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LA SOLEDAD DE ALCUNEZA

Salvador García de Pruneda

LA SOLEDAD

DE ALCUNEZA

(Historia de espuela y de espada)

© Herederos de Salvador García de Pruneda

© 2013. Ediciones Espuela de Plata

www.editorialrenacimiento.com

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tel.: (+34) 955998232 editorial@editorialrenacimiento.com

LIBRERÍA RENACIMIENTO S.L.

Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez

Texto revisado por Antonio Duque Amusco

ISBN: 978-84-17146-17-7

NOTA ACLARATORIA A ESTA EDICIÓN
ALCUNEZA CABALGA DE NUEVO

Bad Godesberg (Alemania), 1957. Hace dieciocho años que la guerra civil acabó. Hace dieciocho años que el autor, desde la cama del hospital, donde pasó una larga temporada para curarse de las heridas producidas en el frente, decide escribir una novela sobre la guerra civil, la que él había vivido. Hubo varios intentos fallidos, pero finalmente el proyecto de llevar a cabo una novela inició su andadura con el título provisional de Las cabalgadas.

Dos años más tarde, en 1959, Salvador García de Pruneda pone punto final a esta novela y comienza a pasarla a máquina. El original mecanografiado es presentado a varias editoriales hasta que finalmente la madrileña casa editorial Cid decide optar por su publicación, no sin poner una objeción, pues a juicio del editor, la novela resultaba ser demasiada larga y ello exigiría su publicación en dos tomos, aspecto que iba a hacer más difícil su comercialización. El editor pide entonces al autor que trate de reducirla, petición a la que García de Pruneda accede pero con la condición de que no fuese él mismo quien se encargara de esa labor de aligerar y recortar la novela, sino que fuera un tercero quien se hiciera cargo de la tarea. Y así se hizo: un asesor del editor fue quien eliminó una serie de párrafos, sobre todo descriptivos, que no perjudicaron al ritmo de la novela. Los cortes propuestos no solo fueron autorizados por el autor sino que incluso este llegó a elogiarlos. Fue así como La soledad de Alcuneza apareció en las librerías a finales de 1961. A esta primera edición le siguieron otras ediciones en 1962 y 1965 y ya algunos años más tarde, en 1976, la Editorial Magisterio Español, nuevamente publica la obra en una edición de bolsillo de su colección Novelas y Cuentos.

Desde entonces ha habido un silencio editorial con esta novela que hoy vuelve a romperse con esta nueva edición en la colección de Narrativa de Espuela de Plata. La idea de reeditarla surgió cuando hará un par de años contactó con nosotros Joaquín Puig de la Bellacasa, que nos propuso buscar editor para publicar de nuevo el libro. Entonces le contamos las circunstancias que rodearon a la publicación de la primera edición, y que se repitieron siempre en las sucesivas, que no hacían sino reproducir fielmente la versión reducida de Ediciones Cid. Le sugerimos, pues además ese era el deseo del autor, que podía ser una buena oportunidad de dar a los lectores una publicación de la edición ne varietur, es decir, tal como fue concebida allá en 1959, sin recortes ni supresiones. La propuesta le pareció magnífica y nos pusimos manos a la obra: acudimos al original que el autor había mecanografiado y que fue el que sirvió a Ediciones Cid para editar el libro. En este original estaban perfectamente indicados los párrafos eliminados. Tras el trabajo de nueva transcripción y revisión lo presentamos a Ediciones Espuela de Plata que acogió el proyecto con interés. Desde aquí queremos dejar constancia de nuestro profundo agradecimiento a Joaquín Puig de la Bellacasa, quien, con gran entusiasmo, ha colaborado con nosotros para que este libro salga por quinta vez y al fin tal como se concibió.

Ahora, en esta nueva edición, esperamos que Alcuneza cabalgue de nuevo por los caminos que sus lectores escojan.

Madrid, abril de 2013

SOL GARCÍA DE PRUNEDA LA TORRE

SALVADOR GARCÍA DE PRUNEDA LA TORRE


A mi padre, que sirvió cincuenta años, que combatió en cuatro campañas; unas, afortunadas; otras, adversas.

NOTA PRELIMINAR

En el mes de junio del año 1939, la paz ganada, mi unidad, después de casi tres años de guerra, dio con sus huesos en el campamento de Retamares. Está este campamento situado al oeste de Madrid, hacia el kilómetro 4 de la carretera de Boadilla del Monte, a los 40º 24’ de latitud Norte y 3º 48’ de longitud Oeste de Greenwich. Sus instalaciones permanentes, unos humildes edificios de ladrillo, casi todos ellos de una sola planta, se cobijan en el arranque de una vaguada por la que corre un arroyo que, penetrando en la Casa de Campo entre Rodajos y la puerta de la Vereda vierte sus aguas, cuando las hay, que no es siempre, en el río Manzanares, muy cerca de los puentes del Rey y de Segovia. Llámase el arroyo de los Meaques, nombre identificado por Schulten con Meacum, mansión de la calzada de Segovia a Titulcia según el Itinerario Romano de Antonino1.

Los edificios se disponen simétricamente en líneas paralelas que el pabellón de Oficiales, como pretorio, corta normalmente. Esta disposición y el nombre del arroyo recuerdan a la Roma provincial y legionaria y el campamento semeja a un castro. Unos pinos, plantados por el General Marvá en 1890 y que la dureza del clima han limitado en su desarrollo, haciéndolos canijos, ponen la única nota frondosa. El resto del terreno es el monte bajo, amarillo de retama, de ahí su nombre, que en amplias llanadas y redondas vaguadas se extiende hasta confinar por el Norte con un monte con algo de labor que se llama la Tierra del Palo, por el Este con la Casa de Campo, por el Sur con las dehesas del Campamento de Carabanchel y de la Venta de la Rubia y por el Oeste con el Ventorro del Cano. En la breve vega del arroyo Meaques se cultiva un poco de alfalfa, la sola riqueza de todo el contorno. El suelo es malo y arenoso y no sirve sino para galoparlo en todas direcciones, corriendo liebres, que allí son muy bravas.

Ignoro desde cuándo aquella tierra pertenece al Ramo de Guerra, pero su militar destino me parece indudable, entre otras cosas porque aquella retamaresca finca, brava, dura, fuerte y pobre, sólo para desplegar Unidades en orden de batalla y entrenar tropas con fuego real, sirve.

En los confines de Retamares con la Tierra del Palo, a la vera del camino de las Cabeceras que va a Pozuelo de Alarcón, a 720 metros de cota2, en un pastizal grande y llano, hay un almendro. No he podido saber quien lo plantó, aunque de seguro no fue el General Marvá, el genio forestal del lugar, pues aunque le adornaban muchas prendas, no era poeta y sólo un poeta podía haber plantado un almendro en aquel sitio donde los hielos malogran irremisiblemente el fruto cuando la flor se abre al sol carpetano. Yo visitaba todas las tardes de febrero el almendro, espiando anhelante la floración, que sabía no había de durar más que unas horas, pues el aire sutil del Guadarrama vecino no había de perdonar a la flor que ingenua se desplegaría al mediodía esplendente del invierno castellano.

Eran mis visitas al almendro como la emboscada de la belleza, tanto más bella cuanto más efímera. Hasta que una tarde el almendro era blanco, por unas horas, sobre el monte amarillo y cárdeno. Luego la flor, aterida, moría en un instante y el pastizal volvía a ser sólo cárdeno y amarillo, que el romero y la retama aguantaban bravamente los embates del cierzo.

De vez en cuando, algunos de los oficiales que conmigo estaban, me acompañaban en mi emboscada estética. Echábamos pie a tierra y teniendo con la brida larga a los caballos, nos sentábamos al borde del camino. Así vine en conocimiento, al pie del almendro, en la hora confidencial del crepúsculo que de lejos se anuncia en la llanada, de cosas que algunos de mis compañeros de armas habían escrito. Más tarde, y en circunstancias que en cada caso explicaré de encontrar editor que los publique, me fueron confiados los manuscritos de estas obras que, en su más amplia acepción son libros.

Cuidadosamente los he recopilado, corregido sus faltas materiales y ordenado y es mi intención, pasados los años y, según las condiciones que sus distintos autores me impusieron al confiarme los originales, darlos a conocer bajo el título general de «Libros de Retamares».

Fueron, en efecto, en el campamento de Retamares escritos y varios de ellos allí pensados, concebidos y, desde luego, paridos.

Por otra parte, atañen todos ellos, en mayor o menor grado, a la cosa militar. Como más arriba he indicado ya, el carácter castrense de Retamares es indudable. Lo es en su geografía, en su paisaje, en su historia. El alma de Retamares es militar y difícilmente en la ancha España podría encontrarse otra tierra que mejor encarnase el espíritu heroico de los Ejércitos, porque es abierta, es pobre y es bella.

Ya el nombre de Meacum en el Itinerario de Antonino nos dice algo sobre su valor logístico en la España romana. En el Magerit árabe, Retamares era la puerta del camino del Tajo y el Guadiana. Los pinos que plantó Marvá son como la versión vegetal de aquellos celtíberos cuya fidelidad alababa Tito Livio en sus Décadas. El almendro, que todos los años muere joven para renacer después, es lírico como Garcilaso, como los jóvenes capitanes que desde los tiempos de Italia mueren alegres en campaña a los veinticinco años, porque ese es su oficio.

La tierra de Retamares es amplia, abierta y sincera. Las flores de la retama, humildes y candorosas, se abren en los redondos lomos de las vaguadas. Cuando el viento brama, los matorrales se agitan levemente pero, fuertemente enraizados, aguantan firmes sin hurtar el cuerpo leñoso. Porque así creo que son los libros de mis conmilitones, sinceros y valientes, trato de publicarlos.

Tengo que decir, por último, que Retamares es un cantón de la plaza de Madrid. Esto explica, en parte, el tiempo de que dispusieron durante su servicio activo, mis compañeros de armas para escribir sus obras. Los oficiales destinados en los cantones están exentos de los servicios de guarnición, como guardias de plaza, comisiones en entierros y funerales, formaciones de honores, vigilancia, y otros por el estilo, que absorben muchas horas sin gran provecho. Las veladas campamentales eran largas y algunos dieron en escribir.

Hoy doy a la luz el «Primer Libro de Retamares», escrito por el teniente de complemento de Ingenieros don Juan Alcuneza y Miralcampo, licenciado en Filosofía y Letras, graduado de doctor por la Universidad de Madrid y en Derecho por la de Salamanca. Nació el teniente Alcuneza en Brihuega, cabeza de partido judicial de la provincia de Guadalajara y villa importante de la Alcarria, en cuyo centro se alza, en el año 1913. Estudió las primeras letras en su villa natal y el Bachillerato en el Instituto General y Técnico de Guadalajara. Este Instituto, que hoy se llama de Enseñanza Media, está instalado en el antiguo Convento de la Piedad y Colegio de Doncellas. Tiene un bello claustro renaciente de dos cuerpos, con columnas dóricas sobre las que apean, a guisa de entablamento, grandes zapatas de madera labrada. Un zócalo de un metro cincuenta de alto de azulejos de arista de Talavera, guarnece las paredes del claustro bajo y en el centro del patio hay una gran palmera, entibada la tierra que la sostiene, por azulejos idénticos a los de las paredes. El teniente Alcuneza, según me contó al pie del almendro, se había iniciado en la lengua latina a la sombra de la palmera, traduciendo tumbado boca abajo a César primero y luego a Salustio. De la «Guerra de Yugurta» le venía, decía él, su amor a la Caballería.

Era alto y bien portado. Su sobriedad, que le era natural, le mantenía delgado. Rompía de vez en cuando la línea casi ascética de su vida, bebiendo, como un desaforado, con vehemencia. Luego, volvía sin esfuerzo a la mesura. Sus ojos eran pequeños y vivos y su nariz bien cortada. Algunas mujeres le miraban, pero como nunca perseveró en materia amorosa, no tuvo éxitos notables. Montaba aceptablemente y quizás hubiese llegado a ser un buen jinete. Las piernas primaban sobre el tronco y su mano era suave.

Cuando su reemplazo, el de 1934, fue desmovilizado, pidió el licenciamiento. El coronel primer jefe le llamó, y diciéndole que era un buen oficial le instó a que se quedase en el Ejército, pasando a la Academia para hacerse militar de carrera. Alcuneza contestó que nunca se había podido aprender la tabla de multiplicar del nueve, lo que era una grave limitación para un oficial de Ingenieros, que tenía alma de poeta –aunque no escribiese sonetos– y que, como los oficiales de complemento eran los poetas del Ejército, que sólo acuden a él cuando hay todo que perder y nada que ganar, no quería cambiar de escala. Añadió que él, como Cincinato, dejaba el arado para empuñar la espada y coger de nuevo la mancera, la guerra acabada. El coronel, que no pareció entender la referencia cincinatesca, pues las letras clásicas no eran su oficio, le despidió cortésmente poniéndose de pie y dándole la mano. Le dijo que lamentaba su decisión y le deseó buena suerte.

Los padres del teniente, labradores de mediana hacienda, habían sido muertos juntamente con su hermano pequeño por unos hombres del 5º Regimiento de Milicias Populares, unidad orgánica enemiga de obediencia comunista. El hermano primogénito, alférez provisional en un tabor de Regulares, había caído en la batalla del Ebro, cerca del famoso en un tiempo vértice Cavalls. Una hermana, casada en Brihuega y que llevaba la hacienda, era todo lo que le quedaba.

Otorgó Alcuneza un poder a favor de su hermana para la administración de las fincas y decidió marchar, por no hacer oposiciones, cosa que odiaba, a los Estados Unidos donde, en una Universidad de California, le habían ofrecido un puesto de lector de español.

Había ya estallado la guerra mundial. Debía embarcarse en Cádiz en un barco de Ibarra que, por imposición aliada, tocaba en Trinidad. Le llegaron noticias a Alcuneza al preparar su viaje de que el control en Trinidad era muy severo y, temiendo por el manuscrito de un libro que había escrito, me lo confió con el encargo de guardárselo.

—Si viniese a morir antes de recogerlo –me dijo– puedes hacer con él lo que quieras, publicarlo o quemarlo.

Una tarde se fue. Le acompañé al expreso de Cádiz, a la estación de Atocha. Al salir de Retamares, en un camión que habíamos cogido al enemigo cerca del puente de Molins del Rey, vimos a una compañía que estaba formada a caballo en la plaza de armas del campamento. La miró con tristeza.

—Ya no volveré a mandar soldados –exclamó.

Juntó maquinalmente los talones, pero no hubo ruido metálico alguno pues iba de paisano y pantalón largo y no llevaba, naturalmente, espuelas ni botas de montar. Contempló con asombro sus zapatos. Le dolía una antigua herida en la pierna izquierda. Estiró la rodilla y con la mano la acariciaba.

—Es todo lo que me queda de la guerra –dijo suavemente.

Nunca más volví a saber de él. Hace unos meses, hojeando distraídamente el Boletín Oficial del Estado, caí sobre la noticia de su muerte. Su nombre figuraba con el de otros muchos en una relación de las que envían los cónsules a la Administración Central de los súbditos españoles fallecidos en el extranjero. Se citaban a continuación su naturaleza, edad, nombre de los padres y lugar de fallecimiento: San Francisco de California. No había mención alguna de su profesión ni de su estado.

El manuscrito está compuesto de hojas de folio, de holandesa y de cuartillas, que se suceden sin orden ni concierto, siendo fácil advertir que el teniente escribía sobre el papel que encontraba a mano. Hay dos pliegos de papel de barba, como el que se usa para hacer instancias, hacia la mitad del cuerpo del original y una hoja de papel tela con un croquis muy enmendado de una acción, que no publico por ser confuso. Todas las hojas están numeradas y en la 230 hay otro croquis, acotado, del puente cuya voladura describe, con indicaciones de su fábrica.

Debo señalar que parecen haberse deslizado algunos errores cronológicos. Según los muy escasos datos que da el libro sobre el lugar de las acciones que narra, obsérvese que sólo en contadas ocasiones se nombran pueblos, ríos y montañas; hay motivo para sospechar que, en ciertos casos, el orden en que se sucedieron realmente las operaciones aparece trastocado.

El original no tiene título, lo que me ha obligado a bautizarle, después de muchas vacilaciones, con el de «La Soledad de Alcuneza». La división en partes y capítulos, los títulos de aquellas y de estos, la puntuación, son también míos, pues el manuscrito empieza bruscamente a relatar el episodio con que parece abrirse. Temo en algunas ocasiones haber leído mal porque la letra es poco clara.

He dudado mucho antes de dar este libro a la imprenta. Relata una guerra con algunos caballos aún, artillería del 7,5 y fusiles Máuser de repetición.

En las cargas y combates a caballo, en cuya descripción Alcuneza se complace, apunta un arcaísmo que bien podría ser excesivo. De la lectura de estas acciones de pecho petral se desprende una sensación de irrealidad y parece como si operaciones de esta clase no hubiesen sido tácticamente posibles. A esta inverosimilitud de que, quizás, adolezcan algunos de los movimientos y acciones de las unidades a caballo en que el autor combate y que luego escribe, viene a añadirse la dificultad que para leer y comprender, la guerra de Alcuneza, tiene el lector de nuestro tiempo atómico.

La utilización militar de la energía termonuclear, las aplicaciones de la electrónica a la información y a las transmisiones, arrumba en los parques, como venerables antiguallas, a los armamentos y a los pertrechos que entonces nos parecían prodigiosos y duermen tristes en los hangares los aviones de caza, impotentes contra los ingenios balísticos, autodirigidos y autopropulsados de largo alcance.

El fuego de las armas atómicas, que revoluciona la Táctica, la Cibernética, que automatiza su manejo y modifica radicalmente los medios de mando en la batalla, convierten las acciones que este libro describe en materia propia de la Arqueología militar, tanto más cuanto que estas acciones fueron vistas desde un determinado ángulo, un ángulo a caballo en el que hasta a sablazos, como más adelante se verá, anduvo su autor en cierta ocasión.

Pero el teniente Alcuneza, que era modesto, nunca intentó hacer historia, sino relatar la guerra que le tocó hacer y él no tiene la culpa de que en los veinte años que median entre la composición de su libro y su publicación, la técnica militar haya sufrido la honda transformación que hoy conocemos.

La Historia del Arte militar, como todas las Historias, no ha seguido una línea incesante de progreso continuo sino un curso quebrado de altos y bajos. Su representación geométrica no es una curva hiperbólica, antes al contrario una sinusoide que se acerca y se aleja sucesivamente de las asíntotas de la hipérbola con la que figuramos el progreso. Así, la red logística de las vías romanas se borra en el mapa de la Europa bárbara, cuyas escasas huestes se mueven por veredas. La poliorcética clásica, el arte de expugnar ciudades fortificadas, es totalmente olvidada y hasta la memoria de las máquinas romanas desaparece de las mentes de los cruzados. Renacerán más tarde los ingenios de guerra, a los que vendrán a añadirse nuevas armas y nuevos artificios en este tejer y destejer de la técnica bélica. En una brusca inflexión del Arte militar se sitúa la campaña que el autor describe. Lo que es hoy nostalgia del caballo de armas puede ser en un mañana remoto anticipación de su empleo.

Pero donde no hay ni nostalgia ni anticipación es en la condición humana de la guerra, asunto de hombres antes que nada, desde la honda de la Edad de Piedra hasta el cohete intercontinental de nuestra Era. La voz de mi amigo se quebraba bajo el almendro cuando venía a hablar de la virtud militar que a lo largo de tres años le había sido dable presenciar. Yo, el copista, porque combatí con él y con otros muchos, no puedo sino traer aquí el testimonio de cómo su hálito se velaba en este punto. No otra cosa. Comentar el heroísmo de que me vi rodeado podría parecer propia vanagloria; señalar la dimensión humana del Mando, que con su virtud militar suscitó la de sus combatientes, lisonja. Y ajeno a la vanagloria y la lisonja era el teniente cuyos escritos copio cuando, debajo del almendro, me hablaba en la hora confidencial del crepúsculo.

Alcuneza tenía alma de poeta según le dijo a su coronel. Como a lomos del Ernel, que así se llamaba su caballo, sale este libro a narrar acciones que no se volverán, por ahora, a repetir, pues su táctica no está ya vigente. En esto su empresa es, en cierto modo, poética. El teniente de Brihuega, al anotar la guerra que hizo a caballo, entre estandartes con veneras de Santiago y Calatrava, se convierte en algo así como el cronista del ocaso de la Caballería. Y en todo ocaso hay poesía.

Bad Godesberg, noviembre de 1958


1. En Pauly-Wissowa, Real Encyclopädie der Classischen Altertumswissenschaft. Stuttgart, 1931, vol. XV. Pág. 1.514.

2. Altimetría del Mapa Nacional de España. Escala 1/50.000. 4ª edición. Instituto Geográfico Nacional. 1944. Hoja 559.

PARTE PRIMERA

LOS DÍAS Y LAS NOCHES EN TORNO A LA MASÍA