Akal / Historias
Brett L. Walker
HISTORIA DE JAPÓN
Traducción: Herminia Bevia Villalba
La presente obra nos ofrece un recorrido por la historia de Japón desde la perspectiva que el nuevo periodo en el que vivimos –lo que muchos geólogos han dado en llamar el Antropoceno– da al historiador de una nación sometida por igual a los cambios históricos y naturales. Desde la remota historia de la humanidad en el archipiélago a la crisis financiera de 2011, la obra de Brett Walker aborda temas claves como las relaciones de Japón con sus minorías, el Estado y el desarrollo económico, así como sus aportaciones a la ciencia, la tecnología y la medicina. Tras el estudio de los restos arqueológicos, el autor hace un recorrido por la vida en la corte imperial, el ascenso de los samuráis, los conflictos civiles, los encuentros con Europa y el advenimiento de la modernidad y el imperio, continuando con el análisis del ascenso de Japón a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial para convirtirse en la nación próspera que hoy es, si bien inmersa en importantes preocupaciones medioambientales. Rico en detalles, de fácil lectura y revelador en su interpretación del complejo pasado de Japón, este libro está considerado por los expertos como el mejor repaso a la historia japonesa hoy disponible.
«Todos los capítulos son concisos, accesibles y se sustentan en las últimas investigaciones. No se me ocurre otro texto que cubra mejor todo el espectro del pasado de Japón.»
Ian Jared Miller, Harvard University
Brett L. Walker es catedrático emérito y profesor de la cátedra Michael P. Malone de Historia en la Universidad Estatal de Montana en Bozeman.
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RAG
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Título original
A Concise History of Japan
© Brett L. Walker, 2015
Publicado originalmente por Cambridge University Press, 2015
© Ediciones Akal, S. A., 2017
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4352-2
Para
LaTrelle
Prólogo
Mientras escribía los últimos capítulos de este libro en el otoño de 2013, el supertifón Haiyan golpeó Filipinas con toda su furia. Muchos observadores consideraron que era la tormenta más poderosa jamás registrada, con vientos sostenidos de 325 kph y picos de 380 kph. Al mismo tiempo que los habitantes de Filipinas intentaban poner a salvo sus vidas, yo escribía sobre la «burbuja económica» y la «década perdida» en Japón, que abarca los años de estancamiento que van de 1990 a 2010. Sin embargo, la «monstruosa tormenta» cambió mis planes. Ya había visto suficiente. Decidí cubrir los trágicos sucesos del 11 de marzo de 2011, cuando Japón sufrió el «triple desastre»: la megasacudida de un terremoto y un catastrófico tsunami, seguidos de una peligrosa fusión nuclear en la planta de Fukushima Daiichi. Al contemplar cómo el supertifón Haiyan golpeaba las islas Filipinas me di cuenta de que los síntomas del cambio climático representaban el desafío más serio para el este de Asia, no el tibio crecimiento económico o el descontento juvenil, ni siquiera las disputas internacionales por las islas Senkaku (Diaoyu). Finalmente, descarté el último capítulo y redacté uno nuevo que incluía la historia de los cambios en el clima, la subida del nivel del mar, las grandes tormentas en el Pacífico y los desastres naturales en el contexto de lo que muchos geólogos han dado en llamar el Antropoceno. Representa una importante desviación de la manera convencional de narrar la historia japonesa y exige asumir por completo la idea de que las islas físicas conocidas como «Japón» son geológica e históricamente inestables.
Acerca del Antropoceno, la Geological Society de Londres ha declarado: «Se pueden aportar argumentos para considerarlo un periodo formal, ya que desde el comienzo de la Revolución industrial, la Tierra ha soportado suficientes transformaciones para dejar una firma estatigráfica distinta de la del Holoceno o las fases interglaciales del anterior Pleistoceno, incluyendo nuevos cambios bióticos, sedimentarios y geoquímicos». En efecto, la Tierra ha experimentado cambios «novedosos» cuya datación coincide con la llegada de la Revolución industrial. Sin embargo, una diferencia importante entre los cambios que condujeron al Antropoceno y al Holoceno previo es que las causas principales ya no son el viento, la erosión, el vulcanismo u otras fuerzas naturales. Más bien son los seres humanos los que están provocando esos cambios. Mientras que las fuerzas naturales que dibujaron la superficie de la Tierra durante el Holoceno eran moralmente inertes, básicamente cambios sin importancia, que ocurrían sin más, detrás de las fuerzas del Antropoceno hay una intención y un diseño. La Revolución industrial, con todos los valores que acarrea, ha servido como motor de cambios bioestratigráficos y litoestatigráficos que están quedando grabados en nuestro planeta. Por ejemplo, si el clima, la altitud y la ubicación geográfica determinaban la distribución de las fábricas durante el Holoceno, como observó el famoso científico prusiano Alexander von Humboldt (1769-1859), en el Antropoceno el factor decisivo fueron nuestras necesidades agrícolas. Así que en vez de escribir una historia nacional al uso, una que concluya con los desafíos económicos, políticos y de política exterior a los que se enfrenta Japón, decidí rematar este libro con la amenaza mundial del cambio climático. He llegado a creer que ante el inminente y enorme espectro del cambio climático en nuestro horizonte planetario colectivo, escribir la historia nacional de una de las principales potencias industriales, que ha contribuido significativamente a las emisiones de efecto invernadero, sin prestar atención a las consecuencias ambientales a corto y largo plazo de las decisiones industriales de ese país, sería el equivalente a negar la evidencia. Considerémoslo de la siguiente manera: Japón se industrializó a finales del siglo XIX, lo que significa que ha disfrutado de los frutos de una sociedad industrial durante aproximadamente un siglo y medio. Si proyectamos nuestra mirada otro siglo y medio en el futuro, el mismo periodo de tiempo, hay quienes calculan que la temperatura subirá diez grados o más, lo que haría inhabitable la Tierra de acuerdo con los estándares contemporáneos. De repente, en el Antropoceno, el tiempo geológico se ha acelerado. Japón tiene un notable desarrollo costero, con millones de personas y miles de millones en inversiones diseminados a lo largo de las zonas bajas anegables. En un siglo y medio Japón sería un lugar muy diferente al que es hoy, con muchas de esas áreas sumergidas o inundadas con regularidad a causa del oleaje provocado por tormentas y tsunamis. Una lección de la ecohistoria, basada en el contexto de la longue durée histórica de Fernand Braudel (1902-1985), es que el estadio físico en el que se despliega nuestro pasado es inestable y dinámico, al igual que las sociedades humanas que alberga y sustenta. Pero el cambio climático amenaza con amplificar varias veces ese proceso de transformación.
Dicho esto, nuestro libro no es per se una historia del medio ambiente, sino más bien lo que yo imagino que debería ser la historia en el siglo XXI: capas de hielo y glaciares que se funden, variaciones en los niveles del mar e incremento de las tormentas. Se trata de una historia escrita en el Antropoceno. Hago una exposición seria de los cambios sociales, políticos y culturales en Japón, ya que encarnan los valores que dirigen la interacción japonesa con el mundo, incluyendo la rápida industrialización a finales del siglo XIX. Esta obra combina enfoques diferentes de la historia –social, de género, cultural, político y biográfico–, porque representan un intento de exponer una narración más completa que permita una mejor comprensión de la evolución de Japón. Aunque Japón, y otro puñado de naciones industrializadas, cargan con la parte del león de las emisiones de efecto invernadero y el cambio climático de origen antropogénico, el peso del cambio en la Tierra será compartido por todo el mundo y por todas las especies, incluidas aquellas consideradas tradicionalmente sin historia. Enfoquémoslo de esta forma: el alce del Gran Ecosistema de Yellowstone, lo que llamo hogar, no ha desempeñado virtualmente ningún papel en el cambio climático terrestre, pero a medida que sus ecosistemas se calientan y se vuelven inhabitables –como el descenso en el número de alces en Yellowstone sugiere–, compartirán las consecuencias. El peso moral de la asunción de responsabilidad por esos cambios –quizá no por la extinción regional de los alces, pero sí por las continuas inundaciones en Indonesia–, y la comprensión de los retos que plantean a nuestros hijos, deberían formar parte de nuestras narrativas históricas, al menos al metanivel de las historias nacionales y mundiales. De ahí mi decisión de convertir el cambio medioambiental en una parte clave de la historia japonesa.
Para hacerlo, en este trabajo he partido de extraordinarios estudios de muchos colegas en historia medioambiental y de Japón. Uno de los grandes desafíos ha sido revisar y redescubrir buena parte de este saber académico que estaba cogiendo polvo en mis estanterías. Para dar las gracias a todas esas personas tendría que contar con muchas más páginas en una historia menos concisa que la que los editores de esta serie probablemente imaginan, pero la mayoría verán reconocidas su contribución y sus ideas en este libro. Aprecio, como siempre, el generoso respaldo del Departamento de Historia, Filosofía y Estudios Religiosos de la Universidad Estatal de Montana, en Bozeman; de Nicol Rae, decano del College of Letters and Science de la Universidad de Montana; y de Rene A. Reijo-Pera, vicepresidente de Investigación y Desarrollo Económicos de la misma universidad. Su compromiso a la hora de generar nuevos conocimientos hace que sean posibles proyectos como este. Tres personas han leído atentamente este manuscrito: mi alumno de posgrado Reed Knappe; mi colega en el Departamento de Inglés, Kirk Branch; y mi compañera, LaTrelle Sherffius. Agradezco las muchas sugerencias y correcciones, que sin duda han fortalecido este trabajo. No obstante, a pesar de la combinación de esfuerzos, quedarán algunos errores, que me adjudico en exclusiva.
Brett L. Walker
Bozeman, Montana
Introducción
La historia de Japón
Hasta este día, la influencia japonesa desafía muchos supuestos sobre la historia mundial, en particular las teorías que tienen que ver con el ascenso de Occidente y el motivo por el cual, planteado de manera simple, el mundo moderno tiene la apariencia que tiene. No fueron la gran dinastía Qing china (1644-1911) ni el extenso Imperio maratha indio (1674-1818) los que se enfrentaron a las potencias estadounidense y europeas durante el siglo XIX. Fue Japón, un país de 377.915 km2, aproximadamente el tamaño del estado de Montana (mapa 1). Esta pequeña nación insular no sólo mantuvo a raya a las grandes potencias de ese siglo, sino que las emuló y compitió con ellas por las mismas ambiciones mundiales, a menudo despreciables. Durante la segunda mitad del siglo XX, después de la Guerra del Pacífico, Japón fue reconstruido y se convirtió en un modelo de industrialización al margen de Estados Unidos y Europa, con empresas tremendamente exitosas como Honda y Toyota, ahora compañías nacionales. Tanto las madres de clase media estadounidenses como los yihadistas en Afganistán conducen vehículos Toyota. Japón se encuentra ahora en el ojo de un huracán mundial diferente. En los primeros años del siglo XXI se ha visto inmerso en los problemas de las economías industriales y el cambio climático, porque, como un país constituido por islas con un desarrollo costero extensivo, tiene mucho que perder como resultado de la elevación del nivel del mar y el creciente número de violentas tormentas en el Pacífico. Japón sigue situado en el centro del mundo moderno y de sus retos más serios.
Mapa 1. Japón.
Para familiarizarnos con el ritmo de la historia japonesa, tomemos las vidas de dos figuras destacadas. Fukuzawa Yokichi (1835-1901), un orgulloso samurái nacido en Osaka y criado en la isla de Kyushu, en el sur, ejemplifica muchas de las primeras experiencias de Japón en la era moderna. A lo largo de su vida contempló, no como observador pasivo, sino como uno de sus principales artífices, cómo su país se transformaba de un batiburrillo de reinos en una nación con un vasto alcance militar y aspiraciones económicas globales. Desde que era un niño samurái que recorría las polvorientas calles de Nakatsu, Fukuzawa albergó el sueño de romper las cadenas de las prácticas confucianas y viajar para descubrir qué diferenciaba al mundo occidental.
A la temprana edad de doce o trece años, Fukuzawa robó un papel con un talismán sagrado de su casa, que supuestamente protegía a su familia de calamidades como el hurto y el fuego. Entonces, hizo lo que para muchos habría sido impensable: «Deliberadamente lo cogí cuando no miraba nadie, pero no se produjo ninguna venganza celestial». No satisfecho con irritar a las deidades sintoístas locales, tiró el talismán a la letrina. Siguió sin desatarse la rabia divina. Siempre dispuesto a desafiar las creencias japonesas, el recalcitrante Fukuzawa provocó aún más a los dioses reemplazando las piedras sagradas del altar Inari en el jardín de su tío por otras variadas escogidas por él mismo. Cuando llegó la temporada del festival de Inari, la gente acudió al santuario para orar, colgar amuletos en forma de banderines de tela, tocar tambores y cantar. Fukuzawa se reía entre dientes: «Ahí están esos idiotas, adorando mis piedras». Durante la mayor parte de su vida, Fukuzawa no sintió otra cosa que desprecio por sus tradiciones, sustentadas en la filosofía conservadora japonesa en lugar de en el progresista individualismo occidental. Este rechazo de la tradición, ejemplificado en su burla de las tradiciones de Inari y en su asunción de la modernidad ejemplificada por la determinación racional a la que las deidades de Inari no prestaban la debida atención, son emblemáticos de la experiencia japonesa en el siglo XIX.
Dentro de esa moda, Fukuzawa pisotea un supuesto sagrado tras otro. Durante su vida es testigo de la transformación de Japón de un país dirigido por hombres que portan espadas, visten pantalones que recuerdan a faldas (hakama) y llevan la cabeza afeitada (chonmage), al único país asiático que desafió con éxito a Estados Unidos y al imperialismo europeo. Cuando Fukuzawa parte por última vez de la heredad de Nakatsu, «escupe en el suelo y se aleja rápidamente». En ciertos aspectos, eso es justo lo que Japón hace a mediados del siglo XIX después de la Restauración Meiji (1868): Fukuzawa y toda su generación escupen sobre siglos de asunciones políticas y culturales y, con un raro sentido de regeneración nacional, trazan un nuevo rumbo hacia la supremacía mundial y, en definitiva, la destrucción nacional y el eventual resurgir tras la guerra. Japón se enfrenta en la actualidad a una serie de desafíos nacionales que ni siquiera el inteligente Fukuzawa habría jamás imaginado. Algunos de ellos, como el cambio climático y el aumento del nivel de los mares, eclipsan las amenazas de los «barcos negros» estadounidenses del siglo XIX. Estudiando el pasado de Japón, quizá podamos aclarar cómo esta nación, tan dotada para el arte del renacimiento, podría abordar estas nuevos retos mundiales. Tal vez Japón podría encontrar un modelo de regeneración para todos nosotros.
La vida de Ishimoto Shidzue (1897-2001) comienza donde acaba la de Fukuzawa, al despuntar el siglo XX. Sus experiencias fueron similares, aunque ella luchó contra un nuevo tipo de nacionalismo japonés y la fascista «ideología del sistema imperial». Ella vivió en una era diferente de renacimiento. Criada en una familia conservadora, mal preparada para rebelarse contra las tradiciones, Ishimoto no sólo cargaba con el legado de la norma samurái, sino también con la actitud confuciana hacia las mujeres. Como a cualquier joven acomodada, su madre le enseñó con diligencia que «primero era el hombre, la mujer detrás». Aunque fue educada a la «manera japonesa», recordaba que «las influencias occidentales se colaban en nuestra vida poco a poco». Sin embargo, en Japón también aumentaba la reacción conservadora. Ishimoto lo detectó astutamente mientras estaba en el colegio: los profesores enseñaban a los chicos a convertirse en «grandes personalidades», a las chicas las educaban para ser «esposas obedientes, buenas madres y leales guardianas del sistema familiar». A inicios del siglo XX, los cuerpos femeninos se transformaron en campos de batalla en los que los activistas políticos, los intelectuales públicos y los artífices de la política gubernamental libraban batallas campales por el legado de las reformas Meiji. En una reveladora narración, recuerda una visita a su escuela del emperador Meiji. «Al ser homogéneos desde el punto de vista de las tradiciones raciales, éramos una familia importante en el imperio insular encabezado por dirigentes imperiales», recordaba. Y se preguntaba: «¿Cómo podía una muchacha como yo nacida durante la era Meiji, cuando la principal expectativa política era la restauración del emperador, no emocionarse ante la fuerza espiritual que él simbolizaba?». Cuando el general Nogi Maresuke (1849-1912), héroe de la Guerra Rusojaponesa (1905), se suicidó en señal de sumisión junto con su esposa tras la muerte del emperador Meiji en 1912, Ishimoto mostró una callada reverencia. «Sentada en mi silenciosa habitación, en la que había colocado la foto del general sobre la mesa y quemado incienso, recé por su noble espíritu sin pronunciar una palabra», rememoraba. Como otros muchos, Ishimoto se rebelaba a veces contra el espíritu del nacionalismo Meiji, pero también le rendía culto ante su altar.
El culto al emperador representó el anclaje para la emergencia de Japón como una nación a comienzos del siglo XX, pero también lo hicieron formas de compromiso global con la modernidad. Mientras Ishimoto visitaba Estados Unidos en 1920, conoció a la feminista Margaret Sanger (1879-1966) y se convirtió en una activista a favor de las causas de las mujeres, en particular de sus derechos reproductivos. Sin embargo, la Guerra del Pacífico desbarató temporalmente su campaña en pro de los derechos femeninos. En la década de 1930, en vísperas de la catastrófica contienda, Ishimoto hacía la siguiente consideración: «Recientemente, una reacción nacionalista contra el liberalismo ha barrido todo lo que le precedió en el imperio insular. El fascismo, con un fuerte regusto militarista, no es un defensor del feminismo y su intenso aliento humanista». Durante la vida de Ishimoto Japón mandó sus acorazados y portaaviones a librar una «guerra santa» contra Estados Unidos y los aliados, decidido a instaurar un «nuevo orden» en Asia. Según el argumento de muchos intelectuales japoneses, lo que estaba en juego en el Pacífico era la «salvación del mundo».
JAPÓN EN LA HISTORIA MUNDIAL
Si colocamos a Japón en el contexto de la historia mundial, nuestra historia reemplaza un mito persistente: que Japón tiene una especial relación con la naturaleza, no intervencionista, más subjetiva y a menudo benéfica, una relación que, con las divinidades sintoístas, considera el mundo natural algo vivo, interrelacionado con los continuos vitales del budismo y acotado por ritos confucianos. El mito insiste en que los japoneses no interpretan la naturaleza como un recurso inanimado y despersonalizado para la explotación industrial. Más bien se adaptan a la naturaleza generando holismo entre las esferas cultural y natural. El entorno natural del que dimanan los japoneses, que limita el desarrollo industrial sin alma y da forma a su compleja cultura nacional.
Este estereotipo lleva siglos en vigor. Hace tiempo, el sociólogo Max Weber (1864-1920) sostenía que a diferencia de la filosofía europea, que aspiraba a adecuar el mundo para adaptarlo a los requerimientos humanos, el confucianismo, filosofía central de Asia Oriental, busca el «encaje con el mundo, su ordenación y sus convenciones». En otras palabras, Europa Occidental adaptaba el mundo natural en su beneficio, mientras las sociedades confucianas se amoldaban pasivamente a él. Como sociedad confuciana, en ocasiones se considera que el Japón premoderno se adecua al ámbito natural, una sociedad en armonía con la naturaleza que no violenta el medio ambiente para que se pliegue a sus necesidades económicas. Como resultado, Weber reitera que «el pensamiento sistemático y naturalista [...] no consigue madurar» en las sociedades confucianas. Para Weber, esta predisposición de servidumbre ante la naturaleza retarda el desarrollo y permite que las sociedades confucianas sean víctimas de los depredadores occidentales.
Como demuestra nuestra historia, la relación de Japón con el entorno natural ha sido con frecuencia intervencionista, exhaustiva, explotadora y controladora, similar a la europea después de la Ilustración. Satô Nobuhiro (1769-1850), un ecléctico filósofo moderno, entendía que la naturaleza estaba dirigida por fuerzas creativas, unas fuerzas animadas por las divinidades sintoístas. No obstante, al describir el papel de la economía en el contexto del desarrollo estatal recordaba más al economista escocés Adam Smith (1723-1790) que a un filósofo del sintoísmo nativo. Por ejemplo, cuando ilustra la función del gobierno en Keizai yôryaku (Compendio de economía, 1822): «El desarrollo de bienes es la primera tarea del gobernante». Satô sugiere que los humanos se organizan en Estados para explotar mejor los recursos y controlar la energía.
Es importante destacar que el desarrollo al que Satô aspiraba era en gran medida de diseño humano, la contribución de Japón a los primeros registros del Antropoceno, caracterizado por la omnipresencia del cambio inducido por el hombre en la Tierra. En su primitiva historia, los japoneses empezaron a descubrir y explotar el medio ambiente natural a través de la ingeniería de las islas. De hecho, Japón podría ser visto como un archipiélago construido, una cadena de islas consideradas como un espacio controlable, explotable, distinguible y casi tecnológico. Este proceso comenzó pronto en la historia de Japón. Según afirma un historiador, con la llegada de la agricultura llegó un «cambio fundamental en la relación entre los humanos y el mundo natural». Los humanos empezaron a «afectar a otros organismos» y a «rehacer el medio ambiente no vivo» para controlar mejor el acceso al abastecimiento de comida y la energía. La agricultura implicó la eliminación de especies indeseables, la creación de paisajes artificiales y un incremento de la productividad de las especies deseables mediante un mejor acceso al agua y la luz del sol. Los humanos transformaron los organismos que tenían a su alrededor gracias a la ingeniería genética de los cultivos y a la exterminación de especies amenazadoras, como los lobos japoneses. A medida que creaban este paisaje agrícola, los humanos «pueden haber experimentado una sensación cada vez más fuerte de separación entre los mundos “natural” y “humano”», o un sentimiento de «alienación» de las condiciones naturales.
A la larga, esta alienación cosifica la naturaleza y hace más fácil un aprovechamiento indiferente de la misma. Los historiadores han identificado esta hipótesis de «muerte de la naturaleza» por cosificación con la cultura posterior a la Ilustración europea. No obstante, como veremos, la cultura japonesa experimentó un proceso de alienación similar. A lo largo del tiempo histórico, la naturaleza en Japón iba siendo lentamente destrozada, aunque filósofos y teólogos la reparaban de nuevo y le insuflaban la vida antropomórfica de las deidades sintoístas y budistas. La naturaleza se convirtió en una marioneta del ansia humana de recursos y energía, aunque los observadores han confundido durante mucho tiempo este deshilachado títere natural con una naturaleza viva y autónoma.
ESCRIBIR LA HISTORIA DE JAPÓN
«La consciencia histórica en la sociedad moderna se ha visto abrumadoramente enmarcada por el Estado nación», escribe un historiador. Aunque la nación es una entidad disputada, manipula la historia y garantiza la «falsa unidad del mismo sujeto nacional que evoluciona en el tiempo». Es la nación «que evoluciona en el tiempo» lo que, como japoneses, reclaman los cazadores prehistóricos del periodo Jômon (14.500 a.E.C.-300 a.E.C.) y los agricultores del periodo Yayoi (300 a.E.C.-300 E.C.), porque el aparente desarrollo evolutivo también puede ser leído en orden inverso. Estas narrativas acerca de la historia nacional casi siempre imponen una cadena evolutiva en el pasado. A este respecto, un historiador insiste en que «la nación es un sujeto histórico colectivo listo para realizar su destino en un futuro moderno». En otras palabras, estamos condicionados para leer las historias nacionales como anticipación del surgimiento del Estado moderno, como si su aparición fuese inevitable. Una importante nota de advertencia a la hora de narrar historias nacionales como esta: «En la historia evolutiva, se contempla el movimiento histórico como producido sólo por causas anteriores, en vez de por complejas transacciones entre el pasado y el presente». En lugar de considerar la historia como un movimiento lineal y fluido desde una causa a la siguiente, que conduce constante e inexorablemente al surgimiento de la nación moderna, esta narración es más sensible a los debates políticos y culturales contemporáneos, y a los matices que enmarcan cuestiones impuestas en el pasado. Por supuesto, la historia trata con más frecuencia debates políticos y culturales del presente que del pasado. Un tema principal es el cambio medioambiental, porque ese es el desafío de nuestro tiempo.
Esta breve historia no descarta por completo la realidad del poder de la nación moderna en el tiempo y su capacidad para modelar las identidades de la gente a la que proclama como sus primeros miembros. Los cazadores Jômon no se veían a sí mismos como «japoneses», ni lo hacían sus sustitutos Yayoi. Los Heian consideraban sus posiciones en la corte mucho más importantes que «Japón», al igual que los posteriores samuráis, que se desplazaban de acuerdo con los ritmos de un sistema de estatus jerárquico. En este aspecto, la nación moderna es una «comunidad imaginada» reciente, inventada a través de museos, planes de estudio, vacaciones y otros eventos nacionales. Como escribe un antropólogo, la nación «es imaginada porque los miembros de incluso la nación más pequeña nunca sabrán de la existencia de la mayoría de sus conciudadanos, siquiera los conocerán u oirán hablar de ellos, aunque en la mente de cada uno de ellos pervive la imagen de su comunión». En las naciones modernas, ciudadanos y súbditos aprenden que comparten afinidades con personas a las que nunca han conocido. Como veremos, los japoneses conciben sus comunidades a través de discursos de un entono natural compartido, claramente delineado por los mares que los rodean, así como por una historia, un lenguaje y prácticas culturales comunes. En estas páginas oiremos hablar de muchos de ellos porque son importantes en la formación de Japón.
Sin embargo, esta historia no considera necesariamente a las naciones como «imaginadas». Las naciones no son meros fragmentos del imaginario cultural. Dado que uno de los temas de este relato son las relaciones de la gente con el medio ambiente natural, deja al descubierto la huella material de las poblaciones japonesas en el transcurso de su historia. Dibuja una presencia a la que han dado forma generaciones de cuerpos pudriéndose en el suelo, hombres y mujeres que han sacado peces de los mismos ríos y aguas costeras, han transformado paisajes que reflejan valores compartidos de subsistencia e ideas transitorias transmitidas de unos a otros durante siglos y que determinan una manera clara de ser. Visto desde esta perspectiva, los primitivos habitantes Jômon, aunque no lo sabían, realmente pueden ser considerados como los primeros «japoneses». La hegemonía de esta nación a lo largo del tiempo se construye, de modo esencialmente material, sobre la gente que la precedió. En este sentido, la «tradición» no es forzosamente el chivo expiatorio de la modernidad, como aducen algunos historiadores. Se ha afirmado que la modernidad necesita la «invención de la tradición» para su propia demarcación histórica, pero los antiguos pobladores de Japón, personas a las que por conveniencia podríamos denominar «tradicionales», poseían usos importantes rastreables, prácticas grabadas con firmeza en Japón y que impregnan la vida moderna. Esas prácticas configuraron la evolución de Japón como nación moderna, no al revés. Etiquetar a un cazador Jômon con el título de «japonés» y adjudicarle luego los horrores de la masacre de Nanjing (1937) es endosarle cargas que habrían sido inimaginables para él. Pero los cazadores Jômon murieron y se pudrieron en suelo japonés. Su progenie y su relevo Yayoi adoptaron ideas y elecciones que estamparon en sí mismos, en sus organizaciones sociales, en sus sistemas políticos y en el paisaje. Esas huellas fundamentales modelaron a su progenie, a los descendientes de esta y así sucesivamente. Eventualmente, esas personas, guiadas generación tras generación por impulsores materiales y culturales, decidieron saquear la ciudad de Nanjing durante la pregonada «gran guerra de Asia Oriental».
Quizá la nación sea en parte imaginada, pero no a partir de la nada. Tampoco se trata de un fenómeno enteramente forzado. Eso es lo que sucede en el caso de la historia japonesa. Por esta razón, incluso frente a los nuevos dilemas globales del cambio climático, la nación moderna sigue siendo una categoría importante de análisis histórico.