Akal / Pensamiento crítico / 26
Marcos Roitman Rosenmann
Tiempos de oscuridad
Historia de los golpes de Estado en América Latina
Diseño de portada
Sergio Ramírez
Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.
Nota a la edición digital:
Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.
© Marcos Roitman Rosenmann, 2013
© del Prólogo, Atilio Borón, 2013
© Ediciones Akal, S. A., 2013
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-3901-3
A todas las víctimas que sufrieron la persecución anticomunista, dieron sus vidas y combatieron la explotación capitalista. A los pueblos de Nuestra América que luchan por recuperar la dignidad y romper la dependencia imperialista.
Prólogo
Es una inmensa satisfacción para este prologuista escribir algunas líneas a modo de introducción a un libro excelente y a la vez necesario: Tiempos de oscuridad. Historia de los golpes de Estado en América Latina, de Marcos Roitman Rosenmann. Lo primero por su rigurosidad, la solvencia de sus fuentes documentales y la consistencia de toda su argumentación, a lo que se agrega, en sus páginas finales, una conveniente cronología de los golpes de Estado que asolaron la región. Lo segundo, necesario porque las luchas democráticas de nuestro tiempo requieren claridad ideológica para identificar aliados y enemigos a la vez que un conocimiento exhaustivo de nuestro turbulento pasado, imprescindible para una correcta praxis política del presente. Ambas cosas son las que ofrece en esta obra su autor, en su minucioso recorrido por la historia de la dominación a la que fueran sometidos nuestros pueblos: una dominación oligárquica primero, burguesa después, e imperialista siempre, y por eso mismo pautada por una ininterrumpida sucesión de golpes de Estado que conmovieron las entrañas de nuestra América.
Roitman Rosenmann demuestra claramente que el tipo de golpe de Estado clásico, protagonizado por las fuerzas armadas, ha caído en desuso: genera enormes resistencias en la conciencia política de nuestra época, que a partir de las atroces violaciones a los derechos humanos perpetradas por los militares golpistas está muy poco predispuesta a avalar la imposición de dictaduras militares o golpes de estado realizados por las fuerzas armadas con la permanente bendición y apoyo político, económico y logístico de los Estados Unidos en el tenebroso marco de la Guerra Fría. En línea con la creciente importancia que Washington le atribuye al «soft power» los procesos de subversión del orden constitucional en países considerados hostiles a los intereses de Estados Unidos utilizan ahora una metodología completamente diferente, misma que es examinada en detalle en la obra que el lector ahora tiene en sus manos. Instituciones fundamentales para este propósito son la USAID, United States Agency for International Development; el NED, National Endowment for Democracy; el National Democratic Institute (NDI) y el International Republican Institute (ISI) y, por supuesto, todo el andamiaje mediático internacional que en buena medida se controla desde Estados Unidos.
En fechas recientes Mark Feierstein, administrador adjunto para América Latina y el Caribe de la USAID, confirmó públicamente que su agencia disponía de un multimillonario presupuesto para ayudar a candidatos opositores o a sectores antigubernamentales en países como Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y, por supuesto, para propiciar el «cambio de régimen» en Cuba. Según las declaraciones de este alto funcionario Washington prioriza el apoyo a las fuerzas opositoras que «están luchando por los derechos humanos y la democracia» en los países del ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América - Tratado de Comercio de los Pueblos, ALBA-TCP) y otras naciones del área[1]. Según la investigadora estadounidense Eva Golinger a través de la NED y la USAID «Washington ha canalizado más de 100 millones de dólares a grupos antichavistas en Venezuela desde el 2002». No solo eso, «en febrero 2011, el presidente Barack Obama solicitó cinco millones de dólares en su presupuesto nacional para el 2012 para financiar grupos antichavistas en Venezuela. Fue la primera vez que un presidente estadounidense había solicitado dinero abiertamente para financiar grupos de la oposición venezolana, además de hacerlo en su presupuesto nacional, y en un momento cuando él mismo está recortando fondos para los servicios sociales de los propios estadounidenses». A partir del examen de las cifras del presupuesto de la embajada de Estados Unidos en Venezuela la citada investigadora concluye que «esos cinco millones de dólares no son sino la cuarta parte del dinero que Washington ya está preparando para enviar a la oposición venezolana en 2012»[2]. Como dice la investigadora arriba citada y como lo ratifica en su detallado análisis Roitman Rosenmann, ejemplos de esto mismo se multiplican, si incorporamos al análisis los otros países del ALBA como Bolivia, Cuba, Ecuador, Nicaragua y los pequeños países del Caribe.
¿Cómo interpretar esta conducta del gobierno estadounidense? Sin duda tiene que ver con algo que se examina en este libro: Washington, vapuleado en Mar del Plata con el rechazo del ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas), lanza una contraofensiva restauradora en América Latina y el Caribe con el propósito no declarado pero evidente de retrotraer las relaciones hemisféricas a la situación imperante antes de la Revolución cubana. Esto no deja de ser una absurda ilusión, pero no por ello menos peligrosa para nuestros pueblos puesto que en su renovada belicosidad el imperio está dispuesto a infringir cuantas premisas éticas o normas internacionales se opongan a sus siniestros designios. Una de las tantas pruebas de ello, no siempre suficientemente destacadas en los análisis, es la ilegalidad del activo intervencionismo estadounidense en las elecciones que se libran en Latinoamérica, algo que Estados Unidos jamás consentiría en su propio territorio. Es decir, ¿que lo que allí es ilegal e inmoral, aquí se convierte en algo legal y virtuoso? Por ejemplo, la Ley Federal de las Campañas Electorales de Estados Unidos prohíbe explícitamente a cualquier extranjero, sea persona física o moral, «contribuir, donando o gastando fondos, de forma directa o indirecta, en cualquier elección local, estadual o federal». La misma ley establece que quienes violen esta norma legal podrán ser pasibles de severas multas e inclusive prisión[3]. En un craso ejemplo de doble discurso e hipocresía diplomática lo que Washington condena taxativamente puertas adentro lo practica abierta e impunemente en el resto del mundo.
Como decíamos más arriba, el golpismo contemporáneo ya no es el de antes. Pasa por una amplia variedad de formatos que han postergado –aparentemente más que para siempre– el clásico golpe militar de antaño. Si ahora hay que apelar a la coerción quien se encarga de ello es la policía, que en casi todos los países del área ha venido siendo adiestrada y equipada por diversas agencias de los Estados Unidos. Eso fue evidente en la tentativa de Golpe de Estado de Ecuador, en 2010, y posteriormente en la «inquietud» de las fuerzas policiales en Bolivia durante 2011 y 2012. Pero la coerción militar tan preponderante en el pasado cede ahora protagonismo a otras formas de presión, de ahí aquello del soft power: derrocamientos «institucionales» de gobernantes legítimos apelando al protagonismo de los congresos o el poder judicial, «golpes de mercado» puestos en evidencia por la fuga de capitales, huelga de inversiones, acaparamientos y desaparición de suministros básicos, bloqueos de remesas (para el caso de países con numerosa población emigrada radicada en Estados Unidos o Europa) son algunos de los tantos dispositivos que en el pasado han demostrado poseer una extraordinaria eficacia para derrumbar gobiernos o influir en la voluntad del electorado. Recuérdese al efecto el impacto devastador que se verificó en las elecciones presidenciales del 21 de marzo del 2004 en El Salvador. En esa ocasión, el candidato del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, Schafik Handal iba liderando cómodamente las encuestas preelectorales hasta el momento en que el imperialismo, con la imprescindible colaboración de la oligarquía salvadoreña, lanzó una fuerte contraofensiva destinada a impedir su segura victoria. Primero fueron los senadores y congresistas del Partido Republicano quienes hicieron saber lo perjudicial que sería para El Salvador tener un presidente con los antecedentes radicales de Handal. Poco después fueron altos personeros de la Administración Bush –incluyendo la jefa del Consejo Nacional de Seguridad de Estados Unidos, Condoleezza Rice y varios secretarios del Ejecutivo Federal– así como personalidades prominentes de la derecha norteamericana, entre los que sobresalían gentes de antecedentes tan delictivos como los del representante Lincoln Díaz-Balart, Otto Reich y Roger Noriega, todos ellos íntimamente ligados a grupos anticastristas y terroristas radicados en Miami. Esta campaña de intimidación y después de terror fue sumamente efectiva porque Handal comenzó a descender en las encuestas, hasta que desde Washington llegaron dos mandobles decisivos: primero, una filtración informativa según la cual el Departamento de Estado habría enviado un mensaje a las empresas estadounidenses radicadas en El Salvador para preparar planes de contingencia, que contemplaban un eventual abandono del país, en caso de que Handal triunfara en las elecciones. Poco después surgió el rumor de que los salvadoreños residentes en Estados Unidos –y cuyas remesas de dinero eran fundamentales para sus familiares– podrían ser deportados a El Salvador y, finalmente, en la última semana previa a las elecciones, el anuncio de un oscuro congresista republicano, Thomas Tancredo, quien declaró que presentaría ante la Cámara de Representantes una moción para bloquear las remesas de los ciudadanos salvadoreños residentes en Estados Unidos de concretarse el triunfo de Hantal. Poco después, este se derrumbaba en las encuestas y caía derrotado, el día de la elección, a manos de un menos que mediocre personaje, candidato de la derecha radical y conocido peón del imperio, Elías Saca, quien se impuso con un apabullante 58 por 100 de los votos contra apenas el 36 por 100 obtenido por Handal. Podría argüirse que no todos los países tienen la vulnerabilidad de El Salvador, con su gran masa de emigrantes radicados en Estados Unidos y algunos países europeos, principalmente España. Obviamente, es una cuestión de grado, pero sin duda puede afectar seriamente a otros como República Dominicana, Haití, Jamaica y Ecuador.
De todos modos, el inmoral e ilegal intervencionismo estadounidense en las campañas electorales de los países de América Latina es un asunto que viene de lejos. En la Argentina esta conducta se hizo patente en las elecciones presidenciales de 1946, que oponía la fórmula Juan Perón / Hortensio Quijano contra José P. Tamborini / Enrique Mosca, de la Unión Democrática. Tan activa fue la intervención de «la embajada» en la campaña que Perón logró capitalizar magistralmente el sentimiento de rechazo que gran parte de las capas populares argentinas sentían ante el desembozado protagonismo del embajador norteamericano elaborando la consigna «Braden o Perón». El resultado es archisabido y marcó para siempre la historia argentina. Pero el de Spruille Braden, uno de los dueños de la Braden Copper Company, es un caso de extrema desfachatez a tal grado que las reuniones del comando de la Unión Democrática se hacían en la embajada de Estados Unidos. Posteriormente comenzaron a apelar a formas menos aparatosas de intervención: «desinteresadas» campañas de información tergiversada o abiertamente falsa que aterrorizaban o intimidaban a la población, como las que se lanzaran en contra de la candidatura de Salvador Allende en Chile en 1958, 1964 y 1970, esta última vez sin los efectos deseados al no poder frustrar su victoria electoral. Campañas de terror que auguraban toda clase de desgracias e infortunios si es que el pueblo «se equivocaba» y elegía al candidato incorrecto.
Tal como lo corrobora el autor en este libro, en la actualidad se han ido perfeccionando nuevos dispositivos golpistas: sobresalen el amañado manejo de la institucionalidad política –sobre todo del congreso y la judicatura– y el creciente control de los medios de comunicación de masas, capaces de crear «climas» de opinión de decisiva importancia a la hora de erosionar las bases del poder de un presidente desafecto o para preparar operaciones golpistas apelando a los nuevos mecanismos arriba descriptos. En síntesis, este libro demuestra que el imperio no descansa y que las luchas por la democracia y para sostener los avances sociales y políticos que en algunos países de la región se registraron en los últimos años serán cada vez más encarnizadas, debiendo enfrentar nuevas formas de golpe de Estado e inéditos dispositivos de intervención imperialista diseñados para acomodar las realidades políticas de América Latina y el Caribe a los intereses de la gran potencia. Dicho en otros términos, para acabar no solo con la Revolución cubana sino con las distintas expresiones del «bolivarianismo» como las que hoy se dan en Venezuela, Bolivia y Ecuador aunque sin olvidar la domesticación de otros proyectos políticos más moderados pero que para los halcones de Washington son «cómplices» de los primeros. «Poner la casa en orden» en una época tan crítica como la actual es la prioridad de Washington para lo que en una época no muy lejana era su obediente patio trasero.
No quisiera terminar estas líneas sin resaltar la incisiva reflexión del autor cuando introduce importantes distinciones entre el Golpe de Estado y la insurrección revolucionaria de las clases y capas explotadas de una sociedad. El pensamiento convencional de la ciencia política, nada inocentemente, confunde ambas cosas, de la misma manera que coloca en una misma categoría las experiencias históricas de la Revolución rusa y el fascismo alemán, ambos subsumidos bajo una imprecisa categoría: «regímenes totalitarios», incapaz de distinguir el significado histórico de una forma estatal capitalista que procura la restauración salvaje del amenazado orden burgués y un proyecto obrero y campesino encaminado a fundar una sociedad poscapitalista. En un caso, se trata de una reversión de la democracia burguesa hacia una forma estatal despótica pero siempre al interior del mismo tipo de estado, el capitalista. En la insurrección revolucionaria, en cambio, de lo que se trata es de construir un nuevo tipo de estado de transición hacia el socialismo, progresivamente despojado de los grilletes que la ley del valor impone a la política en la sociedad capitalista. Es muy importante tomar nota de esta distinción, cuyos influjos se dejan sentir en buena parte del aparato conceptual de las corrientes hegemónicas de la ciencia política, invariablemente al servicio del capital.
Para concluir, un libro que aporta una prolija y muy bien documentada reconstrucción histórica del golpismo en América Latina y el Caribe, y que retrata con lujo de detalles las novísimas innovaciones técnicas de los golpes de estado que permanentemente promueve Washington para mantener esta parte del mundo bajo su predatorio control. Un libro que, como dijimos más arriba, gracias a sus virtudes se convertirá en una importante arma intelectual para las batallas políticas que se avecinan y que ha sido un honor prologar.
Atilio A. Borón
Buenos Aires, junio de 2013.
[1] Así lo consigna en su edición del 20 de junio del 2012 el diario ecuatoriano El Telégrafo. Véase más en http://www.telegrafo.com.ec/actualidad/item/usaid-admite-que-financia-a-la-oposicion-en-paises-de-la-alba.html
[2]http://www.cubadebate.cu/especiales/2011/08/11/eeuu%C2%A0-20-millones-para-la-oposicion-en-venezuela-en-2012/
[3] Stephen Lendman, «Washington Supports Venezuelan Opposition», Daily Censored, Marzo 21, 2013. [http://www.dailycensored.com/washington-supports-venezuelan-opposition/]
Introducción
En medio de la crisis global del capitalismo, levantar la alternativa anticapitalista se considera un anacronismo. Declararse marxista y comunista concita mofa. El insulto es una práctica recurrente para descalificar a dirigentes políticos, sindicales y líderes de movimientos sociales e intelectuales, partidarios del socialismo marxista.
Sin embargo, la lucha contra el comunismo sobrepasa la ofensa verbal. El fin perseguido es aniquilar política y físicamente a sus defensores. La guerra psicológica, el miedo y las campañas publicitarias ad hoc presentan el comunismo como una amenaza para la familia, el individuo, la moral católica, la propiedad privada y el mercado. Por consiguiente, cuando el movimiento popular gana espacios de representación política y se constituye en una opción real de cambio social, la burguesía y sus aliados se quitan la careta. La clase dominante no tiene empacho en recurrir a la técnica del golpe de Estado para evitarlo. Cuando lo hace, abandona los principios que tanto enarbola, el habeas corpus, la libertad de asociación, reunión y expresión. Los golpes de Estado y el anticomunismo marchan juntos en la historia. Sus comienzos fueron inorgánicos y difusos, pero a medida que los partidos obreros crecieron, el anticomunismo se vertebró como parte de la razón de Estado.
Si hacemos historia, podemos remontarnos a la publicación del Manifiesto comunista en 1847 y la fundación de la Primera Internacional en 1864 para datar el inicio de la persecución de comunistas, socialistas y anarquistas. Cualquier excusa sirvió para encarcelar, reprimir, censurar y asesinar a sus militantes. La represión ejercida sobre la Comuna de París, entre los días 21 y el 28 de mayo de 1871, evidenció la inexistencia de límites cuando se trata de restablecer el orden burgués. Conocida como la «Semana Sangrienta», el ejército actuó contra los sublevados dejando un balance de 30.000 muertos y una ley marcial que se mantuvo durante cinco años.
Entrado el siglo xx, con el triunfo de la Revolución rusa y el nacimiento de la Tercera Internacional se clarificó la dirección de la estrategia anticomunista. El enemigo tomó cuerpo en el Comintern y la revolución comunista. El peligro acechaba y era obligado blindarse. No hubo vuelta atrás. Las declaraciones de la Tercera Internacional, llamando a la revolución mundial del proletariado, dieron la voz de alarma. Liberales, conservadores y socialdemócratas unieron sus fuerzas para impedirlo. Al anticomunismo se unía la guerra sucia. No importaban los métodos ni los costes con tal de salvaguardar los intereses de clase del capitalismo.
Pocos han sido los momentos en el cual la burguesía liberal y su razón cultural se sintiesen amenazadas por otro fenómeno que la desplazara del poder político. Cuando tomó conciencia de esa posibilidad, recurrió a su principal enemigo y buscó el apoyo de la izquierda marxista y comunista. Se trató de la emergencia del nazismo-fascismo en los años treinta del siglo pasado. Durante la Segunda Guerra Mundial, los países occidentales abrazaron como aliado a la URSS y la resistencia partisana. El objetivo era evitar el triunfo del Tercer Reich. Fue el concurso de la Unión Soviética, la derrota del ejército nazi en Stalingrado, lo que frenó el avance de Alemania y los países del Eje. En el recuerdo, si atemperamos datos, yacen veinte millones de ciudadanos soviéticos, entre civiles y militares, asesinados en la ofensiva nazi.
El lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Japón en Hiroshima y Nagasaki, el 6 de agosto de 1945, puso un dramático final a la Segunda Guerra Mundial. Los países del Eje capitularon. El enemigo había sido derrotado. Ahora, el comunismo podía volver a ser el enemigo a derrotar. Se acabaron las buenas maneras y se desataron las hostilidades. El 12 de marzo de 1947, el presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, pronunció un discurso histórico, llamando a preservar la forma de vida de Occidente frente al terror comunista. Son las bases de la Guerra Fría.
La persecución de socialistas marxistas y comunistas se convirtió, en los países occidentales, en una labor prioritaria, al tiempo que se producía un acercamiento con antiguos nazis, dotándolos de identidades falsas y protegiéndolos. Estados Unidos recibiría cientos de ellos para trabajar en sus planes anticomunistas. El Juicio de Núremberg, celebrado en 1946, era historia.
Sin contemplación, se declaró la guerra a muerte a los afiliados y simpatizantes comunistas en todo el mundo occidental. Se ilegalizaron los partidos obreros y bajo el paraguas anticomunista se reprimió a las organizaciones sindicales y políticas, colgándoles el sambenito de subversivos. La tortura, el asesinato y la cárcel son instrumentos utilizados para doblegar voluntades y someter a los pueblos. En Estados Unidos, el senador Joseph McCarthy, emprendió una cruzada contra ciudadanos acusados de profesar ideales comunistas, marxistas socialistas o simplemente por ser familiar, amigo o allegado de alguien que las profesara; se conoció popularmente como la «Caza de Brujas». En 1950, McCarthy llevó al paroxismo el delirio anticomunista, indicando que en el Departamento de Estado trabajan infiltrados más de 200 agentes comunistas. Educadores, científicos, actores, trabajadores en general, miembros del Partido Demócrata o Republicano cayeron bajo el calificativo de filocomunistas. Charles Chaplin, Albert Einstein o Robert Oppenheimer, padre de la bomba atómica, entre otros sufrieron la persecución. Oppenheimer fue expulsado de la comisión de energía nuclear. Muchos otros fueron encarcelados, deportados o perdieron sus puestos de trabajo. Como resultado, cientos de personas se suicidaron, miles se exiliaron o directamente abandonaron el país[1].
El control hegemónico de Estados Unidos cambió el eje gravitacional del poder planetario. Los países del llamado Tercer Mundo, Asia, África y América Latina, fueron utilizados como cobayas para llevar a cabo la estrategia anticomunista y de golpes de Estado. Cualquier régimen que osara plantar cara al imperialismo norteamericano sufriría las consecuencias en forma de acciones encubiertas desestabilizadoras, acciones de sabotaje y, por último, patrocinando un golpe de Estado. Nacionalizar las riquezas básicas era razón suficiente. En Irán, la CIA, junto con los servicios de inteligencia británicos, el MI6, idearon el plan que derrocó al presidente Mohammad Mosaddeq el 18 de agosto de 1953. Como recambio, se instauró una de las más férreas tiranías bajo el reinado del Sha Reza Pahlevi. En Guatemala, un año más tarde, la CIA urdió un plan para deponer al general Jacobo Arbenz, presidente constitucional, que estaba enfrentado con las compañías bananeras. El golpe de Estado cerró el proceso democrático más avanzado conocido en la región centroamericana. La lista se hace interminable, en todos los casos está presente el asesinato político, el exilio y la persecución a los partidos comunistas.
En los años sesenta del siglo pasado, durante el proceso descolonizador en África y Asia, Estados Unidos y sus aliados extenderán el ideario anticomunista, acompañándolo de una estrategia contrainsurgente y antisubversiva, desarrollada en la Guerra de Argelia por Francia, para combatir los gobiernos nacionalistas y antiimperialistas. En 1965, Indonesia sufrió un golpe de Estado que acabó con Achmed Sukarno, líder nacionalista que gobernaba en coalición con el Partido Comunista de Indonesia (PKI). Considerado un peligro para los intereses norteamericanos y un mal ejemplo a seguir, se puso en el poder al general Haji Mohammad Suharto. Entre 1965 y 1966 este asesinó a más de medio millón de personas afiliadas o simpatizantes del Partido Comunista. Un informe redactado en Yakarta por los funcionarios de la embajada de Estados Unidos, en los inicios del genocidio, enviado al Departamento de Estado, señalaba: «El fervor musulmán en Atjeh parece haber dejado fuera de combate a casi todos los miembros del PKI y han clavado sus cabezas en estacas colocadas en los márgenes de los caminos. Se dice que han arrojado los cuerpos de las víctimas del PKI a los ríos o al mar porque los atjeheneses se niegan a contaminar con ellos el suelo de Atjeh»[2]. La CIA proporcionó listas de miembros del PKI al nuevo régimen para proceder a su detención y muerte.
En América Latina los golpes de Estado han seguido un itinerario propio bajo la estrategia de la tensión. Primero la guerra psicológica, una cuidada campaña del miedo aludiendo a la amenaza comunista, luego la desestabilización política, el estrangulamiento económico generando un gran mercado negro, evadiendo capitales y, por último, sacando a las hordas fascistas a las calles para crear un estado social de «caos», atacando locales de partidos obreros, sedes sindicales, saboteando puentes, líneas férreas, etcétera. Todo para culminar pidiendo a las fuerzas armadas su intervención para acabar con el desorden social y la ingobernabilidad. Un llamado a salvar la patria con la excusa de existir un plan subversivo para instaurar un régimen totalitario, asesinar a opositores e imponer el terror rojo.
En Chile las fuerzas armadas apelaron a un supuesto «Plan Z» elaborado por la izquierda en dos fases, la del autogolpe y la insurrección armada. En la primera, se detendrían a los principales dirigentes de los partidos opositores, miembros de las fuerzas armadas, periodistas y connotadas personalidades anticomunistas, para, posteriormente, asesinarlos. Luego seguiría la toma de cuarteles y la insurrección popular. En el momento culmen, Salvador Allende saldría al balcón del Palacio de La Moneda para proclamar la República Democrática de Chile, izando en el mástil del Palacio la nueva bandera, toda roja con una estrella pequeña. Dicho Plan Z, publicitado hasta la saciedad desde el momento mismo del golpe, el 11 de septiembre de 1973, nunca pudo ser probado. Quienes se remitieron a él se desdicen y lo consideran parte de la guerra psicológica; eran «o ellos, o nosotros». La Democracia Cristiana participó de esta farsa. Patricio Aylwin declaró pocos días después del golpe de Estado: «Nosotros tenemos el convencimiento de que la llamada vía chilena al socialismo, que empujó y enarboló como bandera la Unidad Popular, y se exhibió mucho en el extranjero, estaba rotundamente fracasa, y eso lo sabían los militantes de la Unidad Popular y lo sabía Salvador Allende, y por eso ellos se aprestaban a través de la organización de milicias armadas, muy fuertemente equipadas que constituían un verdadero ejército paralelo, para dar un autogolpe y asumir por la violencia la totalidad del poder, en esas circunstancias, pensamos que la acción de las fuerzas armadas simplemente se anticipó a ese riesgo para salvar al país de caer en una guerra civil o una tiranía comunista»[3].
Muchos fueron los incrédulos que asumieron su existencia. La Junta Militar hizo lo indecible para demostrar su autenticidad, llegando a editar un libro donde se detallaban los objetivos, se ponían nombres y definían las fases del Plan Z: El libro blanco del cambio de gobierno en Chile. Este imaginario Plan Z fue punta de lanza para realizar los interrogatorios tras el golpe. A título personal, recuerdo con claridad las dos primeras preguntas interrogado en el Estadio Nacional, en septiembre de 1973: «¿Dónde se esconden las armas?», «¿Cuál era tu misión en el Plan Z?».
Planes inventados, nacimiento de repúblicas democráticas, cambio de la bandera y el escudo nacional, obligación de hablar ruso en las escuelas públicas, lavado de cerebro a los niños mediante virus infectados en la leche donada por los países del Norte de Europa…, argumentos que se instalaron en el discurso oficial para lanzar diatribas anticomunistas y concitar el apoyo de una ciudadanía atónita ante las imágenes del bombardeo del Palacio de La Moneda y los colaboradores del presidente chileno tendidos boca abajo con soldados apuntándoles en la sien y tanques a centímetros de sus cuerpos. Era la ruptura del orden democrático y el fin de la ciudadanía republicana.
El final trágico de la Unidad Popular, el asesinato de miles de personas, el suicidio del presidente Salvador Allende constituyen parte de la historia de este ensayo. Fui uno de tantos jóvenes que vio truncarse el 11 de septiembre de 1973 un proyecto de vida donde no cabía la traición, la tortura, la represión y el odio. La situación era inimaginable. El fascismo, tantas veces estudiado, residual a la cultura política de Chile, tomaba las riendas y pasaba al ataque. A muchos nos pilló por sorpresa, confiamos en la «neutralidad» de las fuerzas armadas. ¿Ingenuidad?, los golpes de Estado no tenían lugar en la historia de Chile, país de tradición democrática ¿Qué mayor garantía contra el putsch militar? Al menos hasta 1973, las botas no vencían a los votos. Esta visión idílica se hizo añicos el 11 de setiembre de 1973.
Este año, 2013, se cumplen cuarenta del bombardeo del Palacio de La Moneda y del Golpe Militar chileno. Tiempo suficiente para borrar la imagen de no intervencionismo de las fuerzas armadas chilenas en la vida política del país. Sin embargo, en 1970 ya hubo quienes alertaron de la falsa la neutralidad y el «apoliticismo» de las fuerzas armadas. Sus tesis, lamentablemente corroboradas, fueron poco consideradas. Alain Joxe, en un estudio pionero titulado Las fuerzas armadas en el sistema político chileno, dejó claro el peligro de asumir una hipótesis tan benévola de las fuerzas armadas: «Hablar de una tradición continua de no intervención es transcribir por antífrasis –en el nivel ideológico– el hecho de que las intervenciones de las fuerzas armadas, después de la Guerra del Pacífico, han sido en realidad tan importantes y tan decisivas (la Marina en 1981; el Ejército en 1924), que han podido, en cada ocasión, remodelar el Estado “en forma” con una gran eficacia, de modo que se encuentran inútiles intervenciones numerosas, y que resulta imposible la permanencia durable de las fuerzas armadas en el poder. La reconstrucción –en cada intervención exitosa– de un sistema en el cual la intervención permanente del ejército en los asuntos propiamente políticos no es necesaria, produce una ilusión óptica. Una intervención militar en Chile es perfecta. La tranquilidad política de los militares chilenos proviene de la satisfacción durable del trabajo bien hecho. Por supuesto que no se trata del mismo ejército, ni del mismo trabajo, en 1891 que en 1924/31. La noción de tradición es relativa y se evita decir que el ejército en Chile tiene por tradición intervenir cada treinta o cuarenta años. Puede intentarse explicar la tradición por la historia, pero no el sistema actual por la simple tradición».
Las fuerzas armadas se auparon al poder político. Ellos, elegidos por Dios, tomaron la «patriótica» decisión de derrocar al gobierno «marxista de la Unidad Popular y comenzar la lucha para erradicar el cáncer marxista de raíz […] salvando a Chile de caer en las garras del comunismo». Así lo esputó el general de la fuerza aérea Gustavo Leigh, miembro de la Junta Militar a la hora de justificar la intervención golpista.
Ser socialista, comunista o militante de la Unidad Popular, a partir del 11 de septiembre de 1973, se convirtió en un delito. Proscritos y perseguidos, sus propiedades fueron expropiadas. Fueron detenidos, torturados o simplemente detenidos y desaparecidos. Aquellos que defendieron y participaron activamente el gobierno de la Unidad Popular engrosaron las filas de subversivos y terroristas a los cuales «exterminar».
Perdí compañeros y amigos. Aun recuerdo las caras de amigos hoy detenidos y desaparecidos. Gregorio Mimica, presidente de la Federación de Estudiantes la Facultad de Ingeniera de la Universidad Técnica del Estado. Militante comunista, el 12 de septiembre lo vi por última vez en el patio de la facultad, junto a otros dirigentes estudiantiles. Chile entraba en una noche oscura, presagio cruel de lo que se avecinaba.
El 11 de septiembre hubiese sido, para los estudiantes de la Universidad Técnica, un día especial. Salvador Allende acudiría a inaugurar la exposición de cuadros antifascistas. La sedición nos jugo una mala pasada. El bombardeo a la Moneda estaba en su apogeo y las noticias eran inciertas. Aún creíamos que el golpe podía revertirse. Nos insuflamos ánimos, creyendo que tropas, encabezadas por generales leales, a cuyo mando estaría Carlos Prats, abortarían la asonada. Había que resistir. Mantuvimos la ilusión entre gritos de ¡Unidad Popular, venceremos! El 12 de septiembre, los militares entraron fusil en mano, disparando al aire y dando órdenes ¡Todos al suelo, boca abajo, manos sobre la cabeza y pies cruzados! El cuadro era otro.
Habían pasado tres años del triunfo electoral de la Unidad Popular, el 4 de septiembre de 1970. En la memoria, el mitin del la proclamación de Allende celebrado a los pies del cerro Santa Lucía, en la sede de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, lugar emblemático odiado por la derecha. Por su dirección pasaron grandes líderes de la izquierda chilena, entre ellos, Salvador Allende. Sus instalaciones habían sido objeto de múltiples atentados. Allende habló con cordura: «Qué extraordinariamente significativo es que pueda yo dirigirme al pueblo de Chile y al pueblo de Santiago desde la Federación de Estudiantes. Esto posee un valor y un significado muy amplio. Nunca un candidato triunfante por la voluntad y el sacrificio del pueblo usó esta tribuna que tuviera mayor trascendencia. Porque todos lo sabemos. La juventud de la patria fue vanguardia en esta gran batalla, que no fue la lucha de un hombre, sino la lucha de un pueblo; ella es la victoria de Chile, alcanzada limpiamente esta tarde. Yo les pido a ustedes que comprendan que soy tan solo un hombre, con todas las flaquezas y debilidades que tiene un hombre, y si pude soportar –porque cumplía una tarea– la derrota de ayer, hoy sin soberbia y sin espíritu de venganza, acepto este triunfo que nada tiene de personal y que se lo debo a la unidad de los partidos populares, a las fuerzas sociales que han estado junto a nosotros. Se lo debo al hombre anónimo y sacrificado de la patria, se lo debo a la humilde mujer de nuestra tierra. Le debo el triunfo al pueblo de Chile, que entrará conmigo a La Moneda el cuatro de noviembre».
El sueño de construir un Chile socialista en democracia y libertad se hacía posible. El cinco de septiembre, la derecha ya maquinaba el plan desestabilizador. Hizo lo indecible por evitar que Salvador Allende llegara a la Moneda. Intentó secuestrar al general en jefe de las fuerzas armadas, René Schneider Chereau, si bien su plan fracasó cuando el general opuso resistencia, siendo acribillado a balazos. Así, un sector de la Democracia Cristiana, encabezado por Andrés Zaldívar y Eduardo Frei Montalva, presidente saliente, en complicidad con la embajada de Estados Unidos y la derecha fascista, activaron la vía al golpe de Estado. La trama civil, entrelazada con militares golpistas, triunfaría el 11 de septiembre de 1973.
Fueron mil días de gobierno popular. Nacionalizaciones, reforma agraria, trabajo voluntario, alfabetización, ampliación de los derechos civiles, incorporación de la mujer, la juventud, los trabajadores y del pueblo Mapuche, que vio reconocida su dignidad y respetada su historia. La vía chilena al socialismo triunfó en campo minado, la Guerra Fría. El proyecto y la figura de Salvador Allende traspasarían fronteras. Humanista, y confeso socialista-marxista, cumplió siempre con su palabra. Primero como líder estudiantil, diputado, ministro de Sanidad en el Gobierno del Frente Popular del presidente Pedro Aguirre Cerda, senador y, por último, como presidente. Muchas leyes sociales llevan su nombre. Respetado por unos y otros, fue víctima de la traición. Pagó con su vida la lealtad que el pueblo chileno le entregó el 4 de septiembre de 1970. Chile no ha tenido figura política más relevante en su historia ni más influyente para los chilenos, a pesar de la derecha.
Parte de esta historia, hasta aquí relatada, es el origen de este ensayo. Colegas, compañeros de militancia y estudiantes me han animado a escribir una breve historia del golpismo en América Latina. La idea me pareció excelente. Un reto que había que sintetizar si se quería cumplir con el criterio de brevedad y accesibilidad. Por otro lado, significaba reconstruir y abordar teóricamente la parte más negra de la historia del continente: las intervenciones militares y el anticomunismo. Acepté el reto, era una manera de evidenciar la escasa estatura moral, los delirios de grandeza y la pequeñez intelectual de tanto tirano que asoló América Latina en el siglo xx.
El ensayo es un tránsito de la historia a la política. He querido dejar constancia de cómo se aplica la técnica del golpe de Estado y se construyó –y se construye– el discurso anticomunista en América Latina. Los caudillos militares aparecen en los capítulos del libro a la luz de sus extravagancias y métodos de control político. Para lograr una narración fidedigna he preferido que tomen ellos la palabra.
La doctrina de la seguridad nacional, el enemigo interno, la lucha antisubversiva, la noción de guerra total, las guerras de baja intensidad y las acciones encubiertas urden una trama donde el imperialismo y el complejo industrial militar de los Estados Unidos tienen un lugar de excepción. En este cuadro, el relato del libro se detiene en dos experiencias atípicas que perduraron en el tiempo, dando lugar al nacimiento del llamado reformismo militar. Han sido los casos de Panamá y Perú, ambos emergentes en 1968. Hubo otros intentos anteriores, la Revolución Juliana en Ecuador o la efímera República Socialista de Chile que duró 14 días, entre 4 y el 16 de junio en 1932. Todos tuvieron un trágico fin, al igual que la experiencia boliviana del general Juan José Torres en 1971.
En pleno siglo xxi, la amenaza comunista se disipa en la mente de los ideólogos de la guerra. Las fuerzas armadas combaten, a partir del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, otro enemigo: el terrorista universal. Sin embargo, en América Latina, los golpes de Estados siguen arguyendo el comunismo como excusa para derrocar gobiernos constitucionales, aunque los militares se mantienen en segunda línea de fuego. Así, ve la luz otro tipo de golpe de Estado, menos sangriento, pero capaz de torcer la dirección de los acontecimientos históricos y políticos, encabezado por el poder legislativo o el poder judicial. Son golpes de guante blanco. Igualmente, empresas trasnacionales, bancos de inversión, Goldman Sachs o Agencias de Calificación, «los mercados», ajustan sus estrategias para dar golpes de Estado que cambian el rumbo de las decisiones, siendo los artífices de una nueva arquitectura de la política conspirativa.
xx
No es asumible que un general, gobernador de la provincia de Buenos Aires, Ibérico Saint-Jean, espete por su boca, arguyendo la doctrina de la seguridad nacional, que «primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, después… a sus simpatizantes, enseguida… a aquellos que permanecen indiferentes y finalmente mataremos a los tímidos».
Pero tampoco una amnesia rayana en la estupidez, como la de Alejandro Foxley, exministro de Asuntos Exteriores de la presidenta socialista Michelle Bachelet, quien afirmaba en el año 2000: «Pinochet realizó una transformación sobre todo en la economía chilena, la más importante que ha habido en este siglo. Tuvo el mérito de anticiparse al proceso de globalización que ocurrió una década después, al cual están tratando de encaramarse todos los países del mundo, descentralizar, desregular, etcétera. Esa es una contribución histórica que va a perdurar por muchas décadas en Chile y que, quienes fuimos críticos con algunos aspectos de ese proceso en su momento, hoy lo reconocemos como un proceso de importancia histórica para Chile, que ha terminado siendo aceptado prácticamente por todos los sectores. Además ha pasado el test de lo que significa hacer historia, pues terminó cambiando el modo de vida de todos los chilenos, para bien, no para mal. Eso es lo que yo creo, y eso sitúa a Pinochet en la historia de Chile en un alto lugar».
Enunciarlo y no ruborizarse, es perder la dignidad, creérselo, una falta de respeto al pueblo chileno, las víctimas de la dictadura y sus familias. Foxley se mantuvo en el cargo. Estos comportamientos alientan nuevas aventuras golpistas. Noches oscuras que en pleno siglo xxi, amenazan los países de nuestra América.
Mientras redactaba pensé en el sentido que tiene escribir una historia del golpismo y del anticomunismo. Encontré respuesta en la necesidad de exponer a contrapelo la versión dominante que existe en América Latina, pero también en los estudiantes de la especialidad de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Complutense de Madrid, a quienes he impartido clases durante más de tres décadas. A ellos se les hurta el conocimiento de nuestra América bajo enseñanzas tópicas y versiones anticuadas de anticomunistas viscerales. Es la colonialidad del saber.
Concluida la primera versión, la hice circular entre antiguos estudiantes de licenciatura y posgrado, quienes se tomaron la lectura como un reto, aportando sugerencias e información. Como han sido muchos, a todos ellos doy las gracias, pero no puedo dejar de mencionar a Eduardo Fort, exalumno, licenciado en Ciencias Políticas, flamante profesor colaborador en el Departamento de Estructura Social de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense. Y en segundo lugar a Julia Marchetti, promesa de las ciencias sociales, profesora de Sociología Latinoamericana en la Universidad de Concepción del Uruguay, Entre Ríos, Argentina, a quien conocí en Madrid mientras realizaba su estancia de investigación. Vive la academia con autentica vocación. Sus observaciones me han estimulado y sus notas se han incorporado al texto, espero que las reconozca. También a Mario Casasús, gran periodista latinoamericano, conocedor profundo de la realidad latinoamericana, nerudiano confeso, sus comentarios fueron de gran ayuda. A Jaime Pastor, colega y amigo, cuyos consejos espero los vea incorporados en la edición. Sin duda a Francisco Ochoa de Michelena, editor y sobre todo lector cuyas aportaciones a la redacción y sintaxis han mejorado mi castellano y aligerado el texto. También a José Manuel Martín Medem, cuyas observaciones me hicieron comprender algunos comportamientos de las fuerzas armadas en los países que hoy viven procesos revolucionarios. También a Frank Rubio, atento lector quien desde la distancia me hizo ver la importancia del texto.
Por último, reconocer el apoyo de Aurora, compañera de toda una vida, ella me aporta tranquilidad y cariño para no desfallecer en el intento, y de Talía, hija incisiva en sus argumentos. Ambas son coautoras intelectuales.
A ellas dedico este libro.
[1] Véase Cedric Belfrage, La inquisición democrática en Estados Unidos, México, Siglo XXI de México, 1972.
[2] Vijay Prashad, Las naciones oscuras. Una historia del tercer mundo, Barcelona, Península, 2012, p. 261.
[3] Vease YouTube: www.youtube.com/watch?v=IoLiEnWTyBo&feature=relatec