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Primera edición electrónico: octubre de 2017

 

© Enric Puig Punyet

 

© Clave Intelectual, S.L., 2017

Paseo de la Castellana 13, 5º D - 28046 Madrid - España

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ISBN: 978-84-947449-6-9

 

Diseño de cubierta: Lucía Bajos: luciabajos@luciabajos.com

ÍNDICE

 

 

 

 

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Aviso

Introducción

Internet

Redes

Télétel

Xanadu

Rizoma

Árbol

Bensalem

Ranking

Visibilidad

Publicidad

Espejismo

Reconocimiento

Erotismo

Pornografía

Mercenarios

El Dorado

Exconectados

Mañana

Fármaco

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Jana

 

AVISO

 

 

 

 

 

 

Como el lector advertirá, este es un libro pretendidamente crítico respecto a la historia de internet. Pero no lo es exclusivamente por el contenido: escribir un libro sobre internet es ya en cierta manera –o debería serlo– un acto de subversión contra este sistema. El libro madurado y razonado debe reivindicarse como forma –y no simplemente, como se hace a menudo, como mercancía– por un motivo fundamental: porque su forma específica de comunicación es rara y no prodiga en el resto de medios. Se trata de una comunicación en base a un texto largo y meditado, no escindido, lineal, que se ofrece al lector para que construya, mediante la imaginación, un diálogo con quien ha escrito y pueda luego sumirse en sus propias reflexiones y pensar sobre el mundo circundante. El libro ha servido y sigue sirviendo al lector de puente entre su intimidad y todo lo público que le rodea.

Por este motivo, este es un libro que pretende entregarse a su forma específica: es un texto pensado para leer pausadamente y sin distracciones; un libro que, intencionadamente sin notas a pie de página, sin vínculos ni citas que remitan al salto, desea sumergir al lector entre palabras desprovistas de alteraciones que desvíen la mirada, desea favorecer a la recuperación de la atención que poco a poco están envenenando las comunicaciones escindidas y los mensajes constantemente cruzados, cercenados. Porque hoy el progreso social ha quedado lapidado bajo el tecnológico, una apuesta por la vuelta a la linealidad no debería entenderse nunca como una postura reaccionaria, sino como una reivindicación de la enorme potencialidad de autonomía y diálogo –en paralelo– del ser humano.

INTRODUCCIÓN

 

 

 

 

 

 

El objetivo de este texto es arrojar algo de luz, ayudar a comprender los motivos que subyacen bajo lo que la mayoría de nosotros hemos llegado a entender por internet. Estos motivos no son siempre bienintencionados, pero tampoco son siempre perversos. No se trata, pues, de tejer una historia de buenos y malos, de héroes y villanos, sino una cronología de los ideales que se han ido sucediendo en paralelo a algunas de las últimas transformaciones tecnológicas que ha sufrido el mundo. Para lograr comprender en profundidad qué es lo que está ocurriendo con internet en la actualidad, el estado en el que se encuentra hoy, debemos empezar por saber acerca de los detonantes ideológicos sobre los que se ha construido a lo largo de su historia, y especialmente durante los últimos años. Es preciso un trabajo arqueológico que nos descubra los relatos cruzados que se han ido sucediendo.

Analizar y asimilar el significado profundo de esta tecnología es hoy una tarea urgente. No se puede desdeñar el cambio que internet ha operado en nuestras sociedades, relegando su peso al mismo nivel que cualquier otra transformación tecnológica o mediática. En gran medida, porque el grado en que ha penetrado en el día a día de todos nosotros no tiene precedentes. Internet se ha instaurado como una necesidad en las vidas personales y profesionales, en la relación entre los individuos y en su vinculación con organismos públicos y privados. Incluso la propia escisión entre estos dos ámbitos, entre lo público y lo privado, tan fundamental para el mundo que conocíamos, se ha visto también distorsionada por la introducción de esta tecnología.

Es cuanto menos sorprendente que la agenda de la investigación humanística no se haya volcado en el análisis de esta cuestión, teniendo en cuenta las transformaciones que está operando en el ser humano. Sí existe un suscitado interés por parte de los tecnólogos, por supuesto, pero en tanto que son las únicas voces audibles, surge la idea de que hay que otorgarles a las tecnologías dominantes el papel central, un papel que el ser humano va perdiendo progresivamente. Es preciso generar un núcleo de pensamiento crítico sobre la cuestión, un pensamiento desde y hacia la humanidad que haga de esta, de nuevo, el centro desde el cual recolocar las tecnologías en el lugar accesorio que nunca debieron perder.

Es urgente esta reivindicación por la posición central de la humanidad, el único lugar desde el que podremos reaccionar. Nuestro comportamiento hoy determinará en gran medida el escenario que nos tocará vivir dentro de unos pocos años.

INTERNET

 

 

 

 

 

 

A finales del siglo XVII, Isaac Newton llevó a cabo un esfuerzo colosal por diferenciar el concepto vulgar del tiempo de otro nuevo propuesto por él, un concepto docto, científico e inequívoco. El concepto usado comúnmente era inexacto y subjetivo, variable en función de las percepciones individuales. Con su nuevo plan, en cambio, el tiempo emergía como un elemento verdadero, absoluto, marcado desde entonces por la ciencia como principio rector a seguir. El triunfo de Newton fue tal que, por la autoridad que acabó adquiriendo, pronto el vulgo renunció a su idea original. Poco a poco fue depositándose en el imaginario colectivo que el tiempo verdadero era como lo dictaba la ciencia: uniforme, externamente medible, invariable y disociado de la subjetividad.

Pero Newton no tenía necesariamente la razón. De hecho, la ciencia contemporánea ha demostrado que, en rigor, estaba errado. Pero a pesar de ello su idea se impuso, y el triunfo del concepto newtoniano del tiempo que conllevó la renuncia al concepto vulgar acarreó múltiples consecuencias, a menudo problemáticas, para la humanidad. El concepto vulgar del tiempo no estaba tan errado como podía parecerle a la razón científica que, en una recién estrenada actitud arrogante, quería imponerse sobre el resto de visiones de mundo.

Es habitual toparse con encrucijadas de esta clase. Cuando se procede al análisis de un concepto, el investigador se encuentra a veces con que su uso vulgar, cotidiano, es demasiado variable o inexacto, lo que suele provocar incomodidades a quien desea encarcelar el término para mantenerlo inmóvil mientras lo examina bajo su lupa. Pero esto no significa que el uso vulgar del concepto deba desecharse. Al contrario, en su variabilidad, en su inexactitud, a menudo da cuentas de la naturaleza procesual y compleja del fenómeno, y eso, por lo menos desde el punto de vista sociológico, no debería menospreciarse tan fácilmente.

Hoy podemos diferenciar entre un concepto vulgar y otro docto de internet. Según este último, internet es un conjunto descentralizado de redes informáticas que se caracteriza por utilizar un conjunto de protocolos, llamado TCP/IP, que permite su interconexión. Esta visión docta es una definición invariable del fenómeno. Defiende que internet es un campo abierto de posibilidades, un universo físico que alberga un conjunto ilimitado de virtualidades en potencia. Pueden cambiar sus aplicaciones, pero internet seguirá siendo en esencia lo mismo.

Sin embargo, la percepción vulgar de lo que significa internet es bien distinta, como suele ocurrir. Para el usuario corriente, internet consiste más bien en la forma presente que va tomado esta tecnología. Es, en este sentido, variable con el tiempo: en la percepción cotidiana del usuario, no es lo mismo internet hoy que hace cinco años, y cambiará completamente en cinco años más.

De lo que se ocupan estas páginas es de la percepción vulgar de lo que significa internet, de la apropiación social y simbólica que se manifiesta colectivamente. En este sentido, internet es un concepto en constante evolución, determinado por múltiples agentes que conforman la ecuación: las compañías que proponen las transformaciones, los colectivos que las adoptan o las rechazan, el mercado que las fomenta o las abandona… Todo ello conforma un complejo entramado que podremos comprender algo mejor si rastreamos críticamente la historia de estas transformaciones.

En nuestra cotidianidad con el fenómeno, en el momento presente de este concepto cambiante, hoy estamos viviendo una relación paradójica con eso a lo que llamamos internet. Probablemente ocurre porque nos encontramos en un estado de cambio en el que confluyen diversas realidades, distintas capas que crean un escenario lleno de contradicciones. O quizá, sencillamente, el estado presente del significado social de internet ha tomado tantos matices que no puede ya reducirse sin entrar en contradicciones internas.

Las contradicciones emergen cuando centramos nuestra atención en el uso de esta tecnología y en sus consecuencias. Aunque sus usuarios no dejamos de evocar virtudes y ventajas que le ofrecen a internet un aura de servicio público, en paralelo nos quejamos cada vez más de los problemas personales y sociales que ocasiona. Año tras año se evidencia progresivamente el grado de dependencia que las personas estamos generando respecto a las pantallas conectadas a la red. Desde la llegada de los teléfonos inteligentes, los índices se han salido de los gráficos y han cambiado radicalmente de escala. Pasamos más horas en línea de lo que racionalmente desearíamos, y eso nos lleva a una constante sensación de pérdida de tiempo y de ciertas capacidades como la concentración o la interacción presencial.

Somos ya unos cuantos los que, ya sea desde una posición de análisis o desde la propia vivencia personal, subrayamos hace tiempo esa paradoja. Y es habitual que, cuando insistimos en ella, aparezca todavía algún optimista lanzando a modo de respuesta un par de réplicas que pretenden resolverla de un plumazo. La primera réplica es que la dependencia es una conducta propia del ser humano, que acaba siempre proyectándola hacia un objeto, sustancia o acción. La segunda réplica, que es en cierta manera una variación de la primera, es que las tecnologías son neutras y que su función social depende de cómo se utilicen. Las tecnologías serán buenas si las usamos bien, y serán malas si las usamos mal.

Estas réplicas no sirven para otra cosa que para diluir el problema. Son dos fórmulas relativamente cómodas de culpar a algún elemento externo, a una anomalía humana a cuya esencia es ajena la base material, de por sí neutra. Son fórmulas placenteras porque evitan la dolorosa tarea de tenerse que enfrentar a las raíces del sistema. Además, reflejan cierta miopía respecto a la fuerte carga ideológica que hay detrás de unas tecnologías que han pasado a ocupar ya gran parte de nuestra vida cotidiana. Que las tecnologías en sí queden exentas de responsabilidad –algo que es más que evidente– no significa que la responsabilidad deba recaer en el usuario. Al contrario, hay que buscarla en otro lugar: en la base ideológica que sustenta el estado presente de la implantación tecnológica.

REDES

 

 

 

 

 

 

Debemos viajar al primer advenimiento de internet para seguir su rastro, hacer un salto temporal y emplazarnos en los orígenes de este relato, en los pasados años ochenta, momento en el que coexistían en el imaginario colectivo el pensamiento utópico y el distópico en relación al progreso tecnológico. Ya fuera para bien o para mal, el futuro se presentaba excitante, repleto de robots serviciales y coches voladores, de rayos láser y conquistas espaciales.

En esos años, los discursos sociales críticos con los nuevos medios estaban en horas bajas. Guy Debord y los situacionistas habían quedado ya atrás, y faltaba más de una década para el resurgimiento de una nueva crítica brutal a las transformaciones sociales que había operado la televisión, capitaneada por personajes como Jean Baudrillard y Pierre Bourdieu. En este sentido, los años ochenta se caracterizaron por cierta integración y confianza en los aspectos más positivos y excitantes de la Aldea Global de Marshall McLuhan, filtrados en los medios de masas en gran parte por la omnipresente influencia de la ya digerida cultura pop. Al fin y al cabo, fue Warhol quien vaticinó lo que empezaba a ocurrir en un mundo en el que la democracia mediatizada llamaba a gritos a que todo el mundo participara y se exhibiera en noticiarios y concursos de televisión. La exaltación por la exteriorización de la vida privada no había sino comenzado.

Por otro lado, pero en estrecha relación con este hecho, los medios electrónicos habían logrado extenderse en todas las capas discursivas culturales y contraculturales. A modo de deseo libidinal o a modo de escenario apocalíptico, como en el caso del ciberpunk, pero una realidad en cualquier caso. El vídeo y la televisión se habían extendido hasta ejercer de medio y mensaje dirigido a todos los segmentos, que pasaron a consumir desde el videoarte más crítico y comprometido hasta las bandas musicales de la MTV.

La percepción reinante desde cualquier perspectiva imperante era que había llegado ya el día en que la Aldea Global estaba a punto de dejar de ser una quimera inalcanzable y pronto empezaría a convertirse en una realidad. De muchos era sabido que existían ya en el mundo diversas redes informáticas descentralizadas y que se estaba trabajando en distintos protocolos capaces de poner en contacto a todas estas conexiones para crear una red de alcance global.