Rafa Melero Rojo nació en Barcelona, pero su infancia la pasó en Lleida, hasta que en 1995 ingresó en el cuerpo de los Mossos d’Esquadra. Desde entonces ha trabajado en ciudades como Figueres, La Bisbal de l’Empordà, Lleida, L’Hospitalet de Llobregat y Terrassa, entre otras, y su trayectoria profesional ha transcurrido íntegramente en la policía judicial, en grupos como el de Homicidios, Salud Pública o Delitos contra el Patrimonio. Esta es su tercera novela, después de publicar las exitosas La ira del Fénix (Playa de Ákaba, 2014) y La penitencia del alfil (Alrevés, 2015).
El asesino en serie es una criatura de una enorme complejidad y que camina a paso lento y seguro, como un camaleón, cambiante y letal, y siempre al acecho de su próxima víctima; algunos pueden cometer sus crímenes durante años antes de que surja un indicio que ponga a la policía tras su pista.
Nadie sabe esto mejor que el sargento de los Mossos d’Esquadra Xavi Masip, que tras el asesinato de la mujer de un empresario barcelonés es capaz de atar cabos con el caso de «Sasha», una chica encontrada muerta en un bosque de Girona con una extraña señal marcada en su cuerpo, y enseguida se da cuenta de que no se trata de un crimen aislado.
Masip no solo tendrá que enfrentarse a un criminal infinitamente cruel, sino que, además, deberá lidiar con la implicación de la mafia rusa que controla gran parte de la prostitución de la costa barcelonesa y con ciertas desavenencias con otros grupos de los Mossos.
Por si esto fuera poco, su investigación hará saltar las alarmas de otros cuerpos policiales y Masip deberá incluir en su equipo a la inspectora Andrea Martínez, de la Policía Nacional.
Después de La ira del Fénix y La penitencia del alfil, Rafa Melero vuelve, con su voz más reconocible, a sumergirnos en un sinfín de emociones mientras acompaña al sargento Masip por el laberinto de una nueva investigación criminal repleta de retos que pone a todo su equipo, y al lector, al límite de sus capacidades.
A mi hermano Miguel Ángel
Primera edición: octubre de 2017
Para Josep Forment, siempre con nosotros
Publicado por:
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Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a
08034 Barcelona
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© Rafa Melero Rojo, 2017
© de la presente edición, 2017, Editorial Alrevés, S.L.
© Diseño: Ernest Mateu
ISBN: 978-84-17077-22-8
Código IBIC: FF
Producción del ebook: booqlab.com
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Qué quieta está siempre la verdad,
qué quieta y qué firme.
NOEMÍ TRUJILLO,
poeta y escritora
Koschéi, el Inmortal:
Según la tradición, su alma está separada de su cuerpo y se encuentra
escondida en una aguja que se oculta dentro de un huevo.
Para los niños rusos, es un personaje maligno de los cuentos de hadas.
Un ser malvado de apariencia horrible que constituye una amenaza
para las mujeres jóvenes.
(Cuentos y leyendas de la mitología rusa)
Moscú, 16 de enero del 2013.
Nieve, frío, sangre y oscuridad. Así iba a ser la secuencia de acontecimientos que un hombre preparaba en la sombra. En su mente estaba clara como el agua y raramente se distanciaba de lo que iba a ocurrir a continuación.
Un gran bloque de hielo no se puede destruir a golpes, aunque quizá logres arrancar algún pedazo. Pero basta la tenue luz de un rayo solar para empezar a derretirlo. Él era un gran bloque de hielo, pero a diferencia del original a él no era tan fácil derrotarlo. Y mucho menos cuando era alguien que aspiraba a mucho. Quizá a lo máximo. Quería ser inmortal.
Cuando creces en circunstancias extremas tienes que aprender que ante el reto más complicado se aplica siempre la solución más fácil.
Cuando aceptó el encargo había dos cosas seguras:
Él iba a cumplir su misión.
Y alguien iba a morir.
Así, en un pequeño cuarto en lo alto del edificio, sentado en el suelo y apoyado contra la pared, uno de esos hombres exhalaba el aire helado a través del pasamontañas que le cubría la nariz y la boca dejando al descubierto sus ojos azules. Aquel trozo de ropa tenía una doble función, ya que, además de resguardarlo del frío, hacía que en caso de necesidad dificultara su identificación.
Se encontraba en el desván de un edificio, pero tenía la ventana abierta para ver la calle con mayor nitidez. No se veía caminar por ella a mucha gente, y los que lo hacían iban bien abrigados.
Desde aquella zona de la azotea, a poco más de un kilómetro del Kremlin, se percibía que todo transcurría con normalidad. Había tenido suerte. Si estuviera más cerca de donde se gobierna con mano de hierro la nación rusa, los agentes que hacen la contravigilancia a los mandos de la Duma podrían haberlo detectado. De hecho, en ese caso hubiera tenido que cambiar el plan.
Siempre la solución más segura.
Respiraba lenta y pausadamente. Observó su fusil de asalto, con silenciador y mira telescópica Val, que descansaba al lado de la ventana. Contempló sus manos cubiertas por unos guantes negros de piel que, sin embargo, dejaban al descubierto el dedo índice de la mano derecha. Eso era importante, puesto que para efectuar un disparo certero se necesita tener un buen tacto. Una pequeña vibración en el bolsillo le dio la señal que esperaba. Era su teléfono móvil, pero no necesitaba leer el mensaje que incluía. Se incorporó sin llegar a levantarse, se arrastró hasta la ventana abierta donde tenía una silla preparada y cogió el fusil.
Se colocó en posición apoyándose en la silla y, cubriéndose con una manta oscura para disimular su perfil, observó a través de la mira telescópica la plaza que tenía delante. Sobre todo el edificio que estaba justo enfrente. Era un restaurante con la fachada de color ocre, en pleno centro de Moscú. Por allí pasaban algunos transeúntes, que, sin embargo, no iban a ser un obstáculo para su misión. Estos deambulaban por delante del restaurante sin prestar atención y con la prisa que da el frío de la calle helada.
Se centró en la entrada del local. Si le había llegado ese mensaje al número de aquel teléfono, que no tenía nadie más y que iba a destruir en cuanto saliera de allí, no podía faltar mucho para que saliera su objetivo.
La puerta se abrió.
Primero salió un hombre alto con gorro y abrigo largo que oteó la calle. Después otro, de aspecto muy similar, que se puso a la derecha de la puerta. Y finalmente salió el hombre que esperaba.
Puso el dedo en el gatillo.
Los dos guardaespaldas se apartaron para que su jefe pasara delante y lo siguieron a la salida del local. Este dio un paso adelante, pero se detuvo y miró a los lados. Mientras lo tenía centrado en su mirilla, observó que una mujer, con un uniforme de camarera debajo del abrigo, salía del establecimiento y parecía encenderse un cigarro. La mujer soltó el humo de la primera calada mientras, por su lado, el hombre —más bien obeso— que era su objetivo la miraba de reojo.
El tirador centró la mirilla. La mujer estaba justo entre él y su presa. Un pequeño obstáculo sin importancia. Ella siguió fumando mientras se ponía a un lado y dejaba paso a los tres hombres. En cuanto se puso a tiro, su instinto se activó.
Abrió fuego.
Una ráfaga de disparos sordos salió escupida del fusil. Los dos hombres no parecieron saber cómo reaccionar y, cuando lo hicieron, su jefe, con la mano en el cuello y la sangre saliendo a borbotones, caía en la acera completamente cubierta de nieve.
La mujer también cayó por el impacto de una de las balas que había alcanzado a aquel hombre y lo había atravesado.
En el suelo, y mientras era muy consciente de que lo estaban matando, se centró en la mujer que yacía a su lado, y que le devolvía la mirada paralizando el momento, aunque este iba a ser efímero. En sus ojos adivinó que la mujer no entendía qué estaba pasando ni por qué se encontraba tirada en la acera junto a un desconocido sin poder levantarse.
El hombre cerró los ojos y, aunque lo invadía la ira, se dejó llevar.
Cerca de Barcelona, esa misma tarde y estirado en el sillón de aquel gran salón, Igor Orlov tenía puestas las noticias del canal por satélite ruso. Esperaba, ávido de acontecimientos, ver si daban la noticia que ansiaba. Era de origen georgiano, pero ya llevaba en España más de quince años. Se había instalado primero en Tarragona y más tarde en Gavà, donde residía en la zona más notoria de la ciudad. Aunque se decía a sí mismo que no era responsable directo del suceso que lo iba a cambiar todo, sí se había labrado la confianza suficiente de algunos buenos aliados. Eso le permitía estar al corriente de aquello. No en vano, ese es el tipo de noticias que un vor v zakone como él necesitaba saber antes que nadie.
El mensaje de texto era breve: «сделано». Igor sonrió para sí. Estaba hecho. Eso quería decir aquella simple palabra en ruso, y significaba que en breve iba a haber un gran cambio de rumbo en el negocio, y él tenía que apostar por el caballo ganador. Finalmente, la guapa presentadora narró lo que esperaba:
«Hoy, 16 de enero del 2013, ha muerto en plena calle, abatido por un francotirador, Asan Usoyán, apodado el Abuelo Hassan y considerado el rey de la mafia rusa...»
Igor tomó un buen trago de whisky, un Macallan de veinte años, y sonrió de nuevo.
«... el ministro del Interior no ha tardado en expresar su preocupación por este asesinato, puesto que podría llevar a una escalada de violencia que puede traspasar fronteras...»
En Barcelona, veinticuatro horas más tarde, una chica rubia de veintipocos años y una vida inmunda deambulaba desorientada por la Rambla, apoyándose en la pared y sin rumbo aparente. Se hacía llamar Sasha; no era su nombre real, pero eso era lo que ponía en su pulsera, que en los tiempos de bonanza le había regalado un cliente. Solo hacía tres años que había llegado a España cargada de sueños, ahora vacíos, e ilusiones de una vida que allí en Rusia le prometían que sería mejor. Despertó pronto de su fantasía cuando se vio con un tipejo sudoroso y repulsivo encima que, con envites violentos, la penetraba mientras violaba sus esperanzas y la llevaba por un camino que solo conducía a un destino áspero y fugaz. Lejos quedaron en ese momento su madre ya mayor, su hermana pequeña y un hermano al que pensó que quizá encontraría en España y del que jamás oyó hablar.
Drogas.
Era inevitable que, con el caballo, intentara acallar su conciencia sobre aquella vida mugrienta. Era lo único que la ayudaba a olvidar mientras perdía inexorablemente su cada vez menor inocencia a cambio de un puñado de euros que al final apenas le llegaban para el chute. Y eso desembocó en el olvido, que la empujaba a querer desentenderse de vivir y que hacía que cada noche en el club representara un personaje para soportar aquella carga. Unos meses después, de ella quedaba bien poco y ya solo sobrevivía la actriz inventada por ella misma, de nombre Sasha, que era lo que la mantenía aferrada a aquello que solía llamar vida. Eso y la heroína. A partir de la primera toma, ya sería su fiel compañera para siempre.
Pero ese caballo era traicionero, y en uno de esos chutes encontró dentro el bicho, que parecía predestinado a cruzarse en aquella vida desgarrada por la crueldad y el desprecio.
En el club de alto standing donde trabajaba, en la carretera de Castelldefels, no se permitía tener a una de sus chicas con el sida, por lo que allí tenía los días contados. Aunque seguía perteneciendo a su proxeneta, ya solo se valía por sí misma y las calles fueron su destino. Donde antes pagaban hasta quinientos euros por noche, ahora eran veinte, o una raya, o un pico.
Y allí se encontró con él. En la esquina de la Rambla con la calle Hospital. La chica casi no lo reconoció.
—Por fin te encuentro. Venga, alegra esa cara, que tengo algo para ti —le dijo enseñándole una pequeña bolsa de plástico transparente con un polvo blanquecino.
Ella contestó con una mueca.
Sin pensarlo ni siquiera un momento y como un robot, subió al coche y se perdieron por las calles de Barcelona.
Dos días más tarde, y detrás de un cordón policial de una zona boscosa cerca de Sant Hilari Sacalm, en Girona, dos mossos d’esquadra intentaban abrigarse del gélido frío de enero con anorak, guantes de piel y una braga. Estaban esperando a que llegara la policía judicial y así agilizar los trámites. Estar allí era un marrón y se acercaba el cambio de turno. Aquellos servicios eran de lo peor, pero no se iban a mover de allí. Un corredor que hacía esa ruta había encontrado un cadáver, y por las heridas que ellos mismos habían visto era claramente un asesinato. Más bien era una carnicería. Siguiendo los protocolos establecidos, balizaron un perímetro para evitar que la zona se contaminase más de la cuenta. Y allí estaban, esperando al caporal y a la unidad de investigación para que se hicieran cargo. Finalmente lo iba a hacer la unidad territorial de investigación de Girona, que se encarga de los homicidios.
Detrás del cordón, tirada en el margen de un camino, la que unos años atrás había llegado a España con una maleta cargada de esperanzas y sueños buscando una vida mejor yacía casi desnuda y cosida a heridas de cuchillo. Con sus ojos azules abiertos y una clara expresión de horror, extendía su poca esencia por el camino blanco de la nieve caída la noche anterior, ahora manchada por la sangre de aquella desdichada. Todo ello confería un aspecto siniestro y perturbador a una zona boscosa que siempre había ofrecido descanso a sus transeúntes. No llevaba casi ropa ni documentación, pero entre la nieve, a escasos centímetros del cuerpo sin vida de la joven, una placa de pulsera resplandecía entre los copos.
En letras grabadas en plata reluciente se podía leer: «Sasha».
En la actualidad.
Lucía en la noche una gran luna llena que reflejaba en las hojas de los árboles una claridad bella y a la vez siniestra.
Las ramas secas, bajo el peso de sus pies, crujían en un absurdo grito de desahogo mientras se resquebrajaban. Ella notaba ese llanto en sus propias carnes, puesto que en el transcurso de las últimas horas había perdido uno de sus zapatos. El otro zapato que le quedaba, ya sin tacón, la cobijaba de notar las púas y las piedras que se amontonaban en el camino de aquella zona boscosa. Su rímel se había corrido hacía tiempo y su semblante fantasmagórico no parecía importar a su acompañante. Un hombre iba detrás de ella, y aunque era él quien le indicaba el camino, simplemente seguía los pasos de la chica; esta, sin el zapato, caminaba torpemente hacia un destino que unos días antes no hubiera imaginado.
No se oía nada más que el sonido de alguna ave nocturna, que imprimía en la noche un aire aún más desolador en un sitio que, visitado en otras circunstancias, debía de ser un lugar mágico donde perderse. Eso era una paradoja, ya que, precisamente, a ella la dirigían a un lugar donde quizá no la iban a encontrar jamás.
Caminando bajo aquella estrella quebrada en el firmamento, Delia, que era el nombre que había adoptado para ese trabajo, tropezó y cayó al suelo torpemente. La habían drogado y llevaba las manos atadas delante. El hombre ni se inmutó y se limitó a esperar que ella misma se levantara. La miró con semblante gélido y sus ojos azules se clavaron en la chica. Lo que no escondían era el carácter frío y duro del alma que los dirigía. Era una de las personas de confianza del vor v zakone y le confiaban los trabajos más detestables. Eso nunca le había supuesto un problema y los acometía con una determinación inquebrantable. Ese era también uno de los rasgos más característicos de la sociedad donde se movía; una lealtad absoluta y unos principios que se regían por saber pagar con la misma moneda, tanto un favor como una ofensa. Estas últimas, en su oficio, se pagaban con la muerte.
Delia se levantó apoyando las manos atadas, mientras las tiras de su vestido se deslizaban abajo por la misma inercia del esfuerzo. Eso hizo que le bajara la parte superior del vestido y enseñara fugazmente sus prominentes pechos. Aunque medio atontada, se recompuso y se subió rápidamente los tirantes para taparse.
Él no se inmutó.
Siguió caminando sin prisa, porque la chica, sin saberlo, sí sabía adónde se dirigían. Lo había oído en el trabajo, pero jamás pensó que eso le fuera a pasar a ella. Un recuerdo de sus padres y su hermana la embargó y le compungió el corazón. ¿Qué iba a ser de ellos? Quizá jamás hallarían su cadáver e iban a estar siempre en un estado de pérdida sin consuelo, y sin saber si algún día iban a poder saber dónde llorarla. Pensó en las veces que había visto por televisión a aquellos desdichados padres de Marta del Castillo, y pensó en la rabia y la impotencia de los progenitores, que, aun sabiendo quién había acabado con la vida de su hija, seguían sin saber dónde poder llevarle unas míseras flores para un infeliz consuelo. Barajó sus opciones, pero observó a su acompañante y, al comprobar que debía de pesar cincuenta kilos más que ella y que iba armado, vio esfumarse con la misma rapidez sus pocas posibilidades de salir de allí con vida. Con el torpe caminar y cojeando, pensó en contárselo todo a su captor, aunque dudaba de si eso iba a servirle de algo o si por el contrario esa verdad la iba a condenar a una muerte aún más lenta de lo que quizá le esperaba al final de aquella senda en medio de la nada.
Sus dudas se disiparon cuando oyó el sonido de lo que parecía un mensaje de móvil.
En ese momento, en un edificio de Castelldefels a pie de carretera la situación era bien diferente. Subía por las escaleras, con las pulsaciones a doscientos, consciente de la prisa que tenía que darse. Cuando llegó al cuarto piso, se paró en el rellano y aprovechó para respirar. Sin embargo, el sargento de los Mossos d’Esquadra Xavi Masip no dejó de mirar hacia arriba, donde oía subir torpemente a aquel hombre que parecía estar malherido. No iba a escaparse, no tenía salida, pero necesitaba llegar hasta él antes que nadie.
Masip era el jefe del grupo dos de homicidios de Barcelona y el caso que le habían asignado le estaba quemando el alma. Eso pasa cuando un policía hace de un caso algo personal. En el período de formación, cuando se estudian las investigaciones, te intentan enseñar que eso no es bueno, ni profesional, pero la vida real es otra cosa. En esta, un caso te puede devorar si no estás atento, o puede devorar a quien esté a tu lado, y eso Xavi no lo iba a permitir. O al menos iba a hacer todo lo que estuviera en sus manos para evitarlo. Y eso requería que subiera las escaleras y atrapara a su presa.
Miró por el hueco de la escalera hacia abajo y sus ojos verdes se fundieron con los de Andrea Martínez, inspectora de la Policía Nacional, que se había quedado en el segundo piso. En ese instante, ella también miraba hacia arriba. Sus miradas se cruzaron un momento y se dijeron muchas cosas. En los últimos días se habían permitido conocerse mejor. Ella estaba bien, asintió levemente, y a él con eso le bastaba.
Volvió la vista hacia arriba y, apoyándose en la barandilla con la mano que tenía libre, se impulsó de nuevo hacia arriba y subió las escaleras de dos en dos. En la otra mano sujetaba su arma reglamentaria HK USP Compact de 9 mm. La utilizaba para asegurar el camino mientras intentaba evitar una sorpresa parándose para observar en los rellanos. No hay peor decisión para un policía que iniciar una persecución por un sitio desconocido. En cualquier esquina te puede esperar la muerte en forma de trampa. Siempre pensaba, cuando veía alguna película, que aquellas persecuciones por edificios donde el malo solo tenía que esperar parapetado detrás de una puerta a que apareciera su perseguidor con todas las ventajas eran unos enormes fallos de guion. Pero ahora se veía él en aquella tesitura y con la obligación de avanzar. No podía dejar de perseguir a ese hombre si quería tener una oportunidad. Y no iba a dejar de hacerlo por nada. El edificio solo tenía cinco pisos, por lo que necesitaba llegar arriba lo antes posible. Había visto que desde la azotea no se podía saltar a otro edificio, por lo tanto, su persecución tenía un final de trayecto corto, pero eso no quería decir que no tuviera prisa.
Delia miró hacia atrás mientras su captor, sin dejar de caminar, observaba su móvil. Se cansó de cojear y tiró el zapato de una patada hacia un lado. El hombre se paró y le buscó los ojos. Aun con la oscuridad de la noche cerrada, pudo ver que ese gesto no le había gustado. En ese instante, ella recordó que los cuerpos de muchas de esas chicas no habían aparecido y eso quería decir que no dejaban ningún rastro, y ahora aquel zapato representaba eso. Se paró y fue a recogerlo ante la atenta mirada del hombre, que seguía con la mano apoyada en la culata de la pistola que llevaba en el cinturón. No abrió la boca porque no hacía falta, estaba claro que el zapato no iba a quedarse allí. Lo recogió y se lo llevó en la mano. Volvió al camino y pensó que había llegado el momento de contarlo todo. Igual aquello era peor remedio que la enfermedad que significaba el final del sendero por el bosque. Pero no le quedó opción.
—Mira —dijo ella—, no sé quién eres, pero aún no has hecho nada.
El hombre no se inmutó y ella siguió caminando delante de él mientras hablaba.
—No soy una de sus putas. No sé qué te han dicho, pero no trabajo para él.
Silencio.
—Te vas a meter en un buen lío, ¿es que no me escuchas? —dijo rompiendo a llorar de desesperación.
El individuo se detuvo un momento y la observó.
—Sé muy bien quién eres —dijo con acento ruso—. Eres agente de los Mossos d’Esquadra.
Ella se quedó pálida. Lo examinó como quien espera saber qué le depara el destino, pero él solo dijo:
—Sigue andando.
La puerta de la azotea estaba abierta. No parecía una puerta endeble y, sin embargo, la habían forzado de un empujón. Xavi se tensionó de nuevo. El hombre no estaba tan malherido como creía, y, aunque el arma de fuego que llevaba inicialmente se le había caído en la lucha con los mossos hacía unos minutos, sabía que tenía un cuchillo. Y cualquier persona con un arma blanca es un peligro muy real.
Seguramente, el mosso de patrullas que esperaba en el segundo piso se preguntaba por qué le había ordenado quedarse abajo en espera de refuerzos. No tenía salida y era más seguro esperar al grupo especial de intervenciones para que terminara el trabajo, pero Xavi tenía que ser el primero en dar con el hombre si quería salvar la vida de la agente. La chica estaba secuestrada desde hacía tres días y solo la podía salvar si seguía muy bien su instinto, y para eso tenía que entregarle ese mensaje al hombre que perseguía. Si no lo conseguía, ella no iba a sobrevivir. Se centró de nuevo. Primero tenía que llegar hasta él y después ya pensaría en cómo coño saldría de aquel fregao y salvar a la chica.
Empujó la puerta con fuerza y, como ya estaba medio abierta, esta se estrelló contra la pared haciendo más ruido del que pretendía. Miró a ambos lados de la zona empedrada y no vio a nadie. La ventaja volvía a ser suya, puesto que lo peor era que lo esperara detrás de la puerta con el cuchillo. Giró la cabeza y al fin lo localizó. Estaba en la barandilla contraria mirando a la calle desesperadamente mientras buscaba una salida. Estaba tan concentrado que ni se percató de que Xavi llegaba hasta él.
Cuando ya se encontraba a escasos metros, puso cara de perdición, hasta que vio que no era quien pensaba. Estaba esperando a un compatriota y su perseguidor no era uno de ellos, pero enseguida lo reconoció. Era aquel policía.
Xavi vio que casi se alegraba de verlo. ¿A quién coño esperaba?
Le apuntó con su pistola.
El hombre se quedó inmóvil. De un policía no tenía nada que temer, el peligro venía de dentro. Tiró el cuchillo al suelo, pero justo a sus propios pies. Nunca se sabe si has de necesitar tenerlo a mano. Xavi, apuntándole al pecho desde varios metros, parecía leerle el pensamiento y no iba a permitir que en caso de necesidad llegara hasta el arma. De pronto, vio cómo sacaba lentamente un móvil del bolsillo. El hombre, después de examinarlo un buen rato, miró a Masip a los ojos, sonrió y después tiró el teléfono por la barandilla. Incluso desde la altura de aquellos cinco pisos se pudo escuchar cómo el aparato se estrellaba en el asfalto.
Pero Masip había llegado hasta allí e iba a cumplir su parte. Extrajo del bolsillo un papel doblado metido en un sobre y se lo tiró al suelo.
El hombre dudó, pero lo recogió. Cuando iba a abrirlo, el sargento lo detuvo. Solo le dijo que se lo guardase en el bolsillo. Este obedeció sin entender. Tampoco iba a saber qué ponía, ya que solo sabía leer en ruso, aunque si lo hubiera abierto habría comprobado que en realidad sí había unas anotaciones en su idioma. Y algo más.
El sargento respiró hondo y apretó los dientes. En el aire frío de la noche, Masip le clavó su mirada y caminó hasta él mientras el hombre, que seguía pegado a la barandilla, extendía los brazos, exponiendo las manos para que le pusiera los grilletes.
Un sentimiento de derrota lo invadió y por primera vez en su vida deseó no ser un servidor público. En algunos casos, la ley no está hecha para hacer justicia. Muchas veces los malvados se aprovechan de que sus perseguidores se tienen que regir por estrictas reglas éticas y morales que ellos ignoran. Son esclavos de leyes que les garantizan unos derechos que delincuentes y asesinos desprecian. Esas reglas hacen precisamente que haya una línea invisible pero infranqueable entre aquellos dos mundos antagónicos. No podía dejar de preguntarse cómo había permitido que aquella situación llegara a ese punto. ¿Cómo no lo vio venir hasta que era tarde?
Por desgracia, en algunos casos quizá compensa más ser el delincuente.
En el bosque, el hombre que caminaba con la chica le dijo que se detuviera, que se arrodillara de espaldas y pusiera las manos maniatadas en la cabeza. Miró de nuevo su móvil. Lo guardó en el bolsillo. Sujetó con su mano izquierda la cabeza de la chica, que ya lloraba sin cesar, y sacó un cuchillo. Ella vio cómo la hoja relucía en la noche con un brillo mortal y observó aquel destello como deben de contemplar los corderos las herramientas que están a punto de utilizar contra ellos. Lloró por todo lo que finalizaba allí, por su familia y por su vida. Cerró los ojos y aceptó su destino.
El camino se había acabado para ella.
Una semana antes.
Esa mañana de otoño, Rosalía se había quedado en casa. Su agenda le permitía esos lujos, ya que se había casado con un rico empresario veinte años mayor que ella. Le dijo a Luis que se quedaba porque el día anterior había tomado unas copas de más con las amigas, pero su finalidad era otra.
Necesitaba estar sola unas horas, por eso había enviado a su sirvienta a hacer unos encargos que seguro le iban a ocupar casi toda la mañana. Y le iba a permitir un rato largo de intimidad que iba a aprovechar muy bien. Si Esmeralda, su sirvienta de cincuenta y dos años, hubiera estado en casa, le habrían alarmado los gemidos que provenían del piso superior y que jamás hubiera podido escuchar en otras circunstancias.
La señora de la casa, a sus treinta y siete años y con tres operaciones de estética en sus carnes, se sentía en el mejor momento de su vida. Aun así, no era correspondida por un marido que, con casi sesenta, no la llenaba ni le hacía sentir ya tan especial. Quizá encontraba consuelo con alguna joven sudamericana o rusa, o eso era lo que pensaban sus amigas del club cuando salían las conversaciones sobre sus cónyuges. Ella siempre pensó que Luis no era de esos, pero tampoco imaginó lo que iba a sucederle a ella unos meses antes cuando lo conoció. Por eso, mientras sus gemidos de placer resonaban en la mansión, observaba aquel rostro en el espejo que tenía en el dormitorio. Lo miraba entre espasmos de gozo y asumía que quien la estaba penetrando por detrás no era su marido.
Su rostro, bien parecido y bronceado, combinado con aquel cabello corto a mechas rubias, le confería un aspecto de actor de cine que llenaba por completo sus más profundas fantasías.
Luego, y como le gustaba hacer una vez estaba satisfecha, lo contemplaba mientras él se vestía y adoraba su cuerpo musculado y fibroso. Ni de joven había estado con un ejemplar así, y ahora que hacía años que estaba casada era cuando estaba disfrutando de verdad de la vida.
Dos horas más tarde, Esmeralda regresaba de la compra cargada con todos los encargos inútiles que la señora le hacía una vez a la semana desde hacía un par de meses. Ella, con toda una vida dedicada al servicio, sabía perfectamente por qué la señora quería estar sola esas horas. Realmente, no hacía falta ser ninguna lumbrera para darse cuenta de lo que pasaba, pero había aprendido a callar y a no hacer preguntas, y menos en trabajos como este, que había conseguido hacía ya unos años y por el que le pagaban tan bien. En especial aquellos días, en que la señora le agradecía tan espléndidamente que le hiciera esos encargos.
Abrió la puerta y observó la escalera que accedía a la planta superior. Luego esperó a que la señora apareciera, como hacía siempre, para repasar la lista de la compra y hacerle ver que lo que le encargaba era importante. «Puro teatro», pensaba siempre Esmeralda.
La señora Rosalía no apareció. Quizá había salido y le había dejado alguna nota. Subió las escaleras y oyó un sonido que venía de la habitación de los señores. Se acercó despacio y apreció que lo que sonaba suavemente desde aquella habitación con las puertas cerradas era música. Miró la hora de su reloj, por si había calculado mal y había vuelto antes de tiempo, pero no. Era casi la una y media y tenía que preparar la comida para la señora.
Se quedó un instante plantada en el pasillo del primer piso. Allí se accedía por unas escaleras de mármol blanco que se comunicaban desde los dos lados de la entrada para acabar en una especie de balcón. Esperó algún gesto sin saber qué hacer. En las manos llevaba las bolsas de la compra, así que usó el codo para abrir la maneta de la habitación.
—Señora, ¿se encuentra ya mejor?
Nadie respondió, por lo que acabó de empujar la puerta.
La señora estaba allí, bajo la hipnotizante música de Enia, estirada en una cama de sábanas blancas teñidas de un rojo carmesí y con los brazos en cruz.
La música quedó eclipsada por el grito de miedo de Esmeralda, que dejó caer la compra y corrió escaleras abajo para pedir ayuda.
Una hora más tarde...
—La víctima se llamaba Rosalía Llongueras... Pero no, antes de que lo preguntes, no es pariente del peluquero —dijo Carles García a su jefe en la unidad de homicidios de Barcelona.
El sargento Xavi Masip contemplaba aquel cuerpo con sus profundos ojos verdes y parecía no prestar atención a las palabras del caporal. A la mujer le habían cortado las venas de las muñecas y de los tobillos. Pero, seguramente, lo que le había causado la muerte y, de hecho, llamaba más la atención era el disparo certero en medio de la frente. Miró al caporal, que tampoco perdía ojo de la escena, y meneó la cabeza negativamente.
—Xavi, ¿estás aquí?
—Sí, sí. Solo pensaba en ella. En los cuerpos sin vida cuando ya están así, inmóviles e inertes, cuando los observan extraños como nosotros que solo podemos imaginar cómo habrá sido su vida y si la habrán aprovechado.
Carles, su amigo antes que compañero, lo miró levantando la ceja izquierda sin comprender muy bien. Seguía con algún kilo de más y con el convencimiento de que algún día se iba a poner a correr como hacen ya casi todos los cuarentones. Eso de aprovechar la vida, decían. Él se lo preguntaba muchas veces. Con cara de bonachón y ya algunas canas, esperó la respuesta de su sargento, pero como no llegaba, insistió.
—Ya —dijo, volviendo la vista hacia el cuerpo de la víctima—, pero ¿corte en las venas y disparo de remate...?
—Sí, hay que estudiar bien la escena. No hay ni cuchillo ni arma de fuego, se los han llevado. Pero fíjate, hay restos de sangre en la puerta.
—Quizá se defendió e hirió a su atacante —afirmó el caporal—. ¿La conocía?
—Eso es exactamente lo que parece, pero ella no tiene marcas defensivas.
Carles se acercó a examinar de nuevo brazos y manos. El caporal, con aquel sobrepeso y su metro ochenta de estatura, tuvo que rodear una mesilla para acercarse.
—Pues sí. Tienes razón, no tiene marcas de defensa. Supongo que una vez estaba medio inconsciente por las heridas de arma blanca se empezó a desangrar. Quizá tenía prisa, por lo que optó por el disparo que finalmente le provocó la muerte. Además, aquí en esta mano —añadió mientras le sujetaba la mano derecha—, en los dedos sí se observa algún resto bajo las uñas. Sí, algo de pelea hubo.
—Bueno, empecemos por lo básico. ¿Dónde estaba el marido? —dijo el sargento.
El caporal consultó unas notas.
—El marido es Luis de la Torre Aznar. Y tampoco es pariente del expresidente... —hizo una pausa—, que sepamos. Aquí dice que estaba en una reunión en su empresa. Ya has visto la casa. No sé cuántos negocios tiene.
—La zona es de las caras. Esta casa debe de valer una pasta.
—Bueno, esta no sé, pero dos calles más abajo está el palacete ese que era de la infanta Cristina, y sabiendo lo que vale aquella casa, imagina esta —insistió Carles.
—Pues como tenga los mismos contactos, vamos a tener que estar pendientes de todo. Supongo que empezarán a llamar a Manel todos los peces gordos de la zona —razonó Xavi—. Y ¿qué dice la señora que la encontró, la tal Esmeralda?
—Venía de hacer unas compras. Salió a las diez de la mañana y me ha dado la impresión de que por algún motivo tenía que estar fuera de casa toda la mañana.
El sargento arqueó las cejas.
—Ya le he dicho a Carol que esta tarde la interrogue a ver qué saca. También que investigue a su familia, que son todos colombianos. Ya sé que no hay que etiquetar, pero miraré si tiene algún pariente con antecedentes —añadió Carles.
—¿Ya sabemos si pudo ser un robo?
—Lo cierto es que no. De hecho, si miras a tu derecha verás que la caja fuerte está cerrada. Hasta que no nos la abra el marido, no sabremos si le han robado. Y hasta que no retiremos el cuerpo, nada. Ya sabes.
—Pues esperaremos, claro.
—Sargento, mire esto.
Xavi y todos los presentes se giraron a ver qué estaba señalando el mosso de la policía científica, que examinaba la habitación en busca de huellas y restos con valor identificativo del autor. El sargento se acercó y se arrodilló junto al mosso, que se encontraba observando el marco de la puerta. Allí alguien se había entretenido en dibujar con una navaja o similar una especie de huevo con alguna filigrana en el interior.
—¿Los niños? —preguntó el mosso de la policía científica, que estaba con su caporal examinando la puerta—. Aquí arriba sí que hay algo más interesante. —El caporal de la científica se incorporó y examinó el marco de la puerta un poco más arriba de donde había aparecido el dibujo de aquel huevo—. Se han llevado los casquillos o han utilizado un revólver, pero aquí hay otra bala incrustada. Por lo menos ha habido dos disparos. El que tiene la mujer en la frente y este.
—Pues este, en dirección contraria, no tiene mucho sentido —dijo Carles—. El disparo en la frente es certero. ¿Por qué este disparo en dirección contraria?
—Creo que hasta que no acabemos la inspección ocular, todas las impresiones serán imprecisas —dijo Xavi.
Un mosso de uniforme interrumpió la escena.
—Creo que ha llegado el juez de guardia y los demás.
—Muchas gracias —le dijo al mosso—. Bueno, chicos, aquí estaremos unas cuantas horas. Carles, vete a la comi y empieza a recopilar datos de la señora y de su marido. Distribuye el trabajo de inicio, que yo me quedo hasta que acabemos el levantamiento.
Xavi observó de nuevo el cuerpo sin vida de Rosalía Llongueras. Sabía que tenía que contarle alguna cosa, aquella ya no era la mujer que en vida residía en aquel palacio. Solo quedaba una masa de piel, carne, pelo, huesos y sangre, y allí iba a buscar alguna respuesta. Miró a su alrededor y se preguntó también qué secretos albergaban las paredes de aquella gran casa.
Unas horas más tarde, en la pequeña iglesia de Sant Salvador del pueblo de Vilanova de Meià, la señora Pilar Montull había expuesto sus rezos a Jesús en forma de plegaria. A sus setenta años y tras haber enterrado a su marido ya hacía casi cinco, tenía aquel lugar como centro de encuentro de sí misma. Eso la acercaba a sus seres queridos. A su edad ya eran muchos a los que solo podía hablar desde aquellos bancos de madera.
La vida la había tratado bien. Esa vida de trabajo campestre no les había ido mal hasta que su querido Renato había fallecido. Sus dos hijos, que ahora vivían en Barcelona, muy alejados del duro trabajo en el campo, no habían seguido la tradición familiar. Eso había hecho que tuvieran que vender gran parte de sus tierras y a la vez contratar a gente para trabajar el campo, ahora desolado. Tampoco había sido un mal negocio, ya que ese dinero le había asegurado una jubilación bien merecida a la señora Montull. También le permitía ser una buena contribuyente a las arcas de la congregación, cosa que no pasaba desapercibida por el párroco del pueblo, que la tenía en gran estima. «Haces mucho bien», le decía siempre don Tobías después de cada colecta semanal. Ella, asimismo, tenía un cariño especial a aquel cura que, salvando la crisis de fe que existía en la Iglesia, había recibido a Dios a tan temprana edad. En realidad, no recordaba haber visto a un sacerdote tan joven en el pueblo en muchos años.
Era un soplo de esperanza para una buena cristiana ver que, al final, Dios siempre está allá donde lo necesitan, y allí había aparecido el joven cura hacía casi un año. Llegó para preparar la jubilación del mosén Ambrosio y estaba haciendo una gran labor a pesar de que, como seguía con sus estudios de Teología, hacía muchos viajes para poder documentarse. A veces se ausentaba semanas, pero siempre volvía de nuevo a ese pueblo de montaña perdido, allí donde sus habitantes más viejos se quedaban viendo marchar irremediablemente a muchos jóvenes que buscaban un futuro mejor lejos de aquella zona del Prepirineo catalán.
Pilar seguía rezando de rodillas a la imagen de Cristo en el banco de madera y no oyó cómo alguien se acercaba a ella desde detrás sin romper el silencio sepulcral.
Mientras caminaba por el pasillo observando la figura de la mujer que en el segundo banco de la izquierda prestaba pensamientos a Dios, vio cómo las vidrieras a aquella hora de la tarde dejaban pasar una luz radiante que iluminaba solemnemente el recinto del Señor. Se acercó a la señora, que no reparaba en nada más que en sus oraciones, con la cabeza pegada a sus manos entrelazadas.
De repente, la mujer alzó la vista hacia la gran cruz que tenía delante y, después de santiguarse, se levantó y se giró para irse. Casi se tropieza con el hombre que se acercaba. Se sobresaltó, a la vez que él la sujetaba para evitar chocar con ella. Eso no evitó que el hombre sintiera un dolor punzante en el hombro, que intentó disimular.
—Dios mío, padre, qué susto me ha dado —dijo ella, mirando al joven cura.
—Hija mía, no quería asustarte. He llegado este mediodía y venía a rezar antes de la misa de las seis.
La señora sonrió.
—Pues le dejo, padre. Ya hablaremos otro día de aquel asunto que me comentó hace unas semanas.
—Sí, tranquila, de momento no corre prisa, pero tengo buenas noticias que ya le comentaré. Vaya con Dios.
—Usted también —le dijo Pilar antes de marcharse.
La mujer se fue y dejó allí al sacerdote, no sin antes volver a preguntarse qué había llevado a ese hombre tan atractivo hasta el sacerdocio. Se giró antes de salir de la iglesia para ver de nuevo al joven sacerdote, que se arrodillaba ante el altar, con el pelo corto y con aquellas mechas rubias que le conferían un aire de pulcritud y divinidad. Sin embargo, si se hubiera fijado bien, habría visto que por la manga de la camisa negra goteaba un pequeño hilo de sangre que le bajaba del hombro por una herida producida unas horas antes. Ahora tendría un poco de tranquilidad para curársela y seguir con su devoción al Señor otro día más.
En una mansión de la zona exclusiva de Gavà, de ilustres vecinos casi todos jugadores de fútbol, se respiraba un aire parecido al jazmín, que era el olor favorito de Svetlana. Él siempre intentaba colmarla con cualquiera de sus, a veces, desmesurados caprichos, y ella le correspondía con sus encantos. No en vano, la había rescatado de una vida que la hubiera llevado a una tumba prematura.
Igor Orlov fingía ser un magnate de la industria petrolífera, pero estaba especializado en tratar cualquier negocio que desde la patria le pudiera suponer una ganancia. De hecho, él no hubiera sabido diferenciar el petróleo del carbón. Pero eso era lo de menos. Su principal función era proteger las inversiones que sus socios le hacían llegar y transformarlos en productos respetables que suponían un blanqueo de ese dinero. Cosa fácil en un país como España, donde azoraba la corrupción a raudales y comprar políticos estaba a la orden del día. Eso lo convertía en un filón para el dinero negro. Y todo lo que lo rodeaba a él era muy negro.
Igor decidió unos años atrás que él iba a destinar sus beneficios a otras empresas y, aprovechando la laxa legislación penal española para algunos delitos, vio que era más productivo invertir en otros negocios ligados a los que sus socios preferían. Eso lo había convertido en un capo, que en su tierra tenía un nombre: vor v zakone, que se traduce en «ladrón de ley». Entre otros negocios, se había convertido en el rey del tráfico de mujeres del Este que llegaban a España con una maleta repleta de sueños y promesas que, rápidamente, él transformaba en una losa de pesadillas y servidumbre. A pesar del paso de los siglos, la prostitución seguía siendo el negocio más rentable e Igor sabía sacarle el máximo jugo.
Unos años atrás, su mujer Svetlana había llegado en unos de esos envíos clandestinos de mujeres que escapaban de la pobreza más cruel y, con diecisiete años, se encontró en una casa en Cubelles, cerca de Barcelona, junto a otras cinco chicas. Ninguna de ellas hablaba español y todas se miraban con el miedo en los ojos, que hacía que sus proxenetas supieran de antemano que iban a ser fáciles de domar. Pero ese día a Svetlana le sonrió la fortuna. En aquellos años, el que ahora era su marido tenía un gran valor para la organización: se encargaba de reclutar y distribuir a las chicas en sus primeras etapas. Algo despertó en Igor cuando los ojos azules de la joven lo miraron con una suerte de miedo e inocencia que hicieron que la sacara de aquel grupo. La llevó a su casa y, una vez aseada y bien vestida, vio en ella algo más que carne de cañón para la empresa.
Svetlana tuvo suerte, si la hubiera conocido unos días más tarde, cuando ya hubiera pasado por las manos de otros miembros de la organización que se encargaban de dejar claro a las chicas a lo que habían venido a España, no se hubiera fijado en ella. Entonces comprendió que aquel hombre, que empezaba a perder algo de pelo en la frente y tenía aspecto de boxeador de peso ligero, era un bote salvavidas que no podía dejar de agarrar, y así lo hizo.
El tiempo le dio la razón, ya que Igor fue ascendiendo en la organización y, por suerte para ella, la crueldad que este demostraba para los suyos se solía quedar detrás de la puerta y cuando entraba en casa la trataba bien.
No todas las mujeres rusas podían permitirse vivir en una casa como aquella, ni siquiera las españolas. Despertarse cada día en una gran mansión y tener de vecinos a algunas estrellas del fútbol mundial, a pesar de que no le interesaba en absoluto, no está al alcance de cualquier bolsillo, y eso era algo a lo que una chica de orígenes humildes enseguida se acostumbra.
Igor se despidió de ella con un beso antes de ir a trabajar. Cualquiera podría pensar que aquella era una relación de lo más normal, si no fuera por que Igor no tenía un trabajo. Un vor v zakone no trabaja, los demás lo hacen para él.
El grupo dos de homicidios de los Mossos d’Esquadra está ubicado en el edificio de la comisaría de Les Corts en Barcelona. Este está integrado en el Área de Investigación Criminal de Barcelona bajo el mando del inspector Manel Márquez.
Esa tarde, después del levantamiento del cadáver de la señora Llongueras, Xavi reunía a su grupo para dar las indicaciones para la investigación.
Cuando entró en la sala, todos se giraron y empezaron a mover sus sillas para hacer un círculo en el centro. El sargento venía de pasarle las novedades al inspector Márquez y a su jefe directo, el subinspector Miguel Ángel Carmona. Sacó de su despacho la silla con ruedas de su mesa y se unió al grupo.
—¿Qué dice el marido, Edu? —preguntó mientras se sentaba.
El agente Eduardo Tena apartó de repente la vista del ordenador y se giró. No parecía haberse dado cuenta de que todos lo esperaban para empezar la reunión.
—Sí. Perdona. Dice no saber por qué alguien querría matar a su mujer, pero tampoco parece el marido más afectado del mundo. Te espera en la sala de reuniones. También parece que, a pesar del sistema de vigilancia que hay, las cámaras de seguridad no grabaron nada. No sabemos si fallaron o las desconectaron.
Masip no hizo ningún gesto.
—¿A qué se dedica? —intervino el caporal Carles García.
La agente Carol Ferrer se unió a la conversación.
—Por lo que dice el Registro de la Propiedad, aparte de la casa en Barcelona tiene unas naves en una zona del puerto y otra casa en Palamós.
—Las naves serán de sus negocios, ¿no? —interrogó Carles.
—Estoy en ello, pero creo que se dedica a la importación y exportación de mercancías.
Xavi lo miró a los ojos y Edu se apresuró a contestar.
—Me pongo con ello. Ni idea de qué mercancías trae, pero si tiene almacén en el puerto, contenedores seguro que entran.
—Bien, hablaremos con él —dijo el sargento—. Carles, coge a Edu y vete a ver a los forenses, a ver si hay algo de interés. Carol y yo entrevistaremos al marido. Dime algo en cuanto sepas qué dicen.
—Sí. Eso va a ser interesante porque, según la científica, para los que no estuvisteis en el levantamiento —aclaró Carles—, había bastante semen en las sábanas y en cambio no había indicios de violación. Y el marido salió a primera hora de la mañana, según nos contó la asistenta —dijo consultando unas notas—. Por lo que o el marido tiene un gran despertar o ella un amante.
—Esa es una de las cosas que el marido nos explicará, si puede; lo otro serán sus negocios y dónde estaba él durante la mañana.
El sargento miró al agente Luis López, que no había intervenido.
—Vale, ya veo que me toca quedarme en la retaguardia —dijo Luis—. Empezaré a redactar las peticiones para el juez, de telefonía y bancarias. A ver qué sacamos.
Xavi asintió con un guiño.
En su grupo siempre se repartían el trabajo de calle y de oficina por cada caso y todos lo asumían cuando les tocaba. Ya había pasado mucho tiempo desde el caso del Fénix y la cosa parecía volver a una normalidad muy añorada.
El hecho más significativo era que el sargento Masip, después de aquel caso, había estado en excedencia, tiempo que había dedicado al caso del asesino de las frases. En ese período, el grupo se había resentido mucho y el sargento tenía un sentimiento encontrado por haberse ido y haberlos dejado solos, pero cuando uno no se siente capaz de ser policía y no puede aportar nada es mejor apartarse. Todo aquel tiempo habían seguido con el caporal García al frente, puesto que el inspector siempre había pensado que el paso de Masip era temporal y no estaba dispuesto a perderlo cuando regresara.