Fernando Purcell es Ph.D. en Historia (Universidad de California, Davis). Ha trabajado temas de historia social, cultural y política vinculados con las relaciones entre Estados Unidos y América Latina durante los siglos XIX y XX. Fue director del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, miembro de grupos de investigación y comités editoriales de publicaciones como Hispanic American Historical Review (Estados Unidos) y Revista de Estudios Sociales (Colombia). Actualmente, es fellow del Latin American Programme de IDEAS del London School of Economics, coordinador nacional para Chile de la Asociación de Historiadores Latinoamericanistas Europeos y profesor asociado en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Entre sus publicaciones destacan ¡De película! Hollywood y su impacto en Chile, 1910-1950 (2012), Ampliando miradas. Chile y su historia en un tiempo global (2009) y Chile-Colombia: Diálogos sobre sus trayectorias históricas (2014).
La investigación del presente libro fue apoyada con la beca Instituto para México y Estados Unidos de la Universidad de California (UC MEXUS).
Primera edición, FCE Chile, 2016
Primera edición electrónica, 2017
© Fondo de Cultura Económica Chile S.A.
Paseo Bulnes 152, Santiago, Chile
Registro de Propiedad Intelectual N° 271.428
ISBN 978-956-289-152-3
D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios:
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Tel. (55) 5227-4672
Coordinación editorial: Fondo de Cultura Económica Chile S.A.
Cuidado de la edición: Emiliano Fekete
Diseño de portada: Macarena Rojas Líbano
Imagen de portada: Superior: “Joaquín Murieta, The California Bandit”. Anthony and
Baker, Cal.: Engraver, California Historical Society. Inferior: “A feast day as it is in Mexico and as it was in California”, Wide West, Abril 1857, California Historical Society.
Diagramación: Gloria Barrios A.
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-5128-0 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
A Elina
Índice
Agradecimientos
Abreviaturas
Introducción
Capítulo I
SUEÑOS DORADOS EN TIERRAS LEJANAS
Los mexicanos y la migración desde Sonora
La migración de emprendedores y peones chilenos
Los irlandeses y una migración dispersa
Capítulo II
SAN FRANCISCO: ENTRE LA ANSIEDAD Y
LOS PRIMEROS CONFLICTOS
Encuentros, expectativas y ansiedades
Disturbios y violencia en Chilecito
La imposición del orden en la ciudad
Capítulo III
LEY, JUSTICIA Y RACISMO EN LAS MINAS DE ORO
Destino manifiesto
Los irlandeses y el acomodo racial
Josefa (Juanita) y la discriminación contra los mexicanos
La guerra de Calaveras
Más allá de California
Capítulo IV
FORJANDO ALIANZAS
El Impuesto al Minero Extranjero y sus efectos
Nacionalismo y violencia
Jerarquías raciales y la estrategia irlandesa de incorporación
Capítulo V
CUANDO EL ORO SE AGOTÓ
“Grasientos” en los márgenes de la sociedad
Joaquín y los criminales
Los irlandeses y el nativismo en la década de 1850
Los know-nothing y el Comité de Vigilancia de 1856
Capítulo VI
MEXICANOS, CHILENOS Y LA PRIMERA
COMUNIDAD “HISPANA”
Guerras lejanas, comunidades afiatadas
Experiencias transnacionales
En búsqueda de la unión americana
El factor de la identidad racial
Capítulo VII
LOS “EXILIADOS” IRLANDESES: ENTRE CALIFORNIA
Y LA ISLA ESMERALDA
Los irlandeses y una causa transnacional
Terence B. McManus y el nacionalismo irlandés
La lucha por la incorporación
Los irlandeses y la campaña antichina
Epílogo
Fuentes
Bibliografía
Agradecimientos
Quisiera agradecer a numerosas personas e instituciones que hicieron posible la publicación de este libro, partiendo por el Fondo de Cultura Económica, que se interesó en el proyecto y me brindó su confianza por intermedio de su gerente general en Chile, Julio Sau. Mis palabras de agradecimiento también van para el entonces Ministerio de Planificación y Cooperación de Chile (Mideplan) que mediante la Beca Presidente de la República avaló mis estudios doctorales en Estados Unidos, período en el cual se desarrolló la investigación que tuvo como resultado este libro, y al Instituto para México y Estados Unidos de la Universidad de California (UC MEXUS), que financió una serie de viajes de investigación a bibliotecas y archivos en México y Estados Unidos.
El Departamento de Historia de la Universidad de California en Davis me brindó apoyo a través de recursos de investigación y la colaboración de varios de sus profesores. Louis Warren fue un guía permanente y me ayudó a tomar decisiones importantes que no hicieron sino enriquecer este libro. William Hagen, Andrés Reséndez y Clarence Walker leyeron y comentaron mis escritos preliminares, aportando con sus ideas. Conté en Davis también con la amistad y el apoyo académico de profesores y amigos entrañables, como Arnold Bauer (QEPD), Alan Taylor, Chuck Walker y Zoila Mendoza.
En la Universidad de California en Davis conté también con la colaboración del Centro de Historia, Cultura y Sociedad, que me invitó a participar del V Taller de Disertación en Sonoma, California, y con la asistencia de Debbie Lyon y Heidi Williams del Departamento de Historia.
Siento la necesidad de agradecer de manera especial la colaboración de mis amigos Mark Carey y Kim Davis, quienes leyeron y editaron muchos de mis escritos, y la de amigos historiadores que acompañaron mi estadía en Estados Unidos, como Steve Fountain, Mike Maloy, Ken Miller, Claudio Robles, Brett Rushford y Robert Weis.
Sin la ayuda del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, este libro no habría sido posible. Les agradezco particularmente a los directores y amigos Nicolás Cruz, Cristián Gazmuri, Patricio Bernedo y Pablo Whipple, quienes en distintos momentos me brindaron un importante apoyo institucional para la concreción de este libro. Ello, complementado con las conversaciones con otros profesores amigos, entre quienes destaco a los que aportaron de manera directa, como Horacio Aránguiz, Joaquín Fermandois, Rodrigo Henríquez, Ximena Illanes, Alfredo Riquelme, Claudio Rolle, Rafael Sagredo, Olaya Sanfuentes, Sol Serrano y Jaime Valenzuela.
También estoy en deuda con historiadores de distintas instituciones, como David A. Johnson, Miguel Tinker Salas e Ismael Valencia, y con el aporte de María Beatriz Barros, Cristián Castro y Rosario Gómez, quienes me ayudaron, a la distancia, a conseguir algunos documentos puntuales durante la investigación.
En la preparación del texto recibí la valiosa cooperación de Claudia Darrigrandi, Silvia Hernández y Daniela Torres, además del apoyo del Fondo de Cultura Económica a través de la edición de Emiliano Fekete.
Agradezco también a los archiveros y bibliotecarios de la Universidad de California en Davis y de la O’Neill Library del Boston College. También a quienes me brindaron ayuda en la Bancroft Library en Berkeley, Huntington Library en San Marino y la California Historical Society en San Francisco. En Ciudad de México agradezco especialmente al personal del Archivo General de la Nación, del Archivo Juárez de la Biblioteca Nacional de la UNAM y del Archivo de la Secretaría de Relaciones Exteriores. En Hermosillo, a los encargados del Archivo Histórico del Estado de Sonora. En Chile, mis agradecimientos al Archivo Nacional, la Biblioteca Nacional, la Biblioteca del Congreso Nacional y el Sistema de Bibliotecas de la Pontificia Universidad Católica.
Ya en un plano más personal, quiero extender mi gratitud a mi familia, particularmente a mis padres, por su apoyo incondicional. A mis hijos queridos un cariño especial por haber sido, ayer en California y hoy en Chile, fuente de inspiración para concretar este libro. Y a Elina, el mayor de todos los agradecimientos posibles, sumado al reconocimiento de un autor que se siente todavía en deuda por todos los sacrificios y renuncias para que esta obra fuera posible.
Abreviaturas
ARCHIVOS
Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile, Santiago (MRREE)
Archivo General de la Nación, Ciudad de México (AGN)
Archivo Histórico del Estado de Sonora, Hermosillo (AHES)
Archivo Histórico de la Secretaría de Relaciones Exteriores, Ciudad de México (AHSREM)
Archivo Juárez, Biblioteca Nacional de México, Ciudad de México (AJBNM)
Archivo Nacional de Chile, Santiago (ANS)
Bancroft Library, Berkeley (BL)
California Historical Society, San Francisco (CHS)
Huntington Library, San Marino (HL)
Introducción
Al escribirle una carta a su esposa en 1854, el doctor angloamericano John Baker describió el poblado de Jackson, en California, como un campamento aceptable, con “algunas edificaciones muy buenas, pero, definitivamente, con muchos extranjeros para mi gusto”1. A diferencia de otros poblados visitados por Baker durante la fiebre del oro, donde él mismo describió poblaciones más diversas, en Jackson vivían mayoritariamente mexicanos, chilenos y peruanos. Y fue aquí donde expresó un mayor disgusto por el tipo de sociedad que se estaba conformando, en esas lejanas tierras de California, tras el inicio de la bonanza aurífera. La afirmación de Baker sintetiza algunas de las más importantes dinámicas socioculturales de California a mediados del siglo XIX, las que son abordadas en este trabajo. Una de ellas fue el afán de los angloamericanos por imponer su hegemonía en los territorios recientemente arrebatados a México, y otra, la expresión de un racismo que, inherente al ideal del “destino manifiesto”, estuvo presente en la mayoría de los angloamericanos que viajaron a las tierras del oro.
Este es un libro sobre la historia de California durante las tres primeras décadas que siguieron a la conquista territorial de 1847, por parte de Estados Unidos, y el posterior descubrimiento de oro, en 1848. Se aborda este período tratando de develar el tipo de sociedad que le dio forma a dicho territorio, así como las dinámicas sociales, culturales y políticas asociadas.
La complejidad de la sociedad californiana obliga a prestar atención a las relaciones de carácter “horizontal” o intergrupal, y no sólo a las relaciones entre angloamericanos e inmigrantes, de carácter más vertical. Lo anterior, con la finalidad de observar las adaptaciones y dinámicas generadas a partir de ese tipo de relaciones, las que se vieron influidas por las redes transnacionales tejidas por los inmigrantes. Es así como cobran importancia en este libro las formas en que se relacionaron chilenos y mexicanos, el tipo de vínculo entre estos grupos latinoamericanos y los irlandeses, o la interacción de cada una de las tres comunidades con chinos o franceses, dependiendo de los contextos que se fueron configurando con el paso del tiempo.
Durante el período 1848-1880, la de California no fue una sociedad armoniosa. No siempre sucedía que los inmigrantes, que representaron siempre un número cercano al 30 por ciento de la población total, interactuaran en completa tranquilidad entre ellos y con los angloamericanos. Por el contrario, fue una sociedad extremadamente dividida por cuestiones de orden social y cultural. Esto motivó el establecimiento de alianzas intergrupales que mitigaron, en parte, el efecto de las prácticas discriminatorias de los angloamericanos hacia los inmigrantes, facilitando así la incorporación a la sociedad receptora. Estas alianzas fueron dinámicas y cambiantes a lo largo del tiempo, dependiendo de los contextos históricos en que aparecieron, pero lo más importante es que no sólo se forjaron gracias a lo ocurrido en California, sino también a lo acontecido en los países de origen de dichos inmigrantes, lo que confirma la naturaleza transnacional de la sociedad californiana constituida a contar de 1848. Por lo mismo, los enlaces transnacionales mantenidos por chilenos, mexicanos e irlandeses marcaron profundamente el tono de los procesos de incorporación a la sociedad estudiada durante la segunda mitad del siglo XIX.
A partir de lo anteriormente señalado, se puede afirmar que esta no es una historia convencional de California acotada exclusivamente a los eventos ocurridos dentro de su territorio, sino una historia transnacional que logra vincular espacios de diferentes latitudes del mundo, enfatizando la interconexión entre los mismos2; todo en un contexto de cambios profundos debido al impacto de la guerra de 1847, que obligó a México a desprenderse de California, y de una ocupación territorial realizada por cientos de miles de “advenedizos” estadounidenses sin arraigo en la Alta California.
Los protagonistas de este libro son los miles de aventureros, inmigrantes y viajeros mexicanos, chilenos e irlandeses que a partir de sus esfuerzos de incorporación contribuyeron a darle forma a una sociedad eminentemente multicultural3. Las experiencias de los grupos aquí examinados revelan varios de los temas cruciales que determinaron la evolución histórica de California luego de la fiebre del oro; asuntos relacionados con el racismo, el ejercicio de la ley, las identidades nacionales, las políticas de acceso a la ciudadanía, así como los conflictos intergrupales, jugaron todos un papel crucial en la definición de las características esenciales de California. Importante es destacar que estas complejas relaciones no acabaron con la fiebre del oro, momento en el cual suelen finalizar las narraciones históricas acerca de la inmigración en California en el siglo XIX, sino que se prolongaron en el tiempo debido a que la cuantiosa presencia de extranjeros siguió siendo una de las principales cualidades de la sociedad californiana.
Si bien es cierto que a California llegaron aventureros e inmigrantes de muchas partes del mundo, se analizan aquí tres grupos, los que a través de sus experiencias iluminan las principales dinámicas de interacción social y cultural, algunas de las cuales fueron compartidas también por otras comunidades de inmigrantes. Es así como mexicanos, chilenos e irlandeses concentran la atención del estudio, aunque el texto se haga cargo, en variados pasajes, de la situación de otras comunidades, como la de los chinos y franceses.
Los chilenos conformaron un grupo absolutamente minoritario en términos cuantitativos, pero sus desafíos y luchas por incorporarse, los conflictos en los que se vieron involucrados con angloamericanos y las redes de solidaridad establecidas con los mexicanos proveen información que permite un buen entendimiento de la sociedad y los estilos de vida en la California de aquella época. Los mexicanos tuvieron muchos elementos en común con aquellos chilenos que se adentraron en los faldeos cordilleranos en busca de oro, entre ellos la lengua, la religión y una serie de formas de sociabilidad que facilitaron la interacción y cercanía entre ambos grupos. Sin embargo, aquellos llegaron en números más abultados que los chilenos y mantuvieron una relación mucho más conflictiva con los angloamericanos, por razones numéricas e históricas. El territorio de la Alta California, que luego pasó a ser el estado de California bajo dominio de Estados Unidos, perteneció a México con anterioridad a la guerra de 1846-1847 entre ambos países. Por lo mismo, los mexicanos que vivieron la experiencia californiana se encontraron en una difícil situación por tener que habitar un territorio recientemente conquistado, estableciendo una relación ineludible con quienes resultaron victoriosos de la guerra expansiva estadounidense. Como una nota precautoria, aclaro desde un comienzo que este libro concentra su mirada en aquellos inmigrantes mexicanos que viajaron a California desde 1848 en adelante, y no en la escasa población de los autodenominados “californios”, o antiguos ciudadanos mexicanos que vivían en la Alta California desde antes de la guerra y que permanecieron en dicho territorio luego del triunfo de Estados Unidos. Además, los californios alcanzaron mayor notoriedad en la zona sur de la Alta California; su presencia se concentró en poblados como los de Santa Bárbara, Los Ángeles y San Diego, lugares muy alejados de la zona aurífera del norte de California a la que llegaron los aventureros en busca de oro y en torno a la cual giró la sociedad y economía de California durante toda la segunda mitad del siglo XIX.
Los irlandeses resultan ser individuos interesantes de examinar también porque escogieron estrategias de incorporación muy distintas a las de los chilenos y mexicanos. Sus características culturales y el hecho de que la mayoría de quienes llegaron a California ya viviera en otros lugares de Estados Unidos antes de 1848, les dieron ciertas herramientas para lidiar y relacionarse de distinta manera con los angloamericanos y otras comunidades foráneas, lo que hace sumamente relevante su análisis. Debido al interés por las comparaciones, el estudio de los irlandeses nos sirve además para contrastar las experiencias de inmigrantes que en el contexto californiano fueron considerados como blancos o “parcialmente blancos” en términos raciales (irlandeses), con la de inmigrantes que a todas luces no calificaban para los estadounidenses siquiera como “parcialmente blancos” (chilenos y mexicanos). Esta comunidad europea fue incluida, finalmente, en el análisis por coincidir con sus pares chilenos y mexicanos al menos en el deseo de mantener vínculos con su nación de origen y en el catolicismo. Sin embargo, estos puntos de coincidencia no fueron suficientes para que se estableciese una relación sociocultural cercana entre los tres grupos, lo que demuestra el poder del racismo en los procesos de estratificación social y cultural en California, aspecto en torno al cual gira este libro.
CAPÍTULO I
Sueños dorados en tierras lejanas
La fiebre del oro de California, que se desarrolló a contar de 1848, suele ser descrita por los historiadores como un evento de carácter internacional en el que participó gente de “todos los rincones del mundo” en una búsqueda frenética por riquezas auríferas1. Títulos y contenidos de cientos de libros y artículos dedicados al tema subrayan esto, considerando a la sociedad californiana de entonces como la más cosmopolita del mundo, gracias al arribo de más de 100 mil personas en pocos meses. No se trata de una afirmación caprichosa, por cuanto las calles de San Francisco y los faldeos cordilleranos donde se concentraron las labores de extracción de oro, distantes unos ciento cincuenta kilómetros de dicha urbe, vieron desfilar a individuos de los más diversos lugares del orbe, permitiendo que lo ocurrido entonces en California sea catalogado hoy como uno de los fenómenos sociales más relevantes de la historia de Estados Unidos y del mundo en el siglo XIX.
Sin embargo, la afirmación de que la carrera por el oro californiano constituyó un evento de orden mundial oscurece una realidad, cual es que individuos de numerosas naciones simplemente no viajaron a California. De hecho, tal como señala Susan Johnson, se puede afirmar que la migración de la fiebre del oro fue global, pero al mismo tiempo selectiva2. La cantidad de gente que se trasladó desde África a California fue prácticamente nula y a pesar del considerable número de chinos que llegó a la costa oeste de Estados Unidos, no hubo otros países asiáticos que se despojaran de alguna porción significativa de su población. Muchos europeos se dirigieron a California, pero es casi imposible encontrar menciones en censos u otras fuentes de aventureros de Portugal, Holanda o incluso Grecia, por nombrar sólo algunos países de Europa con acceso al mar. Si consideramos el caso de América Latina, se puede asegurar que sólo México y Chile, y en menor medida Perú, contribuyeron con un número significativo de personas al proceso migratorio californiano, porque habitantes de América Central y de países como Argentina, Brasil o Colombia fueron escasamente divisados en los faldeos cordilleranos de California luego de 1848.
Los historiadores dedicados a estudiar la fiebre del oro de California concuerdan en que el capitalismo era, a mediados del siglo XIX, un fenómeno lo suficientemente expandido a lo largo del mundo como para atraer a dicha región a gente de los más diversos espacios geográficos. Las distintas “fiebres del oro” que se sucedieron luego de lo ocurrido en California, la mayor parte de las cuales tuvo lugar en Estados Unidos, reafirman la idea3. Sin embargo, es válido preguntarse por qué si el capitalismo había alcanzado los más recónditos escenarios mundiales, hubo gente de países fuertemente influidos por el fenómeno que ni siquiera pensaron en aventurarse a Estados Unidos4. Para enfocarnos en los grupos de inmigrantes aquí considerados, se puede formular la misma pregunta en un sentido distinto: ¿Qué elementos, aparte del capitalismo, explican la presencia de mexicanos, chilenos e irlandeses en California? La formulación de una respuesta nos obliga a detallar algunas de las principales características socioculturales de los ambientes en que emergieron los “sueños dorados” de miles de inmigrantes provenientes de dichos países, previo a su establecimiento en California, algo crucial para comprender en profundidad las estrategias de incorporación por las que optarían los miembros de estas tres comunidades una vez arribados a las tierras del oro.
LOS MEXICANOS Y LA MIGRACIÓN DESDE SONORA
Se ha podido determinar con relativa exactitud las fechas en que las noticias del descubrimiento de oro alcanzaron distintos lugares del mundo, pero no se puede decir lo mismo respecto al norte de México, zona geográfica desde donde provino el grueso de la inmigración a California. Esto porque se trata de una región que por aquellos años contaba con límites muy difusos y un flujo constante de personas entre la Alta y la Baja California. Más allá de que el Tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848, que puso fin a la guerra de México con Estados Unidos, estableciera un límite fronterizo entre ambos países, este era más imaginario que real en términos prácticos. Sin alambrados ni murallas por entonces, el tráfico de la gente era incesante y sin restricciones mayores, lo que impide tener absoluta claridad acerca de la cantidad de mexicanos que viajó hacia la denominada Alta California durante la fiebre del oro. Se estima, sin embargo, que al menos unas 10 mil personas se trasladaron desde México entre 1848 y 1851, aunque la mayoría de ellos partía y regresaba al ritmo de las estaciones, aprovechando la temporada de verano y el buen clima para trabajar en los yacimientos, y el invierno para retornar a casa5. El censo federal de 1850 arroja la presencia de 6.454 mexicanos en California, pero las cifras censales de entonces son problemáticas, dado que parte de esos registros se quemó en un incendio y quienes censaron no fueron capaces de determinar el total de una población minera esencialmente móvil y reacia a prácticas de registro, las que, como veremos en el capítulo iv, se vieron asociadas al cobro discriminatorio de impuestos6.
De los mexicanos que fueron al norte, la gran mayoría partió desde los estados de Baja California, Chihuahua, Sinaloa y Sonora, aunque el grueso de los aventureros provino de este último lugar. Prueba de ello son los poblados californianos que tuvieron su origen en la fiebre del oro y que tomaron sus nombres de pueblos sonorenses, como Jesús María y el propio Sonora.
Ya en octubre de 1848 la población sonorense estaba al tanto de los descubrimientos auríferos, lo que queda en evidencia por los registros de caravanas que se alistaban para el viaje y las reacciones de autoridades locales que predijeron, alarmadas, el despoblamiento de Sonora7. De acuerdo con las Noticias Estadísticas de Sonora, publicadas por José Francisco Velasco en 1850, la sangría humana que experimentó la zona entre octubre de 1848 y marzo de 1849 alcanzó las 5 mil personas, quienes en su mayoría se trasladaron a pie, en una travesía que podía tomar alrededor de dos meses8.
Tal como ha indicado Eduardo W. Villa, aquellos que viajaban a California lo hacían sin tomar en consideración el peligro del desierto desolado9. De hecho, la escasez de agua y el enorme esfuerzo físico les costó la vida a unos cuantos mexicanos, quienes tampoco estuvieron libres de ataques indígenas. Jesús Armenta, quien viajó en caravana a California con otras 30 personas, declaró en julio de 1849 que su grupo había sido atacado por yumas cerca del río Gila, incidente en el que varios mexicanos murieron a manos de hombres armados quienes, además, robaron sus animales y provisiones forzándolos a regresar a la ciudad de Hermosillo10. Precisamente, por las dificultades del viaje es que los sonorenses prefirieron trasladarse en grupos numerosos, en busca de protección mutua. De hecho, la caravana de Jesús Armenta era relativamente pequeña, por cuanto otros reportes indican partidas de cientos de personas en ruta a California. Por ejemplo, las autoridades militares de Sonora informaron al secretario de Relaciones Exteriores de México, en enero de 1849, sobre una caravana de 600 individuos que se aprestaba a emprender el viaje al norte11. En la misma línea, podemos citar el caso del prefecto de Moctezuma, quien informó en 1850 al gobernador de Sonora sobre la “escandalosa” migración de gente hacia la Alta California, preocupación fundamentada con los preparativos de una gran caravana de 480 individuos liderada por Manuel María Moreno, y otras dos de 300 y 225 personas, comandadas por Juan Hoyos y Juan Luis Barrelo, respectivamente12.
Las autoridades de Sonora trataron de controlar la emigración a California, pero sin éxito. Una de las medidas implementadas consistió en el requerimiento de pasaportes para el viaje, los que la mayoría de los viajeros ni siquiera se molestó en gestionar. Las autoridades de la villa Guadalupe del Altar informaron en agosto de 1849 de la solicitud de alrededor de 100 pasaportes nuevos, precisando que ya un número similar de personas había emprendido el viaje sin documento alguno13. Si bien es cierto que muchos pudieron haber considerado inútil el pasaporte, también lo es que su costo de obtención no era menor, puesto que obligaba al solicitante a viajar a Hermosillo para su obtención. A todo lo anterior hay que sumar que las autoridades de la Secretaría de Relaciones Exteriores no dimensionaron la magnitud de la emigración, lo que se tradujo en el envío de una cantidad limitada de pasaportes impresos para las autoridades de Sonora14.
A pesar de lo anterior, los listados de pasaportes existentes dan buena información acerca del perfil de gente que se dirigió a los yacimientos de oro de California. El propio gobernador de Sonora, José María Aguilar, envió reportes estadísticos a las autoridades en Ciudad de México, con relación a los pasaportes extendidos, en los que consignaba la cantidad de 1.185 sonorenses salidos hacia California entre febrero y septiembre de 1849. Del total, había 92 comerciantes, 16 rancheros y sólo 6 hacendados. Por el contrario, 806 eran jornaleros o peones acostumbrados a realizar labores agrícolas por muy bajos salarios15. Estos peones de las clases más desposeídas conformaron el grueso de la población mexicana que llegó a California, la que sería calificada por los angloamericanos con un duro apelativo racial: “grasientos” o greasers en inglés.
Es interesante el contraste que se puede establecer con los pasaportes que varios de estos mexicanos portaban, los que incluían descripciones físicas ante la ausencia de fotografías. Tanto la altura como el color de pelo y ojos eran registrados, a lo que se sumaba el tipo de boca y la forma de la nariz. Invariablemente, todos los pasaportes registraban el color de la piel, y lo notable es que la gran mayoría indicaba piel blanca o rosada, mientras que un porcentaje mínimo caracterizaba a los migrantes como “prietos” o de piel oscura. La palabra “negro” sólo aparece para describir el color de los ojos o del pelo de algunos de ellos16, lo que resulta curioso si se consideran las contrastantes descripciones que los angloamericanos hacían de los mexicanos, todo lo cual marcó los desafíos de incorporación racial de estos una vez arribados a California.
La Ley de Sirvientes de 1843, que reguló las relaciones laborales entre las élites de Sonora y sus trabajadores, da pistas sobre el tipo de sociedad existente y los factores, más allá del capitalismo, que explican el importante flujo migratorio hacia el norte. La ley legitimó la capacidad de los patrones de infligir castigos físicos a los jornaleros o peones por circunstancias diversas, como el abandono de sus labores, la flojera, la desobediencia a las órdenes impartidas, o en caso de que participaran en juegos de apuestas, bailes o fiestas que pudieran afectar su rendimiento en el trabajo17. Los “correctivos y castigos” solían ser duros, pudiéndose utilizar como método el cepo, que solía generar fuertes dolores físicos en los prisioneros. Irónicamente, la misma ley obligaba a los patrones a colocar estos cepos en lugares “limpios e iluminados”, lo que le daba un toque de humanidad a un castigo de por sí inhumano18.
Los patrones sonorenses se caracterizaban por un fuerte paternalismo y, debido a esto, podían obligar a sus sirvientes a enviar a sus hijos a la escuela y castigarlos si no les enseñaban sobre Dios y la patria19. Además del paternalismo, se configuraron relaciones de poder que no sólo se fortalecían por medio de las formas de castigo, sino también mediante un control generalizado de sus vidas. El poder ejercido sobre jornaleros y peones y su “docilidad” es lo que explica la confianza de llevarlos a California en una aventura asumida por los patrones como temporal. Por lo mismo, a diferencia del caso chileno, los patrones sonorenses fueron reacios a establecer contratos con sus peones, descansando más bien en acuerdos verbales.
Luego de revisar todos los registros notariales del estado de Sonora para el período de la fiebre del oro, sólo se encontraron siete contratos escritos, los que fueron establecidos entre 1849 y 1850. Eran más breves y menos complejos que los firmados en Chile, y el castigo para quienes no cumplieran con lo acordado consistía en una multa equivalente a lo extraído por el mejor minero durante el período de ausencia del castigado. A pesar de que lo anterior podía implicar el pago de sumas de dinero considerables, tomando en cuenta los bajos salarios de Sonora, el tipo de castigo parecía al menos pagable, lo que no solía ser el caso de lo establecido en los contratos chilenos. Esto indica que los sonorenses no estaban inmersos en una cultura de disciplinamiento laboral capitalista como la existente en Chile, algo que se hizo patente tardíamente, en el siglo XIX, con el boom económico del norte mexicano bajo el porfiriato20.
El capitalismo aportó las bases que estimularon a muchos a aventurarse en California en busca de oro. Sin embargo, la extrema pobreza, la falta de oportunidades y la situación económica marginal de Sonora explican por qué California se hizo popular entre los sonorenses. Hacia 1850, Sonora no era el estado fronterizo en expansión de finales del siglo XIX, sino, como indica Miguel Tinker Salas, la “abandonada provincia interna, una frontera interior”21. Sonora se encontraba extremadamente despoblada, lo que impedía que se estableciera una fuerza de trabajo sólida, limitando así la formación de un mercado interno22.
Existen varias razones que explican la pobreza de Sonora, pero su condición de provincia interna no revela por sí sola los problemas que enfrentó en la década previa al descubrimiento del oro en California: la inestabilidad de México después de su independencia, las disputas internas entre los sectores dirigentes de la región y la guerra mexicano-estadounidense sólo explican su pobreza hacia mediados del siglo XIX. En 1848, México era una nación que en poco menos de tres décadas ya había conocido diferentes formas de organización política, incluyendo una monarquía constitucional, una república federal, una república centralizada y varias dictaduras23, todo lo cual evidencia las dificultades para establecer una forma unificada de organización política sobre un mosaico tan extenso y variado de sociedades. Por lo tanto, la existencia de caudillos locales y el predominio de los asuntos regionales por sobre aspectos de interés nacional fue la norma de varios estados marginales, entre ellos Sonora.
En la década de 1840, México no se encontraba aún consolidado como nación y la guerra mexicano-estadounidense reveló esa realidad, especialmente tras la ausencia de un esfuerzo militar colectivo. Si los habitantes de Sonora, por ejemplo, no participaron activamente en dicho esfuerzo militar, se debió en parte a que se encontraban sumidos en un prolongado conflicto entre sus élites, proceso que había comenzado en 1838. La llamada guerra Gándara-Urrea enfrentó a un grupo dirigente encabezado por Manuel María Gándara, que controlaba la producción agrícola de Sonora Central (Hermosillo, Ures, Horcasitas) y tenía acceso al puerto de Guaymas en la costa del Pacífico, contra José Urrea, un militar profederalista de Sonora que recibía el apoyo de otro grupo económico, con base en los distritos de Arizpe y Alamitos24. Estas disputas afectaron la economía regional y el crecimiento de la población: durante ese período, la población de Sonora disminuyó considerablemente, lo que se agravó con la fiebre del oro de la Alta California.
La guerra mexicano-estadounidense provocó serios problemas en la economía regional, por cuanto las fuerzas de Estados Unidos bloquearon el puerto de Guaymas, lo que se extendió hasta junio de 1848. Esto afectó enormemente la economía de Sonora y las redes mercantiles de sus sectores comerciales25. A más de ello, la élite local estaba debilitada por otras razones, como la escasez de población, la que la llevó a pensar en la atracción de inmigrantes como única solución para estimular la economía del estado. José María Aguilar, gobernador de Sonora, presentó a la legislatura estatal un proyecto de colonización que fue aprobado en mayo de 1850, sustentado en la crisis demográfica del estado26. En la década de 1840, la población había descendido drásticamente, de 271 mil habitantes en 1841 a 147.133 en 1850, debido a las epidemias y a la emigración de personas que buscaban nuevas oportunidades en regiones más estables27. El descubrimiento de oro en California acentuó el problema, dejando al estado sin trabajadores e incluso, en muchas localidades, sin autoridades. Producto de la fiebre del oro, sólo dos funcionarios se mantuvieron en sus puestos en la Villa de Horcasitas en 184928. En ciudades como Ures hubo ocasiones en que no se contó con suficientes autoridades para configurar la Junta Electoral, y muchas otras ciudades y pueblos como Guaymas, Guadalupe del Altar, Señi y Moctezuma, perdieron valioso personal de sus servicios públicos29.
Las condiciones socioeconómicas de los sonorenses en su propia tierra no eran favorables ni estables en 1848. Para miles de peones fue un gran incentivo viajar a California, aun a pie, en busca de mejores oportunidades, siendo el esfuerzo colectivo algo crucial para muchas caravanas compuestas por personas de escasos recursos que de ese modo podían completar el viaje.
Los habitantes de Sonora vivían en una sociedad marginal, con una organización social que se asemejaba más a las estructuras coloniales existentes antes de la independencia de México que a las de una nación moderna. Si bien es cierto que esta organización cambió drásticamente en las últimas décadas del siglo XIX, en 1848 los sonorenses todavía estaban habituados a relaciones laborales y a estructuras de poder anquilosadas que hicieron difícil su incorporación a la sociedad californiana después de la fiebre del oro.
LA MIGRACIÓN DE EMPRENDEDORES Y PEONES CHILENOS
Los chilenos estuvieron entre los primeros extranjeros en llegar a California en 1848, convirtiéndose además en la segunda comunidad latinoamericana30 más numerosa en la zona31. Las cifras varían debido a la inexactitud de los censos y a la pérdida de ciertos registros, pero se estima que al menos unos 3 mil o 4 mil chilenos se dirigieron a California en el período 1848-1860, aunque la cifra puede haber sido algo mayor32.
A pesar de los miles de kilómetros que separan a Chile de California, la sociedad chilena recibió rápidamente noticias de los impresionantes hallazgos de oro. Exactamente el 19 de agosto de 1848, los habitantes del puerto de Valparaíso se enteraron de la existencia de oro en California por los tripulantes de la embarcación J.R.S., y menos de un mes más tarde, el 12 de septiembre, la primera partida de chilenos se embarcó en la fragata Virginia, iniciando una travesía que comúnmente podía tomar alrededor de sesenta o setenta días hasta la bahía de San Francisco33.
Un aspecto que incidió en la decisión de muchos chilenos de trasladarse hasta California fue el tipo de publicidad que se le dio en Chile a las noticias sobre el descubrimiento de oro, por lo que es posible afirmar que no sólo en Estados Unidos se vivió una verdadera manía por el preciado metal34. El Progreso de Santiago publicó en febrero de 1849 una supuesta carta de un chileno que indicaba que se habían “descubierto ya 100 millas de largo y otras tantas de ancho en un terreno sembrado de charcos de oro nativo de distintos tamaños”35. El Mercurio de Valparaíso hacía lo propio al llevar las expectativas de riqueza al extremo: “Ya es fuera de duda que el oro de California se está brindando a manos llenas a todos los habitantes del mundo que no han podido adquirirlo con el sudor de su rostro, ni con una conducta honrada y laboriosa”36. Este tipo de noticias, que fueron reproducidas por la prensa chilena y circularon oralmente entre la población, contribuyeron a incrementar la excitación generalizada, motivando a muchos a viajar o iniciar negocios relacionados con la extracción de oro.
Si bien es cierto que las noticias del oro generaron alegría entre miles de chilenos, motivándolos a emprender una larga travesía, la posibilidad de una emigración masiva provocó reacciones contrarias, tal como en Sonora, dando paso a un acalorado debate en circunstancias en que el propio Gobierno chileno estaba involucrado en un proyecto de colonización de los territorios del sur de Chile, en una zona habitada principalmente por los mapuche y en la que buscaba poblar con extranjeros y trabajadores de la zona central del país. A mediados del siglo XIX, Chile contaba con una población que no alcanzaba el millón y medio de habitantes, los que se concentraban en su mayoría en las zonas rurales y urbanas de las regiones centrales37. Los funcionarios de gobierno y una porción de la élite se mostraron abiertamente preocupados por la emigración de miles de peones que consideraban necesarios para el progreso del país, el que, de acuerdo a ellos, se veía en peligro con dicha fuga hacia California38. En todo caso, la emigración de peones desde la zona central chilena a otros lugares no era algo completamente nuevo, dado que desde mediados de la década de 1830, y con mayor frecuencia durante las dos décadas siguientes, muchos de sus habitantes se dirigieron al desierto de Atacama, cientos de kilómetros hacia el norte, en lo que hoy se denomina el Norte Chico de Chile, incentivados por los descubrimientos de plata en la región. Sin embargo, lo que causó temor en la élite de entonces fue la rapidez y magnitud de la emigración a California, la que se concentró en un breve espacio de tiempo, ocasionando que Chile perdiera “diariamente los brazos robustos de su agricultura, tal vez para no volver a verlos más”39.
El tipo de migración chilena a California puede entenderse por la realidad laboral forjada en el país tras su independencia, en 1818. La esclavitud fue rápidamente abolida ese mismo año40, lo que no causó mayores cambios en la estructura laboral chilena, debido a la existencia de una cuantiosa masa de peones itinerantes en Chile central que trabajaba por salarios extremadamente bajos. Arnold Bauer, quien realizó un acabado estudio del Chile rural, caracterizó acertadamente la zona central chilena como una región con abundante mano de obra “ociosa”41.
La existencia de una masa de vagabundos desarraigados, acostumbrados a trabajar sólo esporádicamente de acuerdo a los requerimientos estacionales y por salarios muy bajos, es lo que hizo posible, aparte de la injerencia del capitalismo en la sociedad chilena, que miles de habitantes se aventuraran a California. Por su parte, los miembros de la élite chilena que formaron compañías o sociedades para dirigirse a California tomaron ventaja de la existencia de estos miles de trabajadores, quienes por largos períodos del año no tenían trabajo. De hecho, la mayoría de quienes viajaron a California pertenecía a los estratos populares o “bajo pueblo”, como se los denominaba entonces, tal como las listas de pasaportes, contratos de trabajo y los reportes de las autoridades diplomáticas chilenas en California dejaron en claro. El cónsul chileno en San Francisco señaló enfáticamente en 1851 que la gran mayoría de sus compatriotas en California pertenecía a “la clase inferior de la población de Chile”42.
Estos miembros del bajo pueblo provenían esencialmente de zonas rurales chilenas, siendo en su mayoría analfabetos, escasamente educados y carentes de algún grado de poder político o económico significativo a mediados del siglo XIX. Muchos de los peones chilenos que viajaron lo hicieron bajo contrato, arrastrados por el interés y las posibilidades de financiamiento de un sector joven de la élite chilena que residía en las principales ciudades del país, como Santiago, Valparaíso y Concepción. Este sector de la élite costeó el establecimiento de compañías para la extracción de oro en California y se vio obligado a pagar los pasajes, alimentación y mantenimiento de los peones que contrató dada la imposibilidad de estos de costearse por cuenta propia su traslado43.
Miembros de la clase alta chilena, como Vicente Pérez Rosales, fueron los que financiaron el viaje de cientos de peones, y lo hicieron motivados por el espíritu de aventura y la poderosa fuerza del capitalismo que había permitido, desde la década de 1830, la aparición de una burguesía emergente que había logrado su fortuna invirtiendo en las industrias mineras relacionadas con la plata y el cobre44.
Chilenos como José Antonio Alemparte y Pablo Zorrilla formaron compañías que llegaron a reunir hasta 51 peones45. Sin embargo, luego de revisar más de 70 contratos laborales disponibles en el Archivo Nacional de Chile, se puede afirmar que el promedio de peones contratados por las distintas compañías giraba en torno a las 10 personas. Si bien la mayoría de quienes conformaron compañías en Chile eran chilenos, hubo excepciones, por cuanto extranjeros residentes en el país provenientes de Inglaterra, Alemania, Italia y Francia, también emprendieron rumbo a California con cuadrillas de trabajadores chilenos46.
Las condiciones en las que los peones viajaron a California fueron especificadas en los contratos escritos, los que buscaban establecer reglas claras con respecto a las responsabilidades mutuas de peones y emprendedores mineros. Casi todos los contratos establecían obligaciones que se prolongaban por 12, 18 o 24 meses cuando mucho. A pesar de que los documentos muestran diversas fórmulas para la repartición de las ganancias, la mayor parte de los contratos estipulaba que los mineros ganarían el 50 por ciento de las ganancias o, en el peor de los casos, un tercio del total acumulado. Dicho porcentaje se dirimía luego de descontar los gastos de viaje y alimentación de cada peón.
Los contratos muestran que los patrones tenían una clara idea de las “disipadas” formas de comportamiento de los peones en el Chile central, por cuanto incluían una serie de rígidas estipulaciones punitivas para sancionar a quienes no respetasen los acuerdos laborales47. Quienes abandonaran las compañías, infringiendo así los acuerdos previos, arriesgaban quedarse sin ganancias. Las multas por indisciplina alcanzaban los 2 mil pesos chilenos, cifra exorbitante si se consideran los escasos salarios que estos trabajadores recibían en Chile. Para ponerlo en contexto, en la década de 1850, 2 mil pesos era el salario que podía recibir el peón minero chileno mejor pagado luego de cinco años de trabajo48. Los acuerdos evidencian que las multas tenían un carácter coercitivo, buscando así imponer un control férreo sobre los peones contratados para evitar su fuga, lo que podía generar pérdidas económicas importantes ante la inversión realizada para costear el traslado y mantenimiento de los trabajadores fuera del país.
Los contratos de formación de compañías establecidos en Chile y Sonora diferían notablemente de aquellos acordados en Estados Unidos con trabajadores “libres”, los que sobresalían por vinculaciones menos verticales, dado que cada integrante aportaba una porción de capital repartiéndose las ganancias en forma proporcional a lo aportado. Los peones chilenos no eran propietarios de acciones o porciones de las compañías que formaron, sino simples trabajadores sin poder de decisión en el manejo de las mismas. Un ejemplo de estas diferencias se observa en un contrato firmado en el puerto de Talcahuano, en el sur de Chile, que indicaba que los peones debían trabajar en los lugares indicados por el encargado de la compañía, a quien debían obedecer de manera estricta, estipulándose castigos en caso de desobediencia49.
Más allá del tono punitivo de los contratos, la realidad norteamericana y, en particular, la de la fiebre del oro de California diferían enormemente de la chilena y la mexicana. Al llegar a California, los patrones chilenos perdieron mucho de su poder en un ambiente dominado por angloamericanos provenientes del noreste, los cuales miraban con malos ojos el tipo de relaciones laborales entre las élites chilenas y mexicanas y sus trabajadores. Además, los peones no solían