Primera edición: julio de 2017
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© Roger Armengol, 2017
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ROGER ARMENGOL
El manuscrito de este libro se acabó de escribir a finales de 2012, antes de la renuncia al papado de Benedicto XVI. Los nombres y el carácter de los personajes descritos en el libro no se han modificado desde entonces.
El día en el que se abrió el testamento de mi tío Carlo Martinetti, el notario me entregó una cartera de mano cerrada con un pequeño candado y un sobre a mi nombre.
La carta que contenía aquel sobre me rogaba que, al cabo de diez años de su fallecimiento, se publicaran las memorias que estaban en la cartera cerrada. Han pasado estos años y llegó el momento de cumplir el deseo de Carlo Martinetti.
Mi tío, en el verano del año 2040, había pasado unos días de vacaciones con su entrañable amigo Aldo Conti. No era el primer año que se reunían en agosto, pero aquel verano sucedió algo muy importante para Carlo y quiso poner por escrito las conversaciones que tuvo con su amigo.
En dicha carta me contaba que, en aquellas vacaciones, durmió poco. Antes de acostarse tomaba notas en extenso de lo hablado con Aldo y, cuando acabaron los días pasados en común, en seguida se puso a escribir el manuscrito, para evitar que se le disolviera la memoria de los detalles de sus conversaciones.
También me explicaba que dudó sobre la forma de hacerlo. Al principio pensó que haría un resumen de lo dicho por Aldo y por él. Finalmente, decidió escribir en forma dialogada lo que hablaron, le pareció que era la mejor manera de expresar cómo se dieron aquellas conversaciones. Es claro que se trata de la reconstrucción de un diálogo y no puede pensarse que la forma sea literal. No obstante, tío Carlo me expresaba en su carta que las opiniones expuestas correspondían exactamente a la realidad.
En el texto hay algunas reiteraciones que, seguramente, se produjeron en aquellas conversaciones, pero que no desmerecen el manuscrito. Quizá Carlo Martinetti decidió que era importante repetir algunas cosas y no me he permitido mejorar el escrito.
Yo conocía desde hacía algunos años a Aldo Conti. Era una persona muy estimable, inteligente, muy culto y, por encima de todo, de una gran bondad, siempre muy respetuoso y atento con todo el mundo.
Precisamente, aquel verano estuve con ellos un día que ahora puedo rememorar. Hablamos de música y de literatura, como casi siempre que me encontraba con ellos. Por lo que veo, al leer estas memorias, mi tío recogió con gran precisión el pensamiento de su amigo y el mío. Tuvimos una cena sumamente agradable y muy interesante para mí. Aquella noche no advertí nada especial, Aldo y Carlo hablaban, como de costumbre, con animación y gusto, y en ningún momento pensé en lo que luego he podido saber al leer lo que ahora se publica.
La primera vez que leí estas memorias supuse que mi tío quiso mantener en secreto —durante años— aquellas conversaciones, debido a las opiniones que Aldo expuso en aquella ocasión, pero una lectura ulterior me ha llevado a pensar que su cautela y prudencia no se debía solo a las opiniones de su amigo, sino también a sus propias opiniones.
Las memorias se publican tal como las dejó mi tío. Únicamente, por consejo del editor, pongo título al libro y a los capítulos que corresponden a las conversaciones de cada uno de los días.
Los títulos recogen lo que se trató con mayor detalle o merece más atención, y se puede comprender que algunos días se hablara de varias cosas.
En el capítulo correspondiente al primer día, al que he titulado «La bendición», también por consejo del editor, escribí una nota a pie de página para aclarar lo que significa preambula fidei [1].
Asimismo, deseo informar que, después de aquellos días de 2040, tío Carlo me preguntó, en dos momentos diferentes, si mi condición sexual era conocida, si se había hecho pública. En ambas ocasiones le respondí que así era. Ahora comprendo por qué quiso estar completamente seguro de que fuese de este modo.
La lectura de estas memorias, al conocer bien a la mayoría de las personas que aparecen en ellas, todas inteligentes, me lleva a pensar que es un escrito sobre la honestidad intelectual, la bondad y la belleza.
Elisabetta Martinetti Ripalmandi
Roma, septiembre de 2065
[1] Nota bene de Elisabetta Martinetti: Un teólogo católico me ha informado acerca de los llamados preambula fidei, los preámbulos a la fe. Este fue el nombre que Tomás de Aquino dio a las verdades —empezando por la propia existencia de Dios—, que son, a la vez, objeto de la Revelación y objeto de la razón. El fideísmo protestante no necesitaba los preambula fidei en los que se basa la teología católica. La teología protestante tiende a considerar, siguiendo a Pablo, que la fe es un don de Dios, y suele sospechar de la teología que otorga gran valor a la razón. Wolfhart Pannenberg contribuyó a que la teología protestante tuviese mayor atención a la razón en las cuestiones de fe. Espero haber acertado en lo fundamental acerca de esta cuestión, ajena a mis ocupaciones.
Recordaré siempre aquel día de agosto de 2040, cuando recibí en villa Horacia a mi amigo Aldo Conti. Le conocía desde hacía doce años. En el 2037 los dos residíamos en Roma y, a partir de ese año, nos veíamos con frecuencia.
Aldo era muy buena persona. Me impresionaba su bondad y su gran capacidad reflexiva. Cuando hablaba, sobre todo si no se estaba de acuerdo con él, te miraba como si quisiera descubrir el trasfondo de lo que decían las palabras y, en ocasiones, sorprendían sus respuestas y el cariño de su mirada. Nunca quería vencer con sus argumentos, sino simplemente exponer su pensamiento. Él sabía bien la debilidad de las razones, y que no puede esperarse el acuerdo en todas las circunstancias. Era un pensador riguroso y preciso.
Nuestro amor por el arte nos mantenía muy unidos y, aunque hablábamos de temas religiosos y políticos, nuestra común pasión por la literatura, la música y la pintura, nos movía a buscar tiempo para comentar nuestras ideas.
Desde hacía unos años, seis para ser preciso, pasábamos juntos unos días en agosto. Le invitaba a la casa donde yo pasaba parte del verano, villa Horacia. La llamábamos así a propuesta de mi padre, que era un gran lector de Horacio y siempre nos recomendó su lectura. Mi madre también adoraba al poeta latino.
Yo nací en Arezzo, donde entonces vivían mis padres con mi único hermano, también ya fallecido. Cuando éramos niños habíamos pasado muy buenos veranos en la casa que compró mi padre. Es una casa bastante grande, tiene siete habitaciones, rodeada de un vistoso jardín, que mi madre arreglaba con fruición. Está en las afueras de un pueblo de la Toscana, a unos veinte kilómetros al sur de Arezzo, cerca de Cortona, en el hermoso valle de Chiana, justo en la ladera de una pequeña colina. A escasa distancia de la casa, en una zona algo frondosa, transcurre un riachuelo poco profundo que desemboca en el cercano río Chiani.
Yo resido en Roma y, como no me gusta correr en la carretera, tardo algo más de dos horas y media para llegar a villa Horacia, donde suelo ir unos pocos días, dos o tres veces al año, si el trabajo me lo permite.
Hace siete años, Maddalena Nardi y su esposo Alessandro Barberini, que residían en el pueblo, me ofrecieron instalarse en la casa mientras yo estuviera allí. Ambos habían conocido a mis padres, les apreciaron mucho, y me cuidaban con devoción durante mi estancia. Cuando se jubilaron, hace tres años, para ahorrarse gastos me pidieron vivir todo el año en villa Horacia y a mí me pareció bien. No les cobraba nada y, a cambio, ellos me cuidaban la casa y el jardín.
Maddalena Nardi era una mujer muy tímida y reservada, pero de gran entendimiento y muy culta. Se casó en Arezzo con un periodista, pero enviudó joven y sin hijos. Parece que en su primer matrimonio no fue feliz. Al cabo de unos años, conoció a Alessandro y se casaron; en aquel momento los dos tenían casi 50 años. Ella vivía bien con su segundo esposo. Eran una gente que no se complicaba la vida, la vivían con gran sencillez y sin pretensiones.
Sandro Barberini —todos llamábamos Sandro a Alessandro—, había sido carpintero, empleado en una empresa de construcción de puertas y ventanas de madera, de las pocas que quedaban en la región. Sandro cantaba en el coro del Duomo de Cortona, la Concattedrale di Santa Maria; tenía una buena voz de bajo y cantaba muy bien. En alguna ocasión cantó para mí, a capella, alguna aria para bajo de Rosinni; y creo que lo hizo extraordinariamente bien. Le llamaban el Triste, no porque lo fuera, sino porque siempre ponía la misma cara, que parecía expresar una gran impasibilidad. Cuando cantaba, yo iba siempre que podía. En una ocasión, le vi con su coro en el hermoso teatro Signorelli de Cortona. En el escenario estaba ubicado el último a la derecha, según lo veía el espectador; allí donde siempre le colocaba el director. Él estaba inmóvil todo el tiempo, parecía una estatua romana de mármol.
Sandro era una buena persona e inteligente, leía bastante y le gustaba mucho la música. Era muy poco hablador, algo socarrón y, cuando me interesaba por sus opiniones, solía decirme:
—Yo no tengo cultura como usted. No sé expresarme muy bien y, puesto que pensamos lo mismo, ¿por qué hablar si estamos de acuerdo?
Sandro tenía una gran admiración y respeto por Aldo, al que creía que conocía bien, y trasladó a mi amigo lo que pensaba sobre mí: ¿por qué hablar si pensamos lo mismo? Pero Aldo le decía:
—Está bien, Sandro, pero a mí me interesa saber lo que piensa usted. Quizá no pensamos exactamente lo mismo.
Aldo le insistía alguna vez, pero el antiguo carpintero le replicó en una ocasión:
—Sí, ya lo sabe usted, puesto que pensamos lo mismo. No vamos a hablar de algo de insignificancia [sic]. Pienso como usted, y es mejor hablar de cómo van las cosas que hablar de lo que se piensa de las cosas —como he apuntado antes, Sandro creía que conocía bien a Aldo y quizá no le faltaba razón.
Al principio decía que no había olvidado aquel primer día de nuestras vacaciones; observé una mirada algo más seria de lo habitual en Aldo. Temí que su enfermedad se hubiera agravado, estaba pálido y pensé que su anemia había empeorado.
Aldo padecía una enfermedad renal muy grave, pero al preguntarle si los riñones funcionaban bien, me sonrió ampliamente y respondió que seguían filtrando a pleno pulmón, aunque se sentía muy cansado. Era una persona siempre alegre, y solía ironizar sobre sí mismo.
Me impresionó Aldo cuando, a poco rato de saludarme, me dijo:
—Carlo, este año vengo a buscar tu bendición.
Desde aquel momento supe que algo grave podía querer decirme, y sabía que, sin preguntarle por ello, me iba a hablar, antes o después, de su preocupación.
Aquella primera tarde paseamos un rato por el jardín, a la sombra de un grupo de tilos. Nos sentamos en un pequeño banco de hierro forjado, muy cómodo, que mandó construir mi padre. Comentamos las últimas noticias y hablamos de su salud que, en efecto, había empeorado algo, y nos preparamos para cenar.
Después de la cena —como a veces hacíamos— escuchábamos música. En esta ocasión, yo le tenía reservada una grata sorpresa. Había obtenido un disco de 1977 con la creación que Karajan había hecho de la Novena de Beethoven en Berlín, imagen y sonido incluidos. Aldo quedó maravillado; y a los pocos compases, se notaba la emoción en su cara, siempre tan expresiva. Él conocía varias versiones de la Novena y le entusiasmaba la de Fürtwangler, grabada y remasterizada en 1954. Al cabo de unos minutos, cuando acabó el primer movimiento, me pidió parar la sinfonía. Parecía que estaba turbado:
—Es una delicia que podamos oír y ver lo que sucedió hace más de sesenta años —Y añadió conmovido—. Es de lo mejor que he oído. Nunca había escuchado una Novena como esta. Es una maravilla.
Me pidió dejar para otro momento la música, se le veía algo afectado y, como es natural, le dije que deseaba escucharle.
—Carlo, te decía que deseaba obtener tu bendición, si fuera posible. El caso es que algunas de mis convicciones se han modificado. He dejado de creer lo que me parecía claro durante años.
—Me preocupa cómo lo dices, parece que algo te turba, como si tuvieras un grave problema de conciencia —le respondí.
—No, no… Estoy tranquilo, no tengo ningún reproche que hacerme, lo que sucede es que contigo he compartido creencias y opiniones y, en lo fundamental, coincidimos. Ahora me preocupa que lo que pienso pudiera romper o deteriorar nuestra amistad.
—Aldo, sabes bien que nuestra amistad está por encima de opiniones o convicciones. Ambos sabemos que siempre hemos procurado ser honestos, y estamos de acuerdo que lo importante en este mundo es lo que se hace antes que lo que se piensa.
—Así es, pero observa que lo que tengo que decirte pudiera ir más allá de nuestro mutuo respeto y estima. Se refiere a algo que es eje de nuestra vida y de nuestra condición.
—Lo dudo —respondí—, no creo que haya nada más importante para mí que lo que podamos hacer, lo bueno o lo malo de nuestro comportamiento, los abusos que podamos cometer o los beneficios que podamos aportar.
—¿Y si te dijera que ha cambiado mi visión sobre Dios?
—me preguntó.
—Te repito lo anterior, puedes cambiar tu visión sobre Dios. Nadie sabe, como hemos dicho tantas veces, quién es Dios y cómo es Dios. Creemos que lo sabemos o, mejor dicho, algunos creen saber cómo es Dios, pero este no es nuestro caso.
—Pero lo que ahora te quiero decir no trata solo de una determinada visión, sino de la misma existencia de Dios, ¿qué pensarías de mí si te dijera que no creo que Dios exista?
Me sentí algo sacudido, pero era tanta la serenidad y afabilidad de Aldo mientras me hacía aquella confidencia, que enseguida me repuse y le confesé:
—Pues te diría lo mismo de antes, lo importante y decisivo es lo que hagas. Entiendo tu turbación, porque para nosotros la no creencia en Dios sería algo fundamental, dada nuestra condición. Pero, te lo repito, nuestra amistad no se derrumbará mientras sigamos siendo gente honesta.
—Ahí está el problema, que por nuestra condición el asunto se convierte en algo importante.
En este momento se debe informar que Aldo y yo somos cardenales de la Iglesia católica. Pío XIII, el anterior papa, nos creó cardenales en 2032, conjuntamente con Francesco Costa, un gran amigo de Aldo. Fuimos tres los italianos elevados al cardenalato en aquel consistorio.
Francesco era el mayor de nosotros, fue cardenal a los 60 años, Aldo a los 55 y yo a los 57 años. Cuando se le decía a Aldo Conti que había sido cardenal muy joven, en ocasiones, con algo de ironía, respondía: «san Juan Pablo II, que me aventajó en muchas cosas, fue cardenal a los 47».
En el Vaticano suelen haber pequeñas contiendas y, a veces, se señalan o marcan las diferencias doctrinales aprovechando cualquier excusa. Aldo podía ser firme y entero cuando la circustancia lo requería y, en una ocasión, a propósito de su reciente cardenalato, yo estaba presente en una conversación que mantenía con un anciano cardenal integrista, que no simpatizaba con él y con sus escritos. El octogenario cardenal le dijo: «eres muy joven y no sé si podrás ser suficientemente firme en la defensa de la Iglesia» y Aldo le respondió: «eminencia, no te confundas, recuerda que quien, en 1521, excomulgó a Lutero, fue el papa Medici, León X, cardenal a los 14 años».
Desde hacía tiempo, Francesco y Aldo eran unos clérigos muy respetados y queridos por la mayoría del episcopado italiano, y eran conocidos por muchos eclesiásticos y teólogos de todo el mundo, sobre todo por sus admirados trabajos sobre la teología de Jesús. Por lo que habían escrito, se suponía que Francesco y Aldo pensaban que, algún día, debería revisarse la teología del apóstol Pablo. Como no pocos expertos, ambos consideraban que san Pablo, quizá a diferencia de san Pedro, no se había apoyado siempre en el claro mensaje de Jesús. No debe extrañar que esta posición fuera criticada por bastantes obispos, sacerdotes y teólogos católicos, aunque las mayores críticas venían de parte de los protestantes.
Mucha gente alababa la prudencia y la religiosidad de Francesco y la religiosidad y el talento de Aldo. Además, Francesco era conocido por haber trabajado unos años, siendo muy joven, con el cardenal Tommaso Luti, en el arzobispado de Milán. En el Vaticano, el cardenal Luti siempre había hablado de Francesco con gran admiración. Quizás fue para él como una semilla de mostaza, porque esto siempre se recordó en Roma y se transmitió a las nuevas generaciones.
Pío XIII tuvo un largo pontificado y fue un papa muy querido y respetado. Cuando falleció, a principios de 2037, se celebró el cónclave que fue uno de los más breves de la historia de la Iglesia. En aquellos días, muchos expertos hablaron de que podría ser elegido un papa africano, pero hubo un acuerdo muy amplio a favor de un nuevo papa italiano; no lo había desde 1978, después de tres pontificados. Pío XIII había nacido en Brasil.
De todos modos, este no fue el motivo principal. La razón con más peso fue que, una buena parte de cardenales y obispos, por no hablar de las corrientes de base más consistentes de la Iglesia, estaban persuadidos de que se necesitaba una cierta renovación doctrinal, un nuevo y prudente aggiornamiento como el de Juan XXIII; y pensaban en Francesco Costa. Pensaban, asimismo, que el futuro papa podría concentrase mejor en esta tarea si era italiano, al poder contar más fácilmente con la ayuda de sus conocidos cardenales y obispos italianos para la dirección de la Iglesia. Estas eran las principales razones entre los cardenales electores; y el cónclave de 2037 fue sensible a ellas. Francesco Costa fue elegido papa a los 65 años, sin apenas discusión. Tomó el nombre de Clemente XV.
Como decía, el nuevo papa era muy amigo de Aldo, le quería mucho y lo admiraba por su sencilla —pero muy profunda— religiosidad y, también, por su talento y prudencia. Aldo había escrito breves y muy buenos trabajos de cristología y de eclesiología, que eran muy apreciados por un gran número de teólogos seglares, sacerdotes y obispos de todo el mundo. Quienes conocían sus trabajos coincidían en señalar que, el cardenal Aldo Conti, transmitía una idea de Jesús siempre muy próxima, nada solemne, y siempre destacaba la humanidad del Maestro.
En sus escritos, Aldo solía decir que Jesús, de los filósofos y líderes religiosos conocidos, era quien estuvo más atento al dolor de los humanos. A Clemente XV le impresionaba que Aldo, en sus trabajos, opinara que Jesús no quería convencer sino aportar consuelo y ayuda a la gente.
Aldo escribió algo que me cautivó desde que lo leí por primera vez: «Jesús nunca quiso vencer, sino ayudar; quien siempre quiere vencer es el diablo de la Escritura. Con frecuencia, según lo escrito, quiere vencer a través del engaño y la confusión, sin que le importe hacer juego sucio o el padecimiento de sus víctimas. Así son también los seres de este mundo que se dejan arrastrar por lo diabólico».
El cardenal Aldo Conti también había escrito que dudaba que fuera histórica la condena por no conversión que, según Mateo y Lucas, habría realizado Jesús en las ciudades costeras o cercanas al mar de Galilea, Corazín, Betsaida y su querida Cafarnaúm. Para él quien dijo que «todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada», no podía haber dicho que habría menos rigor en Sodoma que en Cafarnaúm. Explicaba que el pecado contra el Espíritu fue el realizado por los soberbios y estúpidos ángeles caídos, que querían ser como Dios. Aldo añadía que quien dijo de manera solemne: «al que diga una palabra contra el Hijo del hombre se le perdonará», no podía maldecir a estas ciudades por no haberse convertido.
Francesco Costa, el actual papa Clemente, me había comentado hace tiempo que hay que tener una religiosidad muy enraizada para entender de este modo a Jesús. «Solemos pensar —me decía en aquella ocasión— que Jesús predicaba para convencer, pero vino Aldo y nos dijo que a Jesús no le importaba vencer y convencer, sino consolar y ayudar. Esta es una idea muy profunda y algo alejada de lo que estamos habituados. Cuando oro me lleno de gozo al sentirme próximo al Jesús de Aldo. Me hizo un enorme favor. Suponer que Jesús no quiere vencer ni convencer nos conduce a pensar en el carácter divinal del Maestro. Sería muy del buen Dios este principio, ¿no te parece, Carlo? Dios no quiere vencer ni convencer, ama y muestra. Muestra que el amor es el mejor camino». Coincidía del todo con nuestro buen Papa al reconocer la sencilla profundidad de nuestro amigo común.
Francesco también me estimaba mucho, y yo a él. Entre otros, nos pidió a Aldo y a mí que le ayudáramos en su pontificado; y nos dijo que deseaba nombrarnos para unos cargos importantes en la curia. Yo acepté porque quería ayudarle, pero Aldo le solicitó que, dado su estado de salud, no se lo pidiera. Le explicó que, precisamente por este motivo, había pensado en pedirle que le relevara en su diócesis.
Aldo era el arzobispo de una diócesis muy importante de Italia. Clemente XV le dijo que así se haría de inmediato, pero que quería tenerlo cerca y, por eso, le nombró para un cargo con muy poco trabajo, «así podrás dedicar todo el tiempo que quieras a estudiar el Nuevo Testamento».
Aquella primera noche en villa Horacia, después de la confesión de Aldo, me sentí muy preocupado. No imaginaba lo que podría pensar el Papa de su amigo tan querido y admirado.
—Es cierto, Aldo, dada nuestra condición, el asunto se convierte en fundamental —le comenté—. No es nada habitual que un cardenal diga que no cree en Dios. Desde tu época de seminarista te une una fuerte amistad con Francesco; os queréis mucho, os veis frecuentemente, ¿has hablado con él de este asunto? ¿Hace tiempo que no le ves?
—Le vi hace unos días, poco tiempo después de que te recibiera. Estuve cenando con él y me dijo que había hablado contigo de san Pablo. Tú sabes, tanto como yo, que la teología de Pablo es una de sus grandes preocupaciones con relación al futuro de la Iglesia y del ecumenismo. Me contó que compartías sus ideas. Te aprecia mucho.
»No, todavía no hablé con él de mis convicciones actuales… Al igual que tú, él sabe que no creo en la dogmática al uso ni en la Trinidad ni en la Encarnación, y que solo me importa la persona de Jesús y su mensaje. Hace años que hablamos de todo ello, pero mi ateísmo es reciente.
—¿Tolera y acepta bien que no creas en la Trinidad y en la Encarnación? —le pregunté a Aldo.
—Hace años que venimos hablando de estas cosas con Francesco, como hago contigo. En una ocasión me dijo que él entendía las diferentes formas de creer en los dogmas de la Iglesia. Una forma de entenderlos es tomarlos como una realidad material, concreta; y otra forma es tomarlos y aceptarlos como símbolos.
—Gran diferencia entre lo concreto y lo simbólico. Estoy de acuerdo con él —afirmé.
—No hace mucho me manifestó algo que creo que es importante. Te cuento lo que me dijo: «Aldo, no me importa que no creas en la Trinidad, lo que me importa es que no dañemos a la Iglesia. Recuerda que a nuestra formulación dogmática la denominamos Credo. El primero fue el Símbolo de los Apóstoles, como fue llamado en los inicios de la cristiandad, después fue conocido como Credo de Nicea-Constantinopla, que modificó algo del primero, el de los inicios. ¿A cuál de ellos creer?
»—Hay diferencias entre los dos, en efecto —observé.
»—Por no hablar del Credo atanasiano, que era leído hasta el siglo X y que también fue aceptado por la Iglesia ortodoxa griega —prosiguió Francesco—. No hace mucho leí, y no sé si está bien documentado, que en Inglaterra, en el siglo XIX, todavía se rezaba este extenso Credo en algunas festividades excepcionales. Si fuera verdadero el Credo, atribuido erróneamente a san Atanasio, es fácil condenarse. Recuerda como empieza: “Quienquiera que desee salvarse debe, ante todo, guardar la fe católica: quien no la observare íntegra e inviolada, sin duda perecerá eternamente”.
»—La Iglesia, en oposición a Jesús, siempre ha sido desmesuradamente dogmática al relacionar la fe con la salvación… Mejor dejar de lado tanta condena. ¿Volvemos a los dos Credos aceptados hoy? Tengo interés por saber lo que piensas de ellos —le sugerí. Y el Papa me dijo.
»—En el segundo se afirma la preexistencia trinitaria de Jesús. En este Credo Jesucristo es Dios, pero en el primero no se habla de la preexistencia; no se dice que fuera Dios. En el Símbolo de los Apóstoles Jesucristo es el único Hijo de Dios, como dijo Juan, concebido por la gracia del Espíritu, pero en el Credo de Nicea ya no es concebido, sino que es Dios encarnado. En el primero se dice que Jesús descendió a los infiernos después de su muerte y antes de su resurrección, en el segundo este descenso desaparece. No obstante, la Iglesia en su Catecismo habla de este paso por el Sheol para liberar a los justos que precedieron a Cristo tal como se dijo en el IV Concilio de Toledo en el año 625, supongo que para evitar cualquier tipo de contradicción con Mateo. Recuerda que este evangelista contó algo extraordinario: cuando Jesús en la cruz exhaló el espíritu, muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron. Y, saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de Jesucristo, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos.
»—En efecto, Mateo, que siempre era un tanto exaltado, contó algo del todo extraordinario, como hicieron el resto de evangelistas en otros momentos, pero no dejó de afirmar que los muertos estaban en el Sheol esperando el fin de los tiempos y el Juicio final —le dije y él continuó.
»—Exacto, de ahí que en el primer Credo se dice que creemos en la resurrección de la carne y la vida eterna, mientras que en el segundo se dice que creemos en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro; no es exactamente lo mismo. En el Símbolo de los Apóstoles resucita la carne de los muertos, en el segundo seguramente lo que resucita es el alma de los muertos. La primera versión está ligada todavía a la concepción judía, davídica, del establecimiento del Reino en la tierra. Estos dos Credos son obra de hombres de iglesia —después de una pequeña pausa Clemente comentó.
»—Otros hombres y mujeres de iglesia podemos pensar el símbolo de una forma diferente. Hagamos como tú dices, Aldo, creamos en lo que podemos creer de cierto…, creamos en Jesús. Todo lo demás no es tan decisivo como lo es ser discípulo del Maestro. Yo sigo a Jesús y a lo que dijo: “amar a Dios y amar al prójimo”. Lo más importante de lo que predicó parece que podemos darlo por histórico, aunque no todo lo evangélico sea cierto. Nuestra Iglesia se llama cristiana, sigamos la enseñanza del Hijo. Todo lo demás es un símbolo». Como ves, el Papa, ya lo sabías, es una persona de mentalidad abierta, que acepta a la gente por lo que hace, no por lo que cree; y hace todo lo que puede para no dañar a la Iglesia».
—Sí, realmente Francesco tiene una mente muy abierta, pero es el papa y ante un cardenal que dice que ya no cree en Dios, no sabemos qué puede pensar de esto para evitar un perjuicio a la Iglesia. Por otra parte, sabemos que la Iglesia y su unidad son algo que impregna su papado. Recuerdo que cuando fue elegido hace tres años, quiso dejar claro en su primer discurso, como otros papas hicieron, que lo más importante para él, además de trabajar por el ecumenismo, era la unidad eclesial. Dado que sois tan amigos, creo que estará interesado en conocer tus razones, pero no tengo ni idea de lo que te puede llegar a decir.
—Yo tampoco lo sé, aunque estoy seguro que me recomendará que no haga nada que pudiera perjudicar a la Iglesia. Creo que me dirá que debo renunciar al sacerdocio o retirarme, no lo sé… Yo le pediré de retirarme sin hacer ningún ruido. Antes de hablar con él lo quería hacer contigo.
—Veremos lo que piensa Francesco, pero antes de hablar de lo que se deba hacer me gustaría hablar de tus razones; y a qué se debe tu pérdida de la fe en Dios, si se puede hablar así.
—Perdí mi fe en Dios hace algún tiempo, aunque vengo pensando en ello desde hace muchos años. La cuestión sobre la fe no es nada fácil, sobre todo desde que el apóstol Pablo propone que es un don de Dios íntimamente relacionado con la salvación. A partir de ahí, existen opiniones encontradas: Pelagio, Agustín, Lutero, Trento, Pascal y, dando un salto, para entrar en nuestra época, Ratzinger. Quizá una opinión publicada de Ratzinger, que ahora pienso que era errónea, me impulsó a ello. ¿Te acuerdas de Benedicto XVI?
—Te vas muy lejos. Ratzinger murió hace algún tiempo y, precisamente, le sucedió un cardenal, el cordial Pío XIII, que no se entendió muy bien con Benedicto XVI. ¿Tanto tiempo hace que dudas? ¿A qué opinión de Ratzinger te refieres?
—Te ruego que no entiendas que me refugio en las opiniones de otro, solo te explico cuándo empecé a dudar. Por otra parte, como sabes bien, estoy muy lejos de algunas opiniones de Ratzinger. Él estaba convencido de que la única religión verdadera era el cristianismo. En la Constitución dogmática Lumen Gentium del Vaticano II se escribió, lo recuerdo bien porque siempre me ha impresionado que en el siglo XX todavía se pensara y se escribiera que «esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. El único mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia». Yo, por el contrario, siempre he pensado que no podía existir una única religión verdadera, la religio vera.
—De acuerdo. Adelante.
—Mi idea, como sabes, es que una iglesia es verdadera si no se opone manifiestamente al fondo del mensaje cristiano, el del amor, el del amor a Dios, el del respeto al ser humano, el del perdón. Nadie que no sea un diablo puede oponerse a lo esencial del mensaje de Jesús. Si prescindimos de las dogmáticas de todas las iglesias, todas las religiones coinciden en lo fundamental. ¿Condenó Jesús la religión judaica? ¿Condenó a otras religiones? ¿Dijo que solo los que creían en él y en su resurrección iban a salvarse? Nunca lo dijo, pero Pablo que no le conoció lo complicó todo al difundir que habría una religio vera, la que tenía fe en el Resucitado.
—No me dirás que Pablo está en el origen de tus dudas.
—No, para nada lo digo. Lo que sí digo es que Pablo creía en una religión verdadera, de no ser así no hubiera viajado tanto y no hubiera predicado con tanto fervor. Por el momento te hablo de nuestra Iglesia, ya iré a Dios.
—Bueno, está bien. Pero, entonces, debe decirse que Jesús también predicó —le repuse a mi amigo.
—Claro que lo hizo, pero predicó desde dentro de su religión, la judía. Si se hubiera dispuesto que Jesús naciera en otro país, o si hubiera nacido en un país budista, hubiera predicado desde dentro del budismo. Por cierto, Carlo, por hablar de Jesús como Mesías, ¿por qué tenía que nacer en Nazaret, entre los judíos? ¿Fue una decisión de Dios que naciera allí?
—Estaba escrito en el Antiguo Testamento que iba a ser de este modo, el Mesías nacería judío. No hay otro juicio más que este —respondí un tanto sorprendido.
—Vuelvo a lo que te decía al principio. Benedicto XVI, cuando era cardenal, defendía y publicó que la fe y la razón debían marchar juntas, no tenían por qué oponerse, escribió: «En el cristianismo, el racionalismo se ha hecho religión y no es ya su adversario». Contra Pablo, aunque no se diga claramente, la fe deja de ser una gracia, ahora se relaciona con la razón, deja de ser la gracia que permite aceptar y creer lo predicado. Recuerda que Pablo afirmaba que Dios «usa la misericordia con quien quiere, y endurece a quien quiere». Por el contrario, Benedicto escribió: «La fe cristiana […] se basa en el conocimiento». Me absorbió aquella argumentación, la celebraba con júbilo: la fe no está en oposición a la razón, se basa en el conocimiento…, el racionalismo se ha hecho religión.
—Eso escribió, lo conozco aunque no me produjo tanta impresión como a ti —le dije a Aldo—. Al parecer lo mantuvo hasta el día en que falleció. Quizá Ratzinger estuvo influido por uno de los teólogos más prestigiosos del siglo XX, el protestante Pannenberg. O quizá fue a la inversa, Ratzinger influyó en Pannenberg. En aquella época se decía que eran amigos. Lo que sí está documentado es que Pannenberg dijo que Ratzinger era un teólogo preclaro, el mejor teólogo católico del siglo XX.
—Puede que mantuviera su opinión sobre la fe y la razón, no lo sé con seguridad —añadió Ado—, pero lo que puedo decirte es que cuando yo llevaba tres o cuatro años de sacerdote, Benedicto publicó Porta fidei como motu proprio. Y decía que «la fe solo crece y se fortalece creyendo». Esto es nuevo, nuevo y muy importante, pero diferente, ahora coincidía con lo que escribió Pascal: «Quien se acostumbra a la fe, cree». ¿La fe ahora ya no se basa en el conocimiento como él escribió antes y te acabo de recordar?
—De todos modos, lo que había dicho con anterioridad no fue negado, al menos no lo fue en su totalidad —repuse.
—Supongo que no… Voy a Pannenberg, ya que lo citas. Sabía que también te interesó —afirmó mi amigo—. Su punto de partida de que la teología era un asunto esencialmente intelectual me había captado, me fascinaba que este racionalismo desembocara, en la reflexión del teólogo protestante, en la alabanza y adoración de Dios. Esta doxología cohesionaba mi actitud religiosa.
—Pannenberg imprimió un cierto giro a la teología protestante aunque, a su vez, fue duramente criticado por sus colegas luteranos —recordé—. Quizá pudo influir en el pensamiento teológico de Ratzinger. No lo sé, no puedo afirmarlo. Lo que sí se puede afirmar es que el futuro Benedicto XVI hizo mucho para que se pudiera aceptar sin problema la racionalidad en la teología católica. De la misma edad que Ratzinger, Wolfhart Pannenberg fue un teólogo protestante muy respetado, pero combatido por muchos teólogos evangélicos de prestigio —le exponía a Aldo, para ver si él, más documentado sobre estas cuestiones, estaba de acuerdo con lo que yo decía—. Fue el primer teólogo protestante que consiguió que los preambula fidei<1, tan queridos por la teología católica, fueran aceptados en parte por los protestantes y, con ello, introducir racionalidad en el protestantismo. Los luteranos siempre son algo proclives a la idea de que la fe es infundida por Dios, dejando de lado a la razón, el llamado fideísmo que la Iglesia católica siempre ha criticado. Para ellos la fe es dada como gracia, no se podría fundamentar racionalmente. Es la fe como la concebía Pablo y, unido a ello, la espinosa cuestión de la salvación por la fe. Convicciones tan queridas por los protestantes —concluí por el momento.
—Estoy de acuerdo con lo que has dicho. Lo que me sigue inquietando es que no se pueda hablar con tranquilidad de la inexistencia de Dios o de si la salvación de Dios requiere de la fe en el Resucitado. Siempre te encuentras con fanáticos irresponsables que están dispuestos a acusar a los demás con violencia si no creen lo que ellos creen. Es horrible…, violencia y muerte para los herejes y ateos. Esto no es lo que pensaba Jesús, nunca lo dijo. No se puede llamar cristiano a quien piensa de esta manera —añadió Aldo.
—A propósito del fanatismo y de la fe en Dios o de la fe en Cristo, me haces pensar en Lutero… Se enfrentó con rabia al tranquilo Erasmo de Roterdam, tan contrario a la guerra y a la violencia. Me impresiona mucho lo que Lutero le escribió en una carta al sacerdote Georg Spalatin, su gran amigo y asesor en temas morales. La leí no hace mucho y le decía algo así, observa su violencia: «No creas que podremos imponer nuestra causa sin tumulto, agitación y levantamientos. No puedes transformar la espada en pluma ni la guerra en paz. La palabra de Dios es guerra, es agitación, es agonía, es ira».
—Imponer; la espada; la ira… La palabra de Dios es guerra. ¡Qué horror! Me parece que Jesús le hubiera reprendido. Siempre me ha sobrecogido la exaltación y la violencia de Lutero, no entiendo que se considerara seguidor de Jesús… A mí me interesaba especialmente Pannenberg por su acercamiento a los preambula fidei del catolicismo. Aunque reconozco que también me creaba problemas —explicó Aldo—. Su propuesta de que a Dios no se le puede demostrar sino conocer ante la reflexión de la realidad, por lo que esta realidad implicaba, me desconcertaba, porque, según su pensamiento, implicaba claramente que Dios entra en la historia de los humanos, haciendo y deshaciendo, como se observa siempre en el Antiguo Testamento: Dios mata a casi todos en el Diluvio, Dios interviene en el Éxodo y salva a su pueblo… Dios, venía a decir Pannenberg, no puede entenderse como un destilado de la subjetividad de los humanos, Dios es «el poder que determina toda la realidad» afirmaba y, este providencialismo no me gustaba nada. ¿Dios se mete en el quehacer de los humanos?
—¿No fue Pannenberg quien, con gran valentía, afirmaba que las pruebas de la existencia de Dios es lo que mejor demuestra que el humano necesita de Dios? —pregunté a Aldo.
—En efecto, nada de demostrar, solo conocer; y, conociendo a Dios, adorarle. Esto pensaba yo de sus lecturas. «Un Dios solo puede ser medido con la medida que él mismo fija», escribió con rotundidad.
—Está bien, pero esto también es problemático. No basta con decir, como hacía Pannenberg, que con Dios todo se comprende mejor —añadí a lo dicho por Aldo.
—Claro que plantea problemas. Él suponía que se podía defender de forma consistente el cristianismo mediante el ejercicio de la razón, lo cual es muy problemático. Pero, además, reconozco que yo mantenía ciertos prejuicios. Pannenberg era protestante y, debo confesarlo, yo tenía un poco de temor. Quería mantenerme católico, me sentía incómodo con Lutero y a su concepción paulina de la salvación por la fe. Entonces, apareció Ratzinger ante mí, un teólogo católico, sin fisuras. Estamos hablando del año 2003 o 2004, lo leí cuando empecé a prepararme para ser sacerdote. Pocos años después, quedé absorbido por la vida pastoral, pero seguí pensando sobre ello.
—Te acompañó el racionalismo de Ratzinger.
—Yo me decía, «una autoridad de la Iglesia me autoriza a pensar, y piensa como yo acerca de la creencia y de la razón». Recuerda que Lutero dejó escrito: «la razón es el principal obstáculo para la fe». El reformador se apartó de la razón y se convirtió en un fanático de la fe, de su propia fe, que concordaba grandemente con la de Pablo.
—Entiendo que Ratzinger se opuso a esta opinión del reformador Lutero, pero hablando de ti, ¿dudas desde entonces? ¿Dudas desde que leíste a Ratzinger? No puede ser.
—No, no fue así. Lo que quiero decir es que desde entonces no dejé de reflexionar. Estuve muchos años pensando en ello, hasta que no hace mucho me decidí, después de muchas dudas. Comprenderás que no fue nada fácil concluir que Dios no existe.
—Entiendo.
—Nuestro anterior papa, Pío XIII, no quiso entrar a discutir abiertamente la cuestión sobre la fe y la razón, pero tú y yo sabemos que no compartía del todo la opinión de su antecesor. Pío XIII dudaba acerca de lo dicho por Ratzinger cuando opinaba que la razón, de modo parecido a lo que defendía Pannenberg, nos alentaba a desarrollar la fe en Dios. Ahora pienso que Pío XIII acertó más que Benedicto —expuso Aldo.
—No quiero interrumpirte, pero debemos hacer uso de la razón aunque tengamos fe. Me haces pensar en lo que se discutió en el Concilio Vaticano I, a mediados del xix. No se admitió la fe infundida sin más, el fideísmo, se habló entonces de la fe como «obsequio razonable». Lo gratuito, dado por Gracia, el obsequium era rationabile, es razonable —añadí a lo dicho por mi amigo.
—En razón de ello, las corrientes fideístas quedaban criticadas. Creo que fue el fideísta Pascal quien dijo: «¡El Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, no el dios de los filósofos!». En aquel momento yo estaba plenamente de acuerdo con la conclusión del Vaticano I, que contradecía a Pascal y a Lutero, pero hoy creo que ellos tenían razón en lo relativo a este asunto.
—Pero no se puede confiar todo al sentimiento o al corazón, como hacía Pascal. Es muy fácil, entonces, caer en el irracionalismo. Ya que hemos aludido a Lutero, recuerda la sinrazón que alimentaba su feroz odio a los judíos. No era un niño cuando escribió: «En primer lugar, debemos prender fuego a sus sinagogas o escuelas, y enterrar y tapar con suciedad todo lo que no prendamos fuego». Lutero pensaba que su exaltación y fanatismo estaba justificado porque, según él, los judíos maldecían y blasfemaban a Jesús y a los cristianos… Sabemos lo que ocurrió siglos después en Alemania. La razón nos es imprescindible, más todavía, no podemos prescindir de ella, aunque queramos —repuse.
—No digo que no. Además, para nada estoy de acuerdo con la ideología fanática de Lutero ni con su unilateral teología. Tampoco estoy de acuerdo con la filosofía y teología de Pascal; lo que digo es que la razón resulta, al final, un fuerte impedimento a la fe. Podemos esperar, confiar en que haya un Dios, pero la razón nos puede empujar a dejar de esperar; el uso de la razón, pienso en este momento, puede deshacer lo que propone la fe. No obstante, Ratzinger afirmaba, de modo concluyente, que la fe cristiana se basa en el conocimiento racional, y yo entonces lo creía así, pero ahora no lo acepto.
—Puede ser como dices —le contesté—. La razón puede oponerse a la fe, lo acepto. Es muy difícil que la razón por sí misma pueda aprobar, sin más, que vamos a resucitar, aunque sea la propia razón la que origina la creencia.
—Estoy de acuerdo, la razón es la madre de la creencia y, a su vez, de la increencia. La idea sobre la resurrección es un producto de la razón, pero el ejercicio de la razón puede oponerse a esta concepción. No obstante, según entiendo, lo más difícil de aceptar es la existencia de un Dios creador. No sé muy bien lo que piensas de la resurrección, pero me parece que si tienes fe en ella, entonces, crees en un Dios creador de unas criaturas que van a resucitar.
—Te diré cómo entiendo la cuestión de Dios, sobre la que descansa en parte el resto de la creencia cristiana, pero antes quisiera saber cómo lo ves tú —le pedí.
—Te lo decía antes cuando te explicaba que empecé a reflexionar sobre Dios y, con grandes dificultades por mi parte, al cabo de muchos años, tuve que decirme a mí mismo que mi antigua convicción no se sostenía, pero los argumentos que debo exponer pueden ser algo extensos.
—Empieza, si quieres, por la resurrección, ya que la hemos nombrado.
—Ella es una parte del problema, nos sume en graves dificultades. Habrá resurrección y juicio, se dice, para reparar injusticias, pero, en tal caso, Dios vive en la historia, y aunque no la gobierne, la observa y la piensa. Puesto que, según se dice, hay libre albedrío. Dios no sabe de antemano lo que va a suceder. Debe esperar el final de la criatura para enjuiciar y juzgar. Un dios que no sabe todo ni gobierna el Todo es un dios limitado, ¿puede ser Dios limitado a la espera de lo que sucede? ¿Pudo quedar limitada la omnisciencia de Dios al crear la criatura humana?
—Enfocas un tema delicado —le manifesté a mi amigo—. No me digas que supones, al modo de Pablo, Agustín y Lutero, que Dios debe saber de antemano lo que va a suceder con la criatura y saber quién va a salvarse, o condenarse, la denominada presciencia de Dios. Yo esto no lo veo claro. Dios sería creador, pero parecería que si hay libre albedrío, en el sentido fuerte de esta concepción, no puede saber lo que va a ocurrir, de ahí que, según la dogmática enraizada en lo que dice el Jesús de Mateo, habrá Juicio final en el fin del mundo. Si Dios supiera lo que va suceder con todos nosotros no habría necesidad de Juicio.
—Así es, pero recuerda, ya que has nombrado a Lutero, que él no creía en el libre albedrío. Escribió que «Dios lo sabe todo desde el principio y lo ordena todo por adelantado; y, por otra parte, no puede engañar ni ser obstaculizado en su presciencia ni en su predestinación». De ser cierto lo que pensaba Lutero, seríamos como unas pequeñas maquinitas movidas por la omnipotencia de Dios —explicó Aldo—. Lo que me estremece de esta teología es que Dios habría creado una «carne», el humano que no puede dejar de pecar; y este mismo Dios concede la Gracia a algunos que se van a salvar, mientras que otros no la reciben y se condenarán. ¡No puedo aceptar que un Dios hubiera generado esta Creación!
—También escribió Lutero que «nada sucede si Dios no lo quiere». Este providencialismo absoluto no lo puedo admitir. En su escrito contra Erasmo y el libre albedrío aceptaba la predestinación, como acabas de recordar. Se trataría de «la justicia insondable de Dios», es decir, algo que no admite discusión —añadí.
—Pero si hay algo insondable en Dios, sea su justicia o cualquier otro atributo, se acabó el razonar, solo nos queda la fe que, contra lo afirmado por Benedicto, no podría ser razonada. Estamos ante el misterio de Dios —aclaró Aldo.
—A mí el uso de la razón me conmina a opinar, en oposición a Lutero, que si Dios amor sabe realmente que debe condenar a una criatura, debería evitar crear a esta criatura. Si sabe que va a condenarse, no puede permitir que se condene, debe evitar su nacimiento. Tanto si hay como si no hay libre albedrío, debe evitar crear esta alma —afirmé convencido.
—Estoy de acuerdo con lo que has dicho —manifestó mi amigo.
—Si se dijera: Dios no sabe, antes de la creación del alma, lo que va a ocurrir, entonces no se podría decir que lo supiera después del nacimiento. No podría saber lo que va a ocurrir y que todavía no ha ocurrido. Si no lo sabe antes del nacimiento, tampoco puede saberlo después. Mejor así… Me parece que no puede sostenerse ni la doctrina de la predestinación ni algo que se le parezca. Creo que no hay otra salida. Dios no puede saber lo que sucederá con un alma dotada de libre albedrío, por consiguiente tiene que haber Juicio final. ¿Te refieres a esto? —le pregunté.
—No, no quiero hablar expresamente de este tema, sino de Dios creador. La Iglesia da por cierto lo dicho por san Agustín: «Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros». No quiso salvarnos sin nosotros, luego está a la espera de lo que vayamos a hacer, dado que se cree que somos libres para pecar —expuso Aldo.
—Sabes bien que ante la dificultad planteada se te dirá que es una forma de hablar, que, en realidad, Dios no está a la espera.