica latinoamericana en ocasiones se ha hecho eco de esa versión de la vanguardia, exigiendo a nuestros movimientos suscribir las características de sus equivalentes europeos o bien censurando un epigonismo presuntamente excesivo. De este modo, reprodujo un esquema de dependencia cultural que impide analizar el poder disruptivo real —o las continuidades implícitas— de tales movimientos en el contexto específico que los tensiona.
La perspectiva nostálgica se deshace cuando examinamos críticamente la evidencia. Este capítulo se divide en seis partes que pueden agruparse a su vez en dos. Las cuatro primeras analizan los rasgos teóricos de la vanguardia: su ubicación en la historia de larga duración, su capacidad de intervención política, su pulso con la novedad o la importancia del elemento comunitario. Las dos últimas se ocupan del modo en que la crítica ha abordado la vanguardia latinoamericana, particularmente el invencionismo y poesía buenos aires, en relación con los rasgos estudiados. Revisar estos aspectos permite renovar la óptica y mirar con ojos enjugados el lugar y el papel interpretado por la particular vanguardia que nos convoca. Resulta, además, un ejercicio que el mismo objeto de estudio requiere: si el principal objetivo y el resultado más palpable de los movimientos vanguardistas fue la desestabilización y la puesta en cuestión de lo que se considera arte, es preciso redoblar la apuesta para remover cómo estos movimientos se pensaron a sí mismos y cómo los hemos pensado hasta ahora. Y, al hacerlo, comprobaremos que la vanguardia, sin embargo, conserva su brillo.
1.1. Una genealogía vanguardista
Durante el devenir moderno de la modernidad, las figuraciones del arte y la literatura basadas en un ideal autónomo han dibujado una parábola de sacralización y desacralización cuyo eje vertical ha sido la creciente autoconciencia histórica del arte. Según este esquema, es posible pensar como parte de un mismo proceso de autonomización la progresión hacia el absoluto que el arte adquirió en estas figuraciones con las estéticas idealistas durante el romanticismo y el esteticismo —que, con Kant, Schelling o Hegel a la cabeza, alcanzaron su cúspide en las ideas de la religión del arte o el arte por el arte— y una posterior concepción artística laica o profana, representada, por ejemplo, por Baudelaire o Rimbaud. En el tránsito de una tendencia a otra, ciertas particularidades, como el ideal de pureza o la noción de un arte redentor de lo real, habrían persistido a manera de intermitencias u oleajes que la historia utiliza como impulsos de su transcurrir precipitado.
La autonomización consistiría entonces en un proceso de dos fases: un ascenso y un descenso de las figuraciones del arte, entendidas como las representaciones ideológicas que una sociedad tiene del arte como sistema simbólico. La vanguardia fue un elemento catalizador de la segunda fase, porque surgió como consecuencia del momento climático de sacralización y de la ilusión de una autonomía total del arte, que condujo a que este se escindiera de la praxis cotidiana. En palabras de Bürger:
La separación de la obra de arte respecto a la praxis vital, relacionada con la sociedad burguesa, se transforma así en la (falsa) idea de la total independencia de la obra de arte respecto a la sociedad. La autonomía es una categoría ideológica en el sentido riguroso del término y combina un momento de verdad (la desvinculación del arte respecto de la praxis vital) con un momento de falsedad (la hipostatización de este hecho histórico a una «esencia» del arte) (2000: 99-100).
La primera fase de este proceso autonomizador —para Bürger, la «crisis del arte» (2000: 70)— comenzaría, pues, a fines del siglo XVIII, cuando la práctica artística se escindió de la Iglesia y el Estado, instituciones a las que había pertenecido tradicionalmente. Una vez rotos los cimientos que organizaban las sociedades en sistemas feudales y absolutistas (Hauser 1964), el advenimiento del incipiente capitalismo dejó pocas alternativas para el arte, que o se ponía a disposición del mercado o buscaba un soporte propio encerrándose en sí mismo1.
«A lo largo del siglo XIX, la separación categórica entre el arte y la realidad y la insistencia en la autonomía del arte —que había servido para emancipar al arte de los grilletes de la Iglesia y del Estado— empujó al arte y a los artistas a los márgenes de la sociedad» (Huyssen 2006: 26), por lo que la emancipación no habría sido únicamente una determinación del arte por sí mismo. La exclusión de todo aquello que le resultaba heterónomo habría sido más bien la consecuencia de que la religión y el Estado prescindieron de sus favores y, como resultado, se habría vuelto «incierto el para-qué estético» (Adorno 1983: 10). Inmerso en ese proceso de secularización, el arte se interrogó de inmediato por la función que le correspondía: si ya no era objeto de culto religioso ni de encomio real, ¿para qué servía en la incipiente sociedad burguesa? Así, despojado de función social, comenzó a oscilar entre los requerimientos del mercado y el soporte que se brindaba a sí mismo, salvaguardando la autonomía.
Aunque la teoría de Bürger acierta en su diagnóstico histórico, no termina de acomodarse al enfoque de este trabajo. Primero porque construye un sistema en el que la categoría de vanguardia aparece clasificada según criterios lineales y progresivos (evidenciados en los prefijos pre, pos y neo). Pero sobre todo porque caracteriza el arte como una institución más, equiparable al resto, en un gesto que dificulta pensar su interacción con otras instancias sociales y su dependencia de otros aparatos institucionales. Lo que Bürger denomina «institución arte» —«las condiciones estructurales institucionales que establecen muy claramente la función de la obra» (2000: 48)— involucra los modos de producción y recepción, las estructuras institucionales, educativas y culturales donde circula la obra artística, así como su estatus en una sociedad determinada. Pero, como sostiene Rancière:
Por mucho que algunos se afanen en oponer el acontecimiento del arte y el trabajo creador de los artistas a ese tejido de instituciones, prácticas, modos de afección y esquemas de pensamiento, es este último el que permite que una forma, un estallido de color, la aceleración de un ritmo […] se sientan como acontecimientos y se asocien a la idea de creación artística. Por más que otros insistan en oponer a las idealidades etéreas del arte y la estética las muy prosaicas condiciones de su existencia, siguen siendo esas idealidades las que dan sus puntos de referencia al trabajo mediante el cual ellos aspiran a desmitificarlas (2013: 10).
Por lo tanto, los esquemas de pensamiento vigentes y las idealidades también determinan aquello que se considera arte, y no solo se involucran pasivamente en su acontecer. Este trabajo concibe el arte con una naturaleza más discursiva que institucional, pues pensado como institución podría legitimarse a sí mismo, lo que resultaría poco coherente con la idea de que la autonomía del arte es ilusoria (Bürger) y le permitiría sostenerse plenamente sin acudir a un entramado de discursos o instituciones ajenas (el museo, la política, la educación, etcétera).
Bürger acierta nuevamente al decir que la protesta de la vanguardia contra lo que denomina «institución arte» evidenció ese vínculo entre autonomía y carencia de función social de la obra artística (ibid: 62). Pero la pretensión de autonomía es una consecuencia de la secularización del arte que, emancipado de los lazos religiosos y estatales, protagonizó una autofundamentación que tuvo la idea de l’art pour l’art como clímax. Fundamento este que solo pudo consolidarse a través de un proceso de autosacralización que corrió en paralelo a su emancipación de la religión, porque para cimentarse necesitaba fortalecerse como práctica eminente, subrayando su carácter socialmente necesario2. Desde la perspectiva aquí formulada, la puesta en vacancia de la función social sería la que habría empujado al arte a buscar el sustento en sí mismo y no al revés, por lo que el proceso de secularización tendría su correlato en la construcción de una figuración sagrada y elevada de sí mismo, que resultaría en la ilusión de autonomía total. La vanguardia habría surgido como consecuencia de la cristalización de esa figuración, porque hacia allí dirige la protesta que la origina y la sostiene.
En síntesis, durante una primera fase de secularización, llevada a cabo durante el romanticismo, el arte se erigió a sí mismo como religión soberana: se convirtió en su propio dios y se volvió, por lo tanto, autoconsciente. Fue esta una espiritualización in crescendo, que elevó la categoría del arte a niveles absolutos, con lo que la praxis artística se disoció necesariamente de la praxis cotidiana. Es decir, la separación entre el arte y la vida se habría dado no solo por el desarrollo de la sociedad burguesa y su modo de producción, sino porque la figuración del arte que esta sociedad produjo se construyó como reacción, como repliegue del sistema artístico hacia una pretendida autosuficiencia que contribuyó a aumentar la brecha con aquello que lo rodea. En definitiva, no puede pensarse la época de la vanguardia sin su antecedente romántico como contracara; romanticismo y vanguardia son las dos fases de un mismo proceso de autonomización.
Durante el romanticismo, el arte se volvió tan elevado como inasequible, y de esa manera construyó un ideal de pureza que era necesario mantener como garantía de sacralidad. Pero al tiempo que erigían la autosuficiencia sagrada del arte, los románticos advirtieron la historicidad de la producción artística, esto es, la sobredeterminación que le infunde la época en la que se manifiesta. La historicidad del arte fue concebida de manera paulatina en el contexto del idealismo alemán, desde Herder y el Sturm und Drang hasta Hegel (luego también Wordsworth y Coleridge en Inglaterra, y Victor Hugo en Francia), y supuso una ruptura con el modelo ahistórico y normativo de imitación del arte griego que exigían el clasicismo y la estética de la Ilustración (Szondi 1992).
Pasar de una valoración estética basada en la adscripción a ciertas normas dadas a una que estimara el valor relativo de cada manifestación artística en su contexto histórico implicó dejar de situar el origen del arte en la Antigüedad y terminar con el paraíso perdido estético para abrir la posibilidad de una poesía progresiva, inacabada; algo que requería de una concepción teleológica del arte o, al menos, de la historia como progresión. Ese cambio de paradigma en la literatura, que se inició con los primeros románticos alemanes en el siglo XVIII y se extendió por toda Europa en el XIX, se consolidó y afianzó en la poética de Baudelaire, que lo vinculó con su propio aquí y ahora. Como una profecía del pasado, la estética baudeleriana, según la cual «lo bello está constituido por un elemento eterno, invariable […] y de un elemento relativo circunstancial» (Baudelaire: 81), enunció la contradicción que habita en la obra de arte y la volvió autoconsciente para el futuro.
Así, mientras la sacralización mantenía al arte escindido de la vida, la clarividencia histórica lo devolvía al flujo vital, pero ahora de forma autoconsciente. En ese discernimiento, la vanguardia inclinó definitivamente el arte hacia el polo de la historia, hacia un objetivo desacralizador. De ahí la recurrencia de dogmas y programas que buscaban rebajarlo y mezclarlo con su presente: la modernización del arte no se refiere solo a la actualización de sus condiciones de producción, sino también a su acercamiento a la vida experimentada tal cual es. Podría pensarse entonces que, en el siglo XX, la vanguardia emergió cada vez que la expresión artística de una actualidad envejecía, es decir, dejaba de resultar significativa para el acontecer de la vida. Y si muchas veces no tuvo éxito en la vivificación del arte que se proponía, casi siempre consiguió señalar la falla y destruir así su antecedente. Pero, entonces, ¿en qué se diferencia el mecanismo de actualización artística de la vanguardia de los que se daban en otras épocas?
1.1.1. La potencia política del arte
La Teoría de la vanguardia de Peter Bürger es el texto fundador del modo aún vigente de entender el fenómeno y la categoría. Elaborar una hipótesis que explique un aspecto común a todos los movimientos de vanguardia o, por lo menos, a ciertos grupos representativos, parece una reducción que homogeniza una pluralidad de expresiones de aspectos variables y diferentes entre sí —más, si cabe, en el contexto latinoamericano, donde las vanguardias reaccionaron a tensiones específicas y muy divergentes de la coyuntura europea o estadounidense. Sin embargo, el esfuerzo de Bürger continúa siendo un punto de partida necesario: secunde o no sus hipótesis, cualquier indagación sobre una corriente vanguardista se preguntará en qué medida esta religa el arte con la praxis vital y asumirá el estadio general de autocrítica como característica esencial del ejercicio artístico de vanguardia, las dos tesis centrales del teórico alemán. Además, la perspectiva marxista que orienta su estudio resulta muy pertinente para analizar manifestaciones culturales que, como en los casos que nos ocupan, albergaron un pensamiento de izquierda en su seno.
Tanto el invencionismo como poesía buenos aires cumplen con los requisitos vanguardistas del formulario bürgeriano. El manifiesto invencionista de 1946 habla de un «júbilo inventivo» y pide «que un poema o una pintura no sirvan para justificar una renuncia a la acción, sino que, por el contrario, contribuyan a colocar al hombre en el mundo. Los artistas concretos no estamos por encima de ninguna contienda. Estamos en todas las contiendas. Y en “primera línea”» (en Arte Concreto Invención, 1: 8). poesía buenos aires rescató el espíritu de una poesía impulsora de la acción vital al tiempo que apeló a una noción de lo poético por fuera de lo instituido, es decir, de lo «literario» en el modo en que lo entendían los círculos de la alta cultura, algo en lo que Bayley trabajó en el lapso entre Arturo y poesía buenos aires. Aguirre describiría varios años después esta postura como «rechazo de la exhibición del escritor, rechazo por las sociedades literarias, rechazo por las antesalas y por los compromisos, vergüenza, enorme vergüenza de ser poetas» (Fondebrider, Freidemberg y Samoilovich: 24).
Más allá de los escritos abiertamente marxistas del Boletín de la Asociación Arte Concreto-Invención, el ideal materialista se exponía en ambos movimientos en un esfuerzo por descubrir las estructuras subyacentes a cada disciplina artística. Pero hay un ítem del formulario que los invencionistas dejan sin marcar: esta vanguardia queda fuera del arco temporal de las dos primeras décadas del siglo XX, periodización que Bürger establece para una vanguardia genuina. Esto hace que sus características repliquen una discursividad ya consolidada en la época, heredada de la vanguardia de principios de siglo. Cabe entonces preguntarse si la ausencia de este requisito no anula todos los demás, dado que invalida el imperativo de novedad que da la razón de ser a este tipo de movimientos.
Bürger también postula un fracaso unánime de las vanguardias con respecto a la religación de la praxis artística con la vida cotidiana. Esta afirmación implica, por un lado, un desprecio de las estrategias que los movimientos de vanguardia desarrollaron en esa dirección y, por otro, una potenciación del destello utópico que produce el propósito inalcanzado. Si todavía hoy reconocemos en ese ideal la meta última de la vanguardia, es preciso advertir que las acciones ensayadas para conseguirlo tuvieron consecuencias, aunque no las esperadas, en los modos de producción artístico, cultural o industrial que resultan reconocibles y determinantes para las sociedades actuales. Asimismo, la poesía interviene de manera indirecta en el desarrollo de un lenguaje y la vanguardia tuvo una incidencia decisiva en en ello. No es que Bürger no haya reparado en tales consecuencias: su noción de «posvanguardia» demuestra que, en efecto, se ha interesado por ellas. Pero como una incidencia social solapada, estas secuelas rebasaron el ámbito artístico y alcanzaron la industria cultural y la cultura de masas, «el otro evanescente» sin el cual no puede pensarse la vanguardia, como demuestra Andreas Huyssen.
Algunas influencias europeas del invencionismo, como el constructivismo y sus derivados, la Bauhaus o el concretismo, desarrollaron estrategias específicas para vincular el arte con la producción industrial, algo que no se percibía como una rendición ante el capitalismo, sino, al contrario, como un modo de poner el arte en circulación, de hacerlo disponible a través de los objetos de uso y de la arquitectura3. Un ejemplo más cercano, pero igualmente deudor de estas posturas, es el caso de Tomás Maldonado, que abandonó la pintura en 1957 para dedicarse exclusivamente al diseño industrial; otro es el de ciertos poetas del grupo, que ejercían una actividad mercantil como la publicidad: surrealistas e invencionistas como Miguel Brascó, Jorge Carrol, Luis Iadarola, Julio Llinás, Juan Antonio Vasco o Paco Urondo se dedicaron profesionalmente a la redacción publicitaria. Aunque no hayan escapado a la trampa del mercado, que homogeniza mercancías y bienes de uso, estas estrategias lograron que las estéticas vanguardistas rebasaran el ámbito del arte, es decir, que se implicaran en la vida cotidiana por la vía indirecta de la mercantilización: un éxito a medias o un fracaso mitigado, porque aunque no pudieron con el dominio capitalista de la cultura, sí lograron atravesar su muro.
Este vínculo con la producción industrial no apaga el fulgor idealista de la vanguardia; en todo caso, pone de manifiesto la relación entre arte, vida cotidiana y sociedad, y devela, además, una conexión ambigua entre estos movimientos y el mercado —quizás subestimado en su poder normalizador—, aspectos que evidencian las limitaciones en la pericia política que el arte puede detentar. En todo caso, «la vanguardia histórica aspiró a desarrollar una relación alternativa entre arte elevado y cultura de masas» (Huyssen: 7), y para hacerlo ensayó estrategias diversas que llegaron a atravesar su consistencia de izquierda y que poco después fueron absorbidas por «el conformismo que sometería a la tradición de la vanguardia, […] [el cual] no ha hecho sino obliterar el ímpetu iconoclasta y subversivo de la vanguardia histórica» (19). Ese conformismo, que para Huyssen «se manifiesta en la amplia despolitización del arte posterior a la Segunda Guerra Mundial y su institucionalización como cultura administrada» (20), no puede aplicarse a los movimientos vanguardistas latinoamericanos, que por el contrario sufrieron un proceso de politización creciente en la misma época, lo que a su vez implica una relación diferente con la cultura de masas y con el tejido social.
Sin duda, Huyssen señaló otro rasgo insoslayable para el estudio de las vanguardias como es el papel que ocuparon en la modernidad: el vínculo de tensión que mantuvieron con la cultura de masas y cómo durante la segunda posguerra las discusiones a este respecto se vieron congeladas en medio de un «sistema reificado de dos caras, alto versus bajo, elite versus popular, que constituye en sí mismo la expresión histórica del fracaso de la vanguardia y de la continuación del dominio burgués» (38). Estos movimientos se concibieron a sí mismos con rasgos elitistas (Buck-Morss 2004), un aspecto ya presente en el concepto político de vanguardia de Saint-Simon, que en el siglo XIX la presentó como grupos de avanzada para «generar y garantizar del emergente mundo burgués técnico-industrial, el mundo de la ciudad y de las masas, del capital y la cultura» (Huyssen: 21), y en la más difundida idea de Lenin de que el partido iba por delante de la clase trabajadora.
Esa posición de avanzada generaba un lazo político con el resto de la sociedad del que ni los movimientos más autónomos o esteticistas podían desligarse. La misma idea está también en la base de la caracterización que hace Raymond Williams de la vanguardia como formación burguesa disidente. Para Huyssen, sin embargo, el desplazamiento de la innovación artística de Europa a Estados Unidos en la posguerra habría coincidido con «la ausencia de una perspectiva política en movimientos artísticos como el expresionismo y el arte pop» a causa de «una función de la relación completamente distinta que se verifica entre el arte de vanguardia y la tradición cultural en Estados Unidos, país donde la rebelión contra una herencia cultural burguesa no habría tenido sentido en términos políticos ni artísticos» (24)4.
El invencionismo tuvo un movimiento pendular entre estos polos de politización y despolitización del arte: en sus orígenes en la Asociación Arte Concreto-Invención, intervino de forma muy directa con textos que analizaban y teorizaban la pulsión política del arte en clave marxista. Estos escritos tenían la doble función de, por un lado, encauzar la praxis artística hacia la intervención social y, por otro, fomentar la conciencia y el compromiso entre su círculo de lectores. Durante la primera época de poesía buenos aires, la decisión deliberada de dejar fuera las cuestiones políticas, a pesar de que tenían una presencia relevante en las discusiones del grupo, obedeció a una puesta en cuestión de la capacidad de intervención de la poesía o, más específicamente, a la apuesta por un tipo de intervención política puramente poética. Efectivamente, como se verá en los capítulos 3, 4 y 5, la operación que la poesía invencionista ejerció sobre el lenguaje tuvo una intención política, al trabajar con la ilegibilidad y la imposibilidad de asignar un sentido, e intervenir así los discursos dominantes.
Si la hegemonía del lenguaje poético en la revista respondía al ideal vanguardista de la pureza y al repliegue de las disciplinas en sus propios códigos (véase el capítulo 3), implicaba también un posicionamiento en relación con otros discursos en circulación. Mientras que el peronismo y los sectores tradicionales contraponían dos discursos homogéneos pertenecientes a dos instancias de lo social que convivían en un momento de cambio y que cubrían prácticamente todo el entramado discursivo, esta poesía procuró intervenir en ese juego con su forma —entendida «como lugar de encuentro de la poesía con las fuerzas sociales» (Aguilar: 17)—, desarmando el lenguaje en su centro y atravesando de este modo las dos opciones dadas (véase el capítulo 2). La operación puramente poética se convertía así en intervención política. A partir de la segunda época, una vez caído el peronismo, la política se coló de forma más explícita en la revista, junto con un lenguaje poético más distendido (véase el capítulo 6).
Incluso una actuación artística que se pretende deliberadamente ajena a lo político implica un posicionamiento. Por eso, plantear una oposición entre vanguardia artística y vanguardia política es reduccionista, porque «resulta evidente que en la formulación misma hay un partido tomado y que meramente enunciar la posibilidad de los dos campos implica un juicio ético, heredero de otras dicotomías tradicionales, como “arte por el arte” opuesto a “arte vital” o […] “el arte en sí” frente al “arte para algo”» (Jitrik 1995: 69). En todo caso, habría que preguntarse acerca del motivo por el cual el arte vanguardista adoptó la lógica de la política para intervenir en la sociedad y en las prácticas artísticas, y cómo esa estrategia opositiva se transformó después en un fundamento de valor.
Hay en ese pasaje una transformación discursiva del estatuto social del arte, que termina por cuestionar su rol mediador entre la experiencia y la intervención de lo real. Por eso es necesario considerar los diferentes modos en que el arte genera sentidos políticos de acuerdo con el estatuto que le da una sociedad. Solo al valorar el alcance de las operaciones de la vanguardia en el entramado de los discursos sociales, artísticos o no, se puede comprender si aquella «perdió su ímpetu político y devino un instrumento de legitimación» (Huyssen: 24), si de acuerdo a las figuraciones del arte que produjo durante el siglo XX toda vanguardia es política, o si siempre fue una instancia de legitimación con inquietudes políticas que seduce a lectores y críticos.
Quienes pretendemos conjurar la nostalgia vanguardista suscribimos el diagnóstico de Huyssen de que «se ha vuelto cada vez más difícil compartir el credo de la vanguardia histórica en el que el arte puede ser un elemento crucial para la transformación social» (25). Esto no implica que aceptemos su despolitización, sino más bien que asumimos que la situación, las prácticas y las formaciones discursivas de una colectividad, así como las normas que regulan lo que puede ser enunciado en ella, infunden una configuración específica al arte de una época, y que este, al confluir en ese accionar colectivo, modela las configuraciones sucesivas.
Entonces, considerar la formación discursiva en la que surge una expresión artística permite comprender la pertinencia de sus operaciones. Las reglas de formación exceden el contexto histórico, e incluyen también las prácticas, las creencias y los discursos vigentes en una sociedad determinada. Así, la idea de que el arte, como práctica compleja y eximia, pueda incorporarse a la vida cotidiana e intervenir en el desarrollo social y político es una creencia que forma parte de una figuración de lo artístico vigente desde mediados del siglo XIX. Asumir su historicidad permite tomar la distancia crítica necesaria para considerar los diferentes modos en que el arte refracta lo real hacia direcciones inciertas.
1.1.2. El eterno repliegue de lo nuevo
El imperativo de interferir en lo real fue la respuesta que el arte dio a la obsesión del siglo XX por cambiar al hombre —o, lo que es lo mismo, por cambiar el mundo—, lo que requiere destruir el viejo y crear uno nuevo —«crear un hombre nuevo equivale siempre a exigir la destrucción del viejo», escribe Badiou (2010: 20). Las ideas de destrucción, ruptura, inconformismo y novedad se encuentran tramadas en la fascinación por comenzar de cero que compartían las ideologías dominantes de la época: fascismo y comunismo coincidían en recurrir al ideal del hombre nuevo, aunque el primero lo entendiera como una vuelta al origen puro, una «producción de autenticidad», y solo el segundo se lanzara a la creación de «algo que jamás existió, porque surge de la destrucción de los antagonismos históricos» (Badiou 2010: 91). La vanguardia fue la forma en que el arte obedeció a esa lógica revolucionaria de ruptura y refundación; en otras palabras, constituyó la estetización de esa exigencia, como consecuencia de la puesta en disponibilidad de la función social del arte a partir de la modernidad. De ahí que fuera concebida e interpretada como praxis política estetizada, aunque en los hechos fuera una praxis estética politizada.
En el segundo capítulo de Las transformaciones de lo moderno, Hans-Robert Jauss fecha la idea de que es posible comenzar a hacer la historia de cero en la Ilustración, periodo en que el mito de un origen providencial fue reemplazado por un origen humano. Esto lo volvió asequible y permitió que se desarrollara la idea de recomienzo, que se hizo efectiva en la instauración del calendario revolucionario, por el cual se empezó a contar la historia de nuevo desde el 22 de septiembre de 1792 hasta su abolición por Napoleón, el 2 de septiembre de 1805. Mientras estuvo vigente este calendario, la Francia revolucionaria borró su pasado monárquico para instaurar un nuevo orden institucional y social, pero su fracaso demostró que «si bien se puede hacer historia, no se puede comenzar ab novo», lo que, para Jauss, desarticuló el mito del recomienzo histórico y dio lugar a otros, como el de progreso, el de identidad o el de decadencia (60). Desde entonces, el nuevo comienzo del mundo solo es viable a través del arte, tesis que encuentra su culminación en las vanguardias del siglo XX, que pasaron de lo estético a lo político «para fijar en una revolución estética el nuevo comienzo de la historia bajo la dirección del arte» (62).
El mito artístico del origen, a diferencia del político, no cobró entidad real: encerrado en el ámbito del arte, ese comienzo que retorna una y otra vez es el de una proclamada innovación que debe responder a la necesidad histórica, al imperativo de actualizar el arte al devenir temporal. El inconformismo y la ruptura con lo anterior son las condiciones de la repetición constante del nuevo comienzo. Esto no implica una negación total del pasado, sino más bien su reconfiguración, una recodificación de lo pretérito y la constitución de una genealogía propia. Los invencionistas tradujeron todo ello en la formación de un canon de poetas y artistas vanguardistas latinoamericanos, que incluyó como antecesores a Vicente Huidobro, Murilo Mendes o Joaquín Torres García, el cual les permitía legitimar y hacer propio un pasado fundamentalmente europeo; incorporarían después a autores como César Vallejo, Oliverio Girondo y otros poetas modernistas brasileños. Pero antes que eso, el movimiento emergió de una voluntad de reconfigurar el pasado y plantear un nuevo comienzo: como se verá en el capítulo 3, la revista Arturo (1944) se abre con un artículo de Carmelo Arden Quin que revisa el desarrollo histórico y antropológico en clave materialista, para lo cual divide la historia en edades cíclicas y describe la época actual como recomienzo, como un nuevo primitivismo, esta vez, en clave científica.
En cierta medida, la idea de un nuevo primitivismo evidencia algo que advirtió Adorno en pleno auge del discurso de la novedad. Es posible distinguir en su Teoría estética tres nociones vinculadas a la innovación del arte: «lo nuevo», «la experiencia de lo nuevo» y «la novedad» o «nouveauté». En primer lugar, «lo nuevo» es para Adorno el «anhelo de lo nuevo» (1983: 51), puro deseo de innovación como respuesta a la necesidad histórica. Pero en tanto puro deseo, que nunca llega a consumarse porque «la combinatoria es limitada» (51), se trata de «una mancha ciega, vacía como el perfecto estar-ahí» (35), es decir, una categoría absoluta cuyo correlato es la negación de lo que ya no puede ser —de allí el inconformismo y la ruptura. Anhelo nunca consumado, lo nuevo sostiene la utopía del arte y lo mantiene alejado de su fin temporal, porque «solo por medio de [la] absoluta negatividad [de lo nuevo] puede el arte expresar lo inexpresable, la utopía» (51). El primitivismo científico, desde esta perspectiva, pondría en evidencia no el comienzo de algo nuevo como procura subrayar Arden Quin en su artículo, sino el anhelo nunca alcanzado de innovación y la trampa de lo antiguo que retorna involuntariamente en la idea de nuevo origen.
Adorno también menciona «la experiencia de lo nuevo», y aunque no profundiza en el concepto, lo refiere después de indicar que «en lo nuevo se deshace estéticamente el nudo entre individuo y sociedad» (36). Podría pensarse, por lo tanto, que es la experiencia estética de lo nuevo, con su extrañamiento necesario, lo que desautomatiza ese vínculo y permite elaborar la conciencia individual de lo social. Por eso, la potencia subversiva del lenguaje poético invencionista no radicaba en su capacidad de poner en verso las percepciones y las sensibilidades culturales; semejante proceso, para ser efectivo, no podía darse de forma inmediata. Su capacidad perturbadora consistió más bien en la forma que tuvo de intervenir en los discursos vigentes: si la homogeneidad del discurso peronista, presente en todos los intersticios lingüísticos de lo cotidiano, se oponía al discurso aristocratizante u oligárquico, igualmente homogéneo, de un pasado cercano que pujaba por volver, y juntos cubrían todo el espectro del discurso social, la poesía invencionista se proponía hablar una lengua dada vuelta, en la que resultaba imposible recomponer los sentidos de un discurso lógico y que minaba la hegemonía de los discursos vigentes. Una lengua que solo volvió a componerse, a hablar al derecho, cuando se acalló el ruido de la puja y cuando logró desarmar y librarse del lenguaje del pasado.
Finalmente, «la novedad» o «nouveauté» «es la marca de bienes de consumo que el arte se ha apropiado», esto es, la adopción del funcionamiento mercantil, por el cual la vanguardia permanece en tanto tiene algo nuevo que ofrecer. Pero «solo conduciendo su imaginería hacia la propia autonomía puede el arte atravesar ese mercado que le es heterónomo» (36): únicamente replegándose en su especificidad mediante la sustracción de la lógica de la mercancía puede sobrevivir a ella. Esta resistencia se advierte en la revista poesía buenos aires, que tiró 500 ejemplares por número a lo largo de diez años, sin avisos publicitarios y solventada únicamente por ventas, suscripciones y algún aporte particular. El grupo de poetas soportaba ese estoicismo económico con el propósito de mantener independiente la praxis poética: de ese modo podían ejercer su derecho a la novedad sin atender a las exigencias del mercado, aunque eso expusiera a la revista al peligro de consumirse en su especificidad y desaparecer.
La tríada adorniana de la innovación en el arte distingue, por un lado, la permanente remisión a lo nuevo absoluto como autorización de lo artístico que sostiene la utopía estética; por otro lado, la experiencia de lo nuevo como potencia de intervención política del arte vanguardista y, finalmente, la mecánica de la novedad, entendida como aquello que tensiona esa capacidad de intervención en el peligro constante de ser subsumida por el mercado. Confundir estas tres instancias lleva a juzgar la vanguardia como se juzga la moda, solo en la medida de su innovación y sin considerar que la ruptura completa con la tradición no es sino un espejismo.
Afirmar que la vanguardia produce efectivamente esas rupturas implica dejar de confiar en la capacidad de la historia para producir quiebres y giros. Y evaluarla a partir de su capacidad de innovar, sin preguntarse qué significa la pulsión rupturista o por qué emerge, supone adscribirse a su misma lógica. Cuando Adorno afirma que «la autoridad de lo nuevo es la de lo históricamente necesario» (1983: 36), se refiere a la capacidad del devenir temporal para producir innovación y es al experimentar ese devenir cuando tal autoridad se hace efectiva. En síntesis, la planificación de lo nuevo es parte de la utopía; la innovación que lanza la historia es la única ruptura concebible en un flujo temporal del que no escapa el arte.
Comprender ese aspecto de la intención de ruptura permite entender la recurrencia de la vanguardia no como el eco de una novedad que es necesariamente falsa porque pierde su carácter al ser replicada, sino como respuesta a un estado del discurso artístico que es preciso modificar, bien porque han cambiado las condiciones en las que se produce, bien porque es preciso cambiar esas condiciones5. Es allí donde radica el impulso político de la vanguardia. En caso de definirla por su capacidad de novedad, la irrupción vanguardista solo podría ocurrir una vez, con lo cual su emergencia en América Latina quedaría limitada a una emulación sin consecuencias.
En cambio, luego del invencionismo y de poesía buenos aires se produjo una reconfiguración de lo poético que obedece a aspectos propuestos en sus escritos y programas, cuyos diferentes estadios pueden leerse en sus revistas y del que no se registra vuelta atrás una vez clausurados los movimientos (véase el capítulo 7). A lo largo de casi veinte años, cuestiones como el compromiso ético del poeta, el vínculo con la cultura de masas, el cuestionamiento del carácter representativo del arte y de la poesía o la discusión sobre el estatuto programático de la vanguardia produjeron o acompañaron un cambio de paradigma poético que no podía darse de un día para el otro ni por la acción de un solo poeta.
Ahora bien, aunque la voluntad de ruptura apunta a una reconfiguración del pasado y a una utopía discursiva sobre el futuro, su única incidencia efectiva se produce sobre el presente:
Las vanguardias, en efecto —y tal es su manera de dar cabida a la novísima pasión de lo real—, solo conciben el arte en presente y quieren forzar el reconocimiento de ese presente. […] Lo antiguo y la repetición son aborrecibles, y por eso la ruptura absoluta es saludable: la ruptura que limita las consecuencias al mero presente. […] La vanguardia tiene la ambición de que haya un presente puro del arte (Badiou 2005: 170-171).
Ese presente puro no es una esencia intemporal que atraviesa las épocas, sino la conciencia histórica de la irrepetibilidad de la circunstancia, que se materializa en «el comienzo como presencia intensa del arte» y que es factible de ser reestructurada en la medida en que se disponga una nueva configuración del pasado: «un grupo de vanguardia es el que decide un presente, pues el presente del arte no ha sido decidido por el pasado, como suponen los clásicos; ese pasado, más bien, lo ha impedido. El artista no es ni un heredero ni un imitador, sino aquel que declara con violencia el presente del arte» (ibíd.: 172).
Podríamos agregar un matiz: el pasado de los clásicos que impide el presente es el pasado tal como les ha sido dado, es decir, la tradición; al tomar consciencia de ello, la vanguardia revisita ese pasado y plantea un recomienzo desde otro lugar. Jauss coincide con esto cuando afirma que «a la recepción liberada del arte del pasado corresponde la producción liberada del arte del presente» (12): en la medida en que el arte se historiza, pierde su carácter modélico, se disuelve la tradición canónica y emerge una estética de la novedad que «descubre lo bello transitorio frente a lo bello eterno». Y, sin embargo, «cada modernidad proclamada se convierte inevitablemente en antigüedad» (12): parafraseando a Adorno, Jauss expresa que se trata en definitiva de «la estética baudeleriana de la modernidad [que] ha de ser entendida bajo el concepto de una novedad meramente formal, una novedad que, apenas envejecida, revista la expresión de lo arcaico» (84).
Adorno señala que es «la fuerza de lo antiguo la que empuja hacia lo nuevo porque necesita de ello para realizarse en cuanto antiguo» (1983: 37-38). Jauss agrega que la «condensación de innovaciones, aumenta en igual medida la velocidad de envejecimiento; la “producción vanguardista produce constantemente lo que quisiera superar; a saber, el pasado”» (12). Por eso la vanguardia se consume en su presente de experimentación y su producción de novedades, que son descartadas por la lógica de la superación del pasado, acaba traduciéndose en producción de antigüedades. El invencionismo se consumió en esta práctica experimental porque ejerció una crítica permanente de su propia praxis poética hasta cuestionar los fundamentos mismos de la vanguardia. Este ejercicio crítico, que hizo avanzar y que sostuvo la poética invencionista durante casi veinte años, fue el que sustituyó los planteamientos iniciales por otro tipo de poética que conduciría al ideal comunicativo de los sesenta.
Si como afirma Jauss, «la significación y trascendencia de un suceso no se deduce de su transición de lo antiguo a lo nuevo, sino solo —y es muy distinto— de aquello que constituye su consecuencia» (13), la producción poética posterior al invencionismo es la que plantea la pregunta por las condiciones en que se produjo esa nueva discursividad para la poesía durante la última parte de los cuarenta y la década de 1950. Por eso es importante distinguir lo nuevo de la experiencia de lo nuevo, en términos de Adorno, o el umbral de época y la conciencia de época en la percepción de los comienzos históricos, desde la perspectiva de Jauss. Para Adorno, lo nuevo es un vacío, pura negación de lo que ya no puede ser, mientras que su experiencia produce el extrañamiento que deshace el nudo entre individuo y sociedad. Para Jauss lo nuevo se experimenta una vez cruzado el umbral de época, cuando se confrontan expectativa y experiencia. Así, la experiencia estética es, frente a la experiencia histórica, el signo que determina el cambio:
Si creemos al historicismo riguroso cuando mantiene que lo nuevo in eventu acostumbra a sustraerse a la experiencia consciente y que solo ex eventu, retrospectivamente, es reconocido como el límite entre lo que «ya no es» y lo que «aún no es», ¿no le quedará a la experiencia estética esa oportunidad, siempre confirmada, de apostrofar, frente a la experiencia histórica, la aparición de lo nuevo, de elevar a la conciencia las posibilidades que se anuncian, o incluso de dramatizar, como un nuevo comienzo o como un giro único a la manera del paradigma paulino-cristiano («mira, todo es nuevo»), ese cambio de horizonte todavía imperceptible? (71).
Toda vanguardia es un punto de inflexión en el devenir artístico, que condensa el límite entre lo que ya no es y lo que todavía no es, señalando de ese modo las cesuras históricas. En esos paréntesis, despliega la vacilante, inexacta e incompleta experimentación que determina lo que de aquí en adelante llamaremos estética de umbral. «Es “estética” en el sentido original de la palabra de “percepción a través de la sensibilidad”. […] Es la experiencia de la obra de arte (o de cualquier otro objeto cultural: texto literario, fotografía…) lo que cuenta en un sentido cognitivo» (Buck-Morss: 82); el término «estética» subraya el rasgo experiencial que Adorno considera fundamental para desautomatizar el lazo entre el individuo y su entorno. O en términos de Buck-Morss:
El poder de cualquier objeto cultural para detener el flujo de la historia y abrir el tiempo para visiones alternativas varía con el curso cambiante de la historia. Las estrategias van desde la negatividad crítica a la representación utópica. Ningún estilo, ningún medio tiene siempre éxito. Lo que cuenta es que la experiencia estética nos enseñe algo nuevo acerca de nuestro mundo, que nos saque de la complacencia moral y la resignación política y que nos llame la atención por la irresistible falta de imaginación social que caracteriza a tanta producción cultural en todas sus formas (82).
El invencionismo forma parte de la estética de umbral vanguardista porque determinó lo que ya no podía persistir —la retórica elocuente, las metáforas míticas, las simbolizaciones ajenas al lenguaje corriente, una sociedad en proceso de cambio— y produjo lo que aún no tenía forma —la afirmación de una lengua experimental, la utopía de una sociedad completamente transformada, un lenguaje poético en sintonía con el habla cotidiana—. Para hacerlo, ensayó soluciones poéticas no definitivas y dio lugar a reflexiones esenciales sobre el arte. Precisamente por eso, fue y todavía es acusado de formalista, epigonal, extranjerizante, a la vez que se lo relega por no encajar en la discursividad aristocrática de Sur ni en la nueva representatividad peronista.
Si, como afirma Lyotard, todo comienzo está en deuda con la tradición, al plantear una pregunta para la que aquella no tiene respuesta, y podríamos agregar que también con el futuro, en tanto no puede responder a la pregunta que todavía no se plantea, el invencionismo salda ambas con el autosacrificio y la crítica que recibe por no haber encontrado los términos para enunciar la novedad de la historia, aunque haya construido los puentes para darle lugar. Como señala Claudia Gilman (2000), «no vemos, pues, lo nuevo» en la actualidad de su acontecer. Pero si solo es posible advertirlo con posterioridad, es responsabilidad de ese futuro no juzgar la novedad del pasado con un criterio que le estaba vedado en su presente, esto es, tener la capacidad de advertir lo nuevo en su permanente repliegue.
1.1.3. La fracción vanguardista
¿Cómo legitimar y sostener eso que ya no es pero que todavía no ha tomado forma? Ese es el desafío de toda vanguardia que suscriba la función de actualizar el arte de acuerdo a los quiebres y giros de la historia. En rigor, lo que aún está en vías de existir no puede sostenerse, pero la vanguardia encontró un modo de dar entidad y autenticidad a su estética de umbral: el grupo era la instancia que, mediante el aval de sus miembros, autorizaba la experimentación en su interior y garantizaba la legitimidad hacia afuera. Los distintos grupos vanguardistas representaron el único espacio de interlocución posible para un tipo de arte no reconocido como tal en las formaciones discursivas vigentes sobre lo artístico, que apenas veían en él un nombre y una intención.
Idealmente, la legitimidad de grupo se construye de forma comunitaria, no porque sus miembros habiten un mismo espacio, sino porque suscriben un «entendimiento compartido» (Bauman 2003: 15-16; Tönnies), un acuerdo tácito que genera un sentimiento de fidelidad que aglutina el conjunto y lo protege de los embates del afuera. Si la vanguardia puso a prueba lo que se consideraba arte en una época dada, lo hizo gracias a esta instancia colectiva que validaba prácticas y concepciones artísticas que no eran consideradas por los canales tradicionales de legitimación. La innovación individual habría encontrado más resistencias a su aceptación, con lo que su probabilidad de fracaso habría sido más elevada. El grupo funcionaba como garante hacia afuera y hacia su interior convalidaba prácticas.
La asociatividad es, por lo tanto, una característica esencial de la vanguardia, que comparte con los intelectuales: «el intelectual, en singular, no existe. La categoría, como arguye convincentemente Zygmunt Bauman, se declina necesariamente en plural ya que supone, inescindiblemente del concepto que encarna, algún tipo de asociación, que por lo demás es deliberada» (Gilman 2000: 172). Pero si los intelectuales respondían a un «toque de reunión» que los convocaba a recuperar la tradición y la memoria colectiva de los sabios que representaban la «unidad de la verdad, los valores morales y el juicio estético» (Bauman 1997: 9), la vanguardia llamaba a la vez a la congregación y al apartamiento, recortaba un grupo artístico de un sistema más amplio del cual procuraba diferenciarse. Además, el objetivo de la reunión vanguardista no era reanimar la tradición, sino reconfigurar una genealogía y, a través de la experimentación, plantear un nuevo rumbo.
El poeta de vanguardia que mantiene una actitud subversiva con el lenguaje requiere del grupo. Vanguardistas e intelectuales comparten una voluntad de transformación: el cambio, sea social o lingüístico (la sociedad y la lengua son dos superficies donde se juega la reciprocidad humana), necesita el reconocimiento de una comunidad para justificar su viabilidad. En este sentido, la vanguardia se acerca al funcionamiento de los grupos culturales que describe Raymond Williams en su análisis del círculo de Bloomsbury (2004). Estos grupos comparten un conjunto de prácticas o un «ethos