Primera edición digital: septiembre 2017
Composición de la cubierta: Libros.com
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Juan Francisco Gordo
Revisión: David García Cames
Versión digital realizada por Libros.com
© 2017 Andreu Jerez
© 2017 Franco Delle Donne
© 2017 Libros.com
editorial@libros.com
ISBN digital: 978-84-17023-99-7
El retorno de la ultraderecha a Alemania
A las y los que creyeron en este libro.
A nuestros mecenas.
Decía Cas Mudde en uno de sus trabajos que el impacto del populismo se había exagerado[1]. Sin embargo, desde un punto de vista cuantitativo sabemos que desde 1960 el porcentaje de voto en parlamentos nacionales europeos destinado a partidos populistas se ha duplicado en perjuicio de los tradicionales partidos. Hablamos de una presencia que partía del 5,1 por ciento y que ha llegado a alcanzar un 13,2 por ciento en la actualidad, además de haber triplicado el número de escaños —del 3,8 por ciento al 12,8—[2]. A esto habría que añadir la sacudida que representó la victoria de Trump en el país más poderoso del planeta, por mucho que algún sector de la opinión pública y académica haya situado —no sin falta de razón— la elección del magnate dentro de un ciclo electoral de continuidad antes que de realineamiento. Lo cierto es que no estábamos preparados para esa victoria. Y lo mismo vale para el Brexit, pues a día de hoy tampoco acabamos de explicar en términos racionales cómo el populismo de Farage se impuso sobre los intereses financieros de la ‘City’, según narraba el viejo Habermas. En una reflexión sobre todas estas turbulencias políticas sostenía Pankaj Mishra que «nuestros conceptos y categorías derivados de tres décadas de liberalismo económico parecen incapaces de absorber una explosión de fuerzas incontroladas»[3]. Desde la Ilustración quisimos explicar la idea de motivación humana bajo los parámetros de algo que nombramos como «racionalidad»; hoy nos encontramos con que ese esquema de pensamiento hace aguas y, en su lugar, se acude a disquisiciones referidas como «pasiones nihilistas», «edad de la furia», «la venganza de los millennials» o «retirada desencantada». Es obvio que necesitamos nuevas lentes para filtrar las nuevas condiciones políticas y sociales por mucho que los datos a posteriori nos digan que quizás el impacto del populismo se está exagerando.
Si todavía hubiera dudas sobre el golpe del populismo desde el punto de vista cuantitativo, vayamos a lo cualitativo. Por un lado, los discursos populistas han reconfigurado el espacio ideológico de los tradicionales partidos haciendo que asuman estrategias y prerrogativas de ese sello. El politólogo holandés Van Spanje, por ejemplo, los llama «partidos contagiosos» porque sus discursos acaban provocando una reconfiguración ideológica en las tradicionales fuerzas políticas[4].
Esta reconfiguración de las agendas políticas y del sistema de partidos de buena parte de las viejas democracias occidentales consolidadas, junto a las elecciones estadounidenses y el triunfo del Brexit, muestran hasta qué punto el populismo es un fenómeno que ha irrumpido en el escenario político global y por qué hay que prestarle una debida atención.
En esa línea situaría este libro escrito por Andreu Jerez y Franco Delle Donne, porque tiene la ventaja no sólo de reflejar el estado de un momento, sino de circunscribirlo a las particularidades de un país tan complejo y apasionante como Alemania. Los autores han querido centrarse en AfD para situar al país en un contexto europeo convulso y cambiante. Es cierto que AfD es un claro ejemplo de manual de partido populista de ultraderecha que se repite en otros países como Holanda, Austria o Francia: el retorno a la vieja Gemeinschaft, la comunidad fraternal y cohesionada amenazada por las nuevas pautas de transformación social, un retorno al pasado que se hace bajo el giro de un movimiento «anti» de negación o rechazo hacia lo que se persigue como amenazador para esa comunidad fraterna, o la división del espacio político en un «ellos» y un «nosotros» que ya no se hace bajo el recurso a un racismo biológico propio de posguerra, sino a una suerte de «racismo cultural»[5] que ha conseguido legitimar el rechazo hacia refugiados e inmigrantes sin acudir a las viejas jerarquías del racismo biológico. Esa lógica de expulsión es la condición de posibilidad de construcción de un pueblo en nombre de un grupo que se escoge a sí mismo como ente representativo del «ser» de dicho pueblo. Esa estrategia, en el caso de AfD, se hace para excluir a los inmigrantes musulmanes del concepto operativo de nación, y con Judith Butler nos vuelve a suscitar el interrogante que acecha a buena parte de nuestras democracias: «¿De qué operación discursiva se vale el poder para circunscribir “el pueblo” en un momento dado, y qué se pretende con ello?»[6].
No entraremos aquí en esa cuestión porque en buena parte está contestada a lo largo de las páginas de este libro. Simplemente anticiparemos que este interrogante ha colocado en el centro del conflicto político un nuevo eje que divide y polariza al mundo occidental contemporáneo: aquel que diferencia entre un tipo de visión cosmopolita de la democracia frente a una concepción étnica de la misma de base nacional. La doble exhortación populista presente en el contexto alemán se basaría en esa superposición de ejes que nos hablarían de una división del campo político no sólo entre aquella que distingue a «los de arriba» (la casta) frente a «los de abajo» (el pueblo), sino la que se define en función de un «dentro/fuera» y su traslación al ámbito de los principios democráticos.
Tal vez este sería el rasgo fundamental del populismo de derecha en Alemania más que cualquier otro. Lo peculiar de tal elemento es que se haya producido en este país, tan sensible a las muestras de patrioterismo y de racismo debido a la no tan lejana experiencia del nazismo en el interior de sus fronteras. La apelación, como decíamos arriba, a un racismo cultural antes que biológico podría ser una de las causas que expliquen la emergencia de este discurso tan estremecedor en la gran potencia. Pero también un contexto de inseguridad promovido por el terrorismo transnacional y unos líderes arteros que han sabido azuzar esa emoción humana tan narcisista como es el miedo. No podríamos pasar de puntillas sobre el liderazgo ejercido por Merkel a este respecto; en poco tiempo este animal político ha conseguido tomar el relevo a Obama en la defensa del llamado «mundo libre» encarnando un sinfín de paradojas en su acción política. Cómo explicar, por ejemplo, que hace apenas dos años su persona destacara por marcar una línea dura bastante nefasta en el proceso de negociación de la deuda con Grecia, y que a día de hoy se haya convertido en el adalid de la campaña por la integración de los refugiados en Europa, sin demagogia y a contracorriente. Después del atentado que sufrió Berlín en un bucólico mercadillo navideño en 2016, la canciller sorprendía al mundo hablando con veracidad, una práctica poco habitual dentro de nuestra clase política. No hay seguridad emocional, pero ahí estaba ella para ofrecer el apoyo a quienes habían defendido y se habían esforzado por sacar adelante su política de acogida de refugiados. Estas palabras fueron contestadas por uno de los líderes de AfD precisamente desde una dimensión emocional muy peligrosa: «Estos son los muertos de Merkel». De esta forma se ha convertido Alemania en otro laboratorio político donde se suceden y explotan todas las contradicciones de nuestro mundo. El afán por buscar monstruos, el liderazgo responsable y el populista, el repliegue nacionalista que vuelve a encarnar una cruzada de occidente. Pero también un sistema político que prima la estabilidad por encima de cualquier otro valor, una potencia continental que ostenta un poder que nunca buscó, una sociedad todavía no recuperada de su pasado traumático, una administración hipereficaz, y una lengua y una cultura que siguen admirando al mundo.
Todos estos elementos hacen que estemos ante un país poco dado a los sobresaltos y, por tanto, que podamos situar el normal funcionamiento de sus instituciones y la estabilidad de su sistema político sobre cualquier tipo de personalismo o lógica populista. Gane quien gane las elecciones, el occidente liberal que aún se recupera de los sobresaltos de Trump y del Brexit podrá seguir regentado por esta potencia, ahora menos reacia a ceder a los requerimientos de un eje franco-alemán despertado por el socio-liberal Macron. Aun así, ese populismo de derecha que practica el partido de AfD no debería normalizarse, no debería insertarse en el paisaje político de forma perdurable y naturalizada. El riesgo a que esto ocurra dice también mucho del momento que vivimos, de que las cosas han cambiado y de cómo, al igual que en Francia, cualquier «cordón político» que el establishment quiera utilizar para protegerse de una crítica a sus desmanes está condenado a fracasar si efectivamente nuestras élites no toman nota de lo que ha ocurrido. En ese ejercicio de autocrítica y en nuestra propia responsabilidad como ciudadanos se juega su futuro Europa.
«Los alemanes somos los nuevos judíos. Ahora somos nosotros los que estamos perseguidos. Y si no reaccionamos, pronto estaremos en minoría en nuestro propio país».
Harald es un hombre maduro y educado de manos grandes, pelo blanco y cara afable. Este funcionario jubilado, exinvestigador criminal del Estado, forma parte de la clase media alemana. También es un ciudadano preocupado por el futuro de su país, un Besorgter Bürger[7]. Harald está desencantado con los partidos tradicionales, de centroizquierda y centroderecha, que han gestionado Alemania durante las últimas siete décadas. Por eso hoy está aquí.
Coblenza, 21 de enero de 2017. Un grupo de simpatizantes y militantes activos de Alternativa para Alemania (AfD) toma café y charla a la espera de que comience el primer acto oficial de la precampaña electoral con la vista puesta en los próximos comicios federales. El joven partido de extrema derecha organiza hoy en un centro de congresos de la ciudad alemana un encuentro al que está invitado el once titular del populismo ultraderechista europeo: Marine Le Pen, del Front National francés, Geert Wilders, del islamófobo Partido por la Libertad (PVV) holandés, y Matteo Salvini, de la Lega Nord italiana; son los cabeza de cartel de un congreso organizado por Marcus Pretzell, eurodiputado de AfD y marido de la líder del partido, Frauke Petry.
En el ambiente se respira optimismo, determinación, ilusión. El republicano Donald Trump acaba de asumir la presidencia de Estados Unidos y las fuerzas ultraderechistas presentes auguran que 2017 será «el año de los patriotas» en el Viejo Continente. «Ayer, una nueva América; hoy, Coblenza; mañana, una nueva Europa», es el primer eslogan escupido desde el pódium de oradores por Geert Wilders. La renacionalización de la agenda política europea, salpimentada de una indiscutible islamofobia y de una oratoria antimigratoria y hostil con los refugiados, ocupa la primera posición en el orden del día.
A pesar de que en el pasado lo hizo por los democristianos de la CDU[8], los socialdemócratas del SPD[9] e incluso por los ecoliberales de Los Verdes[10], Harald no tiene inconveniente en reconocer que hoy vota a la joven y fresca ultraderecha de AfD. También se atreve a comparar en público la persecución y el intento de aniquilación de los judíos a manos del nacionalsocialismo durante las décadas de los 30 y 40 del siglo pasado con el presunto choque de civilizaciones al que, en su opinión, Alemania y Europa están irremediablemente abocadas. Harald forma parte de ese nada menospreciable segmento social de ciudadanos alemanes que ansía un discurso que rompa consensos y rehúya de los parámetros de lo políticamente correcto.
El grupo de simpatizantes de AfD que acompañan a Harald no cree que ser patriota sea algo malo. Al fin y al cabo, todos ellos quieren lo mejor para su país y creen que la nueva ultraderecha alemana es la única respuesta posible y cabal a un futuro cercano que genera demasiadas incertidumbres en el horizonte. De hecho, para ellos AfD no es ultraderecha, sino simple y llano sentido común. Minutos antes de que comience la orgía dialéctica hipernacionalista, islamófoba y euroescéptica de Coblenza, los cuatro hombres y las dos mujeres de mediana edad que conforman este grupo de aspecto respetable y socialmente integrado escuchan con enorme atención las preguntas y mastican bien sus respuestas antes de pronunciarlas.
¿Por qué un ciudadano alemán sin aprietos económicos ni grandes preocupaciones vitales vota hoy ultraderechista? Los alemanes están cada vez más cerca de ser minoría frente a una imparable inmigración islamista. Europa se encuentra ante una guerra de corte religioso que, antes o después, estallará sin remedio. El continente está muy cerca del caos debido a una inmigración incontrolada a la que ha contribuido la irresponsable política de fronteras abiertas promovida por la canciller Angela Merkel, por la que algunos de ellos un día votaron. La solidaridad tiene límites. Al fin y al cabo, Alemania no puede solucionar todos los problemas del planeta ni tampoco ser el centro de acogida de todos los refugiados ni la oficina de ayuda social del mundo.
No tienen nada en contra de los musulmanes a título individual, aseguran, pero el islam no forma ni puede formar parte de Europa. Alemania se enfrenta a la pérdida de su identidad y al estancamiento económico. Merkel no está en condiciones de seguir liderando el país. Si no reaccionamos ahora puede que dentro de poco sea demasiado tarde, alertan. Los argumentos para desbancar del poder a la líder conservadora de la CDU se agolpan en los labios de los seis votantes de AfD. En opinión de estos «ciudadanos preocupados», una legislatura más con Merkel en la cancillería llevaría a Alemania hasta el borde del precipicio y quién sabe si a caer al mismo abismo.
Algunas de las razones ofrecidas por este grupo de ciudadanos socialmente integrados ejemplifican a la perfección un voto protesta hasta ahora inédito en la historia reciente de Alemania y que surge, como parece que no puede ser de otra manera en este país, por la extrema derecha. Su conglomerado argumental oscila entre la islamofobia y una serie de miedos de base más bien irracional azuzados por la innegable amenaza del terrorismo yihadista.
Conforme la conversación avanza, el grupo comienza a dejar en evidencia ciertas incongruencias en su argumentario y también una preocupante falta de educación política: el euro ha beneficiado a Alemania, pero no están en contra de recuperar el marco alemán; Alemania no puede acoger a más refugiados, pero necesita mano de obra joven y cualificada para mantener su modelo económico —«¿Por qué no vienen a Alemania más jóvenes españoles como usted?», preguntan—; Donald Trump supone el inicio de una nueva era, aunque muchos puntos de su discurso les generan más incertidumbres que certezas. Discuten vivamente y muestran discrepancias sobre este y aquel asunto.
Pese a las diferencias, en un punto están todos de acuerdo: AfD es el único partido que ofrece una alternativa real, el único futuro estable y seguro, la única formación que dice las cosas claras, que ofrece oposición a las élites, que es políticamente incorrecta. AfD es la única resistencia al establishment, la única oposición real a los poderes establecidos, el único voto auténticamente antielitista. La visión sobre el futuro de su país también es unánime: antes o después, el partido por el que ahora votan acabará gobernando Alemania.
El ambiente está encendido en el interior del auditorio del centro de congresos de Coblenza. «En estos momentos hay miles de italianos sin casas, sin luz y sin calefacción por el reciente terremoto[11], mientras que al mismo tiempo hay miles de inmigrantes hospedados en hoteles. No es solidaridad, es una locura, es un suicidio». Aplausos y silbidos a partes iguales. Matteo Salvini, líder de la Lega Nord, sabe que el discurso populista de tintes nacionalistas y racistas sirve para arengar al auditorio. La sala de congresos de Coblenza no está llena, pero tampoco hace falta que lo esté para que cada uno de los discursos sea celebrado con ovaciones cerradas. Las frases más provocativas y nacionalistas son también las que más éxito tienen.
«La solución a todos estos problemas está sentada en esta sala. Aquí está la nueva Europa», dice Pretzell. «El patriotismo no es una política del pasado, sino del futuro», proclama Le Pen, quien añade: «Yo sé que entre los inmigrantes también hay terroristas». «Estamos ante el inicio de una primavera patriótica en Europa», arenga Wilders. «Nadie obliga a los saudíes a convertirse al multiculturalismo», razona Petry. Cada uno de los oradores tiene un estilo propio, pero todos los discursos ofrecen un denominador común: la Europa de valores cristianos y conservadores está en peligro; la globalización sin límites y las ansias multiculturalistas de las élites políticas y económicas del planeta son las culpables; sólo una revolución neoconservadora, proteccionista e hipernacionalista protagonizada por los líderes hoy aquí presentes pondrá a salvo al viejo continente de la barbarie globalista.
El fragor en la sala es irrefrenable. Harald y el grupo de «ciudadanos preocupados» contribuyen con sus aplausos y vítores a dar forma a un público entregado. «Somos los apologistas de una nueva era», vaticina Salvini.
Alternativlos («sin alternativa», en alemán) fue una palabra clave para entender el discurso y la comunicación política de la canciller alemana Angela Merkel. La líder democristiana la usó a menudo en el pasado reciente para explicar ciertas decisiones tomadas por su Gobierno o acordadas en Bruselas con el resto de ejecutivos de los Estados miembros de la Unión Europea: desde los reiterados paquetes de crédito para Grecia hasta las inyecciones de dinero público a banca privada europea, pasando por otras decisiones políticas y económicas poco o nada populares entre el electorado alemán, como la negativa a cerrar las fronteras ante la llegada a Alemania de cientos de miles de refugiados procedentes fundamentalmente de Oriente Próximo. Esta última decisión, de indudable costo electoral y con un duro impacto en la popularidad de Merkel, fue presentada desde un principio por la canciller como alternativlos, como una responsabilidad histórica irrenunciable para Alemania.
Sin embargo, la palabra desapareció de un día para otro, de un brochazo, como por arte de magia, de los discursos y la dialéctica de Merkel y de otros destacados miembros de su partido, la Unión Demócrata Cristiana (CDU). Algo se había roto en el tablero político alemán y ello obligaba a la élite conservadora del país a modificar su comunicación política. Ese algo contenía precisamente la palabra Alternative («alternativa») y atacaba una de las líneas de flotación del hasta ese momento indiscutible e imparable buque electoral capitaneado por Merkel: Alternative für Deutschland, AfD, había llegado al panorama electoral alemán. Aparentemente para quedarse.
Nacida a principios de 2013 de la mano de un grupo de académicos y economistas liderado por Bernd Lucke[12], exmilitante de la CDU y ahora también del joven partido ultraderechista alemán, AfD se presentaba ante el electorado germano y ante los representantes de la prensa alemana y extranjera con una triple rúbrica: liberal, nacional y conservador. Con esa triple bandera, los líderes de la nueva formación aseguraban llegar a la arena política del país más rico, poblado y poderoso de la Unión Europea para recuperar un espacio político presuntamente abandonado por los conservadores de Merkel. Los fundadores de AfD creían que los sucesivos gobiernos liderados por la canciller habían traicionado los valores liberales, nacionales y conservadores tradicionalmente defendidos por el centroderecha alemán. Una traición basada, según los recién llegados a la escena electoral, en su política económica nacional, que tildaban de socialdemócrata, en su defensa innegociable del euro y en un europeísmo sin freno que estaba dañando irremediablemente la soberanía nacional alemana en favor de la tecnocracia comunitaria de Bruselas.
«Si fracasa el euro, fracasa Europa», dijo Merkel[13] uno de esos días en los que la moneda común parecía estar a punto para ser enterrada. De nuevo, la canciller acudía al argumento de la ausencia de alternativas para justificar rescates, recortes, reajustes fiscales y cualquier otro tipo de medida aparentemente necesaria para salvar la moneda común europea. Porque para la canciller, más allá del euro estaba el precipicio, la nada. O al menos así lo expresaba en el espacio público. Un precipicio al que, según la opinión de la cúpula, de los militantes y de los votantes de AfD, Alemania se acercaba cada vez más por culpa de la política de rescates y la defensa sin concesiones del euro ofrecida por el Gobierno federal. La aparición de la formación euroescéptica ponía al partido de Merkel y a su Ejecutivo ante un espejo al que difícilmente querrían mirarse: una parte del electorado conservador detectaba cada vez más claramente una serie de fallas en el discurso político de la canciller y abandonaban el buque democristiano en busca de una nueva patria política.
Los fundadores de AfD no sólo localizaron esas costuras en el discurso de Merkel, sino que además no dudaron en aprovecharlas con una política de comunicación calculadamente agresiva. Pese a que los sondeos de intención de voto seguían otorgando victorias aplastantes a la formación de la canciller, las encuestas de opinión también mostraban un descontento creciente con la política económica y europea del Gobierno alemán, y también un incipiente cansancio de la todopoderosa figura de Merkel. El mantra de que Alemania, el primer contribuyente financiero de la UE, tenía que pagar por los desmanes presupuestarios de los pueblos manirrotos del sur de Europa ganaba terreno entre la población alemana. Algo a lo que seguro contribuyó el discurso duro, insultantemente paternalista y rara vez justificado de figuras como Wolfgang Schäuble, inflexible ministro de Finanzas alemán y mano derecha de la canciller alemana. Vergonzosas portadas de la prensa amarilla alemana, con el Bild Zeitung a la cabeza, e incluso de parte de la prensa presuntamente seria del país, como el semanario Der Spiegel[14], también pusieron su grano de arena. La incapacidad o falta de voluntad de la élite política y de la prensa alemana de explicar la evidente parte de responsabilidad que el gran capital germano tuvo en el surgimiento de la crisis de deuda europea parece haber tenido un precio político dentro de Alemania, un precio que se ha traducido en el avance electoral de un nuevo partido de posiciones euroescépticas, marcadamente nacionalistas e incluso ultraderechistas.
Con la aparición de AfD cristalizaba políticamente un fenómeno que ya llevaba tiempo cociéndose en la sociedad germana, un fenómeno que académicos y periodistas del país han bautizado como Politiksverdrossenheit, palabra que podría traducirse como «desapego» o «indiferencia por la política». O al menos, por la política establecida, por las élites políticas de la República Federal Alemana, por los cinco o seis partidos anclados parlamentariamente y que se han turnado pacíficamente tanto a nivel federal como regional en la gestión del país durante las últimas décadas. AfD, presentándose como la «única alternativa» real, ha sabido capitalizar a la perfección esa desgana por la política tradicional prácticamente desde sus primeros pasos como formación para escalar electoralmente, entrar paulatinamente en las instituciones e ir desplegándose estratégicamente sobre el tablero político de Alemania.
Llegados a este punto, vale la pena hacerse la siguiente pregunta: ¿qué es AfD? La respuesta, lejos de ser sencilla, ofrece diferentes aristas, es claramente multidimensional. En primer lugar, AfD es el primer partido situado a la derecha de la CDU con posibilidades reales de establecerse a medio y largo plazo a nivel federal dentro del ecosistema político alemán desde la década de los 60 del siglo pasado. La Alemania nacida de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial ha tenido tradicionalmente partidos nacionalconservadores, ultraconservadores, ultraderechistas o directamente neonazis; sin embargo, estos nunca pasaron de tener una representación residual en parlamentos regionales y tampoco consiguieron superar la barrera federal del 5 por ciento que les permitiese tener representantes en el Bundestag (cámara baja del Parlamento alemán) con una fracción parlamentaria sólida a nivel nacional. Con la llegada de AfD, esa barrera electoral parece pasar a la historia, así como la ya mítica cita del padre de los socialcristianos bávaros (CSU[15]), Franz Josef Strauβ: «A la derecha de la Unión (CDU-CSU) no puede haber ningún partido democráticamente legitimado». Ahora ese partido ya existe.
AfD es una formación que ha evolucionado —con innegable éxito— desde el euroescepticismo y el discurso económico nacionalista hacia posiciones claramente ultraderechistas, antimigración e incluso etnonacionalistas que coquetean sin complejos con el discurso tradicional de la extrema derecha extraparlamentaria germana y también con postulados neonazis. Es una amalgama ideológica hiperconservadora de claras tendencias ultraderechistas que, más que estar a favor de un determinado programa político, está en contra del estado de las cosas. AfD es una enmienda radical a la totalidad de la realidad alemana y europea en busca de una revolución neoconservadora y nacionalista, cuyos enemigos declarados son la Unión Europea, la migración, las posiciones progresistas, cualquier forma de izquierdismo, el multiculturalismo y, por supuesto, el islam. AfD es una nueva forma de hacer política desde posiciones parcialmente etnonacionalistas por las que nadie en su sano juicio habría apostado un céntimo de euro hace apenas unos años en Alemania. Ahora muchos se frotan las ojos en busca de respuestas.
El joven partido se ha convertido en el catalizador de un malestar político difícilmente definible, pero muy fácilmente detectable en la sociedad alemana y en el ambiente que se respira en el país. «AfD ya existía antes de su fundación formal. No era físicamente palpable, pero sí que era un pensamiento, un sentimiento en las cabezas de muchos alemanes». De esta manera tan certera define ese malestar social tan difícil de describir la periodista y autora alemana Melanie Amann en su libro Miedo por Alemania. La verdad sobre AfD[16]. ¿Cómo pudo convertirse un partido conservador nacido de posiciones euroescépticas y antieuro en una formación ultraderechista que raya con postulados neonazis y criminaliza a rivales políticos, periodistas críticos y minorías?, se pregunta la reportera Amann en su libro.
El movimiento islamófobo Pegida (Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente)[17], el torrente de noticias falsas que invaden las redes sociales alertando de violaciones masivas de mujeres alemanas a manos de inmigrantes musulmanes o de los abusos sistemáticos del Estado de bienestar alemán protagonizados por extranjeros, la desconfianza hacia los medios de comunicación masivos tradicionales, calificados por los líderes, simpatizantes y militantes de AfD de Lügenpresse («prensa mentirosa», concepto ya usado por la propaganda nacionalsocialista en la década de los 30 del siglo pasado), o la creciente desgana entre el electorado alemán respecto a la élite política del país son sólo algunos de los síntomas de ese malestar amorfo y aparentemente ávido de una reacción autoritaria, ultraconservadora e hipernacionalista que tiene sus raíces intelectuales en la Revolución Conservadora experimentada en la Alemania de la década de los 20 del siglo pasado. Esa reacción recibe hoy el nombre de Nuevas Derechas, y se ha ido haciendo un hueco significativo en la pelea por la hegemonía cultural del país.
AfD cataliza el estado de ánimo de un nada menospreciable segmento de la sociedad alemana; es un artefacto contra la «partitocracia», una herramienta de la antipolítica que se sirve del discurso opuesto a las élites alemanas y europeas para alcanzar un solo y único objetivo: hacerse con el poder. Y los que hace unos años se reían de AfD, ahora buscan rearmarse dialécticamente para hacer frente a la joven y competente formación mientras aguantan la respiración; el joven partido está lejos de la incapacidad política y la marginalidad electoral e institucional que tradicionalmente han caracterizado a las fuerzas ultraderechistas y neonazis de Alemania, y que las convertían en objeto de mofa del resto de partidos políticos y de la inmensa mayoría de la sociedad alemana.
Como escribe la periodista Andrea Röpke, una cosa tiene que quedar bien clara a estas alturas: los tiempos en los que políticos de formaciones ultraderechistas como la DVU[18] se presentaban torpemente junto a neonazis que apenas podían articular palabra en público son historia. «Estrategas profesionales como la eurodiputada Beatrix von Storch[19] se sirven ahora para sus objetivos de los medios que rechazan. Las salidas de tono son puro cálculo. Gracias a esta estrategia discursiva se ensancha paulatinamente el marco político para las provocaciones. Los apologistas derechistas lidian en ese escenario con desenfado ante el desamparo liberal. Parecen ir siempre un paso por delante»[20].
Merkel tenía en parte razón al usar la palabra «alternativlos» para explicar el porqué de sus políticas. No en vano, la Gran Coalición, conformada por conservadores de la CDU-CSU y socialdemócratas del SPD, ha gobernado Alemania durante los últimos años valiéndose de un rodillo parlamentario incontestable que sumaba el 80 por ciento de los representantes del Bundestag[21]. Los dos partidos de la oposición parlamentaria, La Izquierda y Los Verdes, han jugado así un papel de comparsa en esta última legislatura, una situación que algunos politólogos alemanes no han dudado en calificar de anomalía democrática o incluso de estado de excepción político. Esto parece estar pasándole factura electoral a los dos pequeños partidos opositores a los que las encuestas han situado en los últimos tiempos incluso por detrás de AfD, que se presenta a sí misma como la auténtica y única oposición del país. Efectivamente, esa oposición parlamentaria puramente simbólica permitió durante la última legislatura que las decisiones del Gobierno de Merkel no tuviesen alternativa alguna ni posibles enmiendas que no fuesen aceptadas por la arrolladora mayoría parlamentaria de la llamada Grosse Koalition[22]. Puede que AfD no ofrezca soluciones concretas para los problemas que afectan a la ciudadanía alemana, pero coloca en la agenda política una serie de temas que el resto de partidos ha, sin duda, descuidado. Alternativa para Alemania marca así una incómoda agenda.
Durante los últimos años, la canciller Merkel ha podido gobernar a placer gracias al apoyo del SPD; sin embargo, cometió un grave error de comunicación y, por tanto, un impepinable error político, pues quien no sabe comunicar sus decisiones acaba fracasando electoralmente: la falta de alternativa institucional expresada en sus discursos a través de la ahora malograda palabra «alternativlos» acabó transmitiendo una innegable prepotencia y también la sensación de que el debate político y de ideas, siempre tan necesario en los sistemas democráticos, se estaba convirtiendo en una escenificación superflua, innecesaria, banal. Y de aquellos barros, estos lodos: Alternativa para Alemania, AfD, aparece desde la —extrema— derecha para darle un revolcón al tablero político alemán con consecuencias todavía impredecibles a medio y largo plazo tanto para Alemania como para el conjunto de la Unión Europea.
Sin embargo, y pese a los evidentes peligros que supone un partido como AfD para una sociedad abierta y de valores democráticos como la alemana, el retorno de la ultraderecha a Alemania también puede ser interpretado como una oportunidad tanto para el país como para el resto de la UE. El surgimiento y más que probable establecimiento del partido ultra en el Bundestag obliga a poner en serio entredicho la tesis de que se puede gobernar un país como Alemania reeditando ad infinitum grandes coaliciones entre democristianos y socialdemócratas, los dos mayores Volksparteien[23] del país. Como apunta Franziska Reif, coatura del libro Wörterbuch des besorgten Bürgers[24], «las grandes coaliciones refuerzan la agonía de un estilo político como el establecido por Merkel; una agonía que ya se notaba durante los tiempos de la coalición negro-amarilla[25]. Con la aparición de AfD y de Pegida habrá que recuperar debates políticos sobre la concepción fundamental de democracia y Estado de Derecho».
Asimismo, AfD también debería suponer un toque de atención para Berlín al respecto de que el diktat germano haya impuesto los ritmos de las políticas económicas y comunitarias al resto de países de la Unión Europea; la prepotencia con la que el Gobierno alemán ha defendido algunas de sus inflexibles posturas sobre la crisis de deuda, los rescates y la austeridad como presunto camino «sin alternativa» a la crisis financiera parece ahora tener también un precio en la política interna del país más rico y poderoso de la Unión Europea. El surgimiento de AfD puede ser interpretado, en efecto, como quién sabe si la última oportunidad para salvar a la Unión Europea a través de la redefinición del papel que debe jugar en el bloque comunitario Alemania, un país sin el que el proyecto europeo no sólo habría sido y será impensable, sino también imposible.