Índice

1. The man who sold the world

2. Dumb

3. Stay away

4. Smells like teen spirit

5. School

6. About a girl

7. Son of a gun

8. Love Buzz

9. Very Ape

10. On a plain

11. In Bloom

12. Milk it

13. Been a son

14. Territorial Pissings

15. Scentless Aprendice

16. Rape me

17. Scoff

18. Drain you

19. Stain

20. Come as you are

21. Aneurysm

22. Swap Meet

23. Polly

24. Blew

25. Pennyroyal tea

26. Something In The Way

27. Heart-Shaped Box

28. Lithium

29. Breed

30. Where Did You Sleep Last Night

31. All apologies

32. Sliver

33. Sappy

34. Oh, me

35. Negative Creep

36. I Hate Myself And I Wanna Die

37. You Know You’re Right

38. Serve The Servants

CRÉDITOS

GLOSARIO

© La chica que oía canciones de Kurt Cobain

© Miguel Aguerralde


ISBN: 978-84-947296-0-7

Depósito Legal: GC 910-2015


Primera edición: Marzo de 2016


Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com

Correcciones y estilo: Laura Ruiz Medina

Ilustración Portada: Andrea García Grande

Ilustraciones: Mayte Pozo Hernández

Maquetación: Kharmedia.es


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Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa por escrito del editor. Todos los derechos están reservados.

7. Son of a gun

The sun shines in the bedroom when we play

The raining always starts when you go away



–¿Intenté contarle a Chechu lo que había sucedido, que había conocido a una chica a la que le gustaban los mismos grupos y la misma música que él oía, pero sacar a mi hermano de su enclaustramiento musical parecía un imposible. Al menos ahora yo sabía por qué escuchaba esas canciones noche y día desde el sábado anterior.

De modo que pasé de él como de las moscas y bajé a la cocina en busca de los diarios viejos que mi padre acumulaba en un montón debajo del cesto de las patatas y las cabezas de ajo, en espera de que Chechu o yo nos acordásemos de llevarlos a tirar, lo que solía traer como resultado la proliferación de una especie de insectos aplanados y viscosos que parecían crecer entre los papeles con la única misión de comerse las papas. Ahí quería ver yo a Ender y los suyos peleando contra semejantes insectores.

Internet todavía no estaba tan extendido como ahora pero «El Montón de los Periódicos» —así, en mayúsculas, como un rincón destacado de la casa— de mi padre era una fuente de información tan válida o más que la Wikipedia. Debo añadir que el coleccionismo de papelotes no era una afición suya en exclusiva, mi madre también acumulaba revistas del corazón en la misma medida, pero sus contenidos, la verdad, no me atraían demasiado. Tomé los periódicos del fin de semana y me senté en la mesa del salón a leerlos. En la sección de cultura de El País del sábado, el día que a mi hermano le habían entrado los siete males, encontré un artículo firmado por Juan Cavestany desde Nueva York que explicaba el suicidio de Cobain en su casa de Seattle. Había sido encontrado el viernes por un electricista, con un disparo en la cabeza y una nota explicativa en el regazo, como si hiciera falta. Los forenses habían certificado su muerte como producida el martes cinco.

Declaraciones de unos, opiniones de otros. Su banda nunca fue de las de mi cabecera, menos aún a causa del martilleo insistente de Chechu desde su cuarto, pero reconozco que leer detenidamente esa noticia y las de los días siguientes me dejó bastante tocado.


«Kurt Cobain, cantante de Nirvana, se suicida

de un tiro en la cabeza a los 27 años»


Me acordé de John Lennon, y de cómo a mi madre aún se le humedecían los ojos al hablar de Los Beatles, de los dos días sin ir a clase que se pasó Javier cuando murió Freddy Mercury, o de cómo lloré en mi habitación el año anterior cuando Michael Jordan anunció su retirada. Vale, no es lo mismo pero a mí me afectó muchísimo.

Al día siguiente llegué a clase temprano. Había robado de la ropa colgada en el tendedero una camiseta de mi hermano con la fotografía impresa de los tres miembros de Nirvana posando ante la cámara. Cobain llevaba un extraño gorro y peores gafas, además de un abrigo de piel ridículo y una botella de licor en la mano. Chechu la tenía tan desgastada que apenas se distinguían las caras de los otros dos, o igual era así, dichoso grunge. Layla llegó de las últimas, como era su costumbre, y cuando apareció por el pasillo el profesor ya había entrado y todos los alumnos estaban en clase menos yo. No se había quitado todavía los auriculares ni las gafas de sol, el pelo negro caía enredado sobre su cara como si no se hubiera acordado de peinarse esa mañana y llevaba una holgada camiseta blanca con el dibujo de un místico ángel alado sobre las letras IN UTERO en brillante color vino. Me pregunté si habría pegado ojo.

Pude escuchar el rumor chillón de su música antes de que apagara el walkman.

—Pensé que no te gustaban —me dijo, señalando mi camiseta.

—Sí, bueno —respondí con indiferencia—. Recordé que tenía esto por algún sitio.

—Ya.

Qué burda mentira. Sabía que Chechu me iba a retorcer el pescuezo como notase su ausencia. Nos sentamos en nuestras mesas y abrí mis apuntes de Mate mientras ella sacaba de la mochila su carpeta y un par de folios en blanco.

—Señorita Alonso —dijo el profesor—. Aquí, sin gafas de sol.

Ella obedeció a regañadientes y las dejó sobre la mesa. Después, con su rotulador de tinta china garabateó en el borde superior de la primera hoja la fecha y el nombre de la asignatura. Parecía que al menos iba a intentar seguir la clase.

—¿Estás mejor? —le pregunté.

—Nunca estaré mejor.

El profesor de Matemáticas se situó en el tercio izquierdo de la pizarra y empezó a garabatear fórmulas y operaciones. En menos de dos minutos el encerado quedó convertido en un galimatías de letras y números.

—Yo no he dado nada de esto —me susurró Layla.

—¿Cómo que no? Son derivadas e integrales. En Madrid tienen que habértelas enseñado.

—Quizá me las enseñaran y yo mirara para otro lado —contestó ella—, porque yo no he visto cosas así en mi vida.

—Bueno, no te preocupes. Las irás pillando sin prisa.

El profesor carraspeó y llamó la atención de la clase. Llevaba un taco de folios en la mano, sujetos por una goma, y leyó en voz alta las notas del examen sorpresa del día anterior.

—Esta prueba ha resultado un desastre y no les servirá para eliminar materia —dijo, una vez hubo terminado—. De manera que el viernes tendremos el control de evaluación de este tema.

—¿El viernes? —murmuró Layla.

Yo tragué un nudo de saliva.

—Bueno, pues con prisa.

8. Love Buzz

Would you believe me when I tell you

You are queen of my heart



En la hora de Educación Física recibí el balón de Javi como si me quemara en las manos. Di dos botes y se lo devolví, no me sentía todavía seguro en mi tiro porque seguía con la mente estancada en las derivadas.

—¿Dónde estás, tío? —me preguntó mi compañero propinándome un empujón. Me puso la pelota en las manos para que sacara de banda una falta.

—Está pensando en su nuova amica —añadió Carolo, con su perpetua sonrisa burlona. Se llevó las manos al pecho fingiendo el latido de un corazón—. Il suo amore

Se llevó un balonazo en la entrepierna por eso.

Me daba rabia, en cierto modo, Carolo. No era ni más alto ni más simpático que Javier o que yo, vale, seguramente más guapo, pero por más que le gustase decir que tenía los ojos de Paul Newman, a mi juicio no llegaba ni al Brody de Los Vigilantes de la Playa. Por desgracia, para la representación femenina de nuestro instituto eso parecía ser ya más que suficiente. Para colmo, la mitad de las veces, era un tonto del culo.

Javi era más alto, un chico fuerte y deportista. Quizá demasiado alto y demasiado fuerte para las chicas de dieciséis, teniendo en cuenta que no resultaba especialmente agraciado. Algo así como un A.C. Slater sin permanente ni hoyuelos. Y por mi parte, yo era un tipo corriente tirando a feo. De manera que teniendo en cuenta que Carolo hacía la táctica del parchís, que cuando conseguía comerse una él contaba veinte, me temo que ligábamos menos que el Steve Urkel de Cosas de casa.

Pero es que lo mío era el cómic, el cine de serie B, los videojuegos, y nunca había encontrado una chica con la que me interesara intimar. Ya habría tiempo, me decía a mí mismo. Mariconazo, me decían mis compañeros. El caso es que precisamente por esto, que de repente tuviera una nuova amica, resultaba todo un acontecimiento.

—Mírala, ahí está —me dijo Javier. Layla había dejado a un lado la Educación Física y se había sentado en la grada para leer las últimas páginas de su libro.

—Ve allí y habla con ella —añadió Carolo—. Ven, te escribiré lo que debes decirle.

—Me paso el día sentado con ella, imbécil —repliqué—. No necesito ir ahora a decirle nada.

Javier también intervino.

—Además, qué le vas a escribir tú, si no sabes ni hablar castellano.

Carolo no hizo ningún caso a nuestras puyas. Parecía tan interesado o más que yo en esa chica tan distante y misteriosa, porque no dejaba de mirar hacia ella sin el menor disimulo.

—¿Qué lee? —me preguntó— Anda siempre pegada a ese libro.

—“Buchosky” o algo así —contesté. Mis amigos me miraron con el gesto torcido.

—¿Bu-qué? —replicó el italiano— Eso qué es, ¿poesía?

—Y yo qué sé. Venga, sigamos jugando.

—Sí, claro.

Carolo me quitó el balón de las manos, lo lanzó al aire y lo palmeó hacia donde estaba sentada Layla. Javier se echó a reír.

—Ea, ahora ya tienes excusa para ir a parlare con ella y preguntarle de qué narices va el “Bochinche” ése.

Esta vez casi logré controlar la pelota antes del golpe pero por suerte no le dio a ella sino que se estrelló contra el cemento al lado de su bota. El susto sí que se lo llevó. Cuando llegué hasta allí me miraba por encima de sus gafas de sol. Quise que la tierra me tragara.

—Esto qué es, ¿una costumbre? —me dijo.

—Han sido… bueno… No deberías estar aquí. ¿Por qué no estás dando la clase?

Me señaló con un gesto sus vaqueros gastados y el burdo calzado.

—No he traído la ropa adecuada.

—Pero el horario ya te lo di ayer…

Se me quedó mirando, seca.

—Sí.

Tres segundos de tensión en los que mi corazón no latió ni una sola vez. Miré hacia atrás, a donde Carolo y Javier me esperaban cuchicheando entre risas.

—¿Querías algo? —saltó entonces ella. Me cortó la respiración y solo acerté a balbucear.

—Eh… Sí, la pelota.

—Pues cógela, y a ver si la próxima vez afináis la puntería.

Bajé la mirada y murmuré una disculpa. Empezaba a recu- lar de vuelta a la cancha cuando escuché que me llamaba.

—Oye… —me dijo. De pronto la que parecía avergonzada era ella— He estado pensando que quizá necesite algo de ayuda… con eso de las integrales y tal.

—¿Ayuda?

—Sí, no creo que… Vamos, ni de coña me va a dar tiempo a entender de qué van y aprender a resolverlas de aquí al viernes.

—Es difícil.

—Quería preguntarte si podrías echarme una mano. No sé, quizá pudiera ir a estudiar a tu casa para que me lo explicaras. Un par de días, no más, no quiero quitarte tiempo de tu… lo que sea.

Dejé de escucharla. ¿Sabes cuando el sol brilla, los pájaros cantan y un coro de niños entona el Aleluya? Pues eso. Pero tampoco quería que se me notara. Miré por segunda vez hacia atrás, aguanté en mi garganta un grito a lo Michael Jackson y evité girar sobre mí mismo y agarrarme la entrepierna. En lugar de eso fijé mi atención en su novela.

—¿Qué es eso de Bukowski? —le pregunté, leyendo con dificultad el nombre del autor. Me extrañó que las palabras pudieran salir de mi boca.

—Es un escritor alemán —me explicó ella—. Murió el mes pasado. Pero dime, no me has contestado.

Hice como que me lo pensaba. Mmm… Déjame ver…

—Bueno, sí, supongo que sí.

—¿Supones?

—En fin, sí, claro. Sí lo necesitas te ayudaré con Mate —concluí con mi voz más varonil. Solo me faltó decirle “agárrate a mí, pase lo que pase no sueltes el cable”.

—Vale… —me respondió, no muy conforme con mi forma de plantearlo— De todos modos hoy no puedo, ¿qué te parece mañana?

Quedamos en eso y regresé con Javi y el italiano, pero ahora hinchado como un pavo real con todo mi plumaje desplegado. Cuando les conté lo sucedido se quedaron mirando a la pelota como si de la lámpara mágica se tratase, solo que ese genio me había dado todos los deseos de golpe. El elefante, el paseo en alfombra y la princesa sin tener que aguantar las canciones. Pablo uno, resto del universo cero.

9. Very Ape

I’m too busy acting like I’m not naive

I’ve seen it all, I was here first



–¿Traer una chica a casa? —se sorprendió mi madre. Dejó de doblar sobre la mesa la ropa ya seca y miró de reojo a mi padre, que leía el periódico en el sofá. Lucía se había quedado roque bajo los efectos de la telenovela Marielena, capricho materno insalvable, mientras Chechu, que hacía vida social por primera vez desde aquel trágico sábado, hojeaba un Don Balón atrasado en un receso antes de volver a enclaustrarse en su cuarto para estudiar— Supongo que sí, que no hay problema.

Mi padre recibió la indirecta y agarró el hilo de la conver- sación.

—¿Una chica? —farfulló sin demasiado interés— ¿Y vas a ayudarla a estudiar? Por mí no hay problema pero me preocupo por ella, ¿está segura de que quiere que seas tú quién la ayude?

—Gracias, Pa.

Mi hermano se levantó del sillón con una sonrisa burlona. Vino hacia mí y me golpeó con la revista enrollada en el brazo.

—Mi hermanito va a estrenarse…

—Calla, idiota —el muy simpático se detuvo a enredarme el pelo— ¡Mamá!

—Déjale en paz, Jesús.

—Me gustabas más deprimido, imbécil —le grité. Él recogió su mochila entre risas y se marchó escaleras arriba. Me giré hacia mis padres—. Bueno, entonces tengo permiso o no.

Los dos se miraron.

—Claro, hijo. No te preocupes —concedió mi padre. Lucía levantó la cabeza desperezándose.

—¿Pabo tiene novia, Mami? —preguntó. Yo resoplé, mi casa era una jaula de locos.

—Me marcho con los chicos —anuncié—. Vamos un rato a jugar a la playa.

—Bueno, espera —intervino mi madre—. Dinos al menos cómo es tu amiga.

Alcé las cejas y me rasqué la cabeza.

—Pues es… rara.

—¿Que va a ir a estudiar a tu casa? —exclamó Javier llevándose las manos a la cara en la típica imitación del Macaulay Culkin de Solo en casa. Una escena mítica, todos estábamos seguros de que ese chaval iba a llegar lejos. Carolo meneó la cabeza de lado a lado.

—Ver para creer —dijo—. Pero si eres más feo que Hugo, el duende del Telecupón.

Iba a contestarle pero me mordí la lengua. Estábamos en Las Canteras, frente al Hotel Reina Isabel, dejando caer la tarde al sol como los cangrejos. Esperábamos a que una vez la arena se despejase de bañistas y la marea bajara, comenzase nuestro partido.

—Eso es un home run, amigo —añadió Fredo, un chaval aficionado al surf al que una lesión le sacó del agua. En realidad se llamaba Federico y era de familia bien, amigo de Ja- vier desde que solían coger olas de pequeños. Decían que iba para campeón mundial, ahora cada vez que levantaba el brazo izquierdo le sonaban siete huesos desde el hombro a la cadera.

—Qué home run ni qué nada —protesté—. Viene a mi casa a tupirme a derivadas, dejen de hacerse películas.

—Eso es lo único que te pedimos —añadió Javi con una risilla—, que si se les va la mano con las Mates, al menos lo grabes en vídeo.

Los tres se echaron a reír. Yo solo quería largarme a casa y pasar de sus chorradas.

—Pero qué inmaduros son.

—Mira, habló el adulto —contestó mi amigo. Venga, echemos el balón a rodar.

Carolo y Fredo se alejaron de las toallas con la pelota de fútbol saltando sin orden ni concierto por la arena. Antes de unirnos a ellos Javier me agarró por los hombros.

—Te advierto, pibito —me dijo muy serio—, que perderé todo el poco respeto que te tengo si mañana por la tarde haces una sola derivada.

Los amigos de Fredo tenían mucha más experiencia que nosotros en eso de correr por la arena intentando dominar un balón, así que en pocos minutos nuestro marcador rebosaba pletórico de goles en contra. Se puede decir que más que jugar, participé. Eso sí, no me caí de bruces en ningún momento, cosa de la que no iba a poder presumir Carolo, quien según me temo debió de tardar tres días en sacarse todos los granitos de arena de las encías. Javi se defendía algo mejor que nosotros, pero a menudo cruzábamos nuestras miradas y nos partíamos de risa.

Cuando nos hartamos de hacer el ridículo dejamos a Fredo y los suyos ultimando unos penaltis y nos tiramos al agua. El Atlántico puede ser un océano frío, pero ¡cómo sabe un bañito al atardecer después de un agotador partido de fútbol playa! Nos dejamos ir mecidos por el agua helada, La Barra dibujaba una línea de roca a pocos metros de la orilla mientras el sol caía ocultándose tras la montaña de Guía. A nuestra derecha las gaviotas despedían la tarde posadas en las chalanitas varadas de La Puntilla y hacia el otro lado dormían las obras recién comenzadas del futuro auditorio. No podía desear nada más, y aún así mi cabeza estaba atascada muy lejos de allí, en alguna canción de Nirvana.

—Así que dando clases particulares a la chica nueva —di- jo de pronto Carolo como si me leyera la mente.

—Sí, sí. Clases —añadió Javier. Yo les negué la respuesta y salí del agua. Me resultó imposible no tiritar de camino a las toallas.

—No te mosquees, pibe, que es broma —se disculpó Javi siguiendo mi estela.

Sacudí la arena de mi toalla con el logotipo de Barcelona 92 y me sequé con ella tan rápido como pude. La envolví a mi alrededor y esperé de pie a que mis amigos hicieran lo mismo. Carolo había sido desde pequeño aficionado y practicante de artes marciales, y aunque a esas alturas ya lo había dejado seguía conservando un físico mejor definido que el de Javier, más un bruto que un atleta, o que el mío. Lo cierto es que las únicas tabletas de chocolate que yo conocía eran las que me zampaba a la menor ocasión entre dos rebanadas de pan en casa y, aunque no se podía decir que estuviera gordo, me daba una vergüenza atroz quitarme la camiseta en las piscinas o en la playa si había chicas delante. Cuando los tres estuvimos listos empezamos el camino de regreso, descalzos por el Paseo de las Canteras con las toallas en torno a los bañadores empapados.

—Bueno, al menos estarás nervioso —me preguntó Javier, ya sin ese tono de burla que hacía rato había dejado de ser divertido.

—Calla, menudo marrón me ha caído —contesté—. Mi padre tiene razón, yo no tengo ni pajolera idea de Mates.

—¿Entonces por qué no le dijiste a Layla que no? —intervino Carolo.

Yo sonreí sin dejar de mirar hacia el frente. Pocos turistas se cruzaban con nosotros abandonando ya la playa. Jóvenes surfistas, atletas aficionados y algunas parejas eran más abundantes. Mis amigos se me echaron encima y me despeluzaron el flequillo. Al parecer todo el mundo lo había tomado por costumbre en esos días.

—Ánimo, Skywalker, «que la Fuerza te acompañe» —me vaciló Javi—. Venga, vamos a por unos perritos del Rachi.

El Rachi era el eterno merendero de playa, cuna de los mejores atentados contra el nivel de colesterol y adalid del sobrepeso en forma de lustrosos platos de papas fritas y todo tipo de bocadillos, hamburguesas y perritos calientes de esos que a duras penas cabían entre los dos carrillos. Solían tener dos locales, creo recordar, pero el emblemático era el que hacía esquina entre Las Canteras y Olof Palme, justo frente a la tremenda roca que gobierna la bahía y que solemos llamar Peña la Vieja. Era un local pequeño y asfixiante, como deben ser estos sitios, y aunque ya no queda nada de él su recuerdo sigue siendo pringoso y grasiento. Como deben ser esos recuerdos.

Vimos la tarde terminar de caer y convertirse en noche a través de los ventanales sobre el océano y nos reímos del círculo morado que empezaba a enrojecer en el cuello de Carolo. «Gajes del oficio», dijo. «Un día os enseñaré cómo se hace».