© 2017 ESTRELLA CORREA

© 2017 de la presente edición en castellano para todo el mundo: Ediciones Coral Romántica (Group Edition World)

Dirección:www.edicionescoral.com/www.groupeditionworld.com

 

Primera edición: Septiembre de 2017

Isbn digital: 978-84-17228-42-2

Diseño portada: Juan González

Maquetación: Ediciones Coral

 

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la ley. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico, electrónico, actual o futuro incluyendo las fotocopias o difusión a través de internet y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

 

 

 

 

 

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SINOPSIS

 

 

 

Alejandro y Álvaro han desaparecido de la vida
de Dani y no sabe cómo llenar el vacío que han dejado
en su interior, pero no espera todas las sorpresas que le
depara el destino, algunas de ellas le sobrepasarán,
otras llegarán a formar parte de su pequeño universo.

 

 

ÍNDICE

 

 

 

CAPÍTULO 1: NI UN PERO MÁS.

CAPÍTULO 2: SOY UNA COTILLA, NO LO VOY A NEGAR.

CAPÍTULO 3: ¿QUIERES CAFÉ? PUESTO TOMA TRES TRAZAS.

CAPÍTULO 4: VALE, ¿Y AHORA QUÉ?

CAPÍTULO 5: O POR NO QUERER.

CAPÍTULO 6: NO PUEDO CON LOS DOS. MEJOR DE UNO EN UNO.

CAPÍTULO 7: Y ESTE ¿QUÉ ES LO QUE QUIERE?

CAPÍTULO 8: ¿QUIÉN ME MANDARÍA A MÍ?

CAPÍTULO 9: NO SIGNIFICA QUE NO LO MEREZCA.

CAPÍTULO 10: ACLAREMOS LAS COSAS.

CAPÍTULO 11: LOS ERRORES DE TRES EN TRES.

CAPÍTULO 12: ESA SENSACIÓN.

CAPÍTULO 13: ERES MI HERÓINA.

CAPÍTULO 14: ¿PUEDO DORMIR UN POCO MÁS?

CAPÍTULO 15: HACE UNA AÑO Y TE SIGO OLIENDO.

CAPÍTULO 16: MADRE DEL AMOR HERMOSO.

CAPÍTULO 17: LAS FIESTAS Y YO NO NOS LLEVAMOS BIEN.

CAPÍTULO 18: FRÍO. MUCHO FRÍO.

CAPÍTULO 19: MIRANDO HACIA ATRÁS.

CAPÍTULO 20: TAL VEZ PUEDAS ESCUCHARME.

CAPÍTULO 21: PENSAR NO SE ME DA NADA BIEN.

CAPÍTULO 22: CÁRCELES SIN BARROTES.

CAPÍTULO 23: PORQUE TE ODIO.

CAPÍTULO 24: APRENDER A CONTROLARME.

CAPÍTULO 25: SI LE OCURRIESE ALGO.

CAPÍTULO 26: CENAS EN FAMILIA.

CAPÍTULO 27: REAL COMO LA VIDA MISMA.

CAPÍTULO 28: HACE CALOR AQUÍ ¿NO?

CAPÍTULO 29: HOY ES NOCHE BUENA Y MAÑANA NAVIDAD.

CAPÍTULO 30: ¿CÓMO DEBE SER DESPERTARSE TRAS UN LARGO SUEÑO?

CAPÍTULO 31: TE BUSCABA A TI.

CAPÍTULO 32: NO TE QUIERO.

CAPÍTULO 33: AHÍ ESTÁ.

CAPÍTULO 34: NO ME LO PUEDES IMPEDIR.

CAPÍTULO 35: SALIR DE AQUÍ. AHORA. YA.

CAPÍTULO 36: SI TÚ TE VAS.

EPÍLOGO.

 

 

 

 

 

PRÓLOGO

 

 

Llego a casa enfadado conmigo mismo por el modo que he tenido de hacer las cosas. Alejandro no se merece lo que está pasando. Soy el culpable de todo lo que ha ocurrido. Cruzo el salón del ático sin encender las luces, entro en la habitación y me detengo junto a la cama. La miro como si no la reconociera. Como si no fuera la misma en la que duermo cada noche cuando estoy en Madrid, como si en ella no hubiera pasado días enteros abrazado a Dani durante casi cuatro años. Ella. Todo sigue oliendo a ella. Una única luz baña la habitación, la que atraviesa la gran ventana. Miro el reloj y compruebo la hora, las cuatro de la mañana. El color blanquecino de la luna llena de esta madrugada cubre parte de la colcha. Me siento sobre el filo y entierro los dedos de ambas manos entre las fibras. Agacho la cabeza y lleno de aire los pulmones. Siento cómo se ensanchan. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir. Me gustaría gritar, gritar hasta desgarrarme las entrañas. Ver la cara de mi hermano hace un par de horas ha sido desalentador.

Alejandro siempre ha cuidado de mí. Me ha protegido como el padre que nunca tuve, porque a Marcos no le puedo llamar padre. Ni siquiera intentó desempeñar ese papel. Solo hubo ausencias, excusas y falta de tiempo. Casi no tengo recuerdos de su presencia a la hora comer. Ni de cenar. Ni en ningún otro momento. A veces me pregunto por qué consintió en tener hijos. Se perdió mi infancia y la de Noelia. Nunca le pude preguntar cuándo me saldría la barba ni por qué me estaba cambiando la voz. Mantuvimos pocas conversaciones y, si las teníamos, en el seguro enfrentamiento mediaba mamá. Nuestra última gran discusión tuvo lugar el día que decidí hacerle partícipe de mi decisión de estudiar Bellas Artes. Por supuesto, mostró su desacuerdo. Me dijo que estaba loco, que solo lo hacía para cabrearlo, que iba a destrozar mi vida por odiarlo tanto. Eso me dolió porque, en buena medida, constituía una gran verdad. No quería dedicar mi vida al arte por sacarlo de quicio, sin embargo, llevaba razón en que lo odiaba.

Odiaba lo poco que nos quería, renegaba de la falta que le hacía a mi madre, me devoraba el daño que le causaba. Sandra se lo merecía todo y él no le daba nada. Mujer bella, tierna, afectuosa y altruista. Nos amaba y nos lo demostraba. Recuerdo su beso cada noche antes de dormir, cómo nos cantaba mientras nos acariciaba, con cuánta devoción nos susurraba «te quiero» justo antes de arroparnos. Se mostraba cariñosa y atenta. Con todos. Incluso con la gente que no conocía. Y feliz. O, al menos, eso es lo que atesora mi corazón, su constante y maravillosa sonrisa que iluminaba todas las sombras. No puedo quejarme de mi infancia, porque, aunque Marcos no formó parte de ella, no noté en exceso su abandono. Sandra, Noelia y, por supuesto, Alejandro, llenaron los huecos que ese cabrón dejó.

Un domingo, tendría unos ocho años, acompañamos a nuestra madre al Rastro. Noelia iba sentada sobre su sillita y yo agarrado a un lateral del manillar. Alejandro caminaba junto a Sandra, que empujaba el carro. Nos detuvimos en un puesto de antigüedades. Mamá se acercó a ver lo que creo que era un anillo y durante unos segundos la perdí de mi campo de visión. Mi hermana se soltó el cinturón y de un saltito se puso de pie sobre el suelo. Le dije que volviera a sentarse, pero sonrió, tocó su pelito y empezó a correr buscando a mamá entre el gentío. Salí con urgencia detrás de ella y, después de creer que la había perdido, la divisé llorando asustada debajo de una mesa con tarritos de porcelana sobre su tapa. Me agaché, la cogí en brazos y traté de mostrar normalidad y que no se diera cuenta del miedo que recorría mi cuerpo. Miré a derecha e izquierda sin saber qué dirección tomar. ¿Dónde estaba mamá? ¿Dónde nos buscaría Alejandro? Puse a Noelia en el suelo cuando mi cuerpecito empezó a temblar y, sin soltarle la mano, comencé a caminar hacia donde creía que nuestra familia se encontraba. Había mucha gente. Después de lo que me pareció un día entero, me di por vencido y nos sentamos sobre un escalón.

—Quiero ir con mami. ¿Dónde está mami? —Noelia me miraba haciendo un puchero sin saber muy bien lo que estaba pasando. Aún tenía el corazón encogido del sofocón.

Recuerdo cerrar los ojos y pedir por favor a mis lágrimas que no salieran, sin embargo, como cualquier niño, no lo conseguí. Una gota escapó furtiva y rodó por mi sonrosada mejilla hasta chocar con los adoquines del suelo de Madrid.

—¿Por qué lloras, Ito? —Así me llamó Noelia durante mucho tiempo. Hasta que, unos años después, le expliqué que ya era mayorcita y que le agradecería que me llamara por ni nombre. Ella lo aceptó y solo volvía a hacerlo cuando quería enfadarme y ponerme de los nervios.

Me limpié la cara con la manga del chaleco de hilo azul marino y pensé que Alejandro nos encontraría. Siempre lo había hecho. Cuando más asustado estaba, él llegaba con su fuerza y su valentía y me arropaba con sus brazos. Si me caía, él me levantaba. Si soñaba, él me despertaba. Si me equivocaba, él me corregía. Nuestro hermano sabría buscar y nos localizaría. Y no erré en absoluto. Apreté la manita de mi hermana, le dije que no pasaba nada y miré hacia arriba como si ya supiera lo que iba a encontrar. Alejandro corría hacia donde nos encontrábamos, casi más asustado que nosotros. No pude reprimirme más y me eché a llorar, como cualquier niño asustado superado por la situación. Se agachó, nos abrazó y nos susurró que él nunca dejaría que nos ocurriese nada. Así es él y… así le estoy pagando yo.

Rompo a llorar como hace muchísimo tiempo que no hago, desde que me perdí, aunque Dani intentara con uñas y dientes que eso no ocurriera. He cometido muchos errores durante mis treinta y un años. No me perdonaría jamás hacer daño a las dos personas que más quiero en esta vida. Le rompí el corazón a Daniel hace cinco años, y he destrozado el alma de Alejandro hace escasas tres horas.

El sábado me levanto como me quedé dormido, vestido sobre el mullido colchón. Cuchillos clavados sobre el pecho y truenos dentro de mi sien me saludan dándome los buenos días. Camino a la ducha, me desvisto y, sin quererlo, me encuentro conmigo mismo frente al espejo. Los ojos negros, el pelo despeinado sobre la frente, los hombros anchos y el pecho definido. Soy yo sin serlo. Me toco la brecha de la ceja con la yema de los dedos. Imágenes fugaces de la tarde en la que me la hice aparecen como flashes en mi mente. Cierro los ojos y me transporto veinticinco años atrás.

De nada vale huir de tu vida, tus sentimientos ni de tus circunstancias. Forman parte de ti y de lo que eres y te acompañarán siempre. Escucho la sonrisa jovial de Alejandro correr detrás de mí y de Noelia, jurándonos que nos pillaría y nos haría pagar lo que le hemos hecho a su habitación. Reímos a carcajada limpia. Noelia va dando saltitos, tropieza y se cae. Freno para cogerla y caemos los dos rodando hacia una mesa de hierro forjado con patas en relieve haciendo una enredadera. Si Alejandro no se tira y nos frena, me rajo la cabeza por la mitad. Abro los ojos y vuelvo a verme en el espejo. Agarro el mármol del lavabo con las manos y lo aprieto con fuerza hasta casi hacerlo añicos. Solo me tuvieron que coger puntos, sin embargo, mi hermano se fracturó la mano derecha y tuvieron que operarlo de urgencia. Siempre he sabido que daría la vida por nosotros. Por mí. Hasta ahora.

Me meto bajo la ducha y abro el agua fría. Soy un completo imbécil. El agua cae sobre mi cuerpo, congela todas mis esperanzas, desbarata mis ilusiones y rompe por la mitad mi miedo. Apoyo las palmas de las manos sobre los azulejos y agacho la cabeza. Aprieto la mandíbula hasta escuchar el rechinar de mis dientes. Sé lo que tengo que hacer. Me visto con unos vaqueros, una sudadera gris y unas converse negras. Cojo la cartera y las llaves del coche. Salgo de casa acompañado de las ganas de hacer las cosas bien y la certeza de que, pase lo que pase, haré lo correcto. Se lo debo. Voy a ser sincero conmigo y con él.

 

Llego a casa de Alejandro pasadas las cinco de la tarde. No tengo que dar explicaciones al portero para concederme paso, hasta ahora no se me ha vetado la entrada en casa de mi hermano. Posiblemente eso ocurra pronto, pero todavía no ha tomado esa medida de precaución. Soy persona non grata, seguro, porque no abre ni da señales de vida, después de llamar de forma ruda unas cuatro veces al gran portón de madera, y acompañar mi insistencia pulsando el timbre repetidamente. Sé que está aquí. Estoy seguro de ello. Lo conozco, conozco sus pasos, su forma de hacer las cosas, de moverse, de actuar, de reaccionar. Después de diez minutos, la puerta se abre. Claudia me mira sobrecogida desde el otro lado.

—Su hermano no se encuentra bien. Será mejor que venga otro día.

—¿Dónde está? Necesito hablar con él.

—Lleva en su despacho todo el día. No ha querido comer.

—¿Ha bebido?

—No demasiado.

—Claudia, voy a entrar —digo, seguro de mí mismo, y surte efecto. Se aparta a un lado, paso y cierra la puerta detrás de mí.

La del despacho también la tiene cerrada. Golpeo con el puño y nadie contesta al otro lado.

—Alejandro, sé que estás ahí. Abre.

Tras insistir y no conseguir nada, doy un paso atrás, cojo fuerza y choco contra la ranura donde se unen las dos hojas consiguiendo que se abra de par en par. Me recompongo y busco a mi hermano con la mirada.

Lo encuentro de pie junto a la ventana, contemplando el skyline de la ciudad a través del cristal con una copa de bourbon en una mano. No se gira, no me mira, no me presta atención.

—Alejandro, tengo que hablar contigo. —Casi suplico. Obtengo el silencio por repuesta. Va a escucharme, aunque no quiera. Camino hasta el centro de la estancia, cojo aire y me animo a hacer las cosas bien: ser sincero y pedir perdón.

Comienzo por explicarme.

—Conocí a Dani el primer año de universidad. Ella me ayudó, sin saberlo, a superar todo lo que me pasaba por aquella época. Tú siempre cuidaste de mí y me sentía solo y abandonado tras tu marcha a Australia. Dejé de hablarme con Marcos y me enfadaba que mamá lo defendiera. Me enamoré tan rápido de ella que me asusté como un niño pequeño; pero no tardé en darme cuenta de todo lo bueno que me daba. Supe que sería para toda la vida y eso no ha cambiado. —trago—. He venido a ser sincero contigo. Quiero que conozcas mis sentimientos y por qué he hecho las cosas que he hecho. —Levanta el brazo y bebe un trago. Lo mira y gira el líquido despacio—. No pretendo que me entiendas. Ni yo mismo lo hago. Solo… déjame pedirte perdón. Déjame… expurgar mis pecados.

—No soy ningún dios. —Su voz arroja una mezcla de dolor y desesperanza.

—Para mí siempre has sido más que eso.

Se gira hacia mí tras escuchar mis palabras y sus ojos se clavan en los míos. Duelen más que si afilados cuchillos me cortaran la piel y se hundieran despacio en las carnes.

—Vete.

—No voy a irme sin que me escuches.

—Ya lo he hecho. Vete. —Camina hasta el armario, lo abre, coge la botella y vuelve a llenar el vaso hasta la mitad. La cierra ceremonioso, la guarda, se lleva el borde del cristal a los labios y bebe un trago largo. Se gira y comprueba que no me he movido del sitio.

—¿Qué más tienes que decirme? Te la llevaste a París a conciencia. ¡Sabiendo y queriendo lo que ocurriría! —Reacciona.

—¡Llevo cinco años esperando volver a verla! ¡Cinco años de noches incompletas, cinco años de días enteros sin ella! Sí, me la llevé a París para intentar reconquistarla. Te dejó, la cagaste y…

—¡Vete! —grita, pero hago caso omiso y sigo hablando.

—Volví a Madrid por ella. Ignoraba que se había enamorado de ti. Me rompió el corazón saberlo. ¿Qué debía hacer? ¡Es la mujer de mi vida! Ya me rendí una vez sin luchar, ¡no volveré a hacerlo!

—Pero esta vez yo soy el enemigo. —Cierra los ojos.

—El enemigo siempre he sido yo. Ese es el problema. Que no la merezco.

—Ninguno de los dos la merecemos. Vete, Álvaro.

—No.

—No quiero odiarte.

—Yo te he odiado por tenerla entre tus brazos.

—¡Lárgate! —Suelta el vaso, que cae al suelo haciéndose añicos. Ni siquiera me inmuto. Camina hasta mí y me da un empujón.

—¡Te has acostado con ella! ¿Cómo has podido? Me odio, ¡a mí! Me odio por las ganas que tengo de matarte.

—¡Hazlo! —grito. Coge la tela de la sudadera a la altura del cuello y me levanta unos centímetros.

—Juré a mamá que siempre cuidaría de ti —escupe contra mi cara. Me suelta y se aleja un paso—. No quiero volver a verte.

—Sabes que eso es imposible.

No contesta. Camina de nuevo hasta la ventana y pierde la mirada en la lejanía.

—Perdóname. No lo merezco, pero lo necesito —suplico.

—¿La sigues queriendo?

—Más que a nada, pero te ha elegido a ti.

Escucho cómo coge aire con fuerza y lo suelta despacio.

—Eso cree ella, pero se equivoca. Está tan desorientada como tú. Lo he visto. No entiendo cómo no me he dado cuenta antes.

—No… —intento explicar tantas cosas que se amontonan en mi garganta, pero no sale ninguna.

—Vete, Álvaro. Tal vez algún día podamos hablarlo.

Respiro y, tras unos breves segundos, giro sobre mi cuerpo y dejo de luchar contra lo que deseo: que mi hermano no me mire con rencor. Camino hasta la puerta y me detengo antes de cruzarla.

—Sé que te ama —Reconocerlo en voz alta me cuesta tanto como respirar bajo el agua.

—No más que a ti. Y eso no lo soporto.

—Lucharé. Quiero que lo sepas —Me sincero del todo.

—Si vuelves a hacerle daño, te mataré.

Llego a casa debatiéndome entre lo que dice mi cabeza y me dicta el corazón. Solo escucho barullos inconexos trazando líneas irregulares en mi mente. Muy pocas cosas veo claras y muchas menos tienen sentido. Solo una de tantas resalta escrita con letras gruesas sobre lo demás. Mis intenciones no han cambiado a pesar de todo lo que ha pasado. Volví a por ella y no me voy a ir sin conseguirlo. «Quiero que seas feliz. Si es él quien puede conseguirlo, tendré que aprender a dejarte ir». Esto le dije el viernes en su cumpleaños antes de que todo se desmoronara; y la dejaría marchar si estuviera seguro de que sería feliz así.

Entro en la habitación y abro el segundo cajón de la mesita de noche. Saco de él la caja morada de terciopelo que guardé hace un par de semanas al llegar de París. Me la llevé con la intención de encontrar la oportunidad de ofrecerle el anillo que guardo en su interior. Como una promesa y una forma de perdón. Supe, no obstante, que no sería fácil volver a hacerla mía. Mía con mayúsculas. En cuerpo y alma.

Abro la cajita sobre mi mano izquierda y miro la sortija con anhelo. Codiciando lo que un día tuvimos, lo que un día fuimos, lo que significamos el uno para el otro. Sentirse el centro del universo de alguien es una sensación maravillosa. Sentir a alguien como tu universo lo es aún más. Sin reservas, sin condiciones, sin ambicionar nada, solo la creencia de que tu mundo gira en torno a esa persona. Y dárselo todo, eso forma parte del juego, pero, cuando ese todo se convierte en recelo y desconfianza, el primer planteamiento consiste en descubrir cómo cambiar las cosas desde la base. Daniel no confía en mí ni en el amor que siento por ella. Mi error fue de dimensiones descomunales, y todo el daño que le he causado no se olvida de la noche a la mañana.

Cierro el estuche y vuelvo a meterla dentro del cajón de la mesita de noche. No la guardo en la caja fuerte. Tal vez, algún día, no muy tarde, acepte mi regalo y toda la vida que deseo darle.

El domingo me despierta el sonido incesante de mi teléfono móvil. La luz entra a raudales por el gran ventanal. Me tapo la cara con el antebrazo y palpo sobre la mesita de noche tratando de que cese el estridente ruido. Descuelgo y me lo llevo a la oreja.

—¿Hasta cuándo van a durar tus vacaciones? —pregunta Jean con el tono desenfadado que siempre le acompaña, sin embargo, no me pasa desapercibido el toque duro e impaciente en su voz. Algo le preocupa.

—¿Desde cuándo trabajas los domingos? —contesto después de tragar saliva.

—Alguien tiene que hacer el trabajo sucio.

—¿Sucio? Tú no te has manchado las manos en tu vida.

Escucho su risa al otro lado de la línea mientras me incorporo, pero está distorsionada, esconde algo detrás de ella. Me siento en el borde de la cama. Me toco el pelo y la cara con la mano que tengo libre.

—Dime cuál es la verdadera razón por la que llamas. —Para de reírse y en el tono se nota cómo estará cambiando su semblante a uno mucho más serio y contraído. Tras un breve silencio, contesta claro.

—Ha ocurrido algo.

—¿Qué pasa?

—Álvaro, no te pongas nervioso. Lo solucionaremos.

—¿Qué ocurre?

—No tenemos noticias desde hace un par de días, no se ha puesto en contacto con ninguno de nosotros en el momento acordado…

—¡Jean…!

—Lucie ha desaparecido.

Tras escuchar esto último, me pongo de pie, introduzco los dedos entre mi cabello y tiro de él.

—¿Qué?

Cojo un avión dos horas después con dirección a París. El trayecto se hace eterno. La preocupación no me deja pensar en otra cosa. No me perdonaría jamás que le pasara algo a Lucie. Es…, es especial. El jet privado de Jean me espera en el aeropuerto. Adrien me recoge y me lleva hasta mi apartamento en el barrio de Montparnasse. Noto que algo ocurre justo al pararme en la cancela de hierro de tres metros del portal. Nunca está abierta. Miro hacia arriba y alguien ha dejado una especie de gancho para inutilizar el cierre electrónico. Alzo la mano y lo aparto. Miro a la calle en todas direcciones y Adrien, que espera de pie junto al coche, me observa con interés.

—¿Ocurre algo, señor?

Niego con la cabeza y le repito que no tardaré demasiado.

Encuentro la puerta del piso abierta. Entro y solo veo enseres tirados por el suelo. El sofá rajado, los cuadros descolgados de las paredes. Miro a un lado y a otro comprobando que no hay nadie. Inspecciono la cocina, habitaciones y el cuarto de baño. La puerta de la terraza está cerrada y también las ventanas. Han debido entrar y salir por la puerta.

Cojo el teléfono y marco su número.

—Han estado aquí.

El lunes por la tarde aún no he dormido. No tenemos noticias de Lucie. Lo prioritario, que la encontremos. Muchas cosas están en juego, el peligro que corre, su vida, lo primero. Me tiro en el sofá del ático de Jean y una de las chicas que trabaja para él me sirve una taza de café. Me la bebo de un sorbo, y le pido algo más fuerte. Tres whiskies después, todo se ve de diferente forma. Mentira, nada ha cambiado, pero el túnel de canalización se ha abierto bastante. Cierro los ojos y su sonrisa triste me cruza la mente. Daniel… Siempre la tengo presente; sin embargo, el problema que tenemos entre manos absorbe lo bastante como para obviar el hecho de que la echo de menos sin condiciones.

Saco el teléfono del bolsillo y escribo un mensaje a Dani. Siento la tentación de llamarla, pero desecho la idea. Entiendo que necesita tiempo después de lo que ha pasado. Mi cansancio supera niveles de peligro, tanto, que me cuesta mover los dedos.

 

«Dani. No sabría por dónde empezar. Siento tanto lo que pasó... Estoy muy preocupado por ti. Me hubiera gustado estar hoy en Madrid, pero no he podido retrasar más el viaje. No volveré hasta el viernes. Dime que estás bien. Por favor, llámame».

 

Tiro el móvil sobre la mesita baja que tengo al lado y cierro los ojos. No espero que me conteste. Tal vez se ha dado cuenta que ninguno de los dos somos buenos para ella y ha decidido sacarnos de su vida. No me extrañaría que lo hiciera. Solo le hemos dado problemas y decepciones. Somos dos indeseables incapaces de quererla como se merece.

Lucie…, ahora mismo, encontrarla se encuentra en la pole position de mis preocupaciones. Un minuto después el móvil me anuncia que he recibido un mensaje.

 

«Estoy bien».

 

 

 


 

1

 

NI UN PERO MÁS

 

 

 

—Despierta, Oso Yogui.

Mmm, refunfuño y me quejo agazapada entre las sábanas de mi cómoda y calentita cama.

—Llevas dormitando tres días. Se acabó la hibernación. O te levantas, o le meto fuego a la habitación contigo dentro.

No sería capaz. Así que me giro, tiro del edredón y me cubro la cabeza. Sara lo coge desde la parte de abajo y tira de él destapando mi cuerpo por completo.

—Pero… —Intento quejarme.

—De peros nada. Son las ocho de la tarde. A la ducha.

—Me he duchado esta mañana.

—Qué bien —ironiza. Pone los ojos en blanco—. A la ducha.

Qué desesperación. Resoplo. Me incorporo, me siento sobre la cama y la miro. Está frente a mí con los brazos en jarra.

—Vamos a salir —informa.

—No me apetece.

—Me importa una mierda.

—¡Oye! —La regaño.

—¿Qué? —Levanta los brazos exasperada.

—No voy a salir a ninguna parte.

—Sí.

—No.

—Sí.

—No.

Conversación profunda, de esas que te marcan de por vida, valga la ironía.

—Llevas tres días dormitando la tarde y después ¡eres capaz de dormir la noche entera!

—Me levanto muy temprano para ir a trabajar. Estoy cansada. No le hago daño a nadie.

—Ñe ñeñe ñeñeñeñe… —Me parodia—. Solo a ti misma. Tienes una hora para ponerte guapa porque ¡vaya cara que tienes!

—¡Eh! —Le llamo la atención.

—¿Miento?

Niego con la cabeza

—Pues eso. Solo soy sincera —responde con dureza. Tras unos segundos, parece que recapacita, se sienta en la cama a mi lado y me mira con condescendencia—. Cariño, tienes que reponerte. Solo quiero ayudarte.

—Me encuentro bien —procuro que una sonrisa asome a mis labios.

—No te lo crees ni tú, y lo entiendo, pero tienes que intentarlo. Yo estaré a tu lado.

La miro con gratitud.

—Soy un asco —Me tapo la cara con las manos.

—Lo haces lo mejor que puedes. —Me coge de las muñecas y tira—. Vamos, Roberto nos recoge dentro de una hora.

Resignada, me levanto y camino hasta la ducha. Mi amiga lleva razón. Mis días se basan en sueño y trabajo. No mucho más, ni siquiera salgo a comer con Berta y Victoria al mediodía. Llevo tres días inventando excusas rocambolescas que no creen ̶ no tengo tanta imaginación. Sin embargo, muy prudentes, no insisten y dejan que me revuelque en mi pena. Porque eso es lo que hago, ahogarme en un pozo sin fondo, aunque prometí no hacerlo.

Mis ganas de salir a alguna parte, equivalen a las que tengo de que una apisonadora me pase por encima. Solo deseo dormir y dar de lado lo que ha pasado. Olvidarlo a él como él me ha olvidado a mí. Y eso es lo que más me abruma en este momento, ser consciente de que Alejandro ya no me necesita. Tal vez nunca me ha necesitado, solo lo creyó durante un tiempo. Lo que tardó en conocer quién soy en realidad. Alguien que exigió sinceridad cuando no supo darla, quien presumía de ser real mientras se escondía detrás de mentiras, quien se llenaba la boca de franqueza cuando solo escupía lo que le convenía. No me enorgullezco de mi comportamiento; he sido ruin, y me avergüenzo de cómo he llevado la situación, o mejor, de cómo no la he llevado. He dejado que todo sucediera, he creído controlar lo que me rodeaba a sabiendas de que, al final, esto pasaría. Es posible, y esta idea cada vez cobra más fuerza en mi cabeza, que Sara lleve razón y yo misma haya boicoteado mi relación con Alex. Tal vez soy la única culpable de dónde estamos ahora, a millones de kilómetros de distancia, en otros mundos, en universos paralelos.

Mi subconsciente lleva en silencio tres días. Ni siquiera intenta saludarme por las mañanas. No se atreve a mofarse de mi aspecto, ni siquiera cuando me miro al espejo y muestra la maraña en la que se ha convertido mi cabello. Duerme, tanto o más que yo, entumecido por todo el dolor que me ayuda a soportar, compartiendo el malestar, la molestia y el tormento. Es difícil seguir adelante a sabiendas de todo lo que dejas atrás, de todo lo que podía haber sido y no será, pero sé que debo hacerlo. Por mí y por todas las personas que me quieren y se preocupan por mi bienestar.

Cierro el botón de mis vaqueros Diesel, me calzo unos zapatos de salón negros con tiras hasta los tobillos, me pruebo varias camisetas extra grandes, y elijo una blanca con una rosa negra en el pecho. Eyeliner, rímel y labios rojos con Ruby Woo de Mac, por supuesto. Descuelgo la cazadora bomber verde militar y salgo al salón, donde ya me espera Sara subida a unos tacones de aguja de doce centímetros.

Me mira de arriba abajo dándome un repaso. Bufo.

—Y ahí está mi atractiva amiga. —Me apunta con el dedo—. Parece mentira que la de estos tres días fueras tú.

—¿A dónde vamos?

—¿Qué más da?

¡Claro que da! Si no recuerdo mal, la última sorpresa terminó con infinitos daños colaterales. Yo soy una gran prueba fehaciente de su falta de cordura al decidir celebrar mi cumpleaños en casa de Alejandro e invitar a Álvaro. Está bien, ya estoy echando balones fuera y librándome de la culpa que, sin duda, me corresponde. Se me permitirá pensar, no obstante, que mi amiga no supo calibrar las posibles consecuencias de unirnos a los tres en una fiesta. Y con tres me refiero a Alejandro, a Álvaro y a mí. A mí bastante borracha, en concreto. Si en condiciones normales soy un completo desastre y, además de no filtrar, no controlo mis impulsos, con tres gin-tonics, mucho menos. Era de imaginar que podría ocurrir lo que sucedió. Y ¿qué sucedió? Que la bomba de relojería que llevaba dos meses palpitando junto a mí, explotó dejándolo todo desolado. Alejandro se enteró de mi historia con su hermano y de lo acontecido en París. Sí, lo sé, y aquí. Porque a mí me gusta meter la pata varias veces, una no me parece suficiente… Así que, la noche que cenamos en el ático donde tantos días habíamos pasado juntos, me volví a acostar con él. Como para olvidarlo.

—No me gustan las sorpresas, y las tuyas ¡mucho menos!

Su móvil suena dentro del bolso negro con tachuelas plateadas a juego con los zapatos y el vestido hasta las rodillas. Lo coge y lo mira.

—Roberto nos espera abajo.

Pues allí se puede quedar año y medio. Yo de aquí no me muevo.

—No me moveré hasta que no me digas a dónde vamos. —Me cruzo de brazos, decidida.

—Últimamente te comportas más imbécil de lo que se considera normal.

—Ah, ¿sí? Pues tú sigues siendo igual de zorra.

Gira sobre sus tacones de aguja, abre la puerta y me mira mientras la mantiene abierta.

—Vamos al Rock-Rox. ¿Contenta?

Levanto el mentón, me hago la digna y camino hasta el rellano. Sara cierra detrás de mí. Bajamos en el ascensor haciéndole carantoñas al perrito de una de las vecinas. Nos despedimos de la dueña y del cachorro al salir a la calle y nos dirigimos hasta el todoterreno de Roberto que nos espera aparcado en doble fila. Sara se sienta delante. No me apetece pelearme con ella para conseguir manejar la radio del coche.

—Hola, ¿eres el tío bueno que sale en todas las vallas publicitarias en pelota picada y le mide la chorra metro y medio? Vestido no te reconozco —saluda mi amiga.

Roberto sonríe y le da un beso.

Nuestro amigo ha alcanzado fama desde hace unos días. El lunes se lanzó una campaña publicitaria de una marca muy conocida de ropa interior para hombres, y él fue el modelo escogido para representarla. En un principio, lo contrataron de fotógrafo, pero ha terminado brillando como protagonista indiscutible de la firma. No nos dijo nada, fue una sorpresa enorme cuando el martes por la tarde Sara me despertó de mi letargo para enseñarme las fotos que había hecho desde la clínica dental hasta casa. Yo no me había dado cuenta. Es cierto que llevo dormida cuatro días. Me dirijo a la torre todas las mañanas como una autómata, no me doy cuenta de nada de lo que ocurre a mi alrededor.

—Hola, chicas —saluda Roberto. Me incorporo hacia delante y le doy un beso y un abrazo muy largo. De los que se dan a los amigos cuando hace tiempo que no ves. Escondo mi cara en su cuello y suspiro. Huele a hogar.

—Siento no haberte devuelto las llamadas —susurro junto a su oído. Nos separamos lo justo para mirarnos a los ojos —. Te quiero, lo sabes ¿no?

Asiente y sonríe. Cuando Roberto sonríe, yo también sonrío. Es instintivo. Me tranquiliza y me transmite confianza. Me ha llamado y enviado mensajes cada día de la semana preguntando cómo estoy, pero la desgana me ha impedido atender al móvil. No lo he apagado por motivos de trabajo. Los artistas tienen mi número de teléfono, y con el traslado parece que ni siquiera duermen por la intranquilidad. Esto me recuerda que también he hecho caso omiso del montón de llamadas y mensajes del inspector Hidalgo. Insiste en que nos veamos, pero no tengo ni la menor idea de para qué. La información que posea de lo que pasó, lo normal es que lo hable con Álvaro. Vamos, digo yo.

—He reservado en Ingenio de Cervantes.

—¡Me encanta! —aplaude Sara.

—Creí que íbamos al Rox —contesto apática.

—Tendremos que comer. Que tú no lo hagas, no significa que los demás nos alimentemos del aire.

—Pufff —vuelvo a resoplar, la ignoro y me dedico a mirar por la ventana.

Notoria mi animadversión a cualquier plan que no implique sofá, cama y tele. Y mi compañera de piso se está hartando de mi actitud, «hasta el mismo moño», palabras textuales. Bueno, no, ella fue mucho más bruta. Yo también lo estoy, pero no reacciono. Me conduzco cual Bella Durmiente que espera a su príncipe azul para que la despierte del letargo con un beso. Lo sé, muy melodramático. Mi príncipe, ni es azul ni me busca ni lleva corcel banco; más bien todo lo contrario. Él conduce varios BMW y tiene la espalda y el brazo tatuados. Suspiro varias veces, cierro los ojos y pego la frente al frío cristal.

Pensar en Alejandro duele mucho, el recuerdo de lo que le hice y lo que debe sentir en este momento, me parte el pecho en dos. Yo mejor que nadie conozco lo que te hace una traición, cómo te transforma y cómo te destroza a ti y a tu entorno. Las cosas cambian de color y te das cuenta de que nada es lo que parece. Pierdes la fe. Varía tu percepción, la manera de sentir, de actuar, de reconocer a los demás. Descubrir que la persona a la que amas te miente es algo que no debería sentir nadie. Te desgarra, como si te abrieran el pecho con una navaja, metieran la mano, sacaran el corazón y lo partieran a trozos mientras tú sigues respirando y observando cómo te desangras.

Una lágrima rueda por mi mejilla, pero la limpio con el dorso de la mano antes de que mis amigos lo adviertan.

Los he perdido a los dos. Álvaro tampoco se ha vuelto a poner en contacto conmigo después del mensaje en el que me pedía que le prometiera que estaba bien. Y no lo culpo, yo no he hecho las cosas de manera correcta con él. Y ahora…, ahora no sé qué va a pasar. Una gran incertidumbre me recorre de pies a cabeza. Lo he utilizado de forma rastrera y me odio por ello.

—Dani. —Sara me saca de mi turbio ensimismamiento—. ¿Tinto o blanco?

¿Qué? No reacciono a la pregunta.

—¿Tinto o blanco? —repite.

Miro a mi alrededor y descubro que estamos dentro del bar junto a la barra, supongo que esperando mesa. Me ha pasado lo de todos los días, hago las cosas por inercia, no porque sepa lo que hago.

—Tomaré agua.

—¡Venga ya! —Me ignora y pide tres copas de vino tinto.

Miro alrededor, y me quedo impresionada con la original decoración que envuelve el local, motivos cervantinos y una biblioteca de Quijotes en más de cuarenta idiomas. Camino hasta llegar a ella y, despacio, observo todos los libros. Crecí leyéndolo, me encantaba imaginarme a Sancho sobre su viejo burro acompañando a un Don Quijote de La Mancha en todas sus locas aventuras. Su fiel amigo. Miro a Sara y sonrío. Habla con Roberto, feliz mientras bebe de la copa de vino que el camarero le acaba de servir. Ella es mi Sancho, mi amiga fiel, mi compañera, la que me calma, la que controla mi locura. La que calibra mi vida. Giro sobre mis pasos y vuelvo a donde se encuentran. Roberto coge mi copa que espera solitaria sobre la barra y me la ofrece. Le doy un sorbo y le sonrío en un gesto agradecido.

Cenamos revuelto de setas con morcilla de Burgos, mousse de cabrales y entrecot. Todo exquisito y, mientras degustamos el postre, mousse de chocolate blanco y crema catalana quemada con azúcar moreno, le pedimos al camarero que le dé la enhorabuena al chef. Media hora después vamos camino del Rock-Rox, un pub situado muy cerca de la casa de Roberto. En Malasaña. Recuerdo muy bien la última vez que estuve allí, hace pocas semanas, Alejandro me quiso llevar a casa en la limusina y yo le pedí a Carlos que me trajera para cabrearlo. Jugando con fuego…, hasta que me quemé con mi propia llama.

Hay poca gente y lo agradezco. No me apetece en absoluto meterme en una lata de sardinas en la que respirar se convierta en una misión imposible, sobre todo si mi yo apático sigue prevaleciendo sobre los demás, aunque no haga ni diga nada. Duerme junto a todos mis «yoes», y mi subconsciente. Me siento tan sola, que a estos tampoco los escucho.

Nos sentamos en una esquina de la barra y Lola se acerca a saludarnos. Roberto le da un abrazo y un beso en la mejilla y después Sara hace exactamente lo mismo.

—¿Recuerdas a Dani? Os presenté hace un par de semanas.

—Por supuesto. Hola, guapa. —Me da un abrazo demasiado efusivo para, a mi parecer, la relación que nos une.

La recuerdo. Imposible olvidarla. Me encantan sus brazos tatuados y su estilo pin up. Preciosa.

—Hola. —No se me olvida tampoco que se ha acostado con los dos. A la vez.

—¿Qué queréis tomar?

—Tres gin-tonics, por favor.

—Yo, una Coca Cola. —Modifico el pedido de Sara. Afortunadamente no empieza una trifulca conmigo sobre por qué no me tomo una copa de ginebra y me libro de escuchar cosas como «si eres más aburrida, no naces» o «o te espabilas o lo hago yo a base de hostias». No me apetece en absoluto beber ni que me echen la bulla.

—Ahora vuelvo. Voy al baño. —Mi amiga se disculpa educadamente, cosa rara en ella, y desaparece.

De fondo suena Torn de Natalie Imbruglia.

—¿Estás bien? —Roberto me mira y yo me encojo de hombros —. Siento mucho lo que pasó.

—No fue culpa tuya. —Fue mía. Por imbécil. He perdido a los dos únicos hombres que he amado y nadie tiene la culpa, solo yo. Boicoteé mi relación con Alejandro por miedo a que él lo hiciera antes. Cada día lo veo más claro. Y me acosté con Álvaro porque quise, porque lo quiero y porque nunca lo he olvidado. Dudo que algún día llegue a hacerlo.

—Tuya tampoco.

—Claro que sí. Sabía que pasaría tarde o temprano y no hice nada para evitarlo.

—No podemos manejar todo lo que sucede a nuestro alrededor. —Esto lo he escuchado ya antes.

—Me acosté con Álvaro. Tomé una decisión. —Le recuerdo.

—No estabas con él.

—Es su hermano. Dudo que eso importe. —Me toco la frente y suspiro—. Mejor cambiamos de tema.

—Obviarlo no hará que desaparezca.

—Ah, ¿no? —Sonrío tratando de distender el ambiente.

—Estoy orgulloso de ti.

Abro los ojos asombrada.

—Siempre sigues adelante, pase lo que pase.

—No creo que dormir todo el día cuente como seguir adelante. —De todas formas, no me queda otra. Si yo le contara…

—Por supuesto que sí. Cada uno supera la pena como puede. —Me encojo de hombros, y miro en dirección a la barra. Lola se acerca hasta nosotros.

—Aquí tenéis, chicos. He tenido que ir un momento al almacén. —Y, al decir esto último, mira a Roberto con una sonrisa lasciva que no oculta en absoluto. Deja las bebidas delante de nosotros y se aleja a atender a otros clientes que la esperan.

—¿¡Os habéis acostado en el almacén!? —No sé de qué me asombro.

Roberto se encoge de hombros mientras le da un sorbo a la copa y sonríe.

—Me acabo de liar con Lola en el almacén. —Sara llega hasta nuestro lado con la cara colorada y la barra de labios difusa. ¿Qué? Pufff. Abro los ojos de par en par mientras ella brinda con nuestro amigo, sonríen y beben. Vaya panda de salidos—. Vamos a bailar.

En el local hace demasiado calor, poco a poco la gente lo ocupa todo y no cabe un alfiler. Una chica se desmaya a nuestro lado, y un hombre muy fornido la coge en brazos y la saca del bar. Roberto habla con el que parece su novio, y nos informa de que ha bebido bastante y no ha cenado nada. No me tranquilizo, pero supongo que a todos nos ha pasado. A mí más de una vez. Y las últimas siempre ha estado mi Dios Griego del Sexo para salvarme. Ya no.–Pena, penita, pena ̶ . Respiro y parpadeo intentando no llorar. Sara lleva razón, soy un alma en pena que camina por inercia.

Me disculpo y aviso a los dos bailarines de danza erótica que tengo como amigos que salgo un momento a tomar el aire. Doy por hecho que me escuchan, pero observando cómo siguen en lo suyo, no lo afirmaría cien por cien. De todas formas, camino entre la marabunta empujando a alguna que otra persona. Es imposible salir de aquí. Después de cinco minutos de tiras y aflojas, subes y bajas, disculpas y malas caras, consigo ver a un par de metros la puerta de salida. En ese momento una mano tira de mí y me frena.

—¿A dónde vas, guapa? ¿Quieres compañía? —Me pregunta un hombre de unos treinta años bastante borracho.

Intento zafarme, pero no lo consigo. No me suelta el brazo. Cada vez me aprieta más. Comienzo por asustarme cuando otro hombre, este un poco más mayor, tiene que rondar los cuarenta, lo empuja y lo aleja de mí. El desconocido me mira serio. Le sonrío y le doy las gracias. Él no dice nada. Solo hace una mueca que no llego a entender y se va.

Llego a la calle y respiro hasta llenar completamente mis pulmones de aire. Hace un frío que pela –ni en la Antártida ¡leñe!–, pero es justamente lo que necesito. A mi lado tres chicas charlan distendidas sobre sus últimas conquistas mientras se fuman un cigarrillo. Si no escucho mal,–sin querer, porque yo no soy cotilla… ejem ejem–, las tres se han calzado a un tal Lorenzo al que denominan «empotradorbuenfollador» y ahí andan, poniendo notas a su verga y a otras cosas que no voy a nombrar. Apoyo la espalda en la pared y miro a ambos lados de la calle. Me encanta esta ciudad porque nunca duerme. No importa la hora que sea. Unos minutos después comienzo a tiritar. Decido entrar de nuevo, sin embargo, algo llama mi atención. Veo dentro de un coche a la persona que me ha ayudado a ahuyentar al borracho sentado en el asiento del conductor, fumando un cigarrillo como si no tuviera prisa en marcharse. Por un segundo me mira fijamente igual de serio que la vez anterior. No le doy demasiada importancia y me giro a empujar la puerta, pero en ese momento Roberto sale con mi chaqueta bomber en la mano.

—¿Te has vuelto loca? Hace demasiado frío —Me cubre los hombros con ella—. Estás temblando. Nos vamos. Sara está despidiéndose de Lola.

Cierro la cremallera con ribetes dorados y mi amigo, preocupado, me abraza para que entre en calor. Instintivamente miro hacia donde se encontraba el extraño y sigue observándome sin ningún pudor mientras habla por teléfono.

A las dos de la madrugada, deciden que es buena idea pasar por el Club Adara a tomar la última. ¿Buena idea? Intento negarme. Les explico lo poco que me apetece ir a un lugar propiedad de Alejandro, pero comienzan una extensa perorata de –sin–razones por las que me debería dar igual, el tiempo justo para subirnos en el coche y llegar a la puerta del presuntuoso local, como siempre, lleno de gente. La cola para entrar da la vuelta a la manzana.

—De verdad, no me apetece. Sois crueles. —Trato de dar pena a ver si dejan que me marche a casa—. Además, tengo que levantarme muy temprano —gimo al final.

—No seas aguafiestas ¡coño! Todos tenemos que trabajar. Una copa y nos vamos —Sara me agarra del brazo y cruzamos la calle.

«Una copa y nos vamos» ¿Cuántas veces he escuchado eso? Sí, tantas como se escucha por boca de esos amigos borrachos y fiesteros que todos tenemos. Esos que beben como cosacos, carecen de fondo y piensan que hemos creído su promesa. En serio, «una y nos vamos» significa «siete y que nos meen los perros». Una más y nos vamos, eufemismo universal de los bastante perjudicados y por tal motivo aparentan no caer en la cuenta. Y yo luzco últimamente una personalidad de mierda.

—No podéis obligarme —lloriqueo, pero ninguno de los dos me hace caso.

Joan ve que nos acercamos y abre una de las cadenas dejándonos pasar.

—Buenas noches —le dice seco a Sara—. Daniel. —Se dirige formal a mí con un golpe de cabeza. «Hola, soy la Reina», pienso. Suspiro y vuelco los ojos. No hace falta que me trate con tanta cortesía, lo he visto casi desnudo en medio del salón de nuestro piso. Hace que me sienta mayor, o que dude si ostento un título nobiliario y no se me ha informado de ello—. Os llevaré al reservado.

—No es necesario —contesta Sara demasiado brusca—. Nos apetece estar abajo.

—Os llevaré al reservado —repite, seguro y duro, mirándola a los ojos.

—Gracias, Joan, pero yo cuidaré de ellas —media Roberto.

Dejamos atrás al seguridad enfadado y, mientras caminamos, giro la cabeza y me doy cuenta de que habla con alguien por el teléfono móvil sin dejar de mirarnos.

Adara tiene el aforo completo. Conforme nos adentramos en el Club, me arrepiento más y más de no haber aceptado que nos llevara a uno de los balcones. Cruzamos la pista de baile y paramos junto a los sofás vips de la planta baja. Sara pide dos gin-tonics y una Coca Cola a uno de los camareros, que se dirige a nosotros con estudiada deferencia. Me giro hacia la izquierda y veo el ascensor que lleva hasta el despacho de Alejandro y en el que he subido bastantes veces. Dos segundos, solo tardo dos segundos en darme cuenta de quién sale de él.

 

 

 

 

 

 

 

 


 

 

 

2

 

SOY UNA COTILLA, NO LO VOY A NEGAR

 

 

Algunas veces, nos ensimismamos y preocupamos tanto por escondernos del mundo a la espera de que se detenga, que no nos damos cuenta de que ese mundo sigue girando a nuestro alrededor a pesar de todos los pesares. Que no somos otra cosa que una mota de polvo en el universo y que a nadie le importa nuestro bienestar si no eres tú mismo el que se preocupa por él. No somos tan importantes. De nada vale encerrarse en una burbuja esperando que todo pase porque no lo hace. De nada sirve huir de tus miedos, porque te seguirán dondequiera que vayas.

Yo llevo una semana metida en una habitación, por las mañanas cambio mi dormitorio por la oficina, pero son las mismas cuatro paredes. Cuatro muros de hormigón armado, sin ventanas ni puertas, porque yo misma las he cerrado a cal y canto. Con la cal del miedo, la ira de la tristeza, y el canto del desconsuelo. Desespero de que me liberen de este sufrimiento, que alguien o algo haga las veces de parapeto. No quiero llorar más, aunque sé a ciencia cierta que no puedo evitar que me hagan daño.

La pretensión de ocultarse tras espesas cortinas no soluciona nada, es más, lo empeora todo, porque te hace vulnerable. Preferible salir al campo de batalla y luchar que esconderse a la espera de que te apresen. Y por esa razón, he dejado que estos dos descerebrados me arrastren hasta el Club Adara esta noche; porque no voy a huir, pero eso no significa que lo que veo a unos diez metros me entusiasme lo más mínimo.

El ascensor a nuestra izquierda se abre y una bella mujer sale de él acompañada de una cara que me resulta familiar. Conozco a la fémina antes incluso de que se gire. Rubia, alta, delgada… despampanante. Verónica, la gerente, charla seria con su acompañante al que también reconozco. Marcus, el hombre para todo de Alejandro. Desaparecen tras una puerta al final de la barra donde nos encontramos. Parecen mantener una acalorada discusión. Me pongo nerviosa al instante al pensar que tal vez Alejandro se halle cerca. Mezcolanza de sentimientos se arremolinan en mi estómago. Ilusión y dolor. No estoy segura de cuál prevalece sobre el otro. Roberto se da cuenta del cambio en mi estado de ánimo; de apática antipática a asustada y temblorosa, me rodea los hombros con el brazo y me da un beso en la sien. Lo miro y sonrío tratando de obviar cierta posibilidad y ponerme histérica. No podemos controlar lo que nos rodea, pero sí la forma de actuar, así que decido ser una mujer fuerte y no perder el control. Lo consigo a duras penas.

Termino con el refresco de un trago, se aplaca la sed que me reseca la garganta y voy al baño más cercano. Suspiro exasperada al llegar al pasillo. Presiento que no voy a aguantar la media hora que va a tardar en desalojarse el lugar. Cuento once personas que esperan tan desesperadas o más que yo. Vuelvo a la barra y miro con impaciencia detrás de los sofás blancos de la zona vip. No estoy segura de que sea buena idea pulsar el botón del ascensor, ni si se abrirá, pero lo hago y en un instante, el maldito ascensor abre las puertas para recibirme. Mi yo kamikaze hace acto de presencia abandonando a mis yoes en la otra dimensión y me empuja hacia adentro sin preguntarme si es lo que deseo. Echarle la culpa de todos mis errores y locuras a otros, aunque sean parte de mí y lo sepa, es uno de mis mejores dones. ¡Oh, yeah!

Miro a un lado y solo veo monitores, al otro el cristal enorme que cubre la pared y desde donde se divisa todo el Club. Camino despacio y apoyo la palma sobre él. Cierro los ojos y un calambre caliente me recorre de pies a cabeza. Aquí he vivido uno de los momentos más morbosos que recuerdo. Alejandro me hizo suya de una manera desmedida, brutal. Me dijo con voz desesperada y ronca que era suya, que le pertenecía y fue lo más excitante que había escuchado. No solo por lo que dijo, sino cómo lo dijo, un desgarro de dolor. Sé que nadie pertenece a nadie. Somos personas libres en esencia. Sin embargo, sentirme de Alejandro de esa manera tan primitiva, en ese contexto, me excita a niveles que nunca antes había considerado y mucho menos experimentado.

Manos, saliva, gemidos, besos, dientes, susurros, gritos.