Guillermo Fernández
(Guadalajara, 1932 - Toluca, 2012) fue escritor y poeta que se distinguió, sobre todo, por su trabajo como traductor de literatura italiana al español. Fue colaborador de Diálogos, El Día, El Heraldo de México, El Nacional, Excélsior, La Palabra y el Hombre, Novedades, Plural, Siempre!, Unomásuno, Semana de Bellas Artes, Casa del Tiempo y Revista de la Universidad de México, por mencionar algunas publicaciones. En 1997 recibió la Orden al Mérito de la República Italiana en grado de Caballero, así como el Premio Jalisco de Literatura en el mismo año, y en 2011, el Premio Juan de Mairena. Entre sus obras destacan Visitaciones (1964), La palabra a solas (1965), La hora y el sitio (1973), Bajo llave (1983), El asidero en la zozobra (1983), El reino de los ojos (1983), Antología poética (1981), Imágenes para una piedad (1991), Exutorio. Poesía reunida, 1964-2003 (FCE, 2006), Arca (2010) y El vecino sin nombre del mundo (2014).
VIDA Y PENSAMIENTO DE MÉXICO
ÉSTE
Prólogo
JORGE ESQUINCA
Primera edición, 2017
Primera edición electrónica, 2017
Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit
D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-5089-4 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
Prólogo. Un camino de piedras blancas, Jorge Esquinca
Nota
JORGE ESQUINCA
Tiene en sus manos el lector las memorias de un poeta mexicano, contemporáneo nuestro, natural de Guadalajara y, para ser más precisos, del barrio de Santa Teresita, en el noroeste de la ciudad. Quienes tuvimos la fortuna de tratar a Guillermo Fernández (1932-2012) en la intimidad sabíamos que, a pesar de su reticencia a ser considerado poeta (“eso lo serás tú”, le objetaba de inmediato a su interlocutor) o maestro (“maestrito”, era el vocablo que solía aplicar a sus amigos o al mismo Francisco de Asís, a quien tanto admiraba), el autor de estas memorias fue siempre un poeta y un maestro. Para constatar lo primero, basta con abrir en cualquiera de sus trescientas treinta y seis páginas el volumen titulado Arca, que recoge su poesía escrita hasta el año 2010. Para dar fe de lo segundo, el lector habrá de rastrear primero y sumergirse luego en los millares de páginas que Guillermo Fernández vertió desde la lengua italiana al español. Traductor impecable, siempre fiel, nunca servil; apasionado y lúcido hasta el extremo de consagrarse en cuerpo y alma —a expensas de su propia poesía— para llevar a cabo una labor formidable que le valió el reconocimiento y la admiración de propios y extraños. En 1997 Guillermo Fernández fue condecorado con la Orden al Mérito de la República Italiana en grado de Commendatore. La recibió con gusto, pues tal vez sintió que se cumplía aquella sentencia que, a pregunta expresa, nos lanzó alguna vez: “de mis versitos habrán de olvidarse, de mis traducciones no”. Al respecto, basta añadir que ningún otro traductor hispanohablante, en cualquier época, tradujo tanta y tan diversa literatura italiana. Y siempre con absoluta felicidad. Pero, ¿y su poesía? Puedo, sin temor a equivocarme, asegurarle al lector que, una vez encontrado ese manantial a la vez generoso y cautivo, le será imprescindible, como a muchos de nosotros, volver siempre.
“Hija de Memoria, la poesía”, reflexiona Mallarmé. Y Guillermo Fernández, que no desconocía los poderes de Mnemósine, nos entrega un párrafo que se inserta, todavía en las primeras páginas del libro, justo después de contarnos su muy temprano descubrimiento de la música: una pasión que “ha sido desde entonces la más vehemente, crecedera y pura, que he tenido a lo largo de la vida”. Dice Guillermo: “La memoria es madre y madrastra del recuerdo. A menudo nos engaña con su cambio de atuendos y de máscaras, nos desorienta cada vez que creemos acercarnos a ella. Deja, aquí y allá, algunas piedras blancas en el camino, claves ciertas o falsas, recados que no vemos ni escuchamos en todo cuanto escribimos o decimos. La memoria y su esperanto, certidumbre de que la palabra nunca tocará sus objetos invocados.” Una advertencia que parece haber pronunciado sotto voce, como hablando consigo mismo, donde la memoria se impone como una lengua ignota a la que es necesario descifrar. El lector de Éste, habrá de acompañarlo a lo largo de ese trazo ambiguo, entrevisto como un sendero de guijarros en que asoma, mediante una prosa entrañable, entre luces y sombras, el mapa de su itinerario vital.
“Quien viaja con la cara expuesta al viento entrecierra los ojos, como quien no quiere despertar de un sueño”, afirma Guillermo Fernández. ¿Se escriben así unas memorias, con un pie en la vigilia y el otro ya abordo, partiendo en ese tren de rumbo incierto que llamamos recuerdo? Y habrá de comenzar por una inmersión en las aguas profundas de la infancia. Arroja una sonda y trae a la superficie imágenes que se agitan con asombrosa nitidez y proyectan ante nuestros ojos su realidad de presencias vivas e imborrables. Niño absorto en un mundo donde prevalecen los sentidos y, mejor aún, la sensualidad vivida como un esplendor de olores, sabores, colores, sonidos. Y el tacto que aflora en su piel como si el alma misma, despertando de su letargo, le impulsara a percibirlo todo desde un orden nuevo. La memoria como un viaje, la vida misma un viaje y, entre una y otro, el azar ineludible.
“Y mi verdad se mueve a ciegas… / Perro sin dueño, / anda y desanda la llanura/ en busca de otro cielo claro y justo.” Cuatro versos escritos muchos años después del momento en que inician estas memorias. Como si el movimiento mismo —una suerte de nomadía espiritual— fuese, desde la infancia misma, el santo y seña de su aventura. Una interminable travesía que tiene su origen en el precoz desarraigo que experimenta desde sus primeros años. Irse fue, desde entonces, una suerte de consigna, de imperativo vital. “Perro sin dueño”, ¿se sintió siempre así? Niño solo entre mujeres solas. La madre severa y las hermanas melifluas. El padre casi siempre ausente, “poeta modernista, borracho y enamorado perenne”. Niño que se niega a obedecer órdenes sin que medie una razón que él considere justa. “Extraño, apartado” —como él mismo se describe—, sus amigos son los árboles a los que da nombres humanos, los pájaros, las plantas, los insectos que habitan los muros de adobe y “un cielo deslumbrante”.
Al adentrarse en la trama de estas memorias el lector podrá tener la impresión de hallarse frente a una novela que, aun sin seguir un orden estricto, da cuenta de los sucesivos desplazamientos, vitales y geográficos, de su protagonista, quien, a los ocho años —“edad en la que decidí nacer de nuevo”— se va de casa para no regresar. Una decisión que sostiene cabalmente y que tal vez sólo resulte comprensible al darle seguimiento al relato y adentrarnos también en el carácter a todas luces tenaz e insumiso del narrador. México era otro país en los años cuarenta del siglo pasado y tal vez entonces un niño solo podía deambular por los pequeños pueblos de la provincia sin despertar demasiadas sospechas y sin que se le hiciera un sin fin de preguntas. (Ya antes, en su penúltima escapada, Guillermo cuenta, con lujo de detalles —y el detalle será siempre uno de los lujos de su prosa— la buena acogida que le da su tía Teresa al presentarse, obviamente sin el consentimiento de su progenitora, a las puertas del circo donde aquella hacía las veces de “mariposa humana”). Pocas imágenes tan elocuentes como la del circo ambulante de la provincia mexicana para encarnar el espíritu marginal y prófugo que, a lo largo de sus memorias, es el acicate que impulsa la vida errante de Guillermo —“como una sombra en busca de su cuerpo”—, su imposibilidad para echar raíces y quedarse de manera definitiva en sitio alguno. No en balde, muchos años después, se alistará en la Armada de México con el propósito de llevar una vida que, provista de una estructura y un orden elementales, le permitiera soñar con nuevos y cada vez más lejanos horizontes.
“Vivimos en el sueño nuestra fábula más cierta”. Es la frase con la que concluye “Hacia la noche”, el único de sus poemas que Guillermo cita completo dentro del cuerpo de estas memorias. Es algo que resulta particularmente significativo pues buena parte de los muy diversos oficios y ocupaciones que, para ganarse el sustento, desempeñó durante su vida fueron de un orden más bien apartado del sueño y de la fábula. La poesía se le impuso paulatinamente, nos lo dice él mismo, por su incapacidad para realizarse como músico. Sin embargo, su vida toda estuvo siempre pautada por la Música que amó y a la que se refería dotándola de esa “M” mayúscula. Bien podría añadir, sin temor a equivocarme, que a través del lenguaje —o, de manera más precisa, de las palabras que lo constituyen, de las palabras que dan cuerpo y sustancia a los poemas y a la humana conversación— Guillermo pudo trasplantar su pasión por la música. Y son las palabras los hilos con los que teje el tapiz de sus memorias. Una riqueza verbal que se anuncia desde las primeras páginas y que le asistirá a lo largo del libro dotando a su prosa de una fuerza expresiva y de una muy peculiar elegancia. Amén de las múltiples anécdotas que con tanta elocuencia y gusto por el detalle se narran en este libro —descritas “en el mismo tono que empleo cuando hablo con los amigos”—, Guillermo emprende el rescate de vocablos, giros verbales y expresiones idiomáticas de rara belleza. Imágenes cargadas de energía: un capitán de barco será un “solitario monarca en un pequeño reino flotante”; el uniforme de los estudiantes en un internado le parecerá “rumoroso y tirante”; descubrirá, en ciertos lugares, un olor a “sobaco meditabundo”; las ceibas, en uno de los paisajes que describe entusiasta, estarán “pensativas, como estatuas de silencio labrado”, las montañas se le mostrarán semejantes a “deidades reunidas en un cónclave secreto” y las nubes, al aproximarse una tormenta, tendrán la apariencia de “negruzcos peñones levitantes”.
Conversar con Guillermo Fernández en cualquiera de los distintos escenarios a donde lo fuimos siguiendo sus amigos a través de los años —desde la “Casa de las brujas” en la Ciudad de México hasta la minúscula sala de su última morada en Toluca—, era siempre un acto que requería de una indispensable apertura aunada a una gran resistencia etílica. Una suerte de ritual, a la vez sacro y profano, que solía prolongarse invariablemente durante toda la noche y proseguir al día siguiente cuando, al notar los desfallecientes ánimos de sus contertulios, Guillermo, con el enésimo caballito de tequila en la mano, se dirigía a la cocina para preparar el café turco que, junto con la pasta cocinada “al pesto”, era su especialidad. Noches en las que podía discutir in extenso y con igual convicción sobre música clásica, literatura italiana o futbol, decir de memoria poemas de Pellicer, Cernuda o San Juan de la Cruz, mofarse del nuevo libro de algún presumido poetastro, lanzar dardos cargados de veneno contra la iglesia católica y la clase política, afirmar sin ambages su preferencia sexual, reír a carcajadas, fumar un Malboro tras otro, entonar con gesto nostálgico alguna canción de Leo Dan o bailotear alegremente al ritmo del Roadhouse Blues de los Doors. Enemigo de las solemnidades, de la mamonería, de la impostación, podía ser en extremo severo al juzgar el comportamiento —incluso el de un amigo querido— cuando consideraba que éste había cometido algún despropósito, y a la vez mostrarse atento y comprensivo con los jóvenes que se aproximaban a su taller literario. “Vamos a casa”, era la frase con la que, generoso, invitaba siempre. Y lo decía así, restándole el pronombre posesivo, como si esa casa no fuese sólo suya, sino la de todos.
Las memorias nos permiten entrever a este Guillermo Fernández y a los muchos otros que fue a lo largo de los casi ochenta años de su vida. A saber: vendedor de cosméticos caseros en compañía de su madre, mozo en el Hotel Nido de Chapala, alumno y aprendiz de tornero en un internado de Michoacán, fabricante y vendedor de brillantinas, repartidor de farmacia, agente de ventas a lo largo del territorio nacional, aspirante a seminarista y monje franciscano, marinero en la Armada de México, locutor y programador radiofónico, flamante copy y pronto socio de una agencia de publicidad en Guadalajara, vagabundo mendicante, actor de teatro universitario, entrenador de futbol y bibliotecario en Campeche, guerrillero frustrado, empleado en una tintorería, poeta en ciernes al lado de José Carlos Becerra y Raúl Garduño, director de la Biblioteca de Mascarones, profesor de ética y lógica en el H. Colegio Militar, nuevamente bibliotecario en el CIDOC de Cuernavaca bajo las órdenes de Iván Illich, director creativo en Foote, Cone & Belding en la Ciudad de México, gestor cultural en Zamora, “extra” en los estudios de Cinecittà en Roma, estudiante de italiano en la Universidad de Perusa, secretario particular de Agostino Lundin en el Centro Ecuménico Nórdico en Asís, camarero en Forte dei Marmi a orillas del Mar de Liguria y, finalmente, traductor “contento de haber hallado al fin un oficio que me apasionaba y abstraía casi por entero del mundanal ruido”. Por estas páginas transitan todos ellos, como en un demorado sueño, y se nos muestran con esa franqueza que lo caracterizaba. Asistimos a su historia con la seguridad de entrar al relato de alguien que ha vivido más que nosotros, alcanzando, en diversas ocasiones y por insospechadas vías, las orillas del ser, con sus cimas radiantes y sus golfos cenagosos. Estupendo narrador oral, escuchar a Guillermo contar de viva voz cualquiera de las graciosas, inverosímiles, desoladas, enternecedoras, irreverentes, apolíneas o dionisiacas anécdotas que pueblan este libro, era sumergirse en la corriente magnética de un discurso que nadie se atrevía a interrumpir.
Vino entonces la muerte. La Gran Interruptora. Difícilmente sabremos lo que en realidad pasó en su casa de Toluca la noche del 30 al 31 de marzo de 2012. Los amigos que descubrieron su cuerpo apenas podían creer lo que veían. Atado de pies y manos, amordazado, fuertemente golpeado en la cabeza, yacía Guillermo Fernández. Cerca, en la pequeña mesa, algunos vasos, un cenicero repleto. En la calle, a unos metros de la entrada principal, la policía encontró su coche con el motor encendido. La autopsia reveló que la causa de la muerte fue la asfixia provocada por la cinta canela con la que manos asesinas cubrieron su cabeza. ¿Quién o quiénes? Las averiguaciones, hasta el momento en que escribo estas líneas, no arrojan ningún dato concluyente y sus amigos tememos que este crimen quede impune y pase a formar parte de una dolorosísima lista interminable. Luego de cumplir con una serie de penosos trámites, sepultamos a Guillermo en el Panteón Municipal y encargamos una sencilla lápida donde puede leerse uno de sus versos: “Que nada cante ni más allá ni más acá de la vida”. El 2 de octubre de ese año, Guillermo hubiera cumplido ochenta y nos preparábamos para celebrarlo. En distintas ocasiones, sin que hubiera motivo —su salud era punto menos que perfecta—, expresó su deseo de ser cremado y de que sus cenizas se esparcieran en el Xinantécatl, al que amaba, y al que subió tantas veces, solo o acompañado, fumando y charlando. Un buen día, lo sabemos, habremos de cumplirle ese último deseo.
San Antonio Tlayacapan, invierno de 2017
Si no puedo ser lo que soy prefiero ser nada.
CESARE PAVESE