Biblioteca Mexicana
DIRECTOR: ENRIQUE FLORESCANO
SERIE HISTORIA Y ANTROPOLOGÍA
Un siglo de teatro en México
CONSEJO NACIONAL PARA LA CULTURA Y LAS ARTES
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 2011
Primera edición electrónica, 2017
D. R. © 2011, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes
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ISBN 978-607-16-5084-9 (ePub FCE)
ISBN 978-607-74-5634-6 (ePub SC)
Hecho en México - Made in Mexico
Índice
Introducción.
David Olguín
A caballo entre mundos y estilos. Las dramaturgias mexicanas y sus vidas escénicas en los inicios del siglo XX.
Eduardo Contreras Soto
Orígenes y desarrollo del teatro de revista en México (1869-1953).
Alejandro Ortiz Bullé Goyri
El “cacharro” de Mesones 42: Teatro de Ulises.
David Olguín
Un teatro para caníbales: Rodolfo Usigli y el festín de los demagogos.
Flavio González Mello
El milagro teatral mexicano.
Luis Mario Moncada
El teatro del Seguro Social.
Olga Harmony
La puesta en escena: los nuevos lenguajes, antes y después de Poesía en Voz Alta.
Luz Emilia Aguilar Zinser
Como un río que fluye: el teatro mexicano en los setenta. Nueve obras de otros tantos autores.
Bruno Bert
La escena intransigente: una nueva manera de experimentar la nación.
Bruce Swansey
El show business en el teatro mexicano.
Gonzalo Valdés Medellín
Los cuatro rumbos.
Fernando de Ita
México y el mundo, un teatro cosmopolita para un público provinciano.
Rodolfo Obregón
Escenarios del siglo XX. Giovanna Recchia S.
El complejo mosaico de un mundo en transición: 1980-2000.
Luz Emilia Aguilar Zinser
Los noventa, una década polifónica.
José Ramón Enríquez
El teatro mexicano entre dos siglos (1990-2005).
Lidio Sánchez Caro
La actoralidad en nuestro teatro. Una revisión de las maneras de concebir la actuación en México.
Rubén Ortiz
Largo viaje de fin de siglo a inicio del presente.
Alberto Villarreal
Cronología sintética.
Luis Mario Moncada
Bibliografía general
Notas sobre los autores
Introducción
DAVID OLGUÍN
Tras el largo viaje de un siglo hacia el pasado, desembocamos en un archipiélago: el presente del teatro mexicano semeja un conjunto de islas. A veces reunidas, otras absolutamente incomunicadas, pero cada una haciendo las cosas a su manera y todas con una autonomía difícil de articular en un todo. Tampoco faltan, como en aquellas cartografías en transición, las islas fantasma, casi ubicuas, moviéndose según dictan los vientos; islas de la imaginación, las llama Melville. Uno supone que ahí están, pero obedecen, más bien, al orden de las ideas que nos hacemos de las cosas. En todo caso, lo cierto es que el archipiélago teatral mexicano ofrece poéticas disímbolas, voces en contrapunto y fragmentación.
El síntoma fue diagnosticado como un mal y un riesgo creciente en tiempos en los que se aspiraba todavía a la unidad: predicamos en el desierto y aramos en el mar; buscamos forjar una escuela mexicana de actuación; se dijo: “teatro o nada, teatro o silencio” con fuerza épica; aspiramos a una manera mexicana de hacer dirección, dramaturgia y hasta escenografía; algunos defendieron a muerte determinado estilo como nuestra carta nacional de identidad, otros —verticales como el sistema político que gobernó en su mayor parte el siglo— amenazaban a los acólitos disidentes con un “de mi cuenta corre que no vuelvas a poner un pie en un escenario”. Pero el teatro es tiempo, y el tiempo “ni mata ni cura”, dice el poeta, “sólo verifica”.
Un arte que, como los túmulos del barroco, es criatura de un día, mira caer los frágiles sistemas cerrados que intentan cercarlo. La vida sigue, nos mira pasar, el teatro resiste. En la escena mexicana, la verticalidad está herida de muerte y acaso ésta sea, por ahora, una de las mayores señales de salud para un arte comunitario que requiere, en México, de refrendar la pluralidad de discursos, personalidades y públicos en contrapunto. El eje vertical conserva, patrimonio de políticos más que de artistas, un amplio margen de control sobre los fondos de producción; pero el teatro de arte ha demostrado, a lo largo de su historia, que las ideas y el discurso artístico son más poderosos que la —necesaria, no se malentienda— inversión económica.
Paralelo a esta multiplicación de teatralidades, nuestros escenarios de papel han proliferado. México, en una tarea sólo comparable con la de España, publica dramaturgia y crítica como nunca antes en su historia. Sin embargo, a causa de la fragmentación creciente de las últimas décadas, pareciéramos tener una enorme dificultad para generar textos que revisen, de manera totalizadora, nuestro arte teatral. La historia del oficio también está fragmentada. Creo que este libro, inaugural en muchos sentidos, es resultado de una madurez crítica y de la misma abundancia de miradas capaces de interpretar un fenómeno tan diverso. No es fácil contar un siglo; la ambición fue indispensable.
Siendo congruente con la realidad múltiple de la escena mexicana, como coordinador de este volumen, una vez trazado el plan general, preferí contar con una diversidad de voces y puntos de vista, así como con la preponderancia de escritores sobre investigadores, a fin de hacer un libro no sólo fundamentado sino creativo. Dada la condición efímera del teatro y su fugacidad, este trabajo tenía que construirse a varias manos, pues es tan diacrónico que apenas “el Omnipresente” o “el Hombre de la multitud” podría ocupar la butaca de oro del teatro mexicano y ver y enterarse, en efecto, hasta de minucias. Como afirma don Alfonso Reyes, “juntos lo sabemos todo”.
Un siglo de teatro en México da un panorama totalizador de las rutas que nuestra escena recorrió al cabalgar del siglo XIX hacia el XX, y al volar del XX al XXI. Mira desde nuestro presente y, al ir hacia atrás, establece recuerdos del porvenir, e idas y vueltas hacia el futuro, aun con el riesgo de la reiteración, pues el cambio de perspectiva complementa y da la ocasión para disentir o matizar, desde otros puntos de vista, los temas de estudio.
Al considerar que la historia del teatro no es la historia de la dramaturgia, Un siglo de teatro en México hace énfasis en vincular los textos, las ideas sobre la escena, la actoralidad, los espacios, el sentido de dirección y el público que miró teatro en determinado momento. Las distintas voces y su particular aproximación construyen, como un poliedro, las caras de un arte que, a su vez, es resultado de colaboraciones diversas. A veces no es la parte, pero sí el todo lo que ofrece una visión integradora del fenómeno a lo largo de un siglo: puesta en escena, texto y sociedad. Ha tenido que pasar mucho tiempo para que nuestro teatro pudiera descubrirse con la amplitud de miras y la pluralidad que se encuentran reunidas en estas páginas.
Son pocas las ocasiones en que nuestros escritores pueden discurrir de manera no periodística sobre teatro. Siempre acotados por el contador de caracteres, por la desaparición de sus fuentes de publicación en las secciones y suplementos de cultura, o por la simple parquedad de espacios abiertos a la reflexión teórica, se ven obligados a podar sus escritos sobre temas de los que saben mucho. La mayoría de los ensayos reunidos en este volumen rebasó las expectativas de extensión previstas. Hay necesidad y, por tanto, voracidad por expresar. Al margen de algún interés económico, la generosidad de estos autores incide en una ambición colectiva que, de manera tácita, nos unió al emprender la escritura de este volumen: dejar testimonio de un siglo de arte teatral en México y así fortalecer la resistencia y darle sentido al porqué del teatro en esta hora y en este país. Consignar el sentido de tradición, ruptura y novedad, finalmente, propicia la reunión crítica de los contrarios en ese lugar donde los muertos vuelven a reunirse: la boca de los vivos. El teatro es efímero, pero la experiencia y la memoria permanecen.
Vista a distancia, de cara a un presente incierto y de la siempre indispensable visión demoledora de los nuevos, podemos afirmar que nuestra tradición ya ha contado con dramaturgos esenciales, directores de escena y escenógrafos a la altura de los mejores del mundo, corrientes que han dejado su huella en el público, la identidad y en las artes del país. En suma, un teatro diverso. Sin embargo, también es notorio que nuestra escena, a cada tanto, empieza de nuevo y se olvida de sí misma, o se trunca al cultivar con aliento desmedido su inmediatez en menoscabo de la necesaria revisión de su pasado.
Rodolfo Usigli, por ejemplo, quiso forjar una “nación teatral”, revisó de manera crítica el pasado del país —acaso el punto donde su ejemplo más cauda ha dejado—; escribió apuntes y textos teóricos que son una referencia inevitable en cualquier reflexión sobre el teatro mexicano, aun cuando ya forman parte de una fraseología que, descontextualizada, se convierte en pensamiento tautológico y en parte del festín de demagogos que González Mello describe en su ensayo. Ahora bien, Usigli no existe en los escenarios del país, simplemente no se le monta y sufre la paz de los sepulcros. Es una apariencia la veneración que se le guarda —“de alguna raíz hay que agarrarse”, diría un hijo de Pedro Páramo. Aunque tendría mucho qué decir —ahí está El gesticulador en tiempos circulares de festín y corrupción política—, la inmediatez asfixia a nuestra escena e impide un verdadero ajuste de cuentas con la tradición.
La historia oculta y legitima, levanta monumentos y también, mirada humana a fin de cuentas, acomoda las cosas en función de la actualidad y de quienes la nombran. “No existe lo que no tiene nombre”, dice don Miguel de Unamuno. Creo que Un siglo de teatro en México abrirá los horizontes de interpretación para cuestionar lugares comunes que repetimos al contar la historia de nuestra escena. ¿Detrás de Usigli no hay nada? ¿Contemporáneos y Poesía en Voz Alta son todo para concebir la puesta en escena moderna en México? ¿Había arte en la carpa? ¿Sus textos y comediantes son tan deleznables como algunos han escrito? ¿El realismo en realidad llegó tan tarde a la escena mexicana?
Al contar la historia de nuestro teatro de arte, el lugar común hace derivar de Rodolfo Usigli y de Teatro de Ulises lo que ha venido después. México llega tarde al banquete del canon teatral de Occidente y mucho más tarde a su visión moderna, al teatro entendido como puesta en escena y no como ilustración de una obra dramática. Pero el paquete que le cargamos a Usigli o a Contemporáneos es un exceso. “Padre, prócer, fundador”, “antes y después”, repetimos. Por eso, en un sano acto desacralizador, Fernando de Ita me contó que Hugo Argüelles le dijo de bote pronto: “nosotros no somos las madres, sino las madrotas del teatro mexicano”.
El mismo prestigio fundacional se lo cargamos a otro momento de excepción: Poesía en Voz Alta, que surgió a finales de los años cincuenta, que, como los mitos que explican los orígenes, encierra infinita grandeza, pero también razones simplistas y maniqueas. Al centrar nuestra visión del siglo XX en la dicotomía Usigli-Contemporáneos, el panorama es claro, pero en realidad se torna excluyente. Por eso caemos, por ejemplo, en la fácil tentación de explicar la historia de los textos teatrales mexicanos a partir de un pensamiento también maniqueo: por una parte tenemos, repiten algunos, la relación entre historia, país, teatro y sociedad —la Revolución mexicana convertida en pilar de una de las tradiciones más poderosas de nuestro teatro: la revisión del pasado desde un punto de vista solemne o antihistórico, una línea de parentesco con una raíz tan honda que nos lleva hasta el teatro histórico del siglo XIX. Algunos críticos relacionan esta postura, a grandes rasgos, con la fuerte presencia del realismo y su preocupación por un teatro de corte social, con el teatro documento y otras tendencias que han intentado representar la actualidad —inclusive periodística— del país.
Por otra parte, encontramos el diálogo con lo contemporáneo de otras latitudes, una manera de acercarse a las novedades del mundo: la escena mexicana vista como un espejo de preocupaciones que van más allá de la reflexión sobre nuestra propia historia y sociedad. El destino de una persona puede encerrar el de todas y, en consecuencia, este planeta es un ancho barrio y todo él nos pertenece: tanto la tradición clásica como las más novedosas técnicas y discursos teatrales al servicio de la expresión mexicana que, de manera impune, se apropia de ellas y las transforma. Tal dicotomía, sin embargo, olvida lo elemental: la interrelación que se da entre dichas tendencias y que se ha dado, por ejemplo, en obras tan espléndidas y diferentes como las de Elena Garro y Óscar Liera.
En última instancia, la historia la hacemos para interpretar el presente y explicarnos. Derivar la aparición del teatro mexicano moderno al sumar Teatro de Ulises, más Usigli, más Poesía en Voz Alta, más Teatro de la UNAM, una línea de interpretación persistente, aun cuando pudiéramos pensar que, en efecto, es la más significativa para el teatro de búsqueda, anula muchas otras cosas que han pasado en la historia de nuestra escena o las contribuciones que han hecho otras corrientes. Ante la ausencia de visiones totalizadoras y de conjunto sobre nuestro teatro y su dramaturgia, la desmemoria gana la partida. Explicar el presente repitiendo lugares comunes, nos pierde en el laberinto de nuestra propia tradición.
¿Cómo dialogar con Juan Ruiz de Alarcón y sor Juana Inés de la Cruz desde la actualidad, más allá de la preservación arqueológica y del gozo que dan las maravillas del idioma? La Colonia es, a fin de cuentas, un mundo aún por descubrir y el siglo XIX, al menos teatralmente hablando, ha sido ignorado. ¿Cuáles son los vínculos entre el siglo XIX y el XX? ¿Es verdad que nada vale la pena de aquel pasado? Y si hay nada, por qué, si ahí nos pasó tanto —la fundación del país, pleitos entre curas y liberales, la creación de ciudadanos a medias, un mar de corrupción aceptada como norma pública, una guerra donde perdimos la mitad de nuestro territorio y una galería de personajes alucinantes, entre tantas desgracias y portentos—, ¿el siglo XIX se ha quedado para el xx como una historia sin teatro, un relato por representar, una especie de México, teatro de gran guiñol, sin teatristas?
Los tres grandes mitos fundacionales del teatro mexicano del siglo XX, Teatro de Ulises, Usigli y Poesía en Voz Alta, son montañas que impiden ver el horizonte. Es una manera de ignorar todas las fuentes que explican la desmbocadura en el complejo archipiélago de nuestros días. De ahí que se considerara importante empezar Un siglo de teatro en México con un vistazo al otoño decimonónico y su prolongación en el nuevo siglo.
Las frases hechas son la verdadera mitología que debemos arrasar. Mi generación creció escuchando, hasta la saciedad, frases que ahora —por lo menos de manera provisional— están huecas: el teatro es la medida de la cultura de su pueblo; el teatro es la más social de las artes; el teatro es la biblia pauperam... Ante una realidad tan abrumadora para el teatro de arte como la actualidad mexicana, el pensamiento crítico tiene la obligación de permanecer alerta y contrastar historia y presente.
Hoy en día conviven cuatro generaciones en activo en la escena mexicana. Imposible hacerle justicia en un solo libro a tanta gente: a los actores —monstruos de la naturaleza, los indispensables, los soldados, las divas, los que verdaderamente dan la cara y hacen vivir la escena—; al teatro para niños y jóvenes, siempre relegado a pesar de que forja al público del futuro —desde la batalla de la inolvidable compañía de los Rosete Aranda hasta los frentes que han abierto, en esa noble tarea, gente como Berta Hiriart, Perla Szuchmacher, La Trouppe, Marionetas de la Esquina, Solís, Barreiro, Carrasco, Converso, Guerrero, Cueto y muchos otros—; al teatro de provincia cuya historia, no obstante cuenta con Fernando de Ita como su cronista más generoso, aún está por escribirse; a vestuaristas tan extraordinarios como Carlos Roces y diseñadores de sonido como Rodolfo Sánchez Alvarado; a los técnicos y a las infinitas manos anónimas que iluminan, levantan trastos, zurcen y cortan. Alejandro Luna dice que “no existe la escenografía, existe el teatro”. Como en ningún otro arte, el barco se va a pique sin la comunión y el sentido colectivo del conjunto. Todos cuentan.
La generación de Usigli, de Carballido, del mismo Luis de Tavira pudo hablar, en su ideario, de un pueblo, una nación, de un teatro nacional con una posible dirección única. Ahora se vive, más que nunca antes, con la sensación de que en México hay varios países; el Distrito Federal, para no ir más lejos, encierra ciudades. Como en el tiempo de las esferas isabelinas y los círculos concéntricos, como en los cuadros barrocos con espejos que, a su vez, reflejan otros cuadros, el decorado parece una apariencia y es brutalmente real. La multiplicidad abruma: hablas diversas, visiones contrarias, polifonía, estilos y géneros fronterizos, pre y posmodernidad, economías y proyectos de país en contrapunto, arriba y abajo, historia y mito, política y metafísica, todo un viaje. El archipiélago es enorme. Hay que recorrerlo.