©2017 ESTRELLA CORREA

©2017 de la presente edición en castellano para todo el mundo: EDICIONES CORAL ROMÁNTICA (Group Edition World)

Dirección:www.edicionescoral.com/www.groupeditionworld.com

 

Primera edición: Junio 2017

 

ISBN: 978-84-17228-03-3

 

Diseño portada e ilustraciones: Juan Antonio González – Ediciones Coral

Conversión a epub: Group Edition Wolrd

 

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la ley. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico, electrónico, actual o futuro-incluyendo las fotocopias o difusión a través de internet y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

 

 

 

 

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CLAMORES DE JUVENTUD

PARTE 2

 

 

 

 

ESTRELLA CORREA

 

 

 

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SINOPSIS

 

 

Dani se siente perdida, confió de nuevo en el amor y nada era lo que creía. Ahora, decepcionada y rota por el dolor, decide dar una oportunidad al pasado. Piensa que acercándose a él puede conseguir las respuestas que lleva tanto tiempo esperando, pero tal vez, y sólo tal vez, lo que encuentre vuelva a romperle todos los esquemas y tenga que replantearse que las cosas no siempre ocurren como nosotros deseamos.

En “Bésame, por favor”, Dani vive inmersa en un mundo de pasiones peligrosas.

Las probables salidas puede que la llenen de felicidad, pero sus pliegues ocultan no pocas frustraciones y desdichas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

INDICE

 

 

CAPÍTULO 1: SALIR CORRIENDO.

CAPÍTULO 2: PARÍS. TEN CUIDADO, NO TE PIERDAS.

CAPÍTULO 3: NOCHE DE FIESTA.

CAPÍTULO 4: ¿QUÉ HACES AQUÍ?

CAPÍTULO 5: ESTO ES UNA LOCURA.

CAPÍTULO 6: ERRORES.

CAPÍTULO 7: VERTE DE NUEVO.

CAPÍTULO 8: VIEJOS TIEMPOS.

CAPÍTULO 9: RESPUESTAS QUE DUELEN.

CAPÍTULO 10: SENTIRLO.

CAPÍTULO 11: ACEPTACIÓN.

CAPÍTULO 12: VERDADES TARDÍAS.

CAPÍTULO 13: HOGAR, DULCE HORGAR.

CAPÍTULO 14: LO PRIMERO ES LO PRIMERO.

CAPÍTULO 15: CRUDEZAS.

CAPÍTULO 16: SI HAY ALGO MÁS.

CAPÍTULO 17: TORRES QUE LLEGAN AL CIELO.

CAPÍTULO 18: TRES, MULTITUD.

CAPÍTULO 19: SÍRVETE TÚ MISMA.

CAPÍTULO 20: ¿MÉNAGE A TROIS? NI LOCA.

CAPÍTULO 21: NO PROMETAS.

CAPÍTULO 22: IGNAUGURACIONES Y GIN-TONICS.

CAPÍTULO 23: LA PRIMERA VEZ.

CAPÍTULO 24: FORMAS DE METER LA PATA.

CAPÍTULO 25: LA HORA.

CAPÍTULO 26: DESPUÉS DE QUERER MORIRME.

CAPÍTULO 27: PERDIÉNDOME EN ÉL.

CAPÍTULO 28: SÉPTIMO CIELO.

CAPÍTULO 29: NO ES UN BUEN MOMENTO.

CAPÍTULO 30: QUIERO LLEVARTE.

CAPÍTULO 31: ACLARACIONES INNECESARIAS.

CAPÍTULO 32: PASO UNO: DECIR LA VERDAD.

CAPÍTULO 33: PASO DOS: ASIMILARLA.

CAPÍTULO 34: PASO TRES: QUERER SIN CONDICIONES.

CAPÍTULO 35: EMPATÍA.

CAPÍTULO 36: NUNCA SE VA DEL TODO.

CAPÍTULO 37: EL JEFE SIEMPRE LLEVA RAZÓN.

CAPÍTULO 38: PARA ESO, NUNCA ES BUEN MOMENTO.

CAPÍTULO 39: GRANDES HISTORIAS DE AMOR.

CAPÍTULO 40: SALVADA POR LA CAMPANA.

CAPÍTULO 41: CUMPLEAÑOS. PARTE 1: CUMPLO AÑOS FELIZ.

CAPÍTULO 42: CUMPLEAÑOS. PARTE 2: REÍR O LLORAR.

CAPÍTULO 43: CUMPLEAÑOS. PARTE 3: ¡SORPRESA!

CAPÍTULO 44: CUMPLEAÑOS. PARTE 4: TIC, TAC, TIC, TAC.

EPÍLOGO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRÓLOGO

 

 

 

El desasosiego se apodera de mí al cruzar el vestíbulo de casa. Todo está igual, pero distinto. Los muebles, los mismos de esta mañana, cuando salí corriendo de aquí, han cambiado, parecen diferentes y la seguridad de que nada será igual me ahoga. Un vacío demasiado grande y frío me recorre entero. Entro en la cocina y veo la nota que me dejó sobre la mesa. Sigue en el mismo sitio, donde la solté como si ardiera entre mis dedos. No tengo que leerla, sé exactamente lo que hay escrito de su puño y letra: «Lo siento. No he tenido tiempo de decírtelo. Paso el día con mi hermano. Hace varias semanas que quiere hablar conmigo. Te quiero».

Cuando la leí, supe que sería la última vez que me lo diría, que jamás volvería a escucharlo de sus labios si no impedía que hablara con Fernando antes que conmigo. No entiendo cómo ha podido escapárseme, la llevo vigilando semanas. ¡Alguien pagará por este puto error!

¡Maldita sea! Debería ser yo quien le cuente lo cabrón retorcido que puedo llegar a ser. Casi me vuelvo loco. La llamé, le ordené que volviera, intenté contactar con ella a cada minuto. He pasado el día más largo de toda mi jodida vida.

Desde el primer momento supe que Dani no me perdonaría nunca. Empezar a salir con ella para extorsionar a Fernando Sánchez jamás fue una buena idea. ¡Joder! Dicho así… ¡me merezco lo que tengo! Soy la peor persona sobre la faz de la tierra.

Deslizo por mis hombros, de mala gana, el abrigo empapado por la lluvia, dejándolo caer al suelo de la cocina. Voy al salón y abro una botella de bourbon. Bebo directamente de ella. El líquido quema mi garganta, pero apacigua el sufrimiento y la desesperanza. Con el puño de mi camisa limpio el líquido que gotea de mi boca. Dejo caer mi cuerpo sobre uno de los sofás y la fuerza lo hace retroceder unos centímetros. Encuentro sobre la mesa su pulsera (la cadenita de plata de la que cuelga una estrella, un corazón y un antifaz). El ardor en mi estómago se acrecienta. Me incorporo, la cojo y una punzada de dolor cruza mi corazón. Abro la mano derecha y la miro. Es sencilla y bonita. Como ella. El dolor me golpea el pecho y, antes de que me reviente por completo, la tiro al suelo y termino con la botella de un trago.

Estoy enfadado, cabreado conmigo mismo por no haber sabido manejar la situación, por no haber hecho las cosas bien. Debí haber sido sincero desde el principio, debí haberle contado todo cuando tuve la oportunidad. Soy un cabrón. No he debido hacerle daño de esa manera despiadada. No he debido hacer lo que hice. Utilizarla ha estado mal. Es la peor decisión que he tomado en mi vida. ¿En qué estaba pensando?

Por primera vez estoy asustado. No conozco los sentimientos que me aprisionan el pecho. Se me escapa por completo todo lo que me sucede. Nunca me había sentido así. Nunca había querido tanto a nadie.      

Sigo con la ropa mojada, pero el alcohol ha calentado engañosamente mi cuerpo. Tiro la botella y cae sobre la alfombra. Apoyo las palmas de las manos en el filo del sofá e impulso mi cuerpo para levantarme. Voy al dormitorio y, entre tropiezos, me desnudo. Me pongo el primer pantalón de chándal que encuentro. Intento meter mis brazos en una camiseta, pero el nivel de alcohol en mi torrente sanguíneo no me permite coordinar con destreza. Desisto tras varios intentos.

 

Arrastro los pies hasta el mueble del salón donde guardo muchas más botellas de bourbon. Saco dos del armario, abro una de ellas y le doy un trago. Jamás olvidaré la cara con la que me ha mirado esta noche. Sus ojos vacíos no me han permitido encontrar nada en ellos. Nada que me diga que aún queda algo entre nosotros, una señal que me indique que no ha desaparecido todo dentro de ella.

Camino dando tumbos hasta nuestra habitación, pero sólo tengo que cruzar el umbral para darme cuenta de que pasar la noche aquí solo no es buena idea. Decido dirigirme a la habitación de invitados. Me estremece la frialdad del dormitorio. Merezco estar solo y el dolor que me atraviesa. Termino con media botella y caigo rendido sobre el edredón de plumón blanco.

 

Despierto mareado en la cama que casi desconozco. Este dormitorio sólo lo utiliza Noelia cuando viene a Madrid de visita de vez en cuando. El sol quema mis dilatadas pupilas y me doy cuenta de que ha pasado el mediodía. No pude acostarme en nuestra habitación. Olía a ella, podía sentir su cuerpo sobre la cama, sus piernas rodeando mi cintura, nuestras bocas unidas, mis manos volando sobre su cuerpo… yo encima, empujando dentro de ella, llenándola entera…

He tenido un sueño. Dani junto a mí llamándome bajito. No se había ido, no me había abandonado. Tiraba suavemente de mi cuerpo para que despertara, pero, tras unos breves instantes, la oscuridad volvió a cernirse sobre mí y me di cuenta de que seguía solo y perdido.

Me encuentro completamente mareado y confuso. Un fuerte dolor golpea mi cabeza y una única idea se instala en ella. Necesito otra botella de bourbon para dormir durante todo el maldito día. Me siento en el borde de la cama y cierro los ojos, tratando de que el pinchazo que atraviesa mi sien desaparezca. Apoyo una mano sobre la mesita de noche y me impulso hacia arriba. Las piernas me obedecen a duras penas.

Camino descalzo por el pasillo y el eco de ruidos en algún lugar del ático rebotan en mi cabeza, haciéndola explotar. Me tambaleo y tengo que agarrarme a la pared para no caer al suelo. Me masajeo la sien.

Tropiezo con el arco de la cocina y la veo. Mis piernas comienzan a temblar y el pulso se me acelera. Dani limpia con un trapo la barra de la cocina. Su perfecto cuerpo y su torneado trasero tienen un efecto inmediato en mí. Tengo que controlarme para no abalanzarme sobre ella.

 

—¿Qué hacéis aquí? —agarro el quicio de la puerta para no caerme cuando sus ojos se encuentran con los míos. Siguen igual de vacíos que anoche. No encontrar nada tras ellos me parte en dos. Yo tengo la culpa de su dolor. Soy el único responsable y eso me mata.

—¡Eso mismo me pregunto yo! —Sara se pone completamente a la defensiva. Entiendo su recelo. Me imagino su cara de desprecio, pero no la veo. No puedo apartar la mirada de ELLA. Es posible que sea la última vez que la vea—. Ya le has visto. No se va a morir —sigue. Agarra a Dani por el codo y tira de ella—, aunque sea lo que merezca.

 

Sí, lo merezco, pero no estoy muerto. Esto es muchísimo peor. La mujer de mi vida la sigue y pasa junto a mí como si yo no estuviera. Su indiferencia me mata. Levanto la mano lo suficiente para que roce la suya y cada célula de mi cuerpo reacciona a su contacto. Sé que ella ha sentido lo mismo.

La desesperación que se instala en mi pecho al verla salir de nuevo de mi vida se apodera de mi raciocinio, cojo una jarra de cristal con margaritas, sus preferidas, y la lanzo con fuerza contra la pared. La ira contenida hace acto de presencia. Los cristales saltan, hechos añicos, y caen esparcidos sobre el suelo de la cocina.

 

Siento un pinchazo en el costado y agacho la cabeza buscando de dónde proviene el dolor. Veo un trozo de cristal clavado sobre mi piel. Tiro de él y lo saco. Duele, pero nada comparado con lo que siente mi corazón.

Abro el cajón y cojo un paño limpio, lo mojo bajo el grifo y lo acerco a la herida. La limpio sin cuidado y lo enjuago de nuevo. La escucho entrar en la habitación. Los cristales del suelo se extienden a cada paso. Se detiene junto a mí lo suficientemente lejos para que nuestros cuerpos no se toquen. Me quita el paño de las manos y termina de enjuagarlo por mí. Mi susceptible piel se altera cuando sus dedos rozan los míos. Tengo que aguantar la respiración y contar hasta diez para no abalanzarme sobre ella, subirla a la encimera y hacerla mía una y otra vez.

No puedo dejar de mirarla. No sé cuándo será la próxima vez. Tal vez no haya próxima vez. Ese pensamiento consigue cabrearme.

 

—¿Cuánto has bebido? —es un susurro, pero escucharía su voz desde el otro lado del planeta.

—No lo suficiente… —¡Joder, quiero beber hasta que el dolor desaparezca!

—No puedes hacer esto —aprieta la herida de mi costado con el paño húmedo. Que me toque no hace otra cosa que atormentarme más—. Es más profunda de lo que parece, necesitas ir a un hospital.

«Necesito que me escuches, que me perdones. Necesito que me ames como yo te amo a ti, con locura, con desesperación… Necesito levantarme contigo a mi lado todos los días de mi maldita vida, necesito que seas mía, necesito estar dentro de ti… Te necesito a ti».

—No hace falta —no aguanto más la desazón. Agarro sus manos y las aparto de mi cuerpo.

—Necesitas que te cosan —sabe que la he rechazado, pero ignora mi desprecio y vuelve a limpiar el paño bajo el grifo. No la merezco.

—Lo que necesito no quiere saber nada de mí —quiero levantarla, empotrarla contra la pared y follármela hasta hacerla entrar en razón y que vuelva a quererme. Soy un completo gilipollas. Me daría de hostias hasta que se apague el sol.

Cierro los ojos arrepentido por el tono de voz que he utilizado. Dani deja el trapo sobre la encimera y se va.

No me mira.

No vacila.

Me lo merezco. He sido un cabrón con ella y aun así me atrevo a tratarla como a una mierda. Alejarse de mí es la mejor decisión que puede tomar.

 

Cojo otra botella de bourbon del armario del salón. Terminaré con ella sobre el sofá y caeré desfallecido. La veo entrar en la sala desde el pasillo de las habitaciones y suspiro aliviado. No se ha ido, no me ha dejado. Aún.

—Creí que ya habías salido corriendo lejos de mí —no es lo que quiero, pero…—. Deberías. No soy buena persona.

Me quita la botella de las manos y la deja sobre la mesa. Se arrodilla frente a mí y, de nuevo, intenta que nuestros cuerpos no se toquen.

—¿Me tienes miedo? —la idea de que sea así me abruma. Jamás le haría daño. Nunca le hubiera hecho nada.

—No estaría aquí si fuera así.

Respiro aliviado, hasta que coloca una gasa sobre la herida de mi costado y con sus dedos cosquillea mi piel. No aguanto su roce. Saber que jamás volveré a tenerla entre mis brazos me destroza.

—¿Te duele? —por fin me mira a los ojos. Nuestras miradas se conectan e intento transmitirle todo lo que no me atrevo a decir con palabras.

—No me duele la herida…, sino el tacto de tu piel —me sincero. Y vuelvo a hacerle daño con mis palabras.

¡Joder!

Desconecta nuestras miradas y termina de cubrir el corte con la gasa. A continuación, se levanta, coge el bolso de la mesa y empieza a girarse hacia la puerta.

—¿Por qué has venido? —no quiero que se vaya.

—Necesitaba mis cosas —se cuelga el bolso y agarra fuerte la correa. Me doy cuenta en ese momento de que se lo ha llevado todo. Se va de mi vida sin remedio y sin dejar huella evidente. Salvo la que deja dentro de mí.

—¿Se… acabó?—mi pregunta me lastima.

—Nunca hubo nada —su respuesta me desgarra.

Da la vuelta sobre su cuerpo y camina hacia la puerta. No permitiré que desaparezca así. Pensando que no hubo nada. Mis sentimientos son verdaderos. Tal vez me equivoqué en la forma, en las razones…, pero cada minuto que he pasado junto a ella han sido los mejores de mi vida. No permitiré que me diga que no fueron ciertos.

 

Utilizo toda mi fuerza para levantarme, seguirla hasta el vestíbulo sin caerme, agarrarla, tirar de su muñeca y aprisionarla entre la pared y mi cuerpo. Sujeto su torneada cadera con fuerza. Es mía y lo seguirá siendo siempre. Mientras, con la mano derecha, me aferro a su cuello y acaricio sus dulces labios con mi pulgar. Quiero besarla. Besarla fuerte y morderla. Y que se rinda a mí.

—No digas que no hubo nada —susurro molesto con mi boca a dos centímetros de la suya. Nuestras respiraciones se escuchan totalmente desacompasadas—. No te atrevas a decirme que no sientes lo mismo que yo. Gime. Aprieto mi cuerpo contra el suyo—. Dímelo. Dime que no me amas y no volveré a molestarte nunca —se me rompe la voz. No logro esconder mi estado de ánimo, destrozado. Necesito besarla y dominarla. Sentir que es mía y que siempre lo será.

—No puedo amar una mentira —musita segura.

No lo puedo controlar. Me rompo un poco más.

Gimo de dolor.

Tengo que luchar conmigo mismo para no cogerla sobre mis hombros, llevarla a nuestra habitación y follármela hasta que no podamos más, perdamos el sentido y no nos quede más remedio que dormir juntos abrazados durante horas. Acerco mi boca y me asomo al borde de sus labios. Aprieto mi cadera contra la suya para que sepa lo que me hace sentir.

Jadea.

Y no se aparta.

Puedo notar su sabor, nuestros cuerpos acelerados, los latidos de su corazón, su suave piel bajo la mía… su olor…

—Dani, tenemos que irnos —Sara nos interrumpe y rompe la magia.

 

La miro por última vez, buscando una señal. Algo que me indique que no la deje marchar, que la obligue a quedarse, pero no encuentro nada. Sus ojos humedecidos por las lágrimas no me dicen nada, son un desierto de arena inmensa. La he perdido.

Me doy por vencido y me aparto. Me destroza tener que dejarle el camino libre. Acostumbro a luchar por lo que quiero. Me cuesta la vida contenerme. Agacho los hombros y me hundo.

Vuelvo al salón y, encolerizado, destrozo la mesa de cristal de un solo golpe. Me hago cortes en el puño. Sangrando, cojo las sillas y las estampo contra la pared. Prosigo hasta dejar el salón completamente destruido.

 

El ruido del timbre de la puerta viaja hasta mis oídos, entra en ellos y penetra hasta expandirse por mi cabeza haciéndola explotar. Parpadeo varias veces e intento abrir los ojos. Ya es de noche, pero la luz de la ciudad atraviesa los grandes ventanales del salón y me deslumbra. Escucho golpes en el portón de entrada.

—Alejandro, abre —Álvaro grita y vuelve a golpear. No quiero ver a nadie. Me importa una mierda todo el mundo. Que me dejen en paz de una jodida vez. Golpea de nuevo.

—¡Vete, joder!

Cierro los ojos y me incorporo, sentándome sobre el sofá. Todo me da vueltas. Agarro mi cabeza con las dos manos.

—¿Qué coño ha pasado?

Álvaro está de pie frente a mí, relajado y divertido, observando el campo de batalla en el que he convertido el salón. Prefiero obviar cómo ha conseguido entrar en mi casa sin que le abriera.

—¿Qué haces aquí? —le contesto con otra pregunta. Es él quien ha invadido mi espacio sin ser invitado. Él debería ser quien diera las explicaciones.

—Llevo llamándote desde anoche —saca las manos de los bolsillos y camina decidido hacia donde me encuentro. Para en medio del salón. Su cara ha cambiado, su semblante ahora es serio. Algo me dice que no me va a gustar lo que voy a escuchar—. Tenemos que hablar.

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

1

 

SALIR CORRIENDO

 

 

No me divierte tenerme que despertar temprano. Siempre me gustaría dormir un poco más, pero esta mañana, lo que estoy a punto de ver, hace que quiera levantarme y salir corriendo de aquí, sin desperezarme siquiera.

«O morirte».

Sí, o eso.

 

Unas manos finas y suaves rodean mi cintura. Puedo sentir la dócil presión sobre mi piel. Abro los ojos y me encuentro con la cara de Sara a un palmo de la mía. Me sorprende haber podido dormir toda la noche sin interrupciones, después de todo lo ocurrido el fin de semana.

«Es fácil si antes de acostarte te has bebido una botella de ginebra tú sola. ¿O fueron dos?».

No lo recuerdo, la verdad. Al igual que la mayor parte de la noche. No consigo dar forma a los acontecimientos.

Me remuevo sobre mí misma, hundiendo la cama, y ella ronronea y sonríe. Debe estar soñando. Es una de esas preciosas mujeres a las que las personas del mismo sexo repudiamos de nuestro círculo social por miedo a ser eclipsadas. La odiaría si no la quisiera tanto. Grandes ojos color caramelo, unas pestañas inmensas, labios carnosos, una larga melena morena y la piel blanca, llena de luz. No me extraña que Joan esté perdidamente enamorada de ella. Es un buen hombre. Mi amiga debería darse cuenta antes de que sea demasiado tarde. No le va a aguantar todas las sandeces e inconsciencias. Si no está segura de lo que quiere, debería dejarlo y quedar como amigos.

Noto otro par de manos que tiran de mí hacia atrás. Me tenso al instante. Agacho la cabeza y cuatro brazos me rodean. Mi espalda se acopla a un torso duro y desnudo. Mi cuerpo sólo lo cubre unas bragas y un sujetador de encaje nude. Empiezo a temblar. Giro la cabeza ciento ochenta grados y veo que Roberto duerme plácidamente junto a mí. Respira tranquilo y relajado.

 

Yo comienzo a hiperventilar. Me he tenido que volver completamente loca. ¿Es posible que la descerebrada de mi amiga me convenciera para hacer un trío? No, es imposible. Y mucho menos con Roberto de por medio. Para ella, el sexo es sólo eso: sexo. Pero sabe que para mí implica algo más. No amor, ni mucho menos, pero entiende que jamás me acostaría con ella, o con mi amigo. ¡Y mucho menos con los dos a la vez! ¡Madre mía, en el lío que me he metido!

 

—Tranquila —ronronea Roberto junto a mi oído, dejando de presionar sobre mis caderas, pero sin apartarse ni un ápice de mí.

—¿Qué hicimos anoche? —intento recordarlo, pero todo gira en torno a una nebulosa oscura. Cierro los ojos asustada. No quiero saber la respuesta.

—Mmm… Déjame recordar… Llegasteis a casa muy alteradas, con tres botellas de ginebra dentro de una bolsa de papel… Nos las bebimos… Además de unos cuantos chupitos… —el suspense me está matando—. Tú te pusiste a bailar con Sara... Me propusisteis que me uniera…

Que se deje de gilipolleces. Le doy un codazo.

—¡Ay! Pero ¿qué haces? —lanza una queja.

—¿Nos acostamos? ¿Los tres? —me remuevo y me levanto, abandonándolos a los dos en la cama. Sara se revuelve entre las sábanas, dejando a la vista sus pechos.

Roberto parece no darse cuenta, o disimula muy bien.

Esto no puede estar pasando.

—¿No te acuerdas? Eso ha dolido —se incorpora, dejando caer la espalda en el cabecero.

—¿Queréis dejar de gritar? —mi amiga acaba de despertarse y ruega, cubriéndose la cabeza con la almohada.

—¿Quieres taparte? —cojo un cojín del suelo y se lo tiro a la cabeza con todas mis fuerzas.

—¡Ay! —la saca de su escondrijo y me mira—. ¿Se puede saber qué ocurre?

Qué guapa. No se puede tener ese aspecto cuando te acabas de despertar. Es imposible, va contra natura.

—¿Nos acostamos…? —me mira confundida. Señalo compulsivamente a los dos y después a mí. Ella duerme todavía. Pues que despierte. El problema es lo suficientemente importante.

—Los tres, ¿nos acostamos? —repito y grito.

—¿Qué? ¡No! ¿Estás loca? —su cara llega a ofenderme.

Miro a Roberto cabreada. Ha intentado hacerme creer que nos hemos acostado. Éste pasa de mí. Se levanta semidesnudo y pasa por mi lado. Se detiene junto a mi oído y susurra:

—Relájate. El día que nos acostemos, haré que no puedas olvidarlo nunca.

—Eso no ocurrirá jamás —le aseguro.

Le clavo el codo en el costado.

—¡Ah! ¿Quieres matarme?

Lo atravieso con la mirada y sale de la habitación, sonriendo.

—¡Me encanta divertir a todo el mundo! —levanto las manos con dramatismo. Me centro ahora en mi amiga, que me mira divertida. Le tiro otro cojín y lo esquiva con gracia.

—¿De verdad pensaste que habíamos hecho un trío?

No le contesto. Abro una de las cajas que ayer por la tarde trasladamos desde casa de Alejandro y busco ropa interior limpia y decente. En dos horas viene a recogerme Álvaro para irnos a París.

«El día que no quieras morirte al pronunciar los dos nombres en la misma frase, te regalo una medalla».

Mejor unas vacaciones en Hawái.

—Tranquila, no eres mi tipo —se levanta.

 

Su comentario me hiere, tengo que reconocerlo, pero pasa desapercibido para mi cerebro al comprobar que está… ¡completamente desnuda! Abro los ojos de par en par y pongo los brazos en jarra.

—¿Me puedes explicar por qué hemos dormido juntas, con Roberto agarrando mi cintura, y tú en pelota picada? —me estoy desesperando.

Se encoge de hombros mientras se pone el tanga que descansa sobre el suelo.

—No me gusta dormir con ropa.

La idea de que hemos follado los tres no desaparece por completo de mi mente. La situación no deja de ser rara y por muchas explicaciones que le busco, ninguna tiene sentido.

—Oye, no ha pasado nada. Deja de comerte el coco —se acerca a mí, me da un beso en la mejilla y me deja sola en la habitación.

 

Está bien. No voy a darle más vueltas. Voy a aceptar que nos emborrachamos, nos desnudamos y, por alguna extraña razón, nos acostamos los tres en la misma cama. No es tan raro, ¿no? Se acepta que no pasó nada como animal de compañía.

«Si así te quedas más tranquila…».

Siempre le puedo echar la culpa al alcohol.

Argg.

 

Me doy una ducha rápida, abro varias cajas y preparo una pequeña maleta con rapidez. No puedo entretenerme demasiado. Me pongo cómoda. Unos vaqueros Levi's azules desgastados, una camiseta blanca casual con un paraguas negro dibujado y un cárdigan de lana negro, conjunto con mis zapatillas de deporte con doble suela Stan Smith de Adidas Originals. El pelo suelto, levemente ondulado. Decido maquillarme lo suficiente para esconder las ojeras y la palidez de mi rostro. Presiento que la resaca durará varios días.

 

Camino hasta la cocina en busca de un café que me reactive. En media hora Álvaro llamará al portero y no estoy preparada. Y no me refiero a que me falte algo por recoger, la maleta la tengo hecha y sólo me queda esperar, pero algo me dice que este viaje no es buena idea. Me vendría bien irme lejos de Madrid durante una temporada, sin embargo, es otro pensamiento el que cruza mi mente. Una hamaca… en las Islas Phi Phi… El sol dorándome la piel… Un cóctel en la mano…Me detengo bajo el vano de la puerta y dejo la maleta junto a la vitrina de cristal. Sara y Roberto hablan entre ellos.

—Te ha dolido, reconócelo —le dice mi alocada amiga antes de darle un sorbo al café.

—Olvídame —responde éste molesto.

Entro y me dirijo directamente a la cafetera. Me sirvo y me siento en uno de los taburetes, leyendo la prensa en el móvil. Somos amigos, nos acabamos de despertar desnudos los tres sobre la misma cama, hay suficiente confianza como para no tener que dar ni los buenos días. Levanto la mirada y me encuentro a dos pares de ojos fijos en mí.

—¿Qué pasa?—¿qué miran?

—¿A dónde vas? —Sara deja el café sobre la mesa, se cruza de brazos, mira mi maleta y después a mí.

—A París. Creí que te lo había dicho —doy otro sorbo.

—Sí, me lo has dicho. Varias veces. La última fue ayer, borracha y entre sollozos. Creo que tus palabras exactas fueron: «No me dejes ir, átame a la cama si es necesario, no dejes que vuelva a acercarme a ninguno de los dos. Los odio…» —gime varias veces, imitando lo que debí hacer anoche.

—Estaba borracha. No cuenta —me encojo de hombros y vuelvo la atención al móvil. Sara me lo quita de las manos, respiro hondo, cuento hasta tres y la miro inquisitiva.

—¿Estás segura de lo que vas a hacer?

Asiento con la cabeza mientras levanto las cejas.

Claro que no.

Después de lo que me parece una eternidad, vuelve a hablar.

—Está bien. Es tu vida. Pero no digas que no te lo advertí —me pone el teléfono delante.

—No va a pasar nada. Se trata de trabajo —aseguro, pretendiendo convencerla. A ella y a mí.

—No quiero que te hagan daño. Es su hermano, Dani.

No tiene que recordármelo.

—No le debo nada, tú misma lo dijiste ayer.

Alejandro…

—Por supuesto que no le debes nada. No me refiero a eso. Sólo… no te metas donde no puedas salir. Tú… no sirves para eso —me da un beso en la mejilla—. Ten cuidado. Tengo que ir a trabajar—y sale de la cocina.

Roberto se levanta y la sigue.

—Te estás equivocando —me advierte enfadado y sin mirarme cuando pasa por mi lado.

 

Me armo de valor y me acerco a la calle con paso decidido. Mientras bajaba en el ascensor, me he hecho una promesa. No me permitiré pensar en Alejandro. Jamás me han hecho nada tan ruin como utilizarme para extorsionar a Fernando. Bueno, concursa al primer puesto de la lista junto a la traición de Álvaro. Aún me cuesta creer que fuera capaz de hacerlo.

«¿Quién?».

Los dos. Le contesto a mi subconsciente al que le falta tiempo para clavarme una puya.

 

 

Antes de salir de mi edificio veo a Álvaro a través de la puerta de hierro y cristal del portal. Su figura alta y esbelta tiene un efecto directo en mí. Agarro fuerte el mango de la maleta para no tropezar con el escalón y caer de rodillas al suelo. No lo puedo evitar, su presencia no me pasa desapercibida. Mi cuerpo reacciona. Es una onda que golpea enérgica mi pecho, dejándolo sin respiración. Unas gafas de sol Ray-Ban esconden sus espectaculares ojos negros. El pelo castaño con reflejos naturales cae sobre su frente. Está relajado, sólo delata algo de nerviosismo cómo se muerde el labio inferior con los dientes. Su planta, reflejo de un hombre seguro de sí mismo. Emana masculinidad y fuerza a la vez que desgana y desvergüenza. Algunas cosas no han cambiado. Tengo que reconocer que Sara dio en el clavo al compararlo con Theo James. Tienen un cierto parecido.

Salgo a la calle y el ruido de la puerta al cerrarse le avisa de mi presencia. Me mira y me sonríe. Le devuelvo el gesto. La forma en la que camina hacia mí me descoloca. Decidido, siempre ha sido así. Sólo lo he visto perdido una vez, al volver de su viaje sorpresa a Barcelona. Se perdió y yo lo perdí a él. Así de simple y complicado a la vez. Verle me recuerda, sin remedio, a Alejandro. Tienen un cierto parecido. Ahora que lo sé, imposible negar que son hermanos. La misma profundidad en la mirada. El mismo tono de piel. El mismo cuerpo de dios griego. El sexo…, diferente.

«Deja de comparar. Por ahí no vas bien».

Sí, es lo mejor.

Nos encontramos a medio camino y me quita la maleta de las manos.

—Estás preciosa —sonríe.

—Tú pareces salido de la revista Men's Health.

«¿En serio? ¿Sólo se te ocurre decir eso?».

Ya sabéis, cuando estoy nerviosa, no coordino cerebro-boca. No filtro.

Suelta una carcajada.

Me alegra divertirle. Uno más al que añadir a mi lista. Debí dedicarme a la comedia. Habría tenido mucho éxito. Subimos al todoterreno negro y Álvaro le dice al conductor que estamos preparados. En lo que a mí respecta, yo no lo aseguraría.

 

El camino lo hacemos en silencio y lo agradezco. Tengo una resaca considerable y Álvaro, por lo visto, muchas cosas en las que pensar. Me parece raro que vaya tan callado. Entramos en el aeropuerto y me extraña el hecho de no estacionar en los aparcamientos y entrar en una terminal. El chófer detiene el coche junto a una de las pistas desde donde diviso varios aviones. Impresionan desde tan cerca. Álvaro me abre la puerta desde fuera, ha salido mientras yo viajaba sumida en mis pensamientos, y me tiende la mano para ayudarme a salir. Varias personas bajan nuestras maletas, casi todas de Álvaro. El coche desaparece de nuestra vista descubriéndome lo que hay detrás.

 

Tengo que tragar varias veces.

Un avión no muy grande, pero de dimensiones considerables, con las siglas MKD ocupando la mitad del fuselaje, se encuentra esperando ante nosotros.

Maldito Alejandro.

Álvaro lee mi mente.

—No me dejó rechazarlo —mete las manos en los bolsillos de su pantalón y se encoje de hombros.

Le miro, pidiendo una explicación un poco más larga, aunque no tiene por qué dármela. Es su hermano y ya no tiene nada que ver conmigo.

—Cuando le dije que hoy viajábamos a París, me obligó a aceptarlo —levanta imperceptiblemente una ceja—. Justo después de romper una botella de bourbon contra la pared del salón.

 

Eso me deja claro que han hablado. ¿Sabrá lo que ha ocurrido? Me doy cuenta de que yo no le había dicho a Alejandro que viajaba a París hoy. No me había dado tiempo. Ya no importa demasiado. Sigo decidida a pedir explicaciones, pero un hombre uniformado nos interrumpe.

—Buenos días, señor Llorens —se dan un apretón de manos—. El señor Alejandro Fernández me ha informado de todo. El despegue está previsto para dentro de diecisiete minutos. Pueden subir a bordo ahora. La señorita Olivera les atenderá durante el vuelo.

—Gracias por todo.

—Es un placer —toca su gorra haciendo una pequeña reverencia.

 

Álvaro coloca su mano derecha en el bajo de mi espalda y me empuja sin presionar, instándome a que camine.

—París nos espera. ¿Lista?

Definitivamente, no.

 

Entramos en el jet privado que Alejandro nos ha cedido para asegurarse de que no me olvide de su presencia y me detengo al percibir su olor. Imposible. No se habrá atrevido a venir aquí. Observo la cabina y no lo veo por ningún lado. Miento. No veo su cuerpo, pero todo él impregna cada detalle de la cabina. Elegante, sin remilgos, colores neutros, beige y marrón. Pulcra y distinguida. Emana dominio. Todo me recuerda a él. Estoy indiscutiblemente jodida. Dejo caer mi cuerpo en uno de los asientos y cierro los ojos, pero puedo sentir a Álvaro sentándose frente a mí.

—¿Una mala noche? —pregunta despreocupado. Creo que he hecho un trío con mis dos mejores amigos después de beberme dos botellas de ginebra y no sé cuántos chupitos ni de qué, pero ellos lo niegan para que no les deje de hablar para siempre, pienso.

—No lo sé, no me acuerdo.

—Esas son las mejores —sonríe. Me hago un ovillo en el inmenso asiento de cuero beige. Quiero dormir.

—Por favor, despiértame cuando lleguemos —le pido con los ojos cerrados.

No dice nada, sin embargo, lo escucho levantarse y acercarse a mí. Me tenso al instante e intento que no lo note. No me muevo. Percibo sus manos alrededor de mi cintura. Se me erizan todos y cada uno de los vellos de mi piel. Tira del cinturón y lo abrocha. Vuelve a alejarse y se asegura él también para el despegue.

 

—Nena, nena… Despierta.

Algo o alguien mueve mi cuerpo con insistencia, me empuja hacia el fondo del abismo, me asusto y consigo agarrarme a la cornisa justo antes de caer.

—Dani, despierta —es Álvaro—. Hemos llegado —me hace cosquillas en la mejilla con su aliento.

Abro los ojos y parpadeo varias veces para adaptar mis pupilas a la luz que entra por las ventanillas. Esos ojos negros, que tantas noches me quitaron el sueño, me miran divertidos.

—Sigues roncando como un osito —me desabrocha el cinturón y se pone completamente de pie. Desde el asiento, su altura impone. Ignoro su comentario totalmente intencionado.

 

Me ofrece la mano para levantarme y la acepto. Cuando me siento segura de pie, la suelto y camino a su lado. Bajamos las escaleras y subimos a otro todoterreno negro con los cristales tintados. Tiene que haber una relación directa entre los coches de estas características y los hombres ricos y atractivos. Cruzamos la ciudad y un millar de sentimientos encontrados me remueven el estómago. Ilusión y añoranza. Esperanza y pena. Alegría y tristeza a la vez. Esta ciudad, un día, fue nuestro sueño. Creí que en ella viviría los mejores momentos de mi vida. Y no fue así. Durante mucho tiempo he tratado de no pensar en ella. La tenía guardada en ese baúl que escondía bajo tres metros de cemento y cerrado con cien candados. El mismo donde se encontraba Álvaro. Tenerlos a los dos ahora tan cerca no es fácil de digerir. Éste sigue muy callado. Sabe perfectamente todo lo que me conmueve esta situación.

 

Paramos en una calle estrecha. Cuando hemos girado la esquina, he dudado si el todoterreno cabría en ella. Sólo hay coches aparcados a un lado. Los edificios que la flanquean son antiguos, con paredes de piedra oscura de diferentes formas y tonalidades, todos impresionantemente bellos. Saco el móvil y hago un par de fotos para mandárselas a Juan, un amigo arquitecto al que conocí hace ya algunos años, cuando Sara me lo presentó en una de sus exposiciones. Es un gran artista.

 

Bajamos cada uno por un lado y el conductor se hace cargo de las maletas. Álvaro me mira y me apremia para que camine delante de él. Paramos ante una cancela de hierro negro de tres metros de altura. Saca un manojo de llaves e introduce una de ellas en la cerradura. Estoy confundida. Esto no es un hotel. Me mira y adivina lo que pienso. Ya sabéis… Soy un libro abierto, la mayoría de las veces. Sonríe.

—¿Qué? —pregunta, levantando una ceja. Sabe perfectamente lo que cavilo en estos momentos.

—Esto no es un hotel —suelto, sarcástica.

—Muy observadora —gira la llave, empuja la puerta y, con un gesto amable de la mano, me ordena que pase dentro. Por unos momentos no me muevo—. Tranquila, tendrás tu propia habitación —dice despreocupado. Claudico y cruzo el umbral, mientras él aguanta la puerta para que pase—. Y no entraré aunque lo supliques.

 

No le veo, pero sé que sonríe. Yo no le encuentro la gracia. Freno en seco y giro sobre mis zapatillas de deporte para enfrentarme a él. Me inclino hacia delante uniformemente, adoptando una posición de pelea. Álvaro levanta las manos en señal de rendición y tuerce el gesto en una mueca divertida.

Debería estar prohibido ser tan guapo.

He debido perder completamente la cordura.

 

 

 

 

 


 

 

 

2

 

PARÍS. TEN CUIDADO, NO TE PIERDAS

 

 

 

Entrar en aquel piso de París acompañada de Álvaro tiene un golpe de efecto en mí. Situado en el bohemio barrio de Montparnasse, precioso, rodeado de arte, color y magia. Lo que siempre habíamos soñado. El suelo de madera clara y altos techos. Las paredes del salón pintadas de beige de las que cuelgan unas veinte pinturas (después tuve tiempo de contarlas) de PopArt, casi todas de Andy Warhol. Ver aquello es como si estos seis años no hubieran existido nunca, como si fueran una pesadilla larga y tediosa, como si acabara de despertar semanas después de una graduación feliz al lado del hombre que amaba.

Es exactamente lo que siempre habíamos querido.

Y Álvaro lo tenía…

No entiendo nada.

 

Me detengo justo en medio del salón, mientras él cierra la puerta a mis espaldas. Giro sobre mi cuerpo lentamente, admirando aquellas obras de arte que inundan las paredes de color y sentimiento. Me encuentro con Álvaro frente a mí, sin apartar los ojos de mi cara, sonriendo, completamente obnubilado, con las manos metidas en los bolsillos.

—Son… maravillosas —susurro, admirando las obras.

—Lo es —asegura mirándome con devoción. No sé exactamente si me está contestando.

El tono de su voz me hace reaccionar poniéndome en estado de alerta máxima. Lo miro y mis miedos se hacen realidad. Camina hacia mí despacio, pero decidido, con esa cara de donjuán desvergonzado, mordiéndose el labio inferior y sacando las manos de los bolsillos.

Listo para atacar.

Ay, madre mía.

Dejo de respirar y me tambaleo. Todos los Andy Warhol comienzan a girar a mi alrededor, convirtiendo la habitación en un torbellino del que no puedo salir.

Se detiene a unos escasos centímetros de mí, sin tocarme.

 

El yo insensato, el yo malévolo, el yo inconsciente, el yo equilibrado y el yo reflexivo deciden que es buen momento para discutir la situación y lo que debo hacer en este preciso instante. Gritan tan fuerte en mi cabeza que no escucho lo que Alejandr… digo, Álvaro, intenta decir.

Alejandro… Para colmo, su recuerdo me aplasta el pecho.

 

Estoy en un piso en París, con Álvaro, solos, rodeados de lo que estoy segura, ahora sí, es una declaración de intenciones en toda regla. Me mira a dos centímetros. Puedo sentir su respiración mezclándose con la mía. Su olor, amalgama de frutas salvajes, penetra en mi cerebro, poniéndolo como una locomotora en marcha.

Me doy cuenta de que los labios de Álvaro se mueven formando palabras, pero yo no escucho nada. Mis yoes descontrolados me lo impiden.

Intento concentrarme.

—Será mejor que te enseñe tu habitación —coge mi mano y entrelaza nuestros dedos. Los miro, pero no hago nada. Mi yo sensato me grita como un loco que me suelte, pero mi sentido común me mira desde un yate a doscientas millas de distancia de la costa, sonriendo y brindando al aire con lo que debe ser algún tipo de cóctel tropical.

—No es un hotel, pero…

Sin darme cuenta, llegamos a lo que será mi dormitorio los próximos días. Y no, no es una habitación de hotel, es muchísimo mejor. Todo blanco, perfectamente ordenado, no demasiado grande, pero amplio y perfecto. Lo que parece una mullida colcha de plumas blancas cubre una inmensa cama doble con patas de madera clara, haciendo juego con el parqué del suelo. Un visillo claro y transparente cubre lo que parece una gran ventana. Tengo que parpadear varias veces para comprobar que lo que veo a través de ella no es imaginación mía.

—Es…

—La Torre Eiffel —Álvaro suelta mi mano, que aún tenía agarrada, y cruza la habitación, abriendo con un hábil gesto las cortinas.

Impresionante. No está demasiado cerca, sin embargo, no es necesario. Su majestuosidad cala en mí de todas formas.

—¿Vives aquí? Es... ¿tu casa? —pregunto consternada.

—Es una larga historia. Tendremos tiempo de hablar. Vamos —me insta con la cabeza a que lo siga. Esta vez no me coge de la mano, algo lo ha frenado—, te enseñaré el resto de la casa. No es muy grande, pero sé que te encantará.

 

Sale de la habitación y, justo cuando voy a volverme, algo llama mi atención colgado sobre el inexistente cabecero. La Torre Eiffel había captado toda mi atención, cegándome a todo lo demás, pero lo que veo tiene mucha más trascendencia. Es una obra clásica de 1964 de Roy Lichtenstein. La cara de una mujer rubia con ojos verdes hablando consternada a un tal Jeff a través de la línea telefónica. Oh, Jeff…I Love You Too, But...(«Yo también te quiero, pero…»).

 

Los peros siempre han sido un verdadero incordio, pero han estado ahí. ¿Lo veis? Hagas lo que hagas, decidas lo que decidas, escribas lo que escribas, siempre hay un pero acechando tras la esquina, esperando tras la coma, escondido en guardia para salir en el momento más inoportuno.

Ya estoy perdiendo la cabeza.

Salgo de la habitación y me encuentro a Álvaro en el salón, mirando a través de la ventana. Habla por teléfono y parece enfadado.

—Isabelle, te dije que aplazaras la reunión —dice en un perfecto francés que no hace nada más que aumentar su atractivo. Mira el reloj de su muñeca y sigue hablando—. Estaré allí en media hora. Dile a Adrien que me recoja en Montparnasse… —silencio. Creo que ni se ha dado cuenta de mi presencia—. Esta noche no puedo —gira el cuerpo y su mirada se encuentra con la mía que, en estos momentos, lo estaba desnudando sin culpabilidad ninguna. Se da cuenta, estoy segura, sin embargo, no sonríe. Eso me pone en guardia de nuevo—. Ahora no puedo hablar.

Y cuelga.

—Tengo que irme —dice sin titubear, pero contrariado—. Hasta mañana no empezamos la puesta en común con Jean. Tenemos que visitar la galería. Descansa, será un día de locos. O… disfruta de París… —no sabe qué hacer. Se mueve inquieto. Cruza el salón, dejándome a un lado—. Tengo que cambiarme… —por último, farfulla algo ininteligible y desaparece tras la puerta de la que debe ser su habitación.

 

En ese momento suena el timbre de la casa y, después de comprobar por la mirilla y ver el chófer que nos ha traído del aeropuerto rodeado de maletas, la abro y le dejo pasar.

—¿Dónde prefiere que las deje? —escucho la pregunta, pero no reacciono—. Excusezmoi, manquer —sigue.

«Te está preguntando a ti».

—Ehh... Déjelas ahí mismo.

Las coloca una al lado de la otra perfectamente alineadas, como si fueran los Guerreros de Xi'an expuestos en medio del salón. Todas del mismo color y tamaño, menos la mía, que desentona, sin proponérselo, como yo ahora mismo en esta ciudad.

Pero ¿en qué coño estaba pensando?

«No lo hacías. Nunca lo haces. Ese es el problema».

Me doy varios toques con la palma de la mano sobre la frente.

 

Voy a la cocina y me sirvo un vaso de agua. Se me cruza por la mente buscar una botella de ginebra y acompañar a mi sentido común con el brindis, sin embargo, hago acopio de mi, hasta ahora desconocida, fuerza de voluntad y decido seguir mirándolo desde la orilla. Le observo reírse de mí junto a mi yo malévolo que se descojona con el que debería ser mi gin-tonic en la mano. Respiro varias veces al recordar que Álvaro se desnuda en una habitación contigua, cambiándose de ropa.

Mierda.

 

Salgo al salón con el vaso en la mano. Tengo que agarrarlo con fuerza para evitar que caiga al suelo al ver a Álvaro salir de su dormitorio vestido con un traje de tres piezas gris oscuro hecho a medida. Lleva el pelo aún mojado por la ducha que ha debido darse y se termina de abrochar la chaqueta. Levanta la mirada. No sonríe.

—Te he dejado unas llaves encima de la mesa. Volveré sobre las siete. Saldremos a cenar.

—No me parece buena idea.

—¿No comes? —se hace el gracioso.

—Me refiero a salir a cenar. Juntos —especifico.

—Como quieras. Pediré que traigan la comida aquí, aunque estoy seguro de que te gustará donde quiero llevarte.

Es verdaderamente frustrante. Suspiro exasperada.

Mejor fuera, en un restaurante rodeados de gente donde no estemos solos.

—Está bien.

Sonríe triunfal.

Su teléfono móvil suena sobre la mesa y lo atiende.

—Bajo enseguida.

Cuelga y lo mete en el bolsillo interior derecho de la chaqueta. Yo me he quedado abstraída en un cuadro del que no me había percatado antes. Un cielo azul intenso, fondo de una imagen que irradia mucha soledad. Una chica morena de espaldas bajo un árbol y algunas hojas revueltas que buscan su lugar. Parece como si nada estuviera donde debe estar. Como si cada pieza fuera parte de un puzle por montar. Junto a éste, la que parece la misma chica, con unas maletas, sentada en una estación de tren. Tampoco se le ve la cara ni se atisba ninguna emoción en sus rasgos, sin embargo, se siente tan perdida como la anterior.

—¿Quién…? —deseo adivinar el autor.

—¿Has decidido qué vas a hacer hoy? —me corta.

—Creo que saldré a dar un paseo.

 

Con el mismo paso decidido que antes, se acerca y se para frente a mí. Me da un beso en la mejilla y tengo que cerrar fuerte los ojos obligándome a no moverme. Su olor me envuelve y el calor de sus mullidos labios me recorre la cara.

—Ten cuidado. No te pierdas —susurra, sensual, junto a mi oído. Sale del piso y cierra la puerta.

 

Es imposible que me pierda porque... ¡ya estoy perdida! Completamente extraviada en un maremágnum de sentimientos y sinrazones.

¿Qué coño ha sido eso?

Dejo caer mi cuerpo sobre el sofá beige oscuro de tres plazas y termino con el vaso de agua de un trago.

Necesito algo más fuerte.

Un gin-tonic, por favor.

O mejor dos.

 

Decido empezar por lo básico. Agarro el asa de mi maleta y la arrastro hasta mi habitación. La dejo sobre la cama y la abro. Coloco las pocas prendas de ropa que he traído en el armario y llevo al baño del pasillo mis productos de aseo personal. Supongo que no le importará que me adueñe de un pequeño espacio durante un par de días. Él es el que ha elegido que me instale aquí. Yo, sin duda, hubiera preferido un hotel. Un sitio neutral donde tener mi propio espacio y no ser engullida por la arrebatadora presencia de Álvaro. Vuelvo a la habitación y abro uno de los cajones de la cómoda para guardar algunos chalecos dentro. Una caja de plata llama mi atención. Su diseño merece otro lugar, uno donde poder ser admirada por todos. La cojo, por supuesto, (seguro que nadie lo dudaba a estas alturas de la película), y abro la tapa con cuidado. Lo que encuentro dentro me deja sin habla. Una foto mía sonriendo. Recuerdo el momento exacto inmortalizado por Álvaro con una vieja Polaroid. Me hacía cosquillas mientras yo trataba de quitársela. Justo antes de hundirme en un millar de recuerdos, suena mi teléfono. Dejo la caja y la foto donde estaban y descuelgo sin mirar, va por el cuarto tono de llamada.

—Hola, zorra parisina —saluda Sara.

—Sería un buen título para una película —me tiro sobre la cama.

—Sí, una peli porno.

Capto su doble intención.

—¿Por qué me has dejado venir aquí?

—No me dejaste atarte a la cama.

Me tapo la cara con el brazo que tengo libre y resoplo.

—¿Ha ocurrido algo? ¿Se ha pasado contigo? —pregunta con tono de "cojo el primer avión y le arranco los huevos al cabrón malnacido ese".

—¿Qué? ¡No!

—¿En qué hotel estás?

Buena pregunta. Digo, mala pregunta, muy mala. Comienzo a comerme una uña.

Mi amiga, a la que no se le escapa mi breve silencio, vuelve a preguntar:

—Dani, ¿en qué hotel estás?

—En su casa, pero, antes de que empieces a gritar, tengo mi propia habitación.

—¡Daniel Sánchez Duarte! —me corta—.¿Qué coño estás haciendo?

—No lo sé, ¿vale? Déjame respirar un poco.

No contesta. No escucho nada a través de la línea.

—Hace un momento me reprochas el no haberte atado a la cama y evitar que cometas el mayor error de tu vida, y ahora me pides que te deje respirar. ¿En qué quedamos, Dani?

Yo qué sé. A mí no me vengas a preguntar.

—Dijiste que no me criticarías si tomaba la decisión de darle otra oportunidad —me incorporo sentándome en el borde. No es que esté pensando en dársela, pero quiero que vea que ella también se contradice.

—¿Te estás escuchando? ¿De verdad hablas en serio? ¿Se te ha olvidado lo que ha pasado este fin de semana?