AGRADECIMIENTOS

Este libro no habría sido posible sin la colaboración de todos los integrantes del Dream Team, a quienes entrevisté cara a cara. Todo aquel que haya tratado con deportistas de élite sabe que intentar juntarlos es como poner orden en una jaula de grillos… en la que además los grillos son millonarios con agentes, agendas llenas y fama internacional. Pero la verdad es que el proceso fue divertido —de un modo extraño— y, más importante, valió la pena cuando me reuní con ellos. No fue fácil localizarlos, pero, en cuanto los tuve frente a frente, sus recuerdos y su pasión por la selección olímpica fueron lo que dio verdadero color a este libro.

Pasé horas con varios de ellos en su entorno habitual: un largo desayuno en Long Island con Mullin y otro con Pippen en Florida; una comida en casa de Drexler; una visita guiada por Spokane de la mano de Stockton; una mañana en la escuela que dirige Robinson; una mañana y una tarde observando trofeos embalsamados en la casa de Malone en Luisiana; cena y copas —no demasiadas— con Barkley en Phoenix. Todos son recuerdos gratos y también fructíferos desde el punto de vista periodístico.

Hacía tiempo que no veía a muchos de ellos, pero los comportamientos del pasado reaparecieron de inmediato. Jordan sacó a colación sus viejos rencores con Sports Illustrated y Bird me clavó la mirada cuando me vio esperándolo en su despacho de Indianápolis: «¿Qué haces aquí? Pensaba que estarías llevando a Magic en una limusina». Por lo menos no dijo nada más… gráfico.

Tengo que agradecer la ayuda de muchas personas, espero no haber olvidado a nadie, pero sobresalen cuatro personas por su aportación a la vertiente institucional del Dream Team: Mike Krzyzewski, P. J. Carlesimo, Russ Granik y Jan Hubbard. Acudí a los cuatro más de una vez y siempre se mostraron dispuestos. Mike Wilbon, con una memoria tan buena como sus puyas a Tony Kornheiser, fue una gran fuente de información durante el largo desayuno que compartimos.

Pete Skorich, exdirectivo de los Detroit Pistons y la persona que grabó la mayoría de imágenes del Dream Team, fue una persona clave. Y no puedo dejarme al director de Sports Illustrated Chris Stone por el apoyo, ni a Mickey Steiner por la asistencia editorial.

Me quito el sombrero ante Scott Wasman, mi agente, y Mark Tavani, mi editor, igual que ante Paul Taunton, exeditor de Random House, y Steve Wulf, de ESPN.

A continuación enumero una lista de personas que me dedicaron su tiempo y compartieron conmigo sus recuerdos, organizadas en el orden en que las recuerdo. Son directivos del mundo del baloncesto y la televisión, miembros del comité del Dream Team, entrenadores, relaciones públicas, periodistas de prensa escrita, fotógrafos y jugadores:

David Stern, Boris Stankovic, Rod Thorn, Dick Ebersol, Kim Bohuny, Rick Welts, Steve Mills, C. M. Newton, Harvey Schiller, Bill Wall, Tom McGrath y Horace Balmer.

Donnie Nelson, Rick Carlisle y Lenny Wilkens.

Jeffrey Orridge, Donnie Walsh, Quinn Buckner y Charles Grantham.

David Falk, Lon Rosen y Fred Whitfield.

Brian McIntyre, Terry Lyons, Don Sperling, Julie Fie, Josh Rosenfeld, Craig Miller, Nat Butler, Andy Bernstein, Florian Wanninger, de la FIBA, y Dion Cocoros y Paul Hirschheimer, de NBA Entertainment.

Jackie MacMullan y Sam Smith, cuyos libros cito con frecuencia en este manuscrito y a quienes espero haber dado justo reconocimiento. Me gustaría mencionar asimismo a Bill Simmons, un hombre mucho más joven que yo que es capaz de escribir libros mucho más largos y de alcanzar una relevancia cultural mucho mayor. También a David Dupree, mi eterno compañero a pie de pista, y a Bob Ryan, el eterno Commish.

Grant Hill y Bill Laimbeer compartieron sus experiencias tan dispares con el Dream Team, como lo hizo, con mucha mayor reticencia, uno de mis jugadores favoritos de siempre: Joe Dumars. (Es el momento de señalar que el otrora compañero de Laimbeer y Dumars en los Detroit Pistons, Isiah Thomas, quien no formó parte del Dream Team, pero es una figura importante en esta historia, declinó mi solicitud de entrevista.)

De los jugadores internacionales, Dirk Nowitzki (que, en fin, es más de Dallas que otra cosa hoy en día), Sarunas Marciulionis y Juan Antonio Orenga fueron sensacionales y francos, y Toni Kukoc también se prestó amablemente a contarme su punto de vista sobre la noche en que Scottie Pippen y Michael Jordan lo atacaron por tierra, mar y aire.

Dos personas cercanas al Dream Team fallecieron mientras terminaba el libro: Matt Dobek, un buen amigo, y Dave Gavitt, sin cuya diplomacia y tenacidad tal vez no habría habido Dream Team, o al menos no tal y como lo conocemos. Ya había recopilado sus pensamientos y recuerdos, y me acuerdo de ellos mientras escribo estas palabras.

Chuck Daly murió antes de que yo iniciara este proyecto. A lo largo de los años, hablamos a menudo sobre su experiencia con el Dream Team, y sentí su presencia durante todo este tiempo.

CAPÍTULO 1 EL INSPECTOR DE CARNE ¿Profesionales en los Juegos Olímpicos? Fue su idea, y que nadie os haga creer lo contrario.

VISITÓ POR PRIMERA VEZ LOS ESTADOS UNIDOS en enero de 1974, enviado por su jefe para estudiar el baloncesto norteamericano. Sin hablar el idioma ni conocer las costumbres, se instaló en una cuna del baloncesto como Billings (Montana) porque allí una familia yugoslava le ofreció alojamiento gratuito.

Este foráneo en tierra extraña se llamaba Boris Stankovic. Le faltaban seis meses para cumplir los cuarenta y nueve años y había venido en representación de la FIBA. Por aquel entonces, no más de una decena de estadounidenses sabía qué significaban esas siglas (Federación Internacional de Baloncesto), dónde estaba (en aquel momento en un piso de Múnich, más tarde en Ginebra) y a qué demonios se dedicaba (regulaba el baloncesto amateur en todo el mundo salvo en los Estados Unidos). «Para conocer bien este deporte, tienes que conocer el baloncesto de Estados Unidos», le dijo a Stankovic R. William Jones, quien en calidad de secretario general dirigía la FIBA con pajarita, puro encendido y puño de hierro. Así que Stankovic llegó y al instante quedó prendado del baloncesto que se practicaba en los partidos universitarios que veía en directo —el fenómeno pelirrojo de UCLA, Bill Walton, era su favorito— y en los encuentros de la NBA que retransmitían por televisión.

Durante buena parte de su vida adulta, Stankovic había trabajado como inspector de carne en Belgrado. «Me encargaba de supervisar la carne y el queso y, como hacéis aquí, de ponerle un sello», me dijo Stankovic cuando le entrevisté en Estambul en el verano de 2010. Stankovic ya está jubilado, pero sigue acudiendo a numerosos actos como prohombre en la sombra del baloncesto internacional. Stankovic se sacó la carrera de veterinario en 1945 en la Universidad de Belgrado. «En nuestro país era normal que los veterinarios se ocuparan de la carne y el queso, ya que tienen que ver con los animales, ¿no?»

No obstante, lo que de verdad le gustaba inspeccionar a Stankovic era el cuero de la pelota de baloncesto. Ya cuando se levantaba a las cinco de la mañana para empuñar su sello y atarse el delantal blanco, el baloncesto era su auténtica pasión. Como jugador, fue un alero robusto y prosaico, amigo del poste bajo, que disputó treinta y seis partidos con la selección nacional yugoslava. Uno de sus mayores orgullos es haber jugado con su país en el primer campeonato mundial organizado por la FIBA, que se celebró en Argentina en 1950. «Acabamos novenos», cuenta Stankovic entre risas, «de nueve equipos.» En cambio, una de las cosas que más lamenta es no haber participado nunca en una Olimpiada como jugador.

Los yugoslavos eran gente alta, dura y esbelta, curtida en guerras civiles y extranjeras. En la zona de los Balcanes donde nació Stankovic, las épocas no se medían por tiempos de «guerra y paz», sino de «guerra y no-guerra». Cuando Boris tenía diecinueve años, él y su padre, Vassilje, un abogado que había combatido con los nacionalistas serbios, fueron encarcelados por el ejército ruso invasor. Al cabo de dos meses liberaron a Boris, pero a Vassilje lo ejecutó un pelotón de fusilamiento y lo enterraron en una fosa común. Todavía hoy, Stankovic no sabe dónde yacen sus restos. A Stankovic lo pusieron en una lista negra que más tarde le impidió convertirse en médico, la profesión que deseaba, lo que lo obligó a estudiar en la facultad de veterinaria, que fue su manera de seguir en el campo de la medicina. Como la mayoría de serbios de su generación, se identificaba con los rebeldes que se habían sublevado contra el poder invasor a lo largo de cinco siglos. «Vivían en grupos y aprendían a cooperar, a trabajar codo con codo», me dijo Stankovic. «Lo llevamos en la sangre. Los serbios nunca hemos tenido demasiado éxito en los deportes individuales, pero en las competiciones colectivas somos muy, muy buenos. Se nos dan bien los deportes que requieren mucho trabajo en equipo.»

Gracias a su conocimiento del baloncesto y a su inteligencia —casi todo el mundo que habla de él menciona lo clarividente que es—, fue destacando poco a poco como entrenador y directivo. A la edad de treinta años, era el hombre más importante del baloncesto yugoslavo sin ser jugador, mientras seguía ejerciendo de inspector de carne y empezaba a participar activamente en la FIBA.

En 1966, Oransoda Cantù, un equipo de la liga profesional italiana, llamó a su puerta en busca de un entrenador y Stankovic hizo las maletas. «Me fui por el dinero», reconoce Stankovic. «Italia era entonces la liga más rica.» Al principio se topó con el rechazo de muchos italianos, que lo consideraban un forastero, pero al final acabaron adorándolo, como suele pasar con los ganadores, cuando su equipo conquistó la liga en 1968. Fue entonces cuando R. William Jones le pidió que regresara. Jones había visto el futuro de la FIBA, y se llamaba Boris Stankovic.


Jones, fallecido en 1981, meses después de haber sufrido un derrame cerebral durante una cena en la Olimpiada de Moscú de 1980, era el prototipo de hombre admirado a regañadientes. Nacido en Roma de padre británico y madre francesa, se graduó en el Springfield College, justo donde el doctor James Naismith colgó aquella primera canasta de melocotones. Jones era «un hombre muy internacional» (en palabras de Stankovic), lo que le ayudó a convertirse en un visionario del baloncesto. Pero también era el típico déspota, arrogante e intratable. Para el mundo del baloncesto estadounidense, Jones es recordado por conceder a los soviéticos tres oportunidades de ganar la medalla de oro contra la selección norteamericana el 9 de septiembre de 1972 en los desafortunados Juegos Olímpicos de Múnich.

Stankovic aún estaba lejos de ser un dirigente consolidado cuando llegó a los Estados Unidos por primera vez en ese viaje exploratorio de 1974. Era solo un extranjero que trataba de familiarizarse con las particularidades del baloncesto norteamericano al tiempo que intentaba aprender a pedir una hamburguesa. Se le concedió audiencia con John Wooden —«Hablamos de baloncesto, así que pudimos comunicarnos fácilmente», dice—, pero en general trabajó solo, y se dedicó a observar, escuchar y comparar.

Y lo que ocurrió es que aquel adicto al baloncesto quedó cautivado por los jugadores estadounidenses, universitarios y profesionales. «Parecía otro deporte», recuerda Stankovic con una sonrisa. «Más rápido, pero también muy sólido. Veías a un jugador como Bill Walton durante un minuto y era evidente que estaba a un nivel muy superior que cualquiera en Europa.»

La reglas de la FIBA de entonces prohibían que los jugadores profesionales participaran en sus competiciones, y el baloncesto olímpico se regía por las normas de la FIBA. Así era, así había sido siempre y así sería por los siglos de los siglos, o esa pensaba todo el mundo. La hipocresía, por supuesto, radicaba en que jugadores profesionales de facto jugaban igualmente, ya que los equipos de baloncesto de otros países siempre contaban con los mejores jugadores, aunque a veces constaran oficialmente como «soldados» o «policías».

Con la única excepción de Stankovic, nadie parecía interesado en incluir a los profesionales estadounidenses en los Juegos Olímpicos, ya que se consideraba que hasta los universitarios norteamericanos eran muy superiores, a pesar de la anomalía de 1972. Además, en los Estados Unidos ya era una tradición que los universitarios participaran en los Juegos Olímpicos. La NBA y las Olimpiadas eran planetas que rotaban en sistemas solares distintos.

Pero el inspector de carne, un forastero, no lo veía así. Mientras admiraba a las estrellas profesionales de los años setenta por televisión —entre ellas, Oscar Robertson y Jerry West, más sus dos favoritos, Walt Frazier y Pete Maravich—, la idea de que los mejores jugadores de los Estados Unidos nunca compitieran en los Juegos Olímpicos empezó a corroerle por dentro. «Lo que me molestaba era la hipocresía», dijo Stankovic. «También era una cuestión práctica. Yo quería fortalecer el baloncesto, conseguir que creciera, pero existía esta división. Para mí se convirtió en algo intolerable.»

Puede que también hubiera algo de interés personal. Stankovic se veía a sí mismo como el mesías del baloncesto, la persona destinada a conseguir que superara al deporte rey, el fútbol. Y, por añadidura, le irritaba que su organización —el ente superior que tenía la última palabra en el baloncesto mundial— hiciera una excepción con los Estados Unidos porque la NBA nos le prestaba ni la más mínima atención.

Fuera por la razón que fuese, Stankovic regresó a Múnich y le dijo a Jones que eliminar la cláusula del baloncesto amateur y dejar vía libre para que los mejores jugadores estadounidenses compitieran en las Olimpiadas debía ser uno de los objetivos de la FIBA; una idea a todas luces anárquica dado el clima sociopolítico que rodeaba el deporte. Puede que los tiempos estuvieran cambiando, pero no en el Comité Olímpico Internacional (COI), donde Avery Brundage —un individuo aborrecible, uno de los peores tiranos de medio pelo de la larga lista de déspotas que han gobernado los deportes durante siglos— creía profundamente en el concepto de amateurismo encubierto.

Stankovic no está seguro de qué pensaba Jones realmente de su idea, pero las instrucciones de su jefe fueron claras como el agua. «Me dijo: ‘Déjalo estar’», recuerda Stankovic. «O, como decís en Estados Unidos, no te metas en eso.»

Y durante la siguiente década y media, nadie excepto Boris Stankovic se metió en eso.

Como ha ocurrido con muchos hombres y mujeres influyentes a lo largo de la historia, la importancia del inspector de carne se subestima. Nunca ha conocido a Magic Johnson ni a Larry Bird, y la única vez que se cruzó con Michael Jordan fue en la Olimpiada de 1984, antes de la época del Dream Team.

Pero, independientemente de revisionismos varios, recordad esto: el Dream Team fue el resultado de la visión de Boris Stankovic. No fue un complot secreto urdido por David Stern para «expandir el deporte», una de las frases favoritas del comisionado. No fue el resultado de una cruzada de los tiburones del márketing del baloncesto estadounidense para vender camisetas de 200 $ en Europa, aunque eso fuera una eventualidad. No fue la frustración que crecía por el hecho cada vez más evidente de que los Estados Unidos reclamaban la supremacía en el baloncesto, y con razón. La idea original germinó en la mente del inspector de carne de Belgrado.

CAPÍTULO 2 EL ELEGIDO Nace el culto impúdico a las zapatillas

NO ERA ALGO HABITUAL, pero Bob Knight, el tiránico entrenador olímpico, les había dejado tiempo libre, así que dos de los candidatos a integrar la selección nacional de 1984, Michael Jordan y Patrick Ewing, lo estaban aprovechando haciendo el ganso en la habitación. Las competiciones de lucha libre eran una de las principales diversiones de los universitarios, sobre todo de Charles Barkley y Chuck Person, dos compañeros de equipo en Auburn que una vez se lo tomaron bastante en serio antes de acabar en la espaciosa tabla de trinchar de Knight.

Jordan, quien acababa de terminar su tercer año en Carolina del Norte, se disponía a entrar en la NBA, mientras que Ewing completaría el cuarto año en Georgetown. Ya eran buenos amigos, tras haber coincidido en Partidos de las Estrellas de las ligas de instituto y en una cita más memorable: la final de la NCAA de 1982. Fue en esta ocasión cuando un tiro en suspensión de Jordan, entonces en su primer año, condujo a los Tar Heels a imponerse por 63 a 62 al también novato Ewing y a sus Georgetown Hoyas. Aunque nadie cayó en la cuenta en aquel momento, Ewing fue el primero de muchos jugadores extraordinarios a quienes Jordan desposeyó de la gloria en el último instante.

Jordan, de 1,98 m, tenía a Ewing sujeto por la cabeza con una llave. Ninguno de los dos estaba enfadado, pero eso no significa que no emplearan la fuerza: Jordan se tomaba en serio cualquier tipo de competición. Al final Ewing se rindió, pero cuando el enorme pívot se despertó a la mañana siguiente, no podía mover el cuello.

Le esperaba una buena.

—Entrenador, hoy no puedo entrenar —le dijo Ewing a Knight tras armarse de valor.

—¿Qué te pasa? —preguntó Knight, tras lo cual Ewing le contó lo sucedido, echándole la culpa a Jordan.

«Me senté a aguantar el chaparrón, el entrenador estaba furioso», recuerda Ewing años después. «Pero solo conmigo. ¿Con Michael? Para nada. Michael siempre se libraba de todo.»

Sí, el verano de 1984 fue glorioso para Michael Jordan, el primero de muchos, si bien al principio se había mostrado reacio a la idea de competir en Los Ángeles. «Bob Knight me intimidaba un poco», me reconoció Jordan en el verano de 2011. «No me gustaban sus tácticas, había oído que mortificaba a los jugadores, los insultaba, y no quería pasarme el verano aguantando esas cosas.» Así que le pidió consejo a su entrenador, Dean Smith, con quien tenía una especie de relación paternofilial, aunque el padre de Jordan, James, también era una persona muy importante en la vida del joven jugador.

«Dean me dijo que lo único que Knight quería era ver los fundamentos del juego del baloncesto», me contó Jordan. (Incluso en una conversación informal, Jordan habla del «juego del baloncesto» como si estuviera describiendo las Sagradas Escrituras.) «Yo tenía fundamentos, así que eso no debía suponer ningún problema. Cuando llegué, vi a un hombre que lo único que exigía era que jugaras de una determinada manera y que no cometieras el mismo error dos veces. Cosa que no hice.»

El verano también fue glorioso para los hombres que dirigían el baloncesto amateur en los Estados Unidos. El boicot olímpico de 1980, que tanto los había enemistado con el presidente Jimmy Carter, era ya un recuerdo lejano. Un buen equipo de universitarios ávidos de victoria —organizado en torno a Jordan, cuyas habilidades únicas, si bien no en todo el mundo, ya eran conocidas sobradamente en los Estados Unidos, donde acababa de concluir una brillante carrera deportiva universitaria— se disponía a pasar por las Olimpiadas de 1984 como un huracán. Cuando los soviéticos les devolvieron el favor de 1980 boicoteando los Juegos de Los Ángeles, a nadie pareció importarle demasiado. Los universitarios estadounidenses habrían arrasado igualmente, o eso pensaba todo el mundo.

Knight era un ferviente seguidor del manual del baloncesto amateur, un tirano con todas las letras, pero uno de los suyos, un discípulo aplicado (aunque a veces fuera de control) de la ABAUSA, la organización que por aquella época regulaba el baloncesto no profesional. «Cuando Bobby estaba al mando, no había espacio para las filigranas. Había unas reglas y había que seguirlas», dice C. M. Newton, uno de sus ayudantes.

Knight convirtió el proceso de selección para los Juegos en una prueba de superación darwiniana. Se invitó a más de cien jugadores, de los que solo se preseleccionó a veinte. Karl Malone, un jugador musculoso pero aún desconocido, recuerda que los primeros filtros eran muy impersonales: «Cruzabas la cola de la comida en una cafetería enorme y te acercabas a un gran tablón de anuncios. Si tu nombre estaba escrito, seguías en el proceso de selección». Un día el nombre de Malone no estaba en el tablón. Al final una bestia de la naturaleza llamada Charles Barkley tampoco pasó el corte. Igual que un base llamado John Stockton.

Había un segmento del mundo del baloncesto que no acababa de comulgar con Michael Jordan cuando este jugaba en Carolina del Norte, donde, como era lógico, el único que podía pararlo era Smith, un fundamentalista intransigente cuyos equipos solían jugar posesiones largas. Cualquiera con algo de vista y dos dedos de frente sabía que a Jordan le esperaba una carrera espléndida en los profesionales, pero muchos creían que sería un jugador similar a Clyde Drexler, un atleta extraordinario salido de la Universidad de Houston que acababa de completar su primera temporada en la NBA con los Portland Trail Blazers; es decir, espectacular pero a veces descontrolado, anotador pero no tirador, más querido por los aficionados que por los entrenadores.

Aunque esta impresión duraría en mayor o menor medida hasta 1991, el año en que Jordan ganó su primer campeonato con los Chicago Bulls, los verdaderos entendidos en baloncesto que siguieron los Juegos de Los Ángeles se dieron cuenta de las habilidades reales de Jordan. Era un jugador que podía romper una defensa zonal con un tiro en suspensión, defender a un rival anotador hasta anularlo o dirigir el ataque si era necesario. Hasta fue capaz de contentar al mismísimo Bobby Knight. «La Olimpiada de 1984 fue la presentación en sociedad de Michael», dice David Falk, su agente.

De la mano de Jordan, la selección estadounidense se paseó por el torneo olímpico: ganó los ocho partidos por una media de treinta puntos de diferencia y fue comparada con el gran equipo de Oscar Robertson y Jerry West que en 1960 se llevó la medalla de oro en Roma. EE.UU. despachó a Canadá por 78 a 59 en las semifinales, destrozó a España por 96 a 65 en la final y el nombre de Michael estuvo en boca de todos los aficionados al baloncesto.

Saltaba a la vista que Jordan era «el elegido», cosa que nadie sabía mejor que Falk, quien ya había comenzado a negociar el patrocinio con Nike que cambiaría para siempre la manera de vender a los deportistas. Jordan siempre había llevado Converse, las zapatillas que preferían tanto su entrenador universitario como el Comité Olímpico Estadounidense, además de ser la marca tradicional de la mayoría de baloncestistas. Michael ya había afirmado alguna vez que él, igual que muchos jugadores, creía que Adidas fabricaba el mejor producto. Si hubiera recibido una oferta decente, Michael probablemente habría llegado a un acuerdo con Converse o Adidas.

Pero Falk tenía la sensación de que Nike era una marca más ambiciosa que conocía mejor el mercado que las otras dos. Tanto Magic Johnson como Larry Bird, las dos mayores estrellas del baloncesto profesional, llevaban Converse, pero la empresa, dormida en los laureles, no hizo casi nada con ellos. Pensadlo: Magic tenía un apodo inmortal, una sonrisa deslumbrante, una manera de jugar vistosa, un hogar glamuroso como Los Ángeles y varios títulos en el bolsillo, pero en sus primeros años de carrera Converse no aprovechó todo este tirón, una decisión que les costó millones tanto a Magic como a la empresa. «Mucho antes de que Michael llegara a la liga», dice Falk, «Magic podría haber conquistado el mundo entero.»

En Nike, en cambio, ejecutivos como Rob Strasser veían en Jordan un nuevo horizonte para el patrocinio deportivo. Asimismo, Nike necesitaba un impulso importante, ya que el auge de los corredores de los años setenta se había disipado. Era una empresa que se enorgullecía de asumir riesgos, así que decidió gastarse todo su presupuesto de márketing, 500.000 dólares, en campañas publicitarias protagonizadas por Jordan, más lo que tendría que pagar al jugador por vestir sus zapatillas. Aun así, Jordan se mostraba reticente respecto a Nike, una marca que nunca había llevado y apenas conocía. La noche antes de que su padre, Falk y él viajaran a la sede central de Nike en Beaverton (Oregón), Jordan le dijo a su madre que no iba. Pero ella no lo aceptó.

«Vas a subir a ese avión, Michael», dijo Deloris Jordan. Y así fue.

En esa primera reunión, Peter Moore, el diseñador jefe de Nike, enseñó a Jordan y a Falk los bocetos que había dibujado de las zapatillas, chándales y demás ropa de la línea Air Jordan, todo en rojo y negro; «los colores del diablo», le dijo Jordan a Falk. Michael no parpadeó, sonrió ni habló apenas, así que todos los presentes pensaron que no estaba impresionado. Sin embargo, tras la reunión admitió que estaba convencido, así que Falk negoció un acuerdo de cinco años por 2,5 millones de dólares que, como tantos otros contratos a lo largo de los años, en su momento pareció inconcebible.

Y así nació Air Jordan.

Al principio, Michael odiaba las zapatillas rojinegras. «Pareceré un payaso», dijo. Pero cedió y se las puso, tras lo cual la NBA las prohibió por alguna razón peregrina y multó a Jordan con 5.000 dólares por cada partido en que las llevara, una suma que Nike pagó con una sonrisa disimulada. Al final se adaptó un poco el diseño y lo único que consiguieron las multas fue convertir las zapatillas de Jordan en una de las noticias más sonadas de la temporada 1984-85 y dar publicidad internacional a Nike.

Rod Thorn, el mánager de los Bulls de la época, le dijo a Falk:

—¿Qué pretendes? ¿Convertirlo en un jugador de tenis?

—Ahora lo pillas —le contestó el agente.

CAPÍTULO 3 EL COMISIONADO Y EL INSPECTOR DE CARNE La NBA mete un pie indeciso en aguas internacionales

A FINALES DE 1985, el comisionado de la NBA David Stern y su segundo, Russ Granik, recibieron al inspector de carne en las oficinas de la liga en Nueva York. El directivo de la FIBA no podía creerse la suerte que tenía. «Tienes que imaginarte de dónde vengo», me dijo Stankovic hace poco mientras rememoraba la reunión. «Era casi un delito comunicarse con la NBA. Se suponía que no debíamos hablar con ellos. Y allí estaba sentado con el comisionado, como si tal cosa.» Le brillaban los ojos al recordar el momento, como Sally Field cuando recibió el Oscar a la mejor actriz en 1984: «¡Os gusto!».

Sí que le caía bien, a Stern. A los dos hombres les atrae el poder como la miel a las abejas, pero a la vez desprender un cierto aire informal. No son personas normales y corrientes, pero sí lo suficientemente listos como para saber que deben actuar como si lo fueran. Por su parte, Granik —un abogado tranquilo y prudente que trabajaba en la NBA desde 1976— era el complemento perfecto de Stern, que podía ser muy impulsivo, furibundo incluso.

Tras unos primeros momentos para conocerse, Stankovic fue directo al grano: «No creo en las restricciones sobre quién puede o no jugar. Los mejores jugadores deberían participar en todas las competiciones, incluidos los Juegos Olímpicos. Pero no puedo hacerlo solo.»

Según algunos revisionistas, Stern —el que todo lo ve y sabe— se dio cuenta al instante de la importancia que tenía unir fuerzas con la FIBA y vislumbró el día en que los jugadores de la NBA serían estrellas internacionales y la liga inundaría Europa y Asia de zapatillas, camisetas y sudaderas. Nada más lejos de la realidad, y Stern nunca ha dicho lo contrario, lo cual le honra. No es que la idea de que los deportistas de la NBA jugaran en los Juegos Olímpicos no fuera una prioridad para la NBA, es que ni siquiera la contemplaban. Sí, Stern era consciente de la hipocresía de las reglas contra la competencia: al alemán Detlef Schrempf, que jugaba en la NBA con un sueldo de unos 500.000 dólares al año, se le consideraba profesional, mientras que el brasileño Oscar Schmidt, que disputaba la liga italiana por más o menos 1 millón de dólares anuales, era amateur y por tanto podía participar en las Olimpiadas. Todo el mundo admitía esa hipocresía salvo los incompetentes que regulaban el baloncesto olímpico. El problema era que el comisionado ya tenía suficientes problemas.

«David y yo pensábamos que el baloncesto global tenía tantas ventajas como inconvenientes», afirma Granik hoy en día, «y eso es lo que le dijimos a Boris.»

No obstante, cuando Stankovic propuso organizar un torneo entre un par de equipos de la FIBA y uno de la NBA —una especie de primer paso—, Stern aceptó. «Pero lo organizaremos nosotros», contestó de inmediato. De esta reunión surgió el primer Open McDonald’s, que se celebraría en Milwaukee en 1987. Pero Stern nunca tuvo en mente conseguir que los jugadores de la NBA disputaran los Juegos Olímpicos, sobre todo porque tenía asuntos mucho más acuciantes.

El ciclo estaba a punto de cambiar en el momento de la visita de Stankovic, pero la NBA todavía se movía en un terreno relativamente resbaladizo. Para ilustrar la clase de fallos que cometía la liga, se suele citar la final de 1980, que se emitió en diferido a pesar de que se enfrentaban Los Angeles Lakers del debutante Magic Johnson y la superestrella Kareem Abdul-Jabbar contra los Philadelphia 76ers de Julius Erving. Pero hay otras maneras de ejemplificar sus defectos. Cuando contrataron a Rick Welts para encargarse del patrocinio —«Como toda la gente de David en aquella época, era perfecto para el puesto porque era joven, tonto y pobre», dice Welts actualmente—, la NBA no tenía plan de negocio, literalmente. No vendía nada. Welts y los demás soldados jóvenes, tontos y pobres se toparon con un país que no solo ignoraba la NBA, sino que la detestaba.

«La percepción era que la NBA no estaba bien dirigida; demasiados negros, demasiadas acusaciones relacionadas con drogas y demasiados equipos en bancarrota», me dijo Welts en 2011. «Llamaba a las agencias publicitarias de parte de la NBA y si me devolvían la llamada ya me daba por satisfecho. Las prioridades eran la NFL, las Grandes Ligas de Béisbol y los deportes universitarios. Hasta en el hockey invertían antes que en la NBA.»

Mientras su joven grupo de guerreros comprometidos trataba de limpiar la imagen de la NBA, Stern no dejaba nunca de persuadirlos, enredarlos y berrearles. «Cuando todo el mundo te dice lo mismo una y otra vez, al final te hace mella», cuenta Welts. «Llegaba a casa destrozado después de doce horas de rechazos, pero entonces sonaba el teléfono en mi habitación del Summit Hotel de la avenida Lexington a las diez de la noche. Era David, y al cabo de un cuarto de hora ya tenía las pilas cargadas para empezar de nuevo.»

A Stern se le ha llamado tantas veces el mejor comisionado de la historia que ya se da por supuesto que lo ha sido, pero la fortuna también puso algo de su parte. Después de todo, Michael, Magic y Larry descendieron del cielo bajo su mandato, y al fin y al cabo lo único que puede hacer un profesional del márketing es iluminar mejor el escenario. Si a la gente no le gusta lo que ve, no hay nada que hacer. Pero Stern y los suyos se las ingeniaron para potenciar el atractivo de estos jugadores y sacar partido de su popularidad.

Y aunque no previó todo lo que se avecinaba, el comisionado siempre estuvo dispuesto a escuchar los sermones del inspector de carne, quien pensaba que el futuro depararía grandes cosas si los Estados Unidos eran capaces de reunir a sus estrellas, ponerles un lazo rojo, blanco y azul y mandarlas a jugar bajo el emblema de los sacrosantos anillos.

CAPÍTULO 4 LA LEYENDA «Soy el rey de los tres puntos»

LARRY ESTABA EN LA PISTA DEL REUNION ARENA de Dallas la mañana del 8 de febrero de 1986, donde ocho horas más tarde competiría en el primer concurso de triples durante el fin de semana del Partido de las Estrellas. En la cancha estaba también Leon Wood, de los New Jersey Nets, hoy árbitro de la NBA pero entonces uno de los favoritos para ganar la competición.

«Oye, Leon, ¿has cambiado la mecánica de tiro? Parece distinta», le dijo Bird.

Eran sandeces, por supuesto. Pero Wood, un jugador de segundo año conocido por su tiro exterior —no le temblaba el pulso si tenía que lanzar desde medio metro más allá de la línea de 6,75—, se quedó algo confuso. Si Larry Bird dice que he cambiado el tiro, quizás…

Luego Bird empezó a hablar de los balones rojo, blanco y azul, los que valían dos puntos (en vez de uno) y de los que habría uno en cada uno de los cinco carritos con cinco pelotas que se usarían en el concurso. Bird dijo que resbalaban. Wood volvió a preocuparse.

Así fue como Leon Wood dejó de ser uno de los candidatos a ganar la competición. Los demás vendrían luego.

En ese momento —a mitad de la temporada de 1986—, Larry Joe Bird era el rey indiscutible de la NBA. Iba camino de conseguir su tercer MVP consecutivo y sus Boston Celtics iban lanzados hacia el título de la NBA. Pero había más. Era su carácter fanfarrón, su absoluta confianza en sí mismo, sus comentarios desquiciantes (legendarios en la liga, aunque bastante desconocidos para el gran público por lo sutiles que eran), su baloncesto callejero, inesperado en un paliducho como él; todo eso hizo de él el amo y señor del baloncesto estadounidense de la primera mitad de los ochenta.

La habilidades de Bird —el tiro, el rebote, el pase, la visión de juego y la competitividad— fueron evidentes desde su temporada de debut, 1979-1980. Siempre se le ha considerado un trabajador incansable, un profesional que siempre estaba puliendo una mecánica de tiro que había desarrollado en su época de instituto, y hasta cierto punto lo era. Pero también era un jugador con un don natural para el baloncesto, alguien a quien las jugadas le salían solas. Bird veía el juego de manera diferente a los demás.

Bird sabía perfectamente que, con veintinueve años y siete temporadas de una carrera que le valdría el ingreso en el Salón de la Fama, no había nadie como él. Y eso que ya tenía la espalda fastidiada tras una primera lesión en el verano de 1985 mientras recogía gravilla con una pala en la casa que había construido para su madre en su French Lick natal, en Indiana. Ya en la maravillosa temporada de 1985-1986, Bird había necesitado las manos mágicas de su fisioterapeuta, Dan Dyrek, para levantarse estando boca abajo. Cuando solo había transcurrido un mes de temporada, Dyrek tuvo que ir a casa de Bird, en las afueras de Boston, donde se quedó a cuadros al comprobar el inmenso dolor que padecía la estrella. Aun así, la espalda de Bird fue mejorando —si bien nunca se recuperaría por completo— y el jugador volvió a completar una temporada extraordinaria.

Poco después del Fin de Semana de las Estrellas, Sports Illustrated me encargó escribir un artículo para dilucidar si Bird era el mejor jugador de todos los tiempos. A las revistas les encantan estos análisis maximalistas —a los hombres, en concreto, les encanta hacer listas, perder horas discutiendo acaloradamente si Keith Moon o John Bonham fue el mejor batería que ha existido, o si Taxi Driver o Toro salvaje fue el mejor papel de Robert de Niro— y yo, claro, me contagié de este espíritu y básicamente decidí que Bird era el mejor jugador de la historia, una tesis fundamentada en declaraciones de expertos imparciales, como John Wooden. «Siempre he considerado que Oscar Robertson ha sido el mejor jugador de la historia», me dijo el «Mago» de Westwood. «Pero ahora empiezo a pensar que es Larry Bird.»

(No importa que la temporada siguiente encontrara a otro mejor jugador de la historia, Magic, y un par de años más tarde lo cambiara por Jordan. Así funcionan las cosas en las listas: hay que tener una memoria corta.)

Recuerdo varias cosas de aquel artículo sobre Bird, más allá de que el jugador me confesara que su serie de televisión favorita era Bonanza. Chuck Daly, quien más adelante sería su entrenador en el Dream Team, me contó que una vez Bird «me empujó y me caí de culo» después de haber anotado un tiro en suspensión delante del banquillo de los Detroit Pistons. Danny Ainge, compañero de Bird en los Celtics, me dijo que Larry era tan bueno que de vez en cuando se complicaba la vida adrede para aumentar la dificultad de la jugada, cosa que Bird ha confirmado. (Años más tarde, crucificaron a Kobe Bryant cuando Phil Jackson afirmó que Kobe hacía lo mismo.) Bill Walton relató que una vez Bird botó hacia la esquina, esperó a que le hicieran un tres contra uno y entonces le soltó un pase a través de las piernas de Joe Barry Carroll.

Bird no era precisamente modesto a la hora de hablar de su talento para otros deportes, algo que siempre me ha fascinado de los atletas profesionales. (Jordan siempre decía que habría podido hacer carrera no solo en el béisbol —como se demostró más tarde—, sino también en el atletismo y en el fútbol americano.) Una vez Bird me contó, absolutamente en serio, que el bádminton le apasionaba tanto como el baloncesto. También dijo en una ocasión que él no tenía la fuerza de un culturista, sino la potencia de un caballo, una expresión que solían decir los granjeros y que no tenía nada que ver con los atributos masculinos. Y le encantaba alardear sobre lo bien que se le daba el softbol (un deporte que le gustaba practicar con sus hermanos en el equipo del Platolene 500 - Carpet Center de Terre Haute) como potente bateador, primera base y exterior. De hecho, Bird se había destrozado un nudillo practicando este deporte y siempre decía que no notaba la pelota de baloncesto tan bien como antes. Pero nunca supe si creérmelo.

Sentía una curiosidad especial por la capacidad ambidiestra de Bird, que iba más allá de su habilidad para manejar el balón con la mano izquierda. También sabía tirar con la zurda, como hacía de vez en cuando, y comía y firmaba autógrafos con esta mano. Era algo natural en él. Bird cuenta que de pequeño siempre tomaba el lápiz con la izquierda, pero que cuando un profesor lo mandaba a escribir a la pizarra, empleaba la derecha.

Bird proyectaba un aura de embaucador callejero que siempre se traía algo entre manos, que siempre se guardaba un as en la manga. Quinn Bucker, excompañero de Bird que más tarde integraría el comité que seleccionó a los jugadores del Dream Team, recuerda los trucos de Larry en los entrenos cuando jugaban a knockout, una competición de tiro. «Estabas a punto de ganar y, de pronto —no me lo invento—, Larry te sacaba el balón de la canasta con el suyo, que además luego entraba», rememora Bucker. «El tío jugaba a billar y a baloncesto a la vez.»

Bucker recuerda una jugada en un partido en la que salió disparado al contraataque y Bird se dispuso a lanzarle un balón largo a pesar de que había un defensor justo en medio de la línea de pase: «Larry soltó la pelota, muy hacia la izquierda, pero entonces esta cambió de dirección de repente, rodeó al rival y me fue a parar directamente a las manos. Nadie había hecho esos pases antes».

La NBA se apuntó un tanto cuando Bird accedió a participar en el concurso de triples de 1986, ya que nadie estaba seguro de cómo iba a salir aquella especie de actividad paralela. Pero Bird aceptó por varias razones. Le gustaba competir en formato de duelo —le encantaban los concursos de tiro que disputaba con sus compañeros de equipo Ainge y Jerry Sichting antes y después de entrenar—. Le motivaba que, en los corrillos que se iban formando en torno al concurso de triples, no se le considerara el favorito, puesto que otros jugadores como Craig Hodges, Dale Ellis y Leon Wood eran especialistas en el tiro de larga distancia. En un partido real, todo el mundo apostaría por Bird, por supuesto, pero no tenía por qué ser así en una exhibición, donde su mecánica de tiro relativamente lenta podía ser un lastre. Bird quería demostrar que este análisis era erróneo.

Así que, minutos antes de que empezara el concurso en Dallas, con siete de los ocho participantes en el vestuario, la puerta se abrió de golpe, Bird entró y preguntó: «Bueno, ¿quién va a quedar segundo?». A continuación, repitió que le parecía que la bola tricolor era resbaladiza.

La suerte prácticamente estaba echada a esas alturas. Bird ni siquiera se quitó la chaqueta del chándal durante las dos primeras rondas —siempre ha insistido que no fue por arrogancia, sino por pura comodidad— y llegó a la final contra un auténtico «pistolero» como Hodges. Pero no fue rival para Bird. Este, ahora con el estrambótico uniforme rojo chillón de la Conferencia Este, anotó nueve triples consecutivos e incluso se permitió el lujo de encestar uno de los balones de colores contra tablero en la recta final.

Bird estaba eufórico. Dedicó sus primeras declaraciones a los compañeros de los Boston Celtics que le habían dicho con guasa que no ganaría, en concreto al veterano M. L. Carr, quien solía proclamar que era el mejor lanzador de triples. Así que Bird le robó la frase. «Soy el rey de los tres puntos», aullaba una y otra vez. «Soy el rey de los tres puntos.» Hasta mucho tiempo después, le arrancaba una sonrisa que alguien lo llamara «rey de los tres puntos». Y de hecho lo era en un sentido que Bird ni siquiera pretendía entonces. Puede que no fuera el primer gran triplista, un título que quizás pertenezca a Dale Ellis, pero sí fue la primera superestrella que incorporó el tiro de tres puntos a su juego, y aun hoy sigue constituyendo la mejor combinación de jugador y tirador de triples de la historia de la NBA.

Bird acabaría ganando también los dos concursos siguientes, pero el primero conserva un halo mítico. Tuvo lugar a mitad de una temporada triunfal para los Celtics y pareció reflejar todo lo que representaba Bird: la capacidad de concentración, la confianza ciega en sí mismo, la pura alegría de jugar al baloncesto mejor que los demás. Larry tenía algo especial, una faceta que le valió el apodo de «leyenda», aunque admitamos que Jordan era un jugador más completo y que Magic —cinco campeonatos frente a los tres de Bird— poseía más títulos.

Nunca podemos separar a Bird de su grupo étnico. El hecho de que millones de jóvenes blancos de todo el mundo admiraran a Bird, de que lo idolatraran casi, no es algo racista, pero sí racial. Lo mismo puede decirse de los millones que lo detestaban solo porque era blanco y que argumentaban que su fama era una burbuja inflada por la prensa mayoritariamente blanca.

Pero aquellos que lo conocían sabían que su rudeza era auténtica, legítima, y que la sordidez de su juventud (su padre alcohólico se suicidó cuando Bird tenía dieciocho años) había forjado su carácter.

Unos años después Patrick Ewing me contó todo lo que necesitaba saber sobre lo que otros jugadores opinaban sobre Bird. Aunque Ewing había crecido en Cambridge (Massachusetts) y veneraba a Bill Russell, el legendario pívot de Boston, no era fan de Bird ni de los Celtics de la época. No me explicó por qué. No hacía falta. Los Celtics eran el equipo de los blancos y Bird, su líder. «Durante todo el instituto, mis amigos y yo los odiábamos, a él y a su equipo», dice Ewing.

Pero algo cambió cuando Ewing llegó a la NBA y se enfrentó a la mirada impertérrita del pueblerino de French Lick. El pívot llamó entonces a sus amigos por teléfono:

«¿Te acuerdas de todas aquellas burradas que decíamos sobre él? Olvídalas. Ese cabrón es un fuera de serie.»

CAPÍTULO 5 EL PARIA Isiah pierde el balón… Y luego lo echa todo a perder.

ESTABA EN SU MANO, AHÍ MISMO, el partido, la temporada, su larga lucha por ingresar en el Olimpo de los ganadores junto a los Sixers, los Lakers y los Celtics… todo. ¡Ahí mismo! Sus Detroit Pistons ganaban de un punto a los Celtics en el Boston Garden en el quinto partido de la final de la Conferencia Este de 1987. Solo quedaban cinco segundos y lo único que Isiah Thomas debía hacer era pasar el balón a un compañero y la victoria era suya. Fácil. En aquella época, Isiah se consideraba el jugador más listo de la liga, siempre. Y el jugador no andaba demasiado equivocado.

Pero entonces la situación se complicó. El entrenador de los Pistons, Chuck Daly, solicitó tiempo muerto —a Detroit le quedaba uno—, pero nadie lo vio. Ninguno de los veteranos que había en pista, como Joe Dumars, Bill Laimbeer, Adrian Dantley o el propio Thomas, pensó en pedirlo.

La mejor opción de Isiah era Laimbeer, un buen lanzador de tiros libres, y Bird lo sabía. Así que Larry fingió que cubría a Dantley y de repente se lanzó hacia Laimbeer justo en el momento en que Thomas, apurado por los cinco segundos de tiempo para sacar, soltó el balón en esa dirección.

Era típico de Bird, quien siempre tenía problemas para mantenerse cerca de su defendido, pero, como el entrometido de clase, era especialista en meter las narices en los asuntos de los demás. Bird pensó durante un instante en cometer falta sobre Laimbeer, pero, como dijo después, el balón pasado por Thomas «pareció suspendido en el aire durante una eternidad». Bird robó la pelota, se giró de inmediato, vio que su compañero Dennis Johnson cortaba hacia canasta, le dio un pase perfecto y vio como Johnson anotaba una bandeja contra tablero que dio a los Celtics la victoria por 108 a 107 y la ventaja de tres partidos a dos en la serie.

Pero no fue entonces cuando Thomas dilapidó buena parte de sus opciones de entrar en un Dream Team que ni siquiera había nacido aún. Fue unos minutos después.

A Thomas lo abordaron en el peor sitio posible para un jugador de la NBA que acaba de perder un partido de mala manera: el vestuario visitante del antiguo Boston Garden, un lugar solo un escalafón por encima de unos baños de instituto, con agua tibia, urinarios abiertos y olor a cantina de prisión. Estaba lleno de gente, la tensión podía cortarse con un cuchillo, la temporada estaba casi perdida y a Isiah le hervía la sangre de hostilidad hacia los Celtics. De hecho, Bird y Laimbeer, fiel amigo de Isiah, se habían enzarzado en una pelea durante el tercer partido, que habían ganado los Pistons por 122 a 104. A Laimbeer le habían impuesto una multa de 5.000 dólares por derribar a Bird, y a este una de 2.000 dólares por lanzar el balón contra Laimbeer.

Dennis Rodman, entonces en su primer año y aún vestido (por lo que sabemos) como una persona normal, decidió dar su opinión sobre Bird. Yo no estuve presente al principio de la declaración, pero Rodman dijo que Bird estaba «sobrevalorado» y que había ganado tres premios consecutivos al jugador más valioso de la liga «solo porque era blanco». Entonces los periodistas centraron su atención en Thomas, momento en que llegué yo. Preguntaron a Isiah qué le parecían los comentarios de Rodman y contestó que «la verdad es que estoy de acuerdo». A continuación, cerrando filas, añadió: «Larry Bird es un jugador fantástico. Pero si fuera negro sería uno más».

Luego Isiah soltó aquella risita suya que conocía cualquiera que lo hubiese tratado, esa ligera mueca acompañada por una sonrisa medio angelical, medio diabólica.

Unos días más tarde, Isiah se enfrascó en una gira de súplica absolutoria que culminó en la final de la NBA en Los Ángeles, donde Isiah, de pie junto a un Larry Bird visiblemente incómodo, volvió a reír para intentar demostrar que todo había sido una broma. Pero esa risa, ni entonces ni ahora, nunca transmite eso. Es una mueca inescrutable, que puede ilustrar tanto la expresión de un bromista como el semblante de un capellán. Es imposible de discernir. Isiah era, y sigue siendo, un solipsista; su realidad, la única realidad.

Me he equivocado. Estaba furioso. ¿Alguna vez le han entrevistado medio desnudo en el Boston Garden y le han preguntado sobre un rival acérrimo?

Pero no lo hizo. Si bien hubo otras razones por las que Isiah no acabó formando parte del Dream Team —muchos señalan el supuesto boicot a Jordan en el Partido de las Estrellas dos años antes, mientras que otros apuntan a los tejemanejes de Thomas durante la temporada de 1988-89 para forzar a los Pistons a que se deshicieran de Adrian Dantley para favorecer a su amigo Mark Aguirre—, yo creo que este fue el motivo principal.

Detroit todavía albergaba esperanzas, a pesar de la doble pifia de Isiah. Los Pistons vencieron a los Celtics por 113 a 105 en casa y empataron la serie, pero, como era de esperar, cayeron en el Boston Garden en el séptimo partido, 117 a 114.

Así que lo que Isiah debería haber respondido cuando le preguntaron hace tantos años si consideraba que Bird estaba sobrevalorado era lo que Patrick Ewing le dijo a sus amigos de instituto: «Rodman no tiene razón. Este cabrón es un fuera de serie».