

© Título: Todavía no me he ido
© Ismael Lozano Latorre
ISBN: 978-84-944982-8-2
Depósito Legal: GC 78-2017
Primera edición: Marzo 2017
Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com
Correcciones y estilo: Laura Ruiz Medina
Ilustración portada e interior: Pau Sanz i Vila
Maquetación: David Márquez
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Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa por escrito del editor. Todos los derechos están reservados.
Para ti,
por regalarme
15 minutos al día.
Teyo.
Joel y Aday estaban tumbados en la cama, el sol entraba por la ventana y la brisa marina hacía bailar las cortinas al son de una música que sólo podían escuchar ellos dos, hacía calor en la habitación y sus cuerpos desnudos se abrazaban resistiéndose a separarse, parecía que las ansias que sentían el uno por el otro no iban a calmarse nunca aunque llevaran más de seis meses durmiendo juntos.
Amor, ternura, silencio, sus dedos se buscaban, se mordían, se acariciaban y sus labios rabiosos aún conservaban las caricias de los últimos besos.
Joel se incorporó en el colchón ayudándose de la almohada, su rostro estaba serio, como si de pronto un pensamiento funesto hubiera atravesado su mente separándolo de aquel joven que lo contemplaba como si no hubiera visto en su vida nada más maravilloso que él.
—Si tuvieras que despedirte de mí para siempre —le interrogó ofuscado— ¿Qué me dirías?
La voz de Joel había sonado recia, profunda, sus miedos habían salido a la superficie enturbiando su felicidad, y Aday, que hasta ese momento no había dejado de sonreír, enmudeció y frunció el ceño molesto como si no le hubiera gustado su pregunta.
—¿Cómo puedes decirme algo así? —le riñó cabreado— ¡Yo nunca voy a dejarte! Estaré contigo siempre.
El mago, enternecido por su inocencia, sonrió y acarició su mejilla, la vida era mucho más dura de lo que el joven creía y a veces nos tiene preparadas sorpresas bastante desagradables.
—Siempre es demasiado tiempo, Aday —le contestó melancólico—. Demasiado hasta para a nosotros.
Aday cerró los párpados apenado y se refugió en su pecho, estando en sus brazos se sentía protegido y en esos momentos necesitaba que lo cuidara, el miedo a la ruptura lo hacía enfebrecer y por alguna estúpida razón sus ojos se habían humedecido y amenazaban con cuajarse de lágrimas.
—¿Y tú? —le preguntó curioso— ¿Tú que me dirías?
Joel lo miró con ternura y una tenue sonrisa se esbozó en su cara, había pensado mucho en ello en los últimos meses, quizá demasiado, pero aún así no sabía qué contestarle, ninguna de las respuestas que había preparado eran lo suficientemente buenas para explicar lo que sentía ¿Cómo se despediría de Aday? ¿Cómo le explicaría que a pesar de lo que sentían tendrían que separarse?
—¿Qué me dirías? —insistió Aday.
Un nudo se formó en la garganta y le impidió hablar, el mago acarició su cabello y le obligó a que lo mirara ladeándole la cabeza.
—Te diría que te quiero —le confesó con tristeza.
El chico, que esperaba una respuesta más grandilocuente, suspiró y dejó que la brisa empujara su suspiro hasta estrellarlo contra la ventana.
—¿Sólo eso? —le preguntó decepcionado.
Joel posó su dedo índice en los labios del chico y los recorrió como si los estuviera besando.
—Sí, sólo eso —le respondió—. Porque al final es lo único importante.
El amor aparece cuando menos te lo esperas, te aborda en el supermercado o en la parada del autobús, da igual que no lo busques, a él no le importa, su carácter caprichoso no piensa en ti, sólo en sí mismo y por eso te arrolla impetuosamente con independencia de tus deseos, te encuentra, te condiciona, te hace tambalear y aunque hayas jurado mil veces que no ibas a volver a caer en sus garras, de pronto todo parece distinto y misteriosamente, esa persona a la que nunca veías, se vuelve imprescindible para ti.
El amor le roba la tranquilidad a tu alma, absorbe tu paciencia y te hace desquiciar, dejas de ser autosuficiente y te vuelves dependiente, tu felicidad está condicionada por su risa, por su mirada, por su forma de caminar… Te sume en un estado de estupor tan profundo que llegas a creer que si no estás con él te faltará el aire y no podrás respirar.
Enamorarse ¿Quién no se ha enamorado nunca? ¿Quién no ha perdido la razón?
Amar a un hombre, a una mujer, enamorarse de sí mismo… El amor toma distintas formas pero los sentimientos son siempre iguales: necesidad de sentir, de tocar, de ser correspondido. No hay nada más bonito que enamorarse, ni nada más arriesgado. Cuando entregamos nuestro corazón nos exponemos a que nos lo aplasten y, a veces, seguir viviendo con un órgano resquebrajado es mucho más complicado de lo que nadie es capaz de soportar.
¿Te arriesgas a vivir? ¿Te expones a enamorarte? ¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar? El amor está hecho para los valientes y es el responsable de las peores derrotas.
“¿Dónde van los besos que no pude darte? Se quedan pegados a mis labios, envenenando mi piel”.
A Aday le hacían daño los zapatos, los había comprado apresuradamente en una tienda del pueblo y había escogido un número pequeño, al andar le apretaban en el talón y le hacían cojear, el joven avanzaba por la sala intentando sonreír pero sabía que al acabar la jornada tendría una ampolla enorme.
El chico estaba preocupado, era su primer día de trabajo y deseaba hacerlo bien, su jefe le había advertido de que estaba en periodo de prueba y quería superarlo, no podía desaprovechar esa oportunidad, había llegado a Fuerteventura hacía un par de semanas y sus ahorros estaban acabándose, necesitaba el dinero, tenía que demostrar que era un buen camarero aunque jamás hubiera llevado una bandeja.
—No es tan complicado —lo había tranquilizado un compañero—. Sólo tienes que mantener el equilibrio.
El hotel estaba en Morro Jable, tenía quinientas cincuenta habitaciones y cuatro restaurantes. Aday se había incorporado a la plantilla del cocktail bar, una de las más grandes del establecimiento, entraba a las cinco de la tarde y salía a la una de la mañana, no era un mal horario, estaba contento por no tener turno partido.
—Por la noche esto se llena de extranjeros —le había explicado su jefe, un gallego de cincuenta años que llevaba más de treinta en la isla, pero que aún conservaba su acento—. Todos vienen a ver el show y se quedan hasta las mil. A veces es complicado echarlos a la hora de cierre.
Aday, inquieto, arrugó el entrecejo.
—Y de idiomas ¿Cómo andas? —le interrogó el hombre analizándolo por encima de sus gafas—. La mayoría de nuestros clientes son ingleses, aunque también tenemos muchos alemanes y franceses.
El joven se encogió de hombros mientras empezaba a ruborizarse.
—Con el inglés me defiendo —mintió—, aunque tengo que mejorar.
Su jefe sonrió para tranquilizarlo, aquel joven de sonrisa tímida le había caído bien, parecía que a pesar de sus defectos iba a esforzarse en el trabajo, lo más importante era la actitud, creía que había hecho un buen fichaje.
—Y recuerda —le advirtió—, tienes que recoger el uniforme en lencería, te darán dos pantalones, dos chalecos y tres camisas ¡Cuídalos porque tendrás que devolverlos cuando finalice tu contrato! Los zapatos los tienes que traer tú ¡Tienen que ser negros! Ni se te ocurra venir con esas deportivas.
Dolor de pies, los pantalones le quedaban grandes y los zapatos estrechos, tenía que comprarse un cinturón, le daba miedo quedarse en calzoncillos en mitad del servicio, el telón del escenario abriéndose, ni siquiera sabía quién actuaba esa noche.
—¡Eh, chico! —le gritó una señora española sacándolo de su ensimismamiento—. ¿Me traes un ron con cola?
Aday apartó la vista del suelo y asintió con la cabeza, la mujer al levantar la mano le había enseñado la pulsera de plástico que tenía en la muñeca, estaba en régimen de “todo incluido”, no tendría que abonarle la copa ni llevarle el ticket, la bebida sería de categoría B, la clase A era sólo para los clientes que pagaban.
—Ron cola, ron cola —repetía en voz baja, y mientras lo hacía, una enigmática figura surgió de la oscuridad llevándose los aplausos de todos los presentes.
La primera vez que lo vio, el mago estaba envuelto en su capa negra en mitad del escenario, los focos lo iluminaban y su cuerpo se escondía entre las sombras rodeado de misterio. Aday lo observó sin abandonar sus tareas, sus ojos tímidos se posaron en él sin respirar, con ese hormigueo en el estómago que precede a la sensación de saber que algo especial está a punto de suceder, dejándose seducir por su pose, por esa silueta oscura que lo atraía, lo arrastraba irremediablemente hacia él.
El mago permanecía de pie, magistral, imponente, sus ojos verdes miraban al infinito mientras una sonrisa pícara se dibujaba en su cara haciendo que se estremeciera, era tan atractivo que parecía imposible que estuviera en el escenario, era de esos hombres que si no los ves dudas mucho que puedan llegar a existir, en él todo era perfección, desde la línea que marcaba la pernera de su pantalón hasta la caída de sus pestañas, vestía con un chaqué negro, camisa blanca y pajarita, la ropa le sentaba tan bien que parecía que se la habían hecho a medida.
—¡Eh, chico! ¿Mi copa?
El joven atravesó el salón esquivando los obstáculos, la señora que lo había llamado lo observaba con cara de pocos amigos, más que disfrutar de sus vacaciones parecía que su función era juzgarlo y analizar cuánto tardaba en servirle la bebida.
—Aquí tiene señora —le dijo y la mujer no se lo agradeció.
A Aday siempre le gustaron los magos, cuando era pequeño su padre solía llevarlo a todas las actuaciones que había en Las Palmas porque le encantaba ver la cara de asombro que ponía el niño cuando el artista sacaba un conejo blanco de su chistera.
—¿Lo has visto papá? ¿Lo has visto? —le preguntaba emocionado. Y el hombre con ternura le sonreía.
—Bendita inocencia —le contestaba—. Espero que la vida no te haga perder jamás la capacidad de ilusionarte.
Trucos, magia, encantamientos, Aday recorría las mesas recogiendo vasos y desperdicios, acostumbrándose al trato con los clientes. Descubrió que lo más importante era sonreír. Si un señor alemán le pedía una copa y no lo entendía, él sonreía y el hombre amablemente se lo repetía o buscaba el modo de explicarle lo que deseaba.
—Lo estás haciendo muy bien —le animó una compañera— Si sigues así en un par de semanas tendrás los bolsillos llenos de propinas.
Aday se ruborizó, siempre se sonrojaba cuando le decían algo positivo.
—¿No hay ningún voluntario? —la voz del mago, potente, sonando a través de los altavoces.
El público en silencio, agachaban la cabeza como si quisieran volverse invisibles.
—¿Ningún voluntario? —insistió.
El corazón de Aday acelerándose, había algo en aquel prestidigitador que le ponía nervioso, no sabía si eran sus ojos verdes, su manera de hablar o la forma en que se movía en el escenario, algo lo tenía hechizado y era incapaz de levantar la vista de él.
—Está buenísimo —susurró, y el prestidigitador se giró hacia él y clavó en su rostro sus pupilas como si lo hubiese escuchado.
Fueron solo unos segundos, sus miradas se encontraron y el resto de la sala desapareció, ya no había turistas, ni focos, ni gritos, el público se desvaneció y no quedó nadie, solo estaban ellos dos, dos desconocidos que se descubrían el uno al otro y que conectaban de una manera que escapaba a la lógica.
¿Lo había mirado? ¿El mago lo había hecho a propósito o había sido una casualidad? ¿Habría sentido lo mismo? ¿Lo habría notado? ¿La conexión? ¿El chispazo? ¿O eran imaginaciones suyas? Posiblemente el prestidigitador solo estaba observando al público y su fantasía le había hecho creer que se había fijado en él.
Temblor, escalofríos ¿Qué estaba sintiendo? ¿Estaba asustado? ¿Excitado? ¿Por qué estaba sudando?
—¡Cuidado! —chilló una mujer saliendo de la nada, pero ya era demasiado tarde, antes de que a Aday le diese tiempo de reaccionar fue embestido por un niño de cinco años que corría persiguiendo a su hermano.
Estruendo, vergüenza, destrucción, el ruido de la bandeja cayendo al suelo mientras los vasos se hacían añicos, una señora inglesa histérica gritando, Aday empequeñeciendo, sintiéndose ridículo.
“Adiós al trabajo”, pensó abatido mientras sus mejillas se encarnaban. “Adiós al periodo de prueba”.
—Chico ¿Me oyes?
Aday de cuclillas sintiéndose minúsculo y patético a la vez, utilizó la bayeta como escoba y la bandeja como recogedor, intentando esconder los cascotes, hacer desaparecer las evidencias de su incompetencia, los restos del naufragio de su mal servicio.
—¡Tú! El camarero que está en el suelo ¿Me escuchas o eres sordo?
El mago en el escenario llamándolo, Aday sintiendo cómo se moría e ilusionaba a la vez, los ojos de todos los clientes mirándolo, el chico recordando la extraña conexión que había sentido cuando sus pupilas se encontraron, ganas de escaparse, de huir, de esconder la cabeza.
—¿Sí? —contestó con voz temblorosa.
El prestidigitador sonrió con la sonrisa más bonita que había visto en su vida, Aday se puso de pie y el mago lo observaba, sus miradas se encontraron y se reconocieron como si fuesen antiguas compañeras, era guapo, endiabladamente guapo y los naipes volaban entres sus dedos como si tuviesen vida propia.
—Estaba buscando un voluntario para el siguiente número —le dijo el desconocido— ¿Por qué no subes al escenario? Quizá aquí dejes de romper cosas.
Risas, los clientes riéndose mientras al camarero le entraban ganas de llorar, si había alguna posibilidad de que su jefe no se hubiese enterado de lo que había sucedido, ahora era imposible.
¿Subir? ¿Estar a su lado? ¿Tenerlo cerca? ¿Olerlo? ¿Rozarlo?
—Estoy trabajando —se disculpó el muchacho negando con la cabeza.
Su superior, desde la barra, le hizo un gesto esperando que lo entendiera.
—Sube —le ordenó, y Aday tuvo claro que era su única oportunidad para conservar el empleo.
Los focos lo cegaron al llegar al escenario, las piernas le temblaban y sus mejillas estaban tan rojas que parecía que si las tocabas te podías quemar, la ayudante del mago se acercó a él contoneando su cintura y le cogió la mano para ayudarlo a subir.
La mujer era más guapa de lo que aparentaba desde abajo, su melena rizada caía sobre sus hombros como si fuesen ríos dorados, sus labios gruesos, sus ojos brillantes, su cuerpo embutido en aquel vestido rojo de lentejuelas parecía esculpido por los ángeles.
“Es una diosa” pensó, pero su imponente físico no era lo que más llamaba la atención, cuando la mirabas no podías evitar quedarte embobado mirando el enorme tatuaje que salía de sus dedos índices y ascendía por sus brazos hasta terminar perdiéndose en su escote, el dibujo representaba una enredadera, un tallo vigoroso cubierto de espinas y pequeñas rosas salvajes, el grabado estaba tan bien hecho que casi podías oler el perfume de las flores mientras observabas las gotas de rocío sobre sus pétalos.
“Seguro que es su esposa”, pensó y sus ojos decepcionados se dirigieron al suelo.
El mago le sonrió al verlo aparecer y su sonrisa lo envolvió como si fuese una cálida manta en mitad del invierno, sus ojos verdes lo acariciaron e incomprensiblemente, estar a su lado, más que alterarlo lo tranquilizó, se sentía cómodo en el escenario, como si estuviese encima de las baldosas que estaba predestinado a pisar.
Aday no se había equivocado al juzgar su cuerpo, bajo la ropa del prestidigitador se evidenciaba la anatomía de un deportista: espalda ancha, vientre firme, piernas corpulentas y un pecho confortable donde apoyar la cabeza en mitad de una siesta.
—¿Tu nombre es? —le preguntó el desconocido sacándolo de sus ensoñaciones.
El camarero agachó la mirada ruborizado al sentir que le ponía el micrófono en la boca.
—Aday —contestó con timidez.
Los ojos verdes del mago lo miraron curiosos, parecía divertido y enternecido a la vez, trataba de transmitirle ánimo.
—¿Eres de aquí, Aday? ¿De Fuerteventura?
El chico, sin levantar la cabeza del suelo, volvió a contestar, le daba pánico el público. Notaba la mirada de su jefe clavada en su cogote, como si estuviera decidiendo en ese momento si lo despedía o le daba otra oportunidad.
—No, soy de Las Palmas —respondió balbuceante— Sólo llevo un par de semanas aquí.
El mago se acercó a él y su corazón se aceleró, no sabía qué tenía aquel hombre pero conseguía ponerlo nervioso, pensaba que si lo rozaba se iba a poner a gritar, tenía que tranquilizarse, contar hasta diez, mirar a un punto fijo en el horizonte y evadirse de lo que pasaba a su alrededor, sólo tenía que responder a sus preguntas, era fácil, muy fácil, cualquiera podría hacerlo.
—Entonces... —continuó el mago en su rol de periodista—. Llevas poco tiempo trabajando aquí ¿No?
Las manos sudándole ¿Por qué precisamente en ese instante le entraban ganas de orinar?
—Es mi primer día —confesó avergonzado, y su guante blanco se aproximó hacia él pare regalarle una caricia.
Sus dedos, el tacto de la tela en su piel ardía, parecía que al tocarlo mil feromonas acababan de liberarse, no podía dejar de mirarlo, el misterio lo rodeaba y lo convertía en el ser más seductor que había conocido en su vida.
—¡Tu primer día! —exclamó sorprendido y mientras lo hacía brotó una flor de sus manos como si tuviera el don de crear belleza de la nada—. Toma —le dijo entregándole el clavel—. Tu regalo de bienvenida.
Aplausos. El público entusiasmado mientras la mujer del traje de lentejuelas se perdía en las sombras y regresaba con un gran artefacto dorado parecido a un ataúd. Aday al mirarlo se puso histérico ¿Lo iban a meter ahí?
Claustrofobia. Aday padecía claustrofobia desde los seis años, una tarde de verano se quedó atascado en el ascensor de su edificio y desde entonces le daban pánico los espacios cerrados.
—¿Sabes lo que vamos a hacer contigo? —le preguntó el mago intrigante y el joven nervioso se encogió de hombros sin saber qué responder— ¡Vamos a hacerte desaparecer! –exclamó, y la ovación del público llenó el escenario.
Silencio, expectación, la mujer rubia pasó por su lado y sonrió, su sonrisa era cómplice y agresiva a la vez, parecía una tigresa furiosa que intentaba defender su territorio.
Zapatos de tacón, tacones rojos sobre el escenario y lentejuelas a juego, carmín en los labios y fuego en su corazón.
Lo odiaba, la ayudante del mago no se esforzaba en disimularlo, lo veía en sus ojos, parecía que su presencia en el escenario le molestaba, no le gustaba compartir el protagonismo, ella era la dueña de todas las miradas y no quería que ninguna se posara en él.
—Tienes que meterte en el sarcófago mágico —le explicó el mago señalando al ataúd dorado que la chica había traído—. Yo cerraré la puerta y después la abriré, en tan solo unos segundos habrás desaparecido y luego te haré volver.
Aday nervioso, crispado, mordiéndose el labio inferior, imaginarse estar metido en esa caja le hacía enloquecer, no podía hacerlo, la última vez que había estado encerrado en un sitio reducido había perdido la conciencia. Ganas de gritar, de golpear, de salir corriendo.
—No puedo... —susurró.
El mago a su lado mirando al público, los focos iluminándolo y la joven rubia abriendo la puerta del sarcófago, las bisagras rechinando, los temblores apoderándose de sus piernas y haciéndole balbucear.
—No puedo... —insistió, pero el prestidigitador seguía sin escucharlo.
Su capa negra sobre los hombros, su pulso acelerado y el corazón del revés, aquello era más de lo que podía soportar, Aday necesitaba el trabajo pero no estaba dispuesto a pasar por aquella tortura, debía evitarlo como fuese.
—Amaranta, acompaña a nuestro joven amigo a su nueva casa —le pidió a la chica. Ella sonrió como si fuese la azafata de un concurso de la tele.
—¡No puedo! —exclamó un poco más fuerte tirándole de la manga del chaqué.
Los ojos del mago se giraron hacia él, el camarero había palidecido y estaba temblando ¿Era miedo lo que reflejaba su rostro? ¿Pánico? ¿Por qué se había asustado tanto?
—¿Qué ocurre? —le preguntó preocupado.
El prestidigitador había hablado sin mover los labios, casi sin vocalizar. Aday suspiró aliviado porque lo hubiese escuchado mientras Amaranta le indicaba con su diabólica sonrisa que se metiera en el sarcófago de una vez.
—Tengo claustrofobia —confesó avergonzado—. Si me encierras ahí no podré soportarlo.
El prestidigitador se puso serio, místico, profundo, no podía permitir que aquel inconveniente echara su truco a perder, la función tenía que continuar, era una de las premisas básicas, pero no podía hacerle algo así al chico... ¿Y si probaba otra alternativa?
—¡Querido público! —exclamó de pronto ante la sorpresa de todos—. Aday acaba de proponerme algo que no he hecho nunca... Me ha dicho que hacer desaparecer a una persona es fácil y me ha retado a que lo haga con dos... Quiere que entre con él en el sarcófago... ¿Conseguirá Amaranta hacernos regresar de la tercera dimensión o nos quedaremos atrapados para siempre?
La mujer rubia lo miró enojada y Aday sintió que se moría de terror.
El miedo es un sentimiento irracional que nos hace paralizarnos, los músculos de nuestro cuerpo dejan de obedecernos y se contraen como si se hubiesen congelado, Aday lo sabía desde hacía tiempo, era la sensación que le invadía cada vez que se encontraba en espacios cerrados, el corazón se le aceleraba y era incapaz de respirar, más de una vez había perdido el conocimiento, su fobia era tal que podía llegar a llorar y orinarse encima.
—Tranquilo, no va a pasar nada.
Sudoración, pavor, náuseas, aturdimiento, el suelo se había abierto bajo sus pies y los dos habían caído a un pequeño habitáculo que había bajo el escenario, el mago estaba frente a él, con su chaqué negro, sus ojos verdes y su pajarita, sus cuerpos se tocaban y apenas si se podían mover, estaba tan asustado que no podía mirarlo, sólo quería escapar, gritar, sus manos golpeaban las paredes y sentía que el aire empezaba a faltarle.
—Estáte quieto, por favor —le suplicó el prestidigitador para que no hiciese ruido—. Solo serán unos minutos, cuando Amaranta le dé a la palanca volveremos a subir.
El tiempo congelado, su respiración entrecortada, y su camisa empapada en sudor, Aday sentía que se asfixiaba, sus pulmones se retorcían como si les faltara el oxígeno.
—Relájate por favor —le rogaba preocupado—. Cuenta hasta diez y no pienses en nada... Sólo mírame... Concéntrate en mis ojos... No dejes de mirarme.
Sus ojos verdes analizando los suyos, sus pupilas contrayéndose y dilatándose a la vez, sus pestañas agitándose. El mago lo observaba como si tratara de hipnotizarlo, sus manos sujetaban las suyas y no lo dejaba moverse. Pecho contra pecho, piel contra piel, estaban tan cerca que notaba los músculos de su cuerpo tensándose, lo embriagaba su aroma, su ser.
¿Estaban menguando las paredes del cuarto? ¿Estrechándose? ¿O era él?
Ataque de pánico, de miedo, de desesperación...
—Aday... Mírame por favor...
Temblaba, el chico temblaba tanto que empezaba a inquietarse, realmente había sido una locura llegar hasta allí, el joven le había advertido de que padecía claustrofobia ¿Por qué lo había obligado a hacerlo?
El aire entrando con dificultad en sus pulmones, el oxígeno se había agotado y sólo quedaba anhídrido carbónico, Aday intentaba calmarse pero le resultaba imposible evadirse.
—No puedo respirar —balbuceaba entre jadeos—. No puedo...
Las manos del mago acariciándolo, apartando el flequillo que caía sobre su frente y secándole el sudor, sus piernas enrolladas, sus pupilas inertes, su tez estaba tan pálida que creía que lo iba a perder.
—Tienes que tranquilizarte —le aconsejaba—. Pensar en otra cosa, estás muy nervioso, hiperventilando, si sigues así vas a terminar desmayándote.
Estar frente a él, la forma en que lo tocaba, en que le hablaba, en que lo miraba, su conciencia se diluía y parecía que su voz era lo único que le mantenía atado a la Tierra, no quería separarse de él, los dedos del mago se enredaban en su cabello mientras sus pulmones se cerraban, su visión se volvía borrosa, se desvanecía, se apagaba, se iba a desplomar.
—Cuenta hasta diez... Cierra los ojos y concéntrate en lo que te estoy diciendo.
Sus párpados cayendo, silencio, oscuridad, sus pulsaciones cada vez más lentas, parándose, congelándose, sus sienes sudando y el cuerpo del mago pegándose al suyo, sujetándolo como si fuese un pájaro herido que acabara de caerse de un nido, arropándolo con su capa, protegiéndolo, haciéndolo revivir.
—Relájate por favor —le susurraba—. Piensa en otra cosa, en otro sitio, piensa que no estás aquí.
La mente de Aday viajando entre las brumas, la piel del prestidigitador tocando la suya, sintiendo sus pectorales, sus bíceps, su tríceps, sintiendo su corpulencia, su calor, el joven excitándose, sintiendo cómo su cuerpo reaccionaba al entrar en contacto con el suyo, evadiéndose de su encierro, soñando con él, fantaseando con tenerlo desnudo entre las sábanas, imaginando cómo sería su torso y cada centímetro de su ser, saboreando su aroma, tocando su sed, Aday enfebrecía mientras gozaba en sus brazos ¿Lo estaba apretando con más fuerza o eran imaginaciones suyas?
El chico abrió lentamente los párpados y se encontró al mago frente a él, sus ojos hipnotizados estaban clavados en los suyos, lo miraba con una intensidad con la que no lo habían mirado nunca. Fuego, magia, pasión.. ¿Reflejaban deseo? Su fantasía sexual estaba cumpliéndose, sus bocas estaban tan cerca que casi podían rozarse y parecía que el prestidigitador lo animaba a aproximarse un poco más, su sonrisa lo absorbía, le hacía perder la cabeza.
—¿Estás bien? —le preguntó con dulzura y Aday asintió sin palabras porque era incapaz de decir nada, sólo podía continuar mirándolo. Era guapo, endiabladamente guapo y estaba abrazado a él.
Tensión, fiebre, atrevimiento, miradas que preguntaban si podían dar un paso más, el rostro del prestidigitador interrogándolo y él moviendo afirmativamente la cabeza, sus mejillas ruborizadas, le daban permiso a avanzar.
—Ya no tiemblas —le susurró el mago al oído y él se estremeció.
Manos fuertes, manos rígidas, manos traviesas, manos cubiertas de malas intenciones que se metían bajo su camisa iniciando una excursión cuyo único objetivo era acariciar su piel.
Miedo, pavor, un escalofrío recorriendo su espalda mientras sus dedos lo tocaban, la pasión los poseía mientras sus sexos crecían y de algún modo los dos hombres, ambos, eran conscientes de lo que iba a suceder aunque no habían pronunciado palabra.
Aday había olvidado donde estaba, ignoraba la claustrofobia y la falta de oxígeno, ahora solo estaba él, Joel y su sonrisa, no había espacio, no había tiempo, nada los separaba, sólo la vergüenza y el pudor, estaba claro que ambos querían besarse pero no se atrevían a dar el paso.
—Yo... —comenzó a decir Aday cohibido y el mago le puso un dedo en los labios para que no hablase más.
Su aroma, su presencia, su calor, sentirse arropado por su cuerpo mientras sus ojos lo miraban y su boca se aproximaba cada vez más, estaban tan pegados que notaba un bulto palpitando en su pantalón.
—Mejor no digas nada —le pidió, y mientras lo hacía pegó sus labios a los suyos y lo besó con tal ímpetu que lo dejó sin aliento.
Besos, caricias, jadeos, sus lenguas se abrazaban avivando el fuego que los consumía por dentro, el miedo y la timidez se disiparon por completo y sus miradas ardían y Aday no dejaba de sudar.
—¿Esto forma parte del truco? —balbuceó el camarero cuando pudo respirar y Joel, sin dejar de acariciarlo, le sonrió con picardía.
—No, esto es parte de la magia —le respondió y volvió a posar sus labios en los suyos.
Cuando Aday bajó del escenario la actuación del mago continuó, el joven con la bandeja en la mano observaba nervioso cómo el prestidigitador llevaba a cabo sus encantamientos ganándose los aplausos y simpatía del público. Era bueno, quizá uno de los mejores que había visto en su vida, se envolvía en su capa negra y los espectadores lo observaban atónitos sin creer lo que estaban viendo.
Le temblaban las piernas, desde el beso parecía que flotaba y una sonrisa estúpida se había dibujado en su cara ¡El mago y él se habían besado! Sus ojos verdes lo habían mirado con deseo pidiéndole más, pero Amaranta, ajena a lo que ocurría abajo, había tirado de la palanca y los había devuelto a escena.
¿Qué sucedería ahora? ¿Tendrían la oportunidad de estar a solas de nuevo o la magia había acabado?
Aday estaba decepcionado, tras lo ocurrido en el habitáculo no esperaba que el prestidigitador le pidiese matrimonio pero por lo menos creía que le prestaría un poco de atención, sin embargo, desde que había bajado del escenario parecía que el chico se había vuelto invisible, aunque lo observaba, el mago no le devolvía la mirada, ni una sonrisa cómplice, la actitud del prestidigitador hacia él era de total indiferencia.
Cuatro palomas surgieron de su chistera y volaron por el techo del cocktail bar.
—¡Me tiene hasta los cojones! —protestó enfadado el Jefe de Bares—. Le he dicho mil veces que no quiero que haga ese truco ¡Estoy cansado de las quejas de los clientes por las cagadas de las palomas!
El chico suspiraba entristecido, aunque sólo había sido un beso revivía lo ocurrido una y otra vez, cómo sus labios se habían juntado con los suyos y lo habían devorado con una pasión desmedida con la que no lo habían besado nunca.
Cuando terminó la función el mago se dirigió a su camerino sin mirarlo, abandonó la sala como si no hubiese ocurrido nada especial y no tuviese a un camarero devorándolo con los ojos.
—No me lo puedo creer —masculló disgustado— ¿De verdad va a recoger sus cosas sin decirme adiós?
“Sólo lo hizo para que me tranquilizara”, pensó “Lo hizo para que me calmara y me he hecho ilusiones ¿Cómo puedo ser tan idiota?”
Aday abstraído cortaba rodajas de limón, el mago había sido muy cariñoso con él pero al salir del ataúd dorado su actitud había cambiado por completo ¿Era por Amaranta? La ayudante del mago lo había mirado con recelo desde el primer momento ¿Era su esposa? ¿Su novia? ¿Qué tipo de relación tenían?