LA SAL DE LA VIDA Y OTROS ENSAYOS
G.K. Chesterton
LA SAL DE LA VIDA
Y OTROS ENSAYOS
Traducción de Aurora Rice
© Traducción: Aurora Rice Derqui
© 2017. Ediciones Espuela de Plata
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EL ENSAYO
El ensayo es el único género literario cuyo mismo nombre está confesando ya que ese acto precipitado conocido como escritura es en realidad un salto al vacío. Los que se ponen a escribir una tragedia no dicen que sea una prueba. Aquellos que se han extenuado componiendo con sus propias manos los doce cantos de una epopeya rara vez han simulado haberla garabateado como mero experimento. Pero el ensayo, tanto por su nombre como por su naturaleza, sí que es una prueba, un experimento. El ensayo no se escribe. El ensayo se ensaya. Una de las consecuencias de tal cosa es que, existiendo como existen muchos ensayos famosos, por suerte no existe el ensayo modelo. El ensayo perfecto no se ha escrito jamás, sencillamente porque en realidad no se ha escrito jamás el ensayo. Algunos han intentado escribir algo, para averiguar qué se suponía que era. En este sentido, el ensayo es un producto típicamente moderno, orientado hacia el futuro y lleno de alabanzas al experimento y la aventura. En sí mismo sigue siendo algo escurridizo, y reconozco que me ronda la sospecha de que el ensayo se irá haciendo cada vez más sesudo y dogmático, aunque sólo sea por las profundas y letales divisiones que nos han de traer en el futuro los problemas éticos y económicos. Pero esperemos que siempre haya lugar para el ensayo auténtico. Decía santo Tomás de Aquino, con su habitual sentido común, que ni la vida activa ni la contemplativa se pueden vivir sin recreo, entendido como bromas y juegos. El teatro y la épica son la vida activa de la literatura, y el soneto y la oda, la contemplativa. El ensayo es la broma.
I
SOBRE LA LITERATURA EN GENERAL
LA LITERATURA SENTIMENTAL
Jamás lograremos una escuela de crítica seria y completa, mientras la palabra «sentimental» sea un término despectivo. El hecho de que «apasionado» sea un piropo, y «sentimental» un insulto, es tan absurdo y ridículo como lo sería el que «azul» resultase elogioso y «verde» ofensivo. La diferencia entre pasión y sentimiento no es, como se suele creer, cuestión de sinceridad ni de honestidad ni de la verdad de la emoción. Es la diferencia entre dos maneras de ver las mismas realidades incuestionables de la vida. El verdadero sentimiento consiste en no tomarse las emociones cenitales de la vida como cuestión personal, como se las toma la pasión, sino impersonalmente, alegre y abiertamente conscientes de que son cosas que nos pasan a todos. La pasión siempre es un secreto; es inconfesable; siempre resulta un descubrimiento; no se puede compartir. Pero el sentimiento representa ese estado de ánimo en que todos reconocemos, con debilidad mitad humorística mitad magnánima, que estamos en posesión del mismo secreto, que todos hemos descubierto lo mismo. Romeo y Julieta, por ejemplo, es pasión. Trabajos de amor perdidos es sentimiento. Tal vez no haya existido nadie más sentimental que Thackeray; hay cierta clase de cinismo, relacionado con el sentimiento, que trata las emociones de manera abierta y ligera. Para el hombre apasionado, el amor y el mundo son nuevos; para el hombre sentimental, son infinitamente viejos.
Es absolutamente necesario tener bien clara esta idea, para poder hacerle justicia a la inmensa marea de sentimentalismo que inunda la producción literaria popular. Si hemos de condenar la literatura sentimental, decididamente no es porque sea sentimental, sino porque no es literatura. Quejarse de que esa literatura sea sensual y enervante, de que haga derretirse el carácter durante un tiempo, convirtiéndolo en mera receptividad, de que alimente menos que el azúcar que cubre una tarta de boda, quejarse de todo esto, digo, es como quejarse de que Otelo sea trágico o de que El Mikado degenere en frivolidad. El sentimentalismo no ha de ser sino un humor pasajero; los que son sentimentales día y noche se cuentan entre los enemigos más atroces de la sociedad. Tratarlos es como contemplar una serie interminable de poéticas puestas de sol en la madrugada. Si la literatura sentimental es una maldición, no es porque se lea ampliamente, sino porque se lee exclusivamente.
Existe cierta clase de emociones humanas a las que necesariamente hay que someterse, pero en las que no se puede confiar; negarlas es convertirse en un pedante, pero confiar en ellas es dejar de ser hombre. Por ejemplo, últimamente ha surgido en la literatura y en la filosofía un anhelo del hombre fuerte, anhelo que en realidad no es sino una señal de debilidad. Menospreciar la filosofía de la fuerza y la supremacía sería abominable, como menospreciar la indigestión o el dolor de muelas. Uno de los hombres más brillantes del siglo XIX fue Nietzsche, filósofo de la fuerza y la supremacía, que murió en un manicomio. De la filosofía de Nietzsche se han dicho muchas cosas, en pro y en contra, pero hasta ahora pocos han señalado el hecho básico de que es sentimental. Se rinde por completo a una de las debilidades más antiguas, más generosas y más excusables de la humanidad, el anhelo del hombre fuerte. Si alguno de los seguidores de Nietzsche desea encontrar la aceptación más plena y sincera de las doctrinas de su maestro, la postración más entregada ante el orgullo y la violencia del varón, las encontrará en las novelas de kiosco. En estas ligeras ficciones sentimentales por entregas encontramos preeminentemente desarrollada la tendencia a rendirle al héroe esa clase de honor que deshonra a quien lo rinde. En épocas de debilidad, las naciones coronan a sus déspotas; la naturaleza humana, en sus épocas de debilidad, anhela al déspota más de lo que jamás anheló la libertad. Es un sentimiento estúpido, tal vez incluso inmoral, pero tiene una cualidad que tal vez nos interese: es absolutamente universal; ni los más avanzados o intelectuales de la humanidad son menos sentimentales que los demás, ni siquiera un ápice.
Es más, tal vez no exista ningún círculo en que las mujeres sean tan sentimentales y sumisas como en los círculos inconformistas. La tendencia que lleva la novelette popular a deificar la mera arrogancia, la posesión, es enfáticamente uno de esos pecados amables que hay que repudiar sin despreciarlos. Es el Imperialismo Literario, y es tan antiguo como el miedo a la vida, que a su vez es más antiguo y mucho más sabio que el miedo a la muerte. A la misma clase que esta idolatría hacia la fuerza bruta o el cerebro pertenece la idolatría hacia el título nobiliario o la clase o la vocación que se exhibe en la literatura sentimental. Es pretenciosa, de una pretenciosidad tan vital como la sangre, y que parece casi tan vieja como las estrellas. Es vulgar, pero esta clase de vulgaridad por lo menos hace honor a su nombre, al ser decididamente popular. El problema de la literatura sentimental es si no tendrá que existir en algún lugar una salida para estas locuras que nos parecerían disculpables, si no fuese porque nos parecen demasiado fuertes, demasiado eternas como para ser disculpadas; si no será de esperar que sean sentimentales las personas que no tienen ni edad ni cabeza suficiente como para ser apasionadas.
Así que puede decirse esto de los vicios del sentimentalismo popular: al menos son vicios antiguos y sanos. Ahora está de moda decir que el sentimentalismo es morboso. Pero es de lo más natural y sano; es la pura extravagancia de la salud juvenil. Se pueden decir muchas cosas en contra de las novelettes y los seriales que fomentan el profundo sentimentalismo del hombre de a pie, pero no se les puede acusar de nada que se parezca a la onerosa responsabilidad de la narrativa exquisita y cínica tan en boga entre las clases cultas. No traen al mundo nuevos pecados, ni siniestras levedades, ni pasiones a la vez salvajes y artificiales. La novelette se arrastrará abyectamente ante el poder, pero al menos no se arrastra abyectamente ante la debilidad. Hablará abiertamente y sin reticencias de emociones que son sagradas y deberían guardarse en el corazón, pero al menos no habla abiertamente y sin reticencias de emociones que son despreciables y deberían vomitarse por la boca. Su pretenciosidad y su desmesura son más amables que muchas formas de emancipación; al menos es humana, incluso cuando no es humanitaria.
Y algo habrá que decir de sus méritos. Con sólo abrir una puerta, la modista cansada y la dependienta explotada se hallan en una estancia nueva, donde unas figuras nuevas, extravagantemente elegantes, actúan de formas nuevas y extravagantemente dignas: es un regalo que pesa más que muchos relatos mágicos. Que esos actos sean singularmente lánguidos y predecibles, que los personajes estén dotados de una gama muy limitada de vicios y virtudes, que la moralidad de la narración no sea jamás heterogénea ni confusa, que sobre toda la escena se yerga la presencia de un optimismo puramente fatalista: todo esto sólo hace que sea un refugio más elaborado y más tranquilo para los intelectos cansados y los nervios martirizados.
Que estos sueños a veces lleven a los soñadores a exagerar y a equivocarse, a sobreestimar o subestimar la vida, puede ser. Los mismos problemas surgieron en relación con el cristianismo, ese magnífico triunfo del sentimiento. El cristianismo también ha llevado a los débiles, que eran su preocupación, a esperar demasiado y también demasiado poco de la vida. Pero permanece el hecho supremo: jamás podremos calcular el valor de un sueño, y jamás sabremos si los ascetas, que se drogaban con visiones y se fustigaban con varas de abedul, no serían los más felices de todos los hijos de los hombres.
CÓMO ESCRIBIR UNA DE DETECTIVES
Que quede claro que escribo este artículo plenamente consciente de que jamás he logrado escribir una historia de detectives. Pero he fracasado en el intento unas cuantas veces. Mi autoridad es, pues, práctica y científica, como la que ostenta el gran estadista o el pensador social cuando hablan del desempleo o del problema de la vivienda. No pretendo haber alcanzado el ideal que aquí expongo para el joven aprendiz; más bien, si me lo permiten, me ofrezco como terrible ejemplo a evitar. Sin embargo, estoy convencido de que los ideales de los escritos detectivescos existen, como existen los de cualquier cosa que merezca la pena; y no entiendo cómo es que no se explican más a menudo en esa literatura didáctica popular que nos enseña a hacer tantas cosas menos útiles; por ejemplo, cómo tener éxito. En efecto, no entiendo cómo es que no nos contempla desde todos los quioscos el título que figura en la cabecera de este artículo. Se publican panfletos que tratan de intruirnos sobre toda clase de cosas imposibles de aprender, como por ejemplo la personalidad, la popularidad, la poesía y el encanto personal. Incluso se enseñan asiduamente esos aspectos de la literatura y el periodismo que con toda evidencia no pueden aprenderse. Pero he aquí un poco de oficio literario claro y directo, constructivo más que creativo, que hasta cierto punto podría enseñarse y, en algunos casos afortunados, incluso aprenderse. Antes o después supongo que se afrontará esa necesidad, en ese sistema comercial en que la oferta responde inmediatamente a la demanda, y en que parece que todos están completamente insatisfechos y son incapaces de conseguir lo que desean. Antes o después, supongo, habrá no sólo libros de texto que instruyan a los investigadores criminales, sino también libros de texto que instruyan a los delincuentes. La situación no se diferenciará demasiado del presente tono de la ética financiera, y cuando la mente comercial más astuta y vigorosa se haya liberado de los últimos rastros de la influencia de los dogmas inventados por los curas, la prensa y la publicidad mostrarán la misma indiferencia hacia los tabúes de hoy que muestran hoy hacia los tabúes medievales. El robo se equiparará a la usura, y degollar será algo tan normal como acaparar el mercado. Los quioscos exhibirán alegres títulos como «Falsificación en quince lecciones» y «¿Por qué soportar un matrimonio insoportable?», y la popularización del envenenamiento será tan científica como la del divorcio y el control de la natalidad.
Pero, como se nos recuerda a menudo, no debemos tener mayor prisa en que arribe la felicidad a la humanidad; mientras tanto, parece que es igual de fácil que se nos aconseje cómo cometer delitos que cómo detectarlos, o cómo describir de qué modo se detectan. Imagino que esto se explica porque el delito, la detección, la descripción, y la descripción de la detección, exigen todos cierto grado de reflexión, por pequeño que sea, mientras que para tener éxito y escribir un libro sobre ello no es en absoluto necesaria tan tediosa experiencia. De cualquier forma, resulta que en mi propio caso, cuando empiezo a pensar en la teoría de las historias detectivescas, me pongo un tanto teórico. Es decir, que comienzo por el principio, sin necesidad de impacto, latigazo, descarga, ni de ningún otro elemento esencial del arte de llamar la atención sin perturbar ni despertar la mente.
Lo fundamental y primero es que el objetivo de un relato de misterio, como de cualquier otro relato y cualquier otro misterio, es la luz y no la oscuridad. La historia se escribe para el momento en que el lector por fin entiende, y no sólo para los muchos momentos preliminares en que no entiende. El malentendido sólo se justifica como la oscura silueta de una nube que sirve de contraste para el fogonazo de ese instante de comprensión; las historias detectivescas malas son malas porque fallan en este punto. Los autores tienen la extraña idea de que lo que tienen que hacer es confundir al lector y que, mientras lo confundan, no importa que lo decepcionen. Pero no es sólo necesario ocultar un secreto: también es necesario tener un secreto, y que sea un secreto digno de ocultar. El clímax no debe ser un anticlímax; no debe consistir simplemente en llevar al lector por senderos de ilusión para dejarlo al final en la cuneta. El clímax no debe ser sólo el estallido de la burbuja, sino más bien el romper del alba; solo que el amanecer quede acentuado por la oscuridad. Cualquier forma artística, por trivial que sea, hace referencia a alguna grave verdad; y aunque no estemos tratando con nada más importante que una multitud de doctores Watson, todos vigilantes, los ojos grandes y redondos como los de los autos utilitarios, permítasenos insistir en que los que estaban a oscuras son los que han visto una gran luz, y que la oscuridad sólo vale para hacer vívida una gran luz en la mente. Siempre me ha parecido una intrigante casualidad que la mejor de las historias de Sherlock Holmes lleve, con un sentido y un significado completamente distintos, el título de Estrella de plata.
La segunda idea fundamental es que el alma de la ficción detectivesca no es la complejidad, sino la simplicidad. El secreto puede parecer complejo, pero tiene que ser sencillo; en este sentido, también es símbolo de misterios más elevados. El autor está ahí para explicar el misterio; pero no debería ser necesario para explicar la explicación. La explicación debería explicarse sola; debería ser algo que pueda mascullar entre dientes el villano, o chillar la damisela justo antes de desmayarse al caer en la cuenta, algo tarde, de que dos y dos son cuatro. Algunos detectives literarios hacen de la solución algo más complicado que el misterio, y del crimen, algo bastante más complicado que la solución.
En tercer lugar, lógicamente, el dato o la figura que lo explica todo ha de ser un dato o una figura conocidos por todos. El criminal debe ser prominente, no como criminal, sino por cualquier otra circunstancia que le dé derecho a ser prominente. Pondré como ejemplo el caso que ya he citado, el de Estrella de plata. Sherlock Holmes es tan conocido como Shakespeare, así que no importará, a estas alturas, que desvele el secreto de uno de los primeros relatos. Holmes recibe la noticia de que han robado un valioso purasangre, y el ladrón ha asesinado al entrenador que lo cuidaba. Naturalmente, hay varios sospechosos del robo y el asesinato; todos se concentran en el grave problema policial del asesinato del entrenador. Pero la sencilla verdad es que lo mató el caballo. Lo pongo como ejemplo por su absoluta simplicidad. La verdad puede ser realmente, así de obvia.
En cualquier caso, a lo que voy es que el caballo es muy evidente. La historia toma su título del nombre del caballo; todo gira en torno al caballo; el caballo está en primer plano continuamente, pero siempre por otros motivos. Como objeto de gran valor, permanece para el lector como El Favorito; sólo como criminal es un caballo misterioso. Es la historia de un robo, en que el caballo hace el papel de joya hasta que olvidamos que la joya también puede hacer el papel de arma. Esa es una de las primeras reglas que yo propondría, si tuviese que formular las reglas para esta clase de composición. En general, el criminal debe ser una figura conocida en un papel desconocido. Cuando nos demos cuenta de la verdad, debe ser algo reconocible, algo que conocíamos de antes, algo prominentemente exhibido. De otra manera, no hay sorpresa en la simple novedad. Es inútil que algo sea inesperado, si no era posible esperarlo. Pero debe ser prominente por un motivo y responsable por otro. Este arte de escribir relatos de misterio consiste en gran parte en encontrar un motivo convincente pero engañoso para la prominencia del criminal, más allá del hecho legítimo de ser el autor del crimen. Muchos misterios fracasan simplemente porque lo dejan con cabos sueltos en la historia, sin otra cosa que hacer que cometer el crimen. Suele ser una persona acomodada, porque si no, nuestras leyes tan justas lo habrían detenido por vagabundo, mucho antes de detenerlo por asesino. Llegamos a sospechar del personaje mediante un proceso de eliminación, rápido pero inconsciente. Generalmente, sospechamos de él simplemente porque nadie ha sospechado. El arte de la narrativa consiste en convencer al lector durante un tiempo, no sólo de que el personaje puede haber entrado en la propiedad sin intención de cometer una felonía, sino de que el autor lo ha puesto ahí con alguna intención que no es esa. Pues la historia detectivesca no es más que un juego, en que el lector no se enfrenta al criminal, sino al autor.
Lo que tiene que recordar el autor de este juego, es que el lector no va a decir, como podría decir en un estudio serio o realista: «Pero, ¿por qué se subió al árbol el topógrafo con las gafas verdes, para asomarse al jardín de la doctora?». Dirá, insensata e inevitablemente: «Pero, ¿por qué ha hecho el autor que se suba el topógrafo al árbol, por qué hay un topógrafo en la historia?». Puede que el lector reconozca que la ciudad necesitaría en todo caso un topógrafo, sin reconocer por ello que lo necesite el relato. Es necesario explicar su presencia en la historia, y en el árbol, no sólo diciendo por qué lo colocó el ayuntamiento, sino también por qué lo colocó el autor. Más allá de cualquier pequeño delito que piense permitirse, en la recámara más profunda de la historia, tiene que tener ya alguna otra justificación como personaje en el relato, y no sólo como mero personaje sin importancia en la vida real. El instinto del lector, que juega al escondite con el autor, su auténtico enemigo, siempre lo empujará a decir suspicazmente: «Sí, ya sé que un topógrafo puede subirse a un árbol; soy consciente de que existen los árboles y existen los topógrafos, pero, ¿qué hace usted con ellos? ¿Por qué, hombre astuto y malvado, ha hecho que este topógrafo en particular se suba a este árbol en particular?».
Y este sería el cuarto principio a recordar; como en los demás casos, nadie se dará cuenta, seguramente, de que es práctico, porque los principios en que se basa parecen teóricos. Se basa en el hecho de que, en la clasificación de las artes, los asesinatos misteriosos pertenecen a la sociedad magnífica y alegre de eso que llamamos bromas. El relato es imaginario, una ficción reconocidamente ficticia. Podríamos decir que es una forma artística muy artificial. Yo preferiría decir que es ostensiblemente un juguete, algo que usan los niños para jugar a imaginar. Consecuentemente, el lector, que es un simple niño. Lo que quiere decir que está muy espabilado, es consciente no sólo del juguete sino del compañero invisible de juegos que es el creador del juguete, y el autor del truco. El niño inocente es muy agudo y más que suspicaz. Y repito una de las primeras normas, para el creador de un relato que aspire a intrigar: recordar siempre que el asesino enmascarado debe tener derecho a estar en la escena, artísticamente hablando, y no sólo derecho a estar en el mundo, realistamente hablando. Debe acudir a la casa, no simplemente por algún asunto, sino por el asunto de la historia; no se trata sólo del motivo del visitante, sino del motivo del autor. En el misterio ideal, el asesino es un personaje que el autor habría creado de todas formas, con el fin de hacer funcionar la historia en otros aspectos, y que entonces se encontró ahí, convenientemente, no sólo por un motivo evidente y suficiente, sino por algún otro motivo secreto. Añadiré que por eso, pese a que algunos se mofen del tema romántico, tiene muchos puntos a favor la tradición sentimental de la narrativa victoriana, más lenta. Lo que para algunos puede resultar aburrido funciona como distracción.
Por último, el principio de que, como cualquier forma literaria, la historia detectivesca comience con una idea, y no se disponga simplemente a buscarla, se aplica también a sus detalles mecánicos más materiales. El relato, desde luego, gira sobre la investigación, pero siempre habrá de empezar desde dentro, por mucho que el detective se acerque desde fuera. Todo buen enigma de este tipo surge de una idea positiva, en sí misma una idea sencilla; algún hecho de la vida cotidiana que el autor pueda recordar, y el lector pueda olvidar. Pero en cualquier caso, el relato tiene que estar basado en la verdad; se le puede añadir fantasía, pero no ha de ser un simple sueño.