ROCK PROGRESIVO
Eloy Pérez Ladaga
© 2017, Eloy Pérez Ladaga
© 2017, Redbook Ediciones, s. l. Barcelona
Diseño de cubierta e interior: Regina Richling
ISBN: 978-84-9917-515-7
Impreso por Sagrafic, Plaza Urquinaona 14, 7º-3ª 08010 Barcelona
Impreso en España - Printed in Spain
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.»
Índice
Rock progresivo
Introducción
Historia del rock progresivo
Guía de artistas
Cultura progresiva
Rock progresivo en España y Latinoamérica
40 Álbumes en directo fundamentales
Imágenes progresivas
Bibliografía
Playlist
Creo que el rock progresivo es la ciencia ficción de la música. La ciencia ficción especula acerca de cómo será el futuro, qué aspecto tendrá y cómo llegaremos a él, y a la vez tiene siempre a la humanidad como tema central, o debería tenerlo. El rock progresivo tiene el mismo concepto de indagación sobre aquellas partes del mundo de la música que aún no han sido exploradas.
William Shatner
INTRODUCCIÓN
¿Qué es, qué significa y qué engloba el rock progresivo? ¿Cuándo y cómo empezó? ¿Qué grupos y artistas pueden encuadrarse en dicho estilo? La presente guía pretende dar respuesta a estas y otras preguntas, dando al lector las pautas, las herramientas y los datos más significativos combinando rigor, objetividad y ¿por qué no? ciertas dosis de opinión al respecto.
Género adulto por excelencia dentro del rock, lo progresivo y/o sinfónico ha suscitado, a lo largo de su historia, opiniones encontradas, en muchos casos incluso opuestas. El hecho de haber introducido armonías y estructuras musicales complejas en una música, el rock, que desde su génesis portaba lo sencillo y lo inmediato por bandera, no siempre ha sido apreciado por una parte de la parroquia rockera, que lo ha despreciado endémicamente tildándolo de música aburrida, pretenciosa y autoindulgente. Un error de bulto, pues a lo largo de su historia el rock progresivo ha demostrado en incontables ocasiones su carácter ecléctico, su afán de experimentación y su posición de vanguardia respecto a la coyuntura artística imperante.
Auténtica esponja musical, capaz de absorber, amalgamar y destilar un sinfín de influencias, si algo lo caracteriza es –en contra de la opinión de sus detractores– su voluntad de mestizaje, su falta de complejos a la hora de aceptar otras músicas para incorporarlas al andamiaje básico del rock. Así, ya sea desde la primera psicodelia (de la que deriva en buena parte), pasando por el blues y el jazz, el pop, el folk y el hard rock, la música electrónica y de vanguardia y sin olvidar por supuesto la música clásica en sus mil y una acepciones, el rock progresivo se atrevió (y en ello sigue) a derribar barreras estilísticas con sonoridades nuevas y atrevidas.
A diferencia de otros géneros populares, el rock progresivo no nació en las calles, sino mayormente en escuelas de arte, colegios elitistas y conservatorios, y no de la mano de rebeldes o desheredados, sino de jóvenes de clase media alta, alumnos de corbata y uniforme o hippies de perfil bajo. Practicado por músicos, en su mayoría, de amplia y académica formación, cuando no auténticos virtuosos, los excesos típicos y tópicos del rock se reflejan, en el progresivo, no tanto en los clásicos desmanes asociados al sexo, las drogas y demás (con honrosas excepciones, obviamente), sino en la composición y la puesta en escena. En el rock sinfónico lo lírico prima sobre lo sexual, lo intrincado sobre lo rítmico y lo metafórico sobre lo explícito. Con su nacimiento a finales de los sesenta y prácticamente por primera vez, el rock ya no se baila sino que se siente, se experimenta. Se hermana la guitarra eléctrica con la orquesta sinfónica, se amplía lo lisérgico con la improvisación típica del jazz y se complican estructuras hasta entonces inamovibles, alargando el formato clásico de la canción rock hasta límites extenuantes, siempre en busca de nuevos retos, nuevos sonidos.
A lo largo de las siguientes páginas verá el lector, sea neófito o avezado en la materia, cómo y dónde nació el rock progresivo, qué escenas se crearon y destruyeron en su seno y a su alrededor, qué subgéneros alumbró y qué países lo adoptaron con mayor éxito. Hasta llegar, por supuesto, a la guía particular de cada artista en la que el autor ha pretendido ofrecer una panorámica lo más amplia y diversa posible, en lo cronológico y lo geográfico, y en la que comparten espacio estrellas de primer orden junto a actores de reparto, unos y otros imprescindibles para contemplar y entender el lienzo en toda su magnitud.
¿Habrá ausencias? Lamentablemente las hay, como en cualquier guía que no sea infinita, pero como se suele decir, si no están todos los que son, sí son todos los que están. Damas y caballeros, vistan sus mejores galas y ocupen sus asientos en el palco. Bienvenidos al fascinante mundo del rock progresivo.
HISTORIA DEL ROCK PROGRESIVO
Progresivos sin saberlo
Proto-prog (1965-1967)
Como la mayoría de estilos dentro del rock, el progresivo no se creó por ciencia infusa, ni de la noche a la mañana. Desde mediados de los sesenta, unas cuantas bandas desarrollaron e incorporaron a su música uno o varios elementos que más tarde pasarían a formar parte del corpus del estilo, en ocasiones mucho antes de que el término fuera ni tan sólo acuñado.
¿Podemos aún así establecer una fecha aproximada? Digamos que fue hacia 1965 cuando a ambos lados del charco, una serie de artistas –muchos de ellos ya asentados comercialmente– empezaron a querer “complicar” su música, buscando una alternativa a lo que hasta entonces eran unos patrones pop firmemente establecidos y aparentemente intocables. Ya fuera desde el rhythm and blues o desde la incipiente psicodelia y el rock ácido, artistas como The Beatles, The Who, The Pretty Things o The Zombies en las Islas, o Frank Zappa, The Doors, The Beach Boys o Grateful Dead allende los mares, por citar unos pocos, introdujeron en algunas de sus canciones –en mayor o menor medida–, componentes de matriz progresiva: sofisticados desarrollos instrumentales, orquestaciones clásicas, abruptos cambios de ritmo, temáticas conceptuales, etcétera.
No había nacido el rock progresivo como tal, pero fueron esos grupos, su atrevimiento y su interés por experimentar lo que –parcialmente– alumbró e inspiró a toda una nueva generación, en muchas ocasiones apenas unos pocos años más jóvenes, para iniciar una nueva aventura musical que, en 1967, sí cristalizaría en lo que podríamos denominar el kilómetro cero del rock progresivo; los primeros exploradores en avistar tierra. Ese año dos bandas inglesas daban el pistoletazo de salida, poniendo la denominación “rock sinfónico” en boca de todos. The Moody Blues con Days of Future Passed, un álbum conceptual que rompió esquemas, y Procol Harum con el hit single «A Whiter Shade of Pale» vendían lo indecible, al tiempo que demostraban que el hermanamiento entre rock y música clásica, si sabía hacerse, funcionaba a la perfección. The Nice (la primera banda de Keith Emerson), los Pink Floyd de Syd Barrett o Soft Machine en la aún embrionaria escena de Canterbury fueron otros nombres que hicieron de ese 1967 uno de los años más importantes en la historia de la música del diablo. Se había abierto la veda para “progresar” dentro del rock, para llevar la complejidad en composición e instrumentación a cotas inimaginables poco tiempo atrás, buscando –exigiendo, mejor dicho– credibilidad artística y respeto crítico.
A partir de ahí, los acontecimientos se aceleraron: la prensa y la radio, las salas, las compañías de management y los sellos discográficos empezaron a tomarse aquello muy en serio. Porque cada mes aparecían bandas nuevas e interesantes. A docenas.
Cuando los dinosaurios dominaban la tierra
La época dorada del progresivo (1968-1976)
El Reino Unido –con Londres como obvio epicentro– se convirtió, a partir de 1967, en una cantera casi inagotable de bandas progresivas. Los nombres que en breve acabarían siendo los más grandes dentro del género nacieron a finales de la década: Yes, Genesis, King Crimson, Jethro Tull, Van der Graaf Generator o Emerson, Lake & Palmer inauguraron sus carreras y discografías antes de 1970, aunque en muchos casos sus primeros pasos fueron un tanto dubitativos, esbozos y borradores de las obras maestras que no tardarían en firmar.
Y no pocos lo hicieron a rebufo del debut que asentó las bases del prog, el disco que tomó las claves apuntadas hasta aquel momento y las cristalizó en una obra capital, un manifiesto fundacional indiscutible. Hablamos por supuesto de King Crimson y su In The Court of The Crimson King, que en 1969 dio las pautas básicas a las que se aferrarían incontables coetáneos. A partir de ese momento y con el cambio de década los trabajos fundamentales del estilo irían desgranándose a un ritmo abrumador, ganándose el aplauso de la crítica y recibiendo entusiastas respuestas del público, que aupaba los elepés a los primeros puestos de las listas al poco de editarse. La audiencia recibía con los brazos abiertos a todos esos nuevos grupos, los discos se vendían por decenas de miles, los recintos que albergaban sus directos eran cada vez más y más grandes y los espectáculos más y más grandilocuentes.
Había nacido la era de los grandes dinosaurios en Inglaterra, ya fuera en el terreno del hard blues y el heavy rock (Led Zeppelin, Deep Purple, Uriah Heep, Free…) como en el del progresivo (junto a los citados al inicio cabría añadir a Pink Floyd, Camel, Traffic, Gentle Giant o Curved Air). Todo se hacía a un nivel mastodóntico. Las canciones, los discos, las giras, todo parecía obedecer a un “cuanto más grande, mejor”. Un ecosistema ideal para que los grupos de prog dieran lo mejor de sí mismos, porque si algo no cuadra con las orquestaciones clásicas, las suites de veinte minutos y los triples discos en directo es un presupuesto ajustado o una actitud timorata.
En cualquier caso y paralelamente a la corriente que podríamos llamar “generalista”, esto es, todas aquellas bandas adscritas al progresivo de raíz clásica aún cada una con sus particularidades, dos fenómenos aledaños merecen mención aparte en cuanto a Gran Bretaña: la escena de Canterbury, por un lado, y el folk-prog por otro.
A Canterbury Tale
Si Londres era, circa 1969, la meca del rock sinfónico, una pequeña ciudad universitaria en el condado de Kent se convertiría en una escisión del fenómeno, una especie de ciudad-estado independiente que, aún dentro de los parámetros progresivos, conseguiría crear su propio sello. Hablamos de Canterbury y del sonido que generó desde finales de los sesenta hasta mediados de la siguiente década. Una música que, sin desdeñar el componente clásico inherente al grueso de bandas fuera de sus muros, centró sus intereses en la mezcla de rock y jazz, añadiéndole ciertas pinceladas psicodélicas. Con Wilde Flowers como embrión, fue la suya una escena eminentemente endogámica, con la mayoría de sus músicos saltando de una banda a otra, escindiéndose y reagrupándose, manteniendo las formaciones en activo durante años o limitándose a proyectos puntuales, siempre con un fuerte espíritu comunal y una clara tendencia hacia la improvisación. Soft Machine la inauguraría en 1966, de forma oficiosa, y tras ellos (o junto a ellos mejor dicho) proliferarían una serie de nombres básicos para entender buena parte del rock progresivo británico más arriesgado y vanguardista: Caravan, Matching Mole, Egg, Quiet Sun, Hatfield and the North, Gong, National Health…y en su seno un listado de nombres propios tal vez menos “famosos” que los de los dinosaurios consagrados, pero igualmente imprescindibles: Daevid Allen, Robert Wyatt, Steve Hillage, Richard y David Sinclair, Hugh Hopper, Kevin Ayers…todos ellos músicos clarividentes, cuando no visionarios, cuyo legado e importancia son indiscutibles.
Folk-prog, la acidez acústica
La relación entre folk y rock, ámbitos cerrados el uno al otro durante años y que tuvo su particular epifanía tras la famosa “electrificación” de Dylan, no fue ajena al auge del progresivo. Ciertos artistas ya habían hermanado un poco antes los sonidos acústicos con el pachuli y las influencias orientales, caso del trovador escocés Donovan o la Incredible String Band, pero en el cambio de década diversos artistas folk vieron en la complejidad instrumental del pujante rock progresivo una opción de llevar el psych-folk un paso más allá.
El resultado fue una hornada de bandas que no llegaron a alcanzar nunca el estatus de sus mayores (Fairport Convention, The Pentangle o Steeleye Span) pero que dejaron para el recuerdo y solaz de los aficionados una serie de obras exquisitas, menores en reconocimiento pero no en calidad; miniaturas de una precisión asombrosa en las que el virtuosismo habitualmente asociado a la instrumentación amplificada se revela, de la mano de instrumentos acústicos tradicionales –y eléctricos con sordina–, sorprendentemente eficaz.
Grupos como Mellow Candle, Comus, Trees, Tudor Lodge, Magna Carta o Spirogyra (estos últimos asociados tangencialmente a Canterbury), con su particular concepto de lo progresivo, ayudaron a ampliar y expandir el género, dotándolo de nuevos matices y demostrando, una vez más, lo heterogéneo de su carácter.
¿Y el Viejo Continente?
La onda expansiva generada en las Islas Británicas no afectó, en los años de máxima eclosión, a todos los países por igual. Si por un lado su influencia en Estados Unidos fue escasamente significativa, en ciertos países europeos sí caló, aunque en proporciones desiguales. Escandinavia y los Países Bajos vieron algún nombre destacable (los holandeses Focus muy especialmente), al igual que Francia o Grecia, pero hubo tres países en los que el rock progresivo en los setenta tuvo una importancia capital, generando estilos propios y particulares: Alemania, Italia y, en menor medida, España. Centrémonos en los dos primeros, pues el último dispone en esta guía de capítulo aparte.
Alemania y su música cósmica
Aunque el término krautrock ha terminado por englobar toda la música progresiva facturada en Alemania desde finales de los sesenta, en esencia se refiere tan sólo a la rama más experimental de la misma. Cierto es que hoy se engloba en el kraut a bandas claramente deudoras del progresivo anglosajón (Novalis, Eloy, Jane, Anyone’s Daughter…) o inscritas en un hard rock de corte primigenio (Kin Ping Meh, Night Sun), pero si algo definió el progresivo germano fue la camada de grupos influenciados por el jazz, la música concreta, el minimalismo y el avant-garde. Una escuela de artistas –no pocos surgidos de comunas libertarias– que a través del riesgo y la experimentación, tomando las innovaciones técnicas y los avances en los estudios de grabación como herramientas instrumentales, lograron dar forma a esa Kosmische Musik abstracta y maquinal, germen de la música electrónica y el ambient, del afterpunk, el noise y el post rock entre otros estilos. Son nombres como Can, Guru Guru, Faust, Neu! o Amon Düül II los que, con su deconstrucción de la psicodelia, sus collages sonoros y sus devaneos electrónicos hicieron del rock de vanguardia alemán no sólo un punto y aparte en la escena progresiva europea, sino un referente fundamental cuya influencia se extendió durante décadas y puede detectarse aún hoy día, sin dificultad, en numerosos artistas.
RPI, subgénero propio
La tensión política en Italia desde finales de los sesenta, los llamados “años de plomo”, que se prolongó más de una década, movieron a un buen número de jóvenes a buscar una alternativa musical (y artística en general) al clima de violencia imperante. Provenientes muchos de ellos de grupos beat ya existentes, bandas influenciadas por la música pop anglosajona (Beatles, Stones, Yardbirds, Manfred Mann…), a partir de 1970 derivaron su sonido hacia una muy particular interpretación del sinfonismo que igualmente llegaba de Inglaterra. Pero aunque las influencias de algunas bandas (Genesis y Yes principalmente) son innegables, el Rock Progresivo Italiano (RPI) muy pronto adquirió una personalidad propia, asumiendo su propia herencia clásica y romántica y dando lugar a una verdadera fiebre sinfónica que hizo del primer lustro de los setenta una época irrepetible en la historia del rock italiano.
Con la extraordinaria repercusión que obtuvo en 1971 Collage, tercer disco de Le Orme, se inauguraba un mágico y fértil periodo durante el cual surgirían todos los grandes nombres de la escena: los propios Le Orme, Premiata Forneria Marconi, New Trolls, Banco del Mutuo Soccorso, Il Balletto di Bronzo, Museo Rosembach y un largo etcétera. Un boom que acaso murió de éxito, excediendo la oferta una demanda que, si bien existente y numerosa, no podía absorber toda la nueva música que aparecía a ritmo vertiginoso. Así, conforme se acercaba el cambio de década y a causa de este y otros factores, el RPI fue perdiendo fuelle hasta prácticamente desaparecer.
Dejemos no obstante que sea el guitarrista de PFM, Franco Mussida, quien cierre este segundo capítulo definiendo de forma sucinta y diáfana qué fue el rock progresivo en general, y el italiano en particular: “El progresivo es básicamente una mezcla de tres elementos: el canto, la improvisación inspirada por el jazz y la composición en estilo clásico. Este cóctel se interpreta de manera distinta en cada país. En Inglaterra, por ejemplo, prevalece la influencia celta, el rock y el blues. En Italia hemos de hacer frente a nuestra tradición clásica: el melodrama, Respighi, Puccini, Mascagni, pero también a todos los compositores clásicos contemporáneos. Es en este legado, en mi opinión, donde se oculta la especificidad del rock progresivo italiano”.
La gran glaciación
El meteorito punk y otros impactos (1977-1980)
Una de las principales razones (aunque no la única) para la brutal irrupción del punk en el panorama musical británico –y por extensión, europeo– en 1977 fue el hartazgo de buena parte de la juventud frente a un rock que consideraban caduco, decadente y sobredimensionado. Los grandes dinosaurios –no sólo progresivos– se habían vuelto acomodaticios y ridículamente grandilocuentes, la industria estaba copada por artistas cuyo mejor momento ya había pasado y las grandes estrellas seguían funcionando con el piloto automático.
La nueva generación demandaba riesgo, contestación, rebeldía. Un retorno a la sencillez y el peligro del rock primigenio, en definitiva, pero todo lo que encontraban eran ‘bandas viejas’, multimillonarias y con el talento en punto muerto. El caldo de cultivo perfecto para un fenómeno como el del punk, que ponía sobre el tapete la posibilidad –hasta entonces una quimera– de formar una banda y entrar en un estudio de grabación con mínimos conocimientos musicales y aún más mínimos billetes en el bolsillo. Ya no era necesaria una gran maquinaria detrás (compañía, management, etcétera) para tocar rock’n’roll y hacerlo llegar al gran público. El famoso DIY (do it yourself), que sumado a unas buenas dosis de cinismo, cabreo y nihilismo (y a unos cuantos mánagers y publicistas de lo más avispado, tampoco pequemos de ingenuos) se llevó por delante lo que aún quedaba en pie de la primera camada progresiva.
Pero otorgarle a los Sex Pistols, The Damned, The Clash, Buzzcocks y demás parentela toda la responsabilidad por la aniquilación del primer prog no sería del todo justo, ni tampoco cierto. La realidad es que desde mediados de década en las grandes bandas sinfónicas había ido menguando, paulatinamente, la inspiración y la frescura, el empuje y la imaginación. Los grandes –y no tan grandes– grupos habían entregado ya sus mejores trabajos, en muchos casos las entradas y salidas de personal los veían en su cuarta o quinta formación, y una gran parte de ellos se veía incapaz de evolucionar dentro del estilo, repitiendo esquemas ya conocidos o buscando alternativas que rara vez encajaban con lo propuesto hasta entonces. Con lo cual sí, los aires de cambio y la irrupción de los muchachos del imperdible barrieron a los dinosaurios casi en su totalidad, pero lo cierto es que a la mayoría los encontraron débiles y exhaustos, cuando no directamente comatosos.
La consecuencia fue doble. Por un lado, aquellos que sólo esperaban el escalpelo, agotados y aburridos, se contentaron con ofrecer la nuca y desaparecer. Otros, los más fuertes, se negaron a rendirse, pero por desgracia y salvo honrosas excepciones, fue peor el remedio que la enfermedad. Porque si algo no supieron la mayoría de bandas prog fue adaptarse a los nuevos tiempos, reciclándose en combos impersonales, abrazando lo peor de las nuevas tecnologías y producciones y queriendo –con más pena que gloria– subirse al tren de los nuevos sonidos que, aparte del punk, pusieron banda sonora al ocaso de los setenta. Así, los intentos de sonar más accesibles y comerciales abrazando el post punk, la new wave o la música disco se saldaron, casi siempre, en negativo y, en consecuencia, los ochenta fueron mayormente una larga y penosa travesía por el desierto. Un desierto en el que, ahora sí, los últimos supervivientes progresivos dejaron sus huesos calcinándose al sol, rodeados de unos pocos y últimos discos que no vale la pena agenciarse ni a euro el kilo. Sólo unos pocos, poquísimos, lograron atravesarlo, y de sus aventuras durante aquellos años tampoco es que se puedan cantar alabanzas.
Pero no todo fueron malas noticias para los aficionados al prog. Si la primera generación había quedado diezmada, el inicio de los ochenta vio el renacer del género desde una óptica novedosa, comandada por sangre nueva. Una serie de jóvenes bandas en el Reino Unido – ¿dónde si no?– retomarían las enseñanzas de sus mayores allí donde era menester y, combinándolas sabiamente con un sentido de la modernidad respetuoso con la tradición, protagonizarían un segundo advenimiento progresivo que se extendería prácticamente durante toda la década, e incluso, en el caso de los más perseverantes, hasta el día de hoy.
Un nuevo amanecer
Rock neo-progresivo (1981-1987)
Aunque algunas de las bandas que protagonizarían el resurgir del rock progresivo en los años ochenta se formaron a finales de los setenta, fue aproximadamente en 1981 cuando se empezó a hablar de una nueva generación progresiva, tomando carta de naturaleza un par de años más tarde con la publicación de Script For a Jester’s Tear de Marillion y Tales from The Lush Attic de IQ. Llegaron entonces casi de inmediato las primeras –y muchas veces las más reconocidas– grabaciones de Pendragon, Pallas, Twelfth Night, Quasar y un largo etcétera de bandas que conformarían una escena propia, circunscrita casi por entero al ámbito británico, aunque con eco en algunos otros países al cabo de los años.
Un sonido nuevo, que por descontado echaba la vista atrás, hacia los padres del invento, y muy especialmente hacía las obras tardías de estos (y su concepto de la teatralidad en escena), pero que incorporaba nuevos elementos a la vez que se desprendía de otros. Así, los músicos de neo-prog eliminaron prácticamente por completo el jazz (y la improvisación inherente al mismo) y el folk de la ecuación final, acortando la duración de los temas en una vuelta al formato clásico de canción rock. No prescindieron de las suites y los discos conceptuales, pero sí limitaron los mismos, al tiempo que se olvidaban de las viejas tecnologías analógicas (moogs, mellotrones) para basar su sonido en la guitarra eléctrica y los nuevos sintetizadores digitales. El resultado fue un progresivo más directo y afilado, con estructuras ligeramente más convencionales y un indisimulado gusto por la melodía, que picoteaba además en ciertos estilos hasta aquel momento poco habituales o inexistentes en el género como el funk, el heavy metal o el punk.
Con el éxito de Misplaced Childhood de Marillion en 1985, que llegó a lo alto de las listas británicas tanto de elepés como de singles, el neo progresivo alcanzó su máxima popularidad. A partir de entonces llegaron las primeras disoluciones, al tiempo que otras bandas (Jadis, Galahad…) entraban en el juego. De hecho el año 1987 que hemos configurado en el subtítulo de este apartado como estación término del movimiento no es tal, y el autor lo ha incluido como referencia más o menos aproximada de lo que fue el final del neo-prog en cuanto a popularidad en su periodo ‘clásico’. Pero la verdad es que a lo largo de los noventa, lejos ya de su momento de máximo esplendor, el neo progresivo siguió adelante con salud más que envidiable, con nombres nuevos (Arena como referencia ineludible) y también con reunificaciones asombrosamente efectivas, hasta que con el cambio de milenio tan sólo unos pocos supervivientes de aquella escena continuaron adelante, manteniendo unas pautas básicas en cuanto al sonido original, pero a la vez bebiendo de otras fuentes, ya provinieran éstas del rock alternativo o del metal, de la new age o la world music.
Visto desde la perspectiva actual el rock neo-progresivo en los ochenta se revela necesitado de una reivindicación urgente, por cuanto ha quedado en parte del imaginario colectivo como un curioso y efímero fenómeno coyuntural, lastrado en general por unas producciones –las típicas de la época– de todo menos orgánicas. Cuando lo cierto es que, pese a no alcanzar ni mucho menos el nivel de excelencia e importancia histórica de los primeros setenta, dejó una serie de discos y actuaciones memorables, obras capitales que no pueden ni deben faltar en la colección de ningún aficionado que se pretenda riguroso.
La tercera ola
Nuevos y viejos dinosaurios, la escena escandinava, prog-metal…
(1987-2017)
A finales de los años ochenta ocurrieron muchas cosas en el mundo del rock en general y del progresivo en particular. Por un lado algunos viejos dinosaurios en hibernación despertaban con fuerzas renovadas: en 1987 Jethro Tull recuperaban, con Crest of a Knave, parte del crédito perdido; ese mismo año Pink Floyd publicaban A Momentary Lapse of Reason, seguido de una triunfante gira mundial; Yes reunirían a la mayor parte de su elenco clásico con el proyecto Anderson Bruford Wakeman Howe en 1989… Buenas noticias todas ellas para los aficionados a un género que, en los últimos años, había mantenido el estándar de calidad gracias al neo-prog, pero que en su mayoría ansiaban productos como los citados. Discos que recuperaran la magia de los primeros setenta, si no íntegramente, sí al menos en parte, y la consecuente posibilidad de ver a esos artistas en directo. Para muchos de esos aficionados, por lógicas cuestiones de edad, por primera vez.
Por otro lado en 1987 aparece en escena el británico Steven Wilson con sus Porcupine Tree, y con él toda una nueva concepción del rock progresivo que abrazará y abarcará múltiples tendencias, convirtiéndose en faro y guía de todo un nuevo contingente de artistas. Una figura capital que, junto al sueco Roine Stolt y el estadounidense Neal Morse unos pocos años más tarde, conformará la espina dorsal de esa comúnmente llamada ‘tercera ola’ que redefiniría el rock progresivo en las postrimerías del siglo XX y en la primera década del nuevo milenio. Genios multiinstrumentistas y multidisciplinares, tutores y mentores de decenas de otras bandas aparte de las suyas propias y sin cuyas aportaciones no puede entenderse la evolución del género hasta el día de hoy.
En 1988 también eclosiona en Estados Unidos un nuevo subgénero que marcará asimismo buena parte del futuro del rock progresivo, llegando hasta la actualidad en un estado de forma asombroso y captando nuevas generaciones de aficionados: el metal progresivo. De la mano de discos como No Exit de Fates Warning y el fundamental Operation: Mindcrime de Queensryche, el público metálico accedía a estructuras progresivas que en ningún caso renunciaban a la contundencia básica del estilo, al tiempo que muchos aficionados al prog descubrían un nuevo y prometedor camino, básicamente sin explorar. Un camino al que contribuiría definitivamente una banda cuyo nombre se ha convertido en sinónimo de fiabilidad, referente asimismo de la tercera ola: Dream Theater, que con Images and Words inauguraba en 1992 una carrera ejemplar, espejo en el que buscarán reflejarse docenas y docenas de nuevos grupos, tratando de encontrar la fórmula mágica, mezcla de contundencia y virtuosismo, que ha hecho de los bostonianos un nombre a la altura de los clásicos.
La década de los noventa vio pues cómo el rock progresivo se nutría del metal –en sus diversas categorías– y del rock alternativo de corte más rotundo para conseguir de ese modo una nueva vía que, a la postre, se revelará como una de las más exitosas en términos de aceptación y ventas, desde los lejanos días de los setenta. Exitosa y longeva, pues son ya tres décadas las que lleva en activo sin visos de agotamiento; al contrario, el propio subgénero se ha retroalimentado y multiplicado, escindiéndose a su vez en nuevos subestilos siempre respetando los cimientos progresivos y el andamiaje metálico.
Y un tercer e inopinado escenario contribuyó, desde una asumida voluntad retro, al resurgir del progresivo en los noventa: Escandinavia. Más concretamente Suecia, a partir de la creación de la Swedish Art Rock Society. Creada por el músico Pär Lindh en 1991, esta especie de asociación/fundación, nacida con la voluntad de rescatar los valores y patrones del rock progresivo clásico, fue fundamental a la hora de dinamizar una escena que, desde el más estricto underground, acabaría creando escuela e influenciando a numerosas bandas en años posteriores, dentro del prog e incluso en terrenos alternativos. A su sombra nacieron y/o se desarrollaron nombres como Anekdoten, Landberk, Änglagard o la propia banda del fundador, Pär Lindh Project. Recuperando el sonido denso de los setenta, desempolvando el mellotron como pieza fundamental del sonido prog y revistiendo su música de dramatismo y oscuridad, las bandas citadas tuvieron –a excepción de Anekdoten–, carreras más bien cortas, pero los discos que editaron pronto se convirtieron en piezas de culto, mezclando el revival con aportaciones contemporáneas.
Fue ésta tal vez la última escena como tal en el mundo del progresivo, en cuanto a confluencia de bandas similares en un tiempo y un lugar concretos. Varios de sus protagonistas continúan en activo en bandas de renombre, caso del guitarrista de Landberk, Reine Fiske, al frente hoy día de bandas como Dungen o The Amazing, magníficos combos entre el indie y la nueva psicodelia que no renuncian a ciertos destellos prog, aunque lejos de sus orígenes.
En los últimos años el mundo del progresivo ha seguido adelante con una salud que muchos ni siquiera podían prever en los años más duros y aciagos para el género. Cada vez más ecléctico, cada vez más global, el prog rock actual toca todas las teclas habidas y por haber y sigue incluso descubriendo otras nuevas, intactas hasta el momento. Estados Unidos, Europa, Latinoamérica…en docenas de países existen y se crean grandes grupos, proliferan festivales genéricos en ambos continentes, el público crece o, en el peor de los casos, se mantiene más que suficiente para sustentar las distintas ofertas, propiciando a su vez un relevo generacional que (por desgracia), no se da en otros ámbitos del rock.
¿Cuál será su futuro? No nos corresponde a nosotros en cualquier caso augurar tendencias en ese sentido. Lo que sí creemos poder responder es a la pregunta ¿existe un futuro para el rock progresivo?
Con un sí rotundo.
Porque allí donde cualquier músico de rock sienta la necesidad de experimentar, innovar y encontrar nuevas fórmulas para no estancarse, el rock progresivo continuará adelante. Porque un género que ha sobrevivido a tantos avatares, llegando a este momento con tanta salud y energía, no puede sino avanzar. Y porque en definitiva, como sabiamente resumía el maestro Ian Anderson: “el progresivo en realidad nunca desapareció. Tan sólo se echó una siesta a finales de los setenta. Una nueva generación de fans lo descubrió, y toda una nueva hornada de bandas y artistas lo llevaron hacia el nuevo milenio”.