Índice

Dedicatoria

Cita

Introducción

Capítulo 1

La predicción del cielo,
poder de los dioses

Contar el futuro de un pueblo

Descifrar totalmente el futuro de cada cual

La quiromancia

La astrología

Desvelar aspectos del futuro individual

A través de palabras de inspiración divina

Mediante los sueños

Por juego de azar

Por los animales

Por las cartas y el café

¿Por qué seguir creyendo?

Capítulo 2

El dominio del tiempo,
facultad de los hombres

Eludir la predicción: la libertad y la gracia

Prever el tiempo que hará

El valor creciente del tiempo: especulación y previsión

El sentido de la historia: el tiempo largo

Cuatro métodos de aprendizaje del arte de prever

Los juegos de estrategia

La música

La literatura

El humor

Capítulo 3

El control del azar,
poder de las máquinas

Los modelos: simular, prever, predecir

El retorno del azar como técnica de predicción

Las predicciones sobre los mercados de capitales

• La economía conductual

• Las oscilaciones del futuro alrededor de una media

• La predicción correlativa de los comportamientos

La predicción de vida de las personas

La predicción de la vida de las máquinas

La predicción de los terremotos

La previsión de los ciclones

La predicción del clima

La predicción de los delitos

La predicción del tráfico

El perfil predictivo de consumo

Los juegos de estrategia como técnica de predicción

La dictadura predictiva

Capítulo 4

Mi forma de prever el futuro

Por qué es vital y necesario

Prever el propio futuro

Prever el futuro de otro, allegado o desconocido

Prever el futuro de una empresa

Prever el futuro de un país

Prever el futuro de la humanidad

Conclusión

Bibliografía

Libros

Páginas web

Documentos

Artículos de investigación

Artículos de diarios y revistas

Obras cinematográficas

Agradecimientos

Sobre el autor

Sobre el libro

Créditos

 

A Claude Durand

 

Hoy no puedes tener poder sobre mañana.

Pensar en el día de mañana supone tener un carácter gris.

No desaproveches este instante, si no hay amargura

[en tu corazón,

Pues nadie sabe cómo se disfrazan nuestros mañanas.

Omar Jayam

Introducción

No hay duda de que debo una parte considerable de mi identidad a una previsión errónea de mi madre y a otra previsión, certera, de mi padre: como no preveía dar a luz a gemelos, mi madre escogió solamente un nombre de pila, y fue el azar el que decidió el mío (una cuna supletoria, que trajeron a última hora y con urgencia a su habitación de hospital, precisamente lucía una etiqueta con el que a la postre se convirtió en mi nombre). Previendo, con mucha antelación, el futuro que le esperaba a Argelia, mi padre, cuya familia vivía desde hacía siglos en ese país, decidió instalarse en París al comienzo de la guerra de Independencia, teniendo que soportar las burlas de los más allegados, que no entendían su desazón, y para gran beneficio de sus hijos, cuyo destino con toda seguridad hubiera sido muy distinto si hubieran llegado a la metrópoli en el contexto del pánico general que se produjo una vez terminado el conflicto.

Esa es, sin ninguna duda, una de las razones, entre las más desconocidas, que hacen que, desde hace décadas, me dedique a descifrar el futuro, explorando sus múltiples aspectos, de mil maneras diferentes, libro a libro.

También, sin duda, porque una de las formas de dilatar la propia vida, más allá de los límites de lo verosímil, consiste en reflexionar con la suficiente intensidad sobre el futuro distante como para experimentar la sensación de vivir en él.

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Sí, prever el futuro es peligroso, ya que uno se arriesga a ver en él la necesidad de realizar actos exigentes que cualquiera preferiría eludir.

Sí, prever el propio futuro es indispensable; no para someterse a él, sino para dominar sus riesgos y determinar, en la medida de lo posible, el curso de la propia vida.

Sí, prever el propio futuro es posible. No predecirlo, y menos aún conocerlo, sino únicamente, y dentro de ciertos límites, preverlo.

Para lograrlo, los hombres utilizan las mismas estrategias desde hace milenios, a pesar de que la eficacia de éstas es harto incierta. Desde hace poco existen máquinas superpotentes que parecen encontrarse en vísperas de ser verdaderamente capaces de predecir nuestro destino.

Personalmente creo que ahora mismo ya se puede prever lo esencial de nuestro futuro, tanto individual como colectivo, siempre que se sigan unas vías muy concretas hechas de razón e intuición, empleando todos los conocimientos acumulados hasta nuestros días y rebasándolos, abriendo caminos a nuevas libertades. Voy a exponer aquí los métodos para ello.

Para quienes sólo piensan en ellos mismos, prever el futuro se reduce a tratar de anticipar el suyo propio, con miras que varían según las culturas y las épocas: ¿Qué será de mí? ¿Me amarán las personas a quienes amo? ¿Cuál es el momento adecuado para hacer eso o aquello? ¿Hará mañana un tiempo apacible? ¿Ganaré o perderé determinada disputa? ¿Cuánto tiempo me queda de vida? ¿Qué enfermedades se ciernen sobre mí? ¿De qué voy a morirme? ¿Qué me espera después de la muerte?

Para quienes se preocupan también por el destino de sus semejantes, surge un montón de preguntas diferentes: ¿Qué les tiene reservado el porvenir a quienes amo? ¿Y a mi comunidad? ¿Y a mi empresa? ¿Y a mi país? ¿A la humanidad? ¿Al planeta?

La humanidad ha buscado infatigablemente respuestas a todas estas preguntas. Durante mucho tiempo y en balde. Hoy en día son sobradamente accesibles, cuando menos en lo que atañe al futuro terrestre, siempre que se sepa dónde buscarlas.

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Desde muy temprana edad me he interesado en prever mi propio destino y el de los otros y, de un modo más general, el de las sociedades humanas. Aunque hasta ahora no he publicado ningún texto sobre las estrategias que utilizo para prever, he escrito mucho acerca de las consecuencias de la aplicación de dichas estrategias sobre el destino de grupos diversos.

Empecé a hacerlo en 1975, en un libro titulado La herramienta y la palabra, en el que expliqué cómo, de una forma progresiva, se utilizaría la información en lugar de la energía, y cómo, en concreto, las herramientas de comunicación irían substituyendo a los medios de transporte poco a poco; después, en 1977, en Ruidos –un ensayo sobre la historia de la música–, señalé que esta disciplina, en su composición y en su práctica, ha evolucionado con mayor rapidez que las otras actividades humanas: prever sus transformaciones, y las del estatus del músico, podría, por lo tanto, ayudar a comprender las de otras dimensiones de las sociedades. Esta investigación me ha permitido predecir, a partir del año en que la llevé a cabo, el lugar cada vez más destacado que ocuparía la música en todas las sociedades y en todas las ocasiones de la vida, el hecho de poder disponer de ella gratuitamente, su distribución, la aparición de lo que ha acabado convirtiéndose en YouTube, el desarrollo del espectáculo en directo y de la experiencia musical; así como otros procesos evolutivos que todavía no han sido examinados, como la emergencia de nuevos instrumentos de música y la generalización de la práctica artística en detrimento de su consumo.

En dos textos posteriores, publicados en 1978 y 1981 (La nueva economía francesa y Los tres mundos. Para una teoría de la post-crisis), pronostiqué, entre otras cosas, el giro del centro del mundo del Atlántico al Pacífico, el advenimiento del ordenador personal y del teléfono móvil, así como el de una sociedad de vigilancia en la que cada cual llevaría consigo las herramientas de su propio control. En El Orden caníbal: vida y muerte de la medicina, publicado en 1979, donde me interesé por la medicina y su historia, anticipé el lugar cada vez más destacado que ocupa ésta en la economía, la proletarización de los oficios relacionados con la salud, la autovigilancia del cuerpo y del espíritu, el desarrollo de la robotización y de los órganos artificiales, la clonación animal y humana, nuevas actitudes frente a la muerte, y lo que hoy en día se denomina transhumanismo. He descrito, también, cómo el hombre acabaría convirtiéndose en objeto consumiéndose a sí mismo, que es precisamente lo que materializa el suministro de cada uno de sus datos personales.

En 1988, en Historia de la propiedad, anticipé el desarrollo del arriendo en detrimento de la propiedad y concebí el concepto de objeto nómada.

En años sucesivos describí, en diversas obras, el futuro de la medición del tiempo, de la propiedad, del sedentarismo, del nomadismo, del trabajo, de la sexualidad, del amor, de la familia, de la libertad, del socialismo, del liberalismo, del capitalismo, del judaísmo, de la relación con la muerte, de la ideología, de la modernidad, del arte, de Europa, del gobierno mundial; antes de proponer síntesis provisionales acerca de ello en dos libros consecutivos –Líneas en el horizonte (1990) y Breve historia del futuro (2006, revisado en otoño de 2015)–, en ocasión de dos exposiciones complementarias y epónimas, una en el Museo del Louvre, en París, y la otra en el Museo de las Artes Reales, en Bruselas.

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Quiero explicar aquí cómo preveo yo el futuro; y como puede conseguirlo cualquiera de nosotros.

Conocer el futuro, predecir el futuro, prever el futuro: tres expresiones que aparentemente indican lo mismo y que, sin embargo, son muy diferentes. En todas las lenguas.

Conocer el futuro es pensar que éste está establecido de antemano y que se puede llegar a conocer en todos sus detalles. Quienes creen que ello es posible deducen que es necesario que nos resignemos a aceptar nuestro destino tal como éste se presente, ya que nos está impuesto, día tras día, por los dioses o por la naturaleza. Que tenemos que rezar a los dioses para que lo cambien.

Predecir el futuro también supone pensar que es inalterable, pero ya sin creer que resulta totalmente accesible a nuestro conocimiento; supone, por lo tanto, conformarse con adivinar retazos del mismo, con anticipar un poquito de lo que nos tiene reservado el destino, ya sin la esperanza de modificarlo, a no ser a través de la oración…

Finalmente, prever el futuro también es tratar de adivinarlo, al menos en parte, pero considerando que no se halla inmovilizado, y que resulta posible, mediante la acción, de hacerle tomar un camino distinto al que señala la previsión.

Intentar conocer el futuro, o predecirlo, es resignarse. Intentar preverlo es prepararse, si se desea, a vivir libre, a convertirse en uno mismo.

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De todo ello podemos deducir la relación entre el preverse a uno mismo, tema del presente libro, y el convertirse en uno mismo, tema de un libro anterior (Convertirse en uno mismo, publicado en esta editorial en 2016). Es muy importante no confundir estos conceptos: el preverse a uno mismo es aquello que nos espera. El convertirse en uno mismo es aquello que se desea llegar a ser. Lo primero requiere lucidez; lo segundo, ambición. Se puede ser lúcido sin ser ambicioso, y ser ambicioso sin ser lúcido.

Quienes creen que se puede conocer el futuro o predecirlo conciben el convertirse en uno mismo como algo establecido de antemano, a menos que se rece o se desafíe los dioses.

Quienes creen que pueden influir en su destino necesitan, en primer lugar, entender lo que parece reservarles el futuro; para desviar, si ello resulta necesario, el curso del destino y aproximarlo a una trayectoria anhelada. Al igual que un general envía a un soldado explorador o a un espía a observar lo que sucede en las filas enemigas, para que luego éste le informe de la situación y pueda elaborar una estrategia, prever es convertirse en explorador del tiempo, espía del futuro.

Pero lo contrario no siempre es cierto: alguien puede desear prever su propio futuro únicamente para eludir un peligro, sin querer, por ello, cambiar el curso de su vida ni tratar de convertirse en uno mismo. Por ejemplo, al conducir de noche por una carretera es conveniente encender los faros para eludir los obstáculos, pero no necesariamente para cambiar de lugar de destino; de la misma manera, a una empresa le interesa evaluar todos los riesgos a los que puede exponerse para evitarlos, sin por ello querer cambiar de actividad. A un banquero le conviene conocer todas las circunstancias en las que su préstamo podría no serle reembolsado y no por eso querer cambiar su política crediticia. A una nación le interesa prever los riesgos que podría correr, y no por eso querer forzosamente cambiar el modelo de desarrollo o de proyecto político. A la humanidad le interesa prever la evolución del clima del planeta, con el fin de intentar frenar las desastrosas consecuencias de la misma, sin por ello querer cambiar su destino en un sentido más amplio. Y, de un modo más concreto, los pueblos maltratados y las víctimas de una segregación específica se encuentran sin cesar en la obligación de prever las amenazas que les acechan; para ellos prevenir el futuro constituye un requisito de supervivencia, lo cual no necesariamente les fuerza a cambiar de país o de credo.

Hoy en día, aquellos que no pueden o no quieren prever su futuro se están fraguando un mañana trágico. Para expresarlo de un modo llano, no están preparando su jubilación; viven endeudándose sin preocuparse de cómo van a reembolsar sus deudas; pasan por alto las consecuencias de sus actos para con el medio ambiente y para con los demás; e incluso si se da el caso que sepan las consecuencias que tal cosa acarreará, prefieren ignorarlas.

Solamente sobrevivirán por mucho tiempo quienes no hayan tenido una forma de actuar tan suicida, y hayan sabido prever y ayudar a los otros a tomar conciencia de la urgencia de anticipar. Para continuar siendo seres humanos, o, mejor todavía: para por fin llegar a serlo.

Es posible. Es preciso no olvidar jamás que lo característico del hombre, aquello que le ha permitido dominar a las otras especies, es su capacidad para prever el futuro. Y que, entre los humanos, lo característico de los líderes es su capacidad superior para lograrlo, para hacerlo creíble o para controlar a aquellos que lo hacen; hoy en día prever tiene que convertirse en una obsesión. Es el precio de la libertad.

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¿Se puede prever el futuro?

Para algunos, resulta absolutamente imposible: mejor que renuncien en seguida.

En primer lugar, porque ni siquiera se sabe qué es el tiempo: si cada cual experimenta claramente que éste transcurre (en nuestro cuerpo, nuestra vida, nuestras sensaciones, nuestros recuerdos, nuestras esperanzas); si cada cual comprende más o menos qué son el pasado y el presente, cada cual sabe también que la memoria es engañosa, que el presente es a menudo ilusorio, que el futuro es inmediatamente pasado; y que ni siquiera se puede definir el tiempo (por ejemplo, ¿ha existido un comienzo?, lo cual sería absurdo; ¿o no lo ha habido?, lo que aún sería más absurdo).

En segundo lugar, porque son tantos los acontecimientos que pueden influir en el futuro, personal o colectivo, que es absurdo desear determinar el curso de las cosas: si no nos hubiéramos encontrado por casualidad con cierta persona, nuestra vida hubiera sido totalmente diferente; por el contrario, si no hubiéramos llegado tarde a determinada cita, hubiéramos podido conocer a aquel o aquella que hubiese podido cambiar nuestro destino. Si una empresa no hubiera contado con tal directivo, tal vez habría carecido de determinada tecnología que hizo posible mantenerla a flote. Lo mismo ocurre a escala de las naciones y de la historia: si en junio de 1914, en Sarajevo, el archiduque Francisco Fernando de Austria hubiera escapado al atentado que lo mató, quizás no se hubiera producido la Primera Guerra Mundial; si, en 1984, en Moscú, Yuri Andrópov, secretario general del Partido Comunista soviético, no hubiera muerto prematuramente, o si Grigori Romanov hubiera sucedido en lugar de Mijaíl Gorbachov, tal como estaba previsto, a Konstantín Chernenko, la Unión Soviética tal vez todavía existiría. Si el día 11 de setiembre de 2001, unos pasajeros valerosos no hubiesen desviado la trayectoria del cuarto avión secuestrado, y éste se hubiera estrellado, según lo planeado, contra la Casa Blanca, el planeta hubiera corrido otra suerte.

Y lo que es más: el mundo se ha convertido en algo tan precario, tan fluido, tan líquido, tan confuso; su realidad está, ya desde ahora, constituida por tal cantidad de imágenes y de virtualidades que pasado, presente y futuro se han hecho totalmente equivalentes, intercambiables, convirtiendo en absurda, según muchos, cualquier reflexión acerca de un concepto hoy en día al parecer tan vacío como es el de futuro.

Es comprensible, por tanto, que tras un millar de páginas de análisis doctos sobre este tema, el matemático Nassim Nicholas Taleb concluya categóricamente: “Las previsiones son lisa y llanamente imposibles”.

Para otros, por el contrario, aunque fuera posible prever, predecir e incluso conocer el futuro, habría que abstenerse de hacerlo a toda costa: ¿Es realmente necesario saber que uno se verá aquejado por una enfermedad incurable? ¿Es necesario pensar en la muerte? ¿Es de verdad necesario, en una pareja, tratar de prever el comportamiento del otro? ¿No sería eso condenarse al aburrimiento? Si alguien supiera, antes de cenar en casa de unos amigos, con quiénes se encontraría y lo que allí se diría, ¿acaso tendría todavía ganas de acudir a la cita? ¿Si una persona supiera con antelación que una función teatral o musical va a tener lugar sin el más mínimo clímax, seguiría teniendo por ésta el mismo interés? De igual modo, ¿si se hubiera podido prever que la electricidad provocaría la muerte de varios millones de personas, acaso la habríamos utilizado? En términos más generales, si el futuro fuese previsible totalmente, ¿conservaríamos aún las ganas de vivir? ¿Acaso no es lo imprevisible necesario en cualquier vida en sociedad? ¿En cualquier placer? ¿En cualquier decisión?

Para otros, prever no sólo es inútil, sino también peligroso, puesto que al anticipar los acontecimientos ya no habría excusa alguna para no actuar.

A otras personas, en cambio, les resulta útil intentar prever su futuro personal, pero ante todo no hay que tratar de penetrar en los secretos del futuro los demás, ya que esto haría que la vida fuera insoportable: una sociedad en la cual todos supieran la fecha de la muerte de todos aquellos con quienes se codean sería insufrible. Para dichas personas, en términos generales, el futuro de los otros no es asunto suyo; no les concierne en absoluto. No sirve de nada, particularmente, prever la suerte que aguarda a las generaciones futuras. Groucho Marx observó al respecto, con aparente congruencia: “¿Por qué tendría que preocuparme de la suerte de las generaciones futuras? Ellas no han hecho nada por mí”.

Y, sin embargo, el destino de los demás nos concierne, incluido el de las generaciones venideras, conocidas o desconocidas, cercanas o lejanas: para convencerse de ello basta imaginar un mundo en el cual nadie se preocupara ya de la suerte de los otros; ni de la de su familia, ni de la de sus amigos, ni de la de sus empleados, ni de la de sus patronos, ni de la de sus conciudadanos, ni de la de sus hijos, ni de la de los hijos de sus hijos. Un mundo, incluso, en el que se prestara tan poca atención a las próximas generaciones que éstas ya no existirían, en el que ya no nacería nadie: un mundo así se convertiría rápidamente para quienes viven hoy en día, los últimos humanos sobre la Tierra, en un infierno.

¿Pero es posible prever el futuro? Tal es el objeto de este libro.



Antes de desvelar cómo preveo yo el futuro y cómo cada uno de nosotros, cada empresa, cada país y toda la humanidad en su conjunto puede actualmente prever su destino y el de los demás, me parece necesario emprender un breve viaje por la historia de las técnicas que para ello se han utilizado desde los albores de los tiempos. Porque ninguna es inocente y yo he precisado de todas y cada una de ellas, o casi, para constituir mi propio método, el cual es, en mi opinión, coherente y eficaz a la vez.

Desde siempre los hombres escrutan los astros, consultan a videntes, se hacen echar las cartas y hurgan en lo que creen ser manifestaciones del destino. Sorprendentemente, se empeñan en hacerlo sin dudar de la validez de técnicas de las cuales, sin embargo, nadie ha aportado nunca la mínima prueba racional respecto a su eficacia. Como si el hombre se agarrase a lo que fuera para tratar de comprender lo que le espera, en un mundo en el que nada le parece previsible, ni tan siquiera, en los primeros tiempos de la humanidad, que el sol vuelva a salir al amanecer o vuelva a anochecer con el ocaso. Cada una de dichas técnicas expresa, con todo, mucho sobre el futuro: desde la observación de los astros hasta el análisis de los sueños, desde los juegos de azar a la interpretación de los signos más ligeros, todo puede resultar significativo.

Dado que el poder pertenece en gran medida a quien prevé, o bien a quien consigue hacer creer que es capaz de hacerlo, o incluso a quien controla a los que prevén –sucesivamente hombres de Dios, de armas, políticos y hombres adinerados–, esta historia de la predicción es también, en cierto modo, la historia del poder.

Los que hablan del futuro siempre se encuentran en una posición arriesgada: son, por lo general, pesimistas (puesto que siempre ha habido tendencia a ensombrecer el futuro que no se va a conocer, como para castigar a los demás por existir después de nosotros). Y quienes prevén son con frecuencia considerados responsables de lo que presagian (cuando menos de haberlo deseado). Prever el futuro es, pues, arriesgarse a que un día te acusen de querer aquello que en realidad se teme y a lo que solamente se menciona para combatirlo.

Así, por ejemplo, a menudo me han acusado, con la más absoluta mala fe, de ser partidario de la eutanasia de las personas que han alcanzado la edad de la jubilación para evitar financiar su pensión, cuando, por el contrario, lo que hice fue indicar que precisamente ese era el riesgo, si el mercado imponía sus leyes, y que era necesario combatirlo. Otros también me reprocharon haber anunciado el final ineluctable del euro para diciembre de 2011, cuando había explicado que corría el riesgo de desaparecer antes de la Navidad de ese mismo año si el Banco Central Europeo no actuaba a tiempo, cosa que hizo con acierto el 23 de diciembre.

Prever el futuro ha sido anteriormente una prerrogativa de los dioses y de sus representantes en la tierra. Aquellos a los que Victor Hugo denomina “contempladores de tinieblas” intentan, por tanto, penetrar en los secretos del porvenir mediante plegarias, trances, observación de signos celestes o corporales, juegos de azar, meditación, música, danza. Se trata de chamanes, profetas, adivinos, los cuales son, al mismo tiempo, adorados y odiados, temidos y venerados.

Poco a poco, los hombres han tratado de apropiarse de esos poderes y han logrado ser capaces de prever, valiéndose de diferentes técnicas racionales, algunos datos del futuro. Han ido afinando gradualmente procedimientos para aprender a prever: los juegos, la literatura, la música, el humor.

Y luego, muy recientemente, todo se ha malogrado: ninguno de los derroteros que se suponía que tomaría la historia se ha ajustado a lo anunciado; ni el del capitalismo, ni el del socialismo, ni el de la democracia. El mundo se ha hecho cada vez menos predecible. La mayor parte de los humanos, ebrios de libertades y de caprichos, se conforman con vivir el momento presente sin pretender esperar nada del futuro. Ya no piensan en la eternidad, ni siquiera en los años que les quedan de vida. Se esfuerzan al máximo para olvidar que son mortales, aturdidos por distracciones absurdas, por codicias ilusorias.

Actualmente, ante la complejidad de las interacciones, los hombres confían cada vez más a las máquinas la misión de prever. De un modo cada vez más preciso. En todos los ámbitos: las finanzas, la salud, la seguridad, el consumo, la producción. La previsión vuelve a ser, así, predicción.

Este saber sobre el futuro no se comparte de una forma equitativa, y seguirá siendo lo que es desde los albores de los tiempos: una poderosa herramienta de poder en beneficio de unos cuantos. En primer lugar, como siempre, de aquellos que, enigmáticamente, sepan dar muestras de intuición y de presciencia. Luego, más adelante, compañías de seguros y sociedades gestoras de datos conocerán todos los riesgos a los cuales cada cual se expone, y van a guiar el comportamiento a seguir para minimizarlos. Cualquiera será entonces un colaborador más o menos voluntario de una dictadura predictiva.

Por lo que a mí respecta, no quiero creer que la libertad humana se echará a perder de esta manera. No quiero creer que ya no contaremos nunca más con los medios para anticipar nuestro futuro y actuar sobre él. No creo tampoco que las máquinas sean hoy en día, ni que lo serán jamás, capaces de sustituir la sofisticación de la reflexión humana. Ni que la democracia acabará convirtiéndose definitivamente en una añagaza. Me niego creer, en fin, que el género humano accederá a perder lo que constituye la esencia de su grandeza: su capacidad de proyectarse hacia el futuro, para escogerlo.

Creo, por el contrario, que las posibilidades de preverse de cada cual son, y pronto serán, mayores que nunca; y que anticipar nuestro porvenir seguirá siendo un arma, el arma definitiva, para defender y conquistar nuestra libertad.

Para conseguirlo, echando mano de los saberes acumulados durante siglos, he afinado unas técnicas muy peculiares que expongo aquí y que se me antojan, en la práctica, muy eficaces; para prever tanto mi futuro personal como el de los demás, el cual, por cierto, influye en el mío: tan fascinante resulta el extraordinario destino de los hombres, unidos por su futuro aún más que por su pasado.