Silencio de multitud,
impresionante silencio
alrededor de una voz
que hablaba: presentimiento
religioso era el futuro.
JAIME GIL DE BIEDMA
«Me siento tan bien. No tengo frío. Mire la gente. No ha habido nada más bello en el mundo. Créame. Mire el sol: Dios nos está mirando.» June Terry –negra, neoyorquina, setenta y ocho años– acababa de pisar el National Mall, la avenida central de la capital de Estados Unidos. A lo lejos se veía el Capitolio. Todo estaba preparado para que Barack Obama jurase el cargo.
El demócrata Obama, un joven senador de Illinois con poca experiencia política y una oratoria ilusionante, había derrotado al republicano John McCain en las elecciones del noviembre anterior. De aquel día recuerdo el frío que me dejó congelados los dedos de los pies y el viaje nocturno durante seis horas en un autobús que me había llevado desde el barrio de Harlem, en Nueva York, hasta Washington, con decenas de admiradores del nuevo presidente. Recuerdo que no se veía nada desde el lugar en el que seguimos la ceremonia, a más de un kilómetro del estrado donde habló Obama, y que me marché antes de tiempo para escribir la crónica en la sala de prensa que el Departamento de Estado había habilitado. Me sentí como Fabricio del Dongo en La cartuja de Parma, la novela de Stendhal, que estuvo en la batalla de Waterloo sin enterarse de lo que ocurría a su alrededor. El torbellino incoherente de la Historia, con mayúscula, arrasaba con la historia, con minúscula.
Yo llevaba un año y medio viviendo en Nueva York. Mi diario de entonces, La Vanguardia, me había enviado a Estados Unidos después de pasar cinco años en Berlín. Llegamos con mi esposa, Beatriz, y nuestra hija de nueve meses, Laia, en el verano de 2007. George W. Bush era presidente, pero ya era un «pato cojo». En la jerga política americana, un pato cojo es un presidente en su fase final, sin poder de maniobra y con la autoridad reducida. En los diarios la fracasada ocupación de Iraq copaba las portadas, pero empezaban a leerse palabras extrañas que pocas personas, fuera de un círculo de especialistas reducido, habían oído antes, como subprime o CDO. Eran términos técnicos del mundo de las hipotecas, las primeras señales del vendaval que se aproximaba, el estallido de una burbuja inmobiliaria que llevaba años hinchándose y que provocaría una recesión que, junto con Iraq, hundiría la herencia de Bush y definiría la de Obama.
Yo venía de una Europa que había encontrado en Bush al adversario idóneo: la caricatura del cowboy iletrado, impulsivo y violento, que irritaba a los europeos liberales e internacionalistas, como yo, y secretamente complacía a otros, porque les permitía regodearse en los peores tópicos del antiamericanismo. Por supuesto que Bush ni era un cowboy –era un niño bien de Connecticut trasplantado a Texas– ni era un iletrado –era un lector compulsivo que competía con su consejero áulico, Karl Rove, por ver quién leía más libros–, y además era un tipo simpático que podía llegar a ser bastante razonable. Un conservador, por ejemplo, partidario de regularizar a los inmigrantes sin papeles. Y un pragmático que, en sus últimos años en el poder, había sabido corregir los peores excesos del inicio de su presidencia. Los años –y la deriva de su partido, el republicano, hacia los márgenes más insalubres de la política americana– matizarían la imagen que teníamos de él. Pero ese momento no había llegado. Y ahora, después de siete años de Bush, aparecía una figura que reconciliaba a muchos europeos y a muchos americanos con Estados Unidos. Prometía paz en vez de guerra. Prometía otra manera de hacer política, sin sectarismo ni partidismo. Como un presentimiento religioso, anticipaba un futuro en el que este país pudiera cerrar su herida más dolorosa, la del racismo. El significado de la llegada de Obama a la Casa Blanca, el primer presidente negro en el país de la esclavitud y la segregación, no escapaba a nadie, pero para personas como June Terry –que en la noche del 19 al 20 de enero de 2009 viajó en el mismo autobús que yo de Harlem a Washington– la emoción era íntima. Eran décadas de humillaciones, de marginación, de ofensas e insultos, de sentirse ciudadanos de segunda en su país.
Dos meses y medio antes, el día de la elección de Obama, el columnista Thomas Friedman había escrito en The New York Times: «Y así ocurrió que el 4 de noviembre de 2008, poco después de las once de la noche, hora del este, la guerra civil americana terminó cuando un hombre negro, Barack Hussein Obama, ganó suficientes votos electorales para convertirse en presidente de Estados Unidos».
La poesía de la campaña –los discursos electrizantes del candidato, piezas dignas de las antologías de la mejor oratoria; la sensación, compartida con millones de personas, de que con él comenzaba una nueva era– se prolongó hasta la jornada inaugural dos meses y medio después. Duró poco. Obama se encontró una economía en caída libre. Una tras otra, las empresas cerraban. Los despidos se contaban por centenares de miles cada mes: en 2008 se perdieron 2,6 millones de empleos, el peor año desde 1945.
«No esperará que el hombre lo haga todo solo, ¿no?», me dijo June Terry aquel día en el National Mall. «El hombre no es Jesucristo.»
En marzo, cuando aún no se habían cumplido cien días de Obama en la Casa Blanca, salí de Nueva York en busca de los lugares y las personas que debían ayudarme a entender el país que heredaba el nuevo presidente. Siempre queríamos salir de Nueva York y de Washington, los corresponsales de prensa, queríamos cruzar los puentes sobre el Hudson o sobre el Potomac, porque pensábamos que allí hallaríamos la mitificada América real. Más tarde descubriría que la América real no existía, que tan real eran los negros de Harlem como los blancos de Iowa, los hispanos de los suburbios de Maryland como los mineros de los Apalaches.
La primera escala del viaje fue Dillon, un pueblo de seis mil trescientos habitantes de Carolina del Sur donde había nacido Ben Bernanke, el presidente de la Reserva Federal, el banco central de Estados Unidos, que había usado toda su artillería para atajar la recesión. El objetivo de la visita no era Bernanke, sino una escuela pública llamada J.V. Martin Junior High School, alojada en unos barracones junto a una vía del tren. Obama la había mencionado varias veces durante la campaña para denunciar los males del sistema educativo. Aquella tarde constaté que las aulas de la J.V. Martin Junior High School temblaban cada vez que el tren de mercancías cruzaba Dillon. Uno de los profesores, James Moultrie, detenía la lección cada vez que esto ocurría.
No tenía otro remedio. El ruido le impedía hablar. Si el convoy era largo, la pausa duraba hasta cinco minutos, y los alumnos –trece y catorce años, la mayoría negros, como el profesor– perdían la concentración. Cuando el tren había pasado, Moultrie se las ingeniaba para recobrar su atención con un chascarrillo. Le sobraba mano izquierda para manejar a la veintena de chicos y chicas a los que enseñaba historia. Nacido en Dillon, sesenta y cinco años, empezó a dar clases en 1965. En aquella época en los viejos estados del Sur de Estados Unidos había escuelas para blancos y escuelas para negros. Carolina del Sur fue el primer estado en declarar la secesión, en diciembre de 1860. Fue la chispa que encendió la guerra civil. El Sur la perdió y Abraham Lincoln logró abolir la esclavitud. Pero tuvo que pasar casi un siglo antes de que los tribunales y el Gobierno federal acabasen con la segregación, la separación forzosa entre negros y blancos. En Carolina del Sur, las escuelas no se integraron hasta 1970.
El aula del profesor Moultrie era un tráiler, un barracón provisional. Había trece en la J.V. Martin Junior High School de Dillon. Era una escuela intermedia –entre la primaria y la secundaria– en la que medio millar de alumnos de entre doce y catorce años se preparaban para ingresar en la high school, el instituto. Cada vez que pasaba un tren, los barracones vibraban. A veces se apagaba la luz. Ocurría entre seis y ocho veces al día.
«Déjeme respirar un momento», me dijo Moultrie. Quería una pausa antes de empezar la entrevista.
Eran las 15.15 de la tarde y las clases habían terminado. El día había sido agotador. El aula estaba vacía. Imágenes de los presidentes de Estados Unidos colgaban de las paredes.
«Algún día me gustaría estar en un aula en la que todas las sillas fueran del mismo tamaño y del mismo color», continuó.
Los barracones eran uno de los problemas que habían convertido la escuela en un ejemplo de los males del sistema educativo en Estados Unidos. Obama conoció el caso gracias al documental Corridor of Shame (Corredor de la vergüenza) y visitó varias veces la escuela durante la campaña electoral. Uno de los edificios de la J.V. Martin Junior High School fue construido en 1896. Otro, de principios del siglo XX, albergaba un teatro. Los bomberos consideraron que su estado era tan ruinoso que era un peligro para los alumnos. Estaba cerrado con llave y servía de almacén.
No había dinero. Ni para el material escolar, ni para reparar edificios viejos, ni para dar clases sin que los trenes obligasen a interrumpirlas.
En Estados Unidos la educación se financia con dinero local. Los municipios ricos, los que recaudan más impuestos, pueden permitirse las mejores escuelas públicas. Los más pobres, como Dillon, lo tienen más difícil. El problema no era sólo la degradación de los edificios o la proximidad del ferrocarril. Tampoco había dinero para los salarios. Un profesor novato cobraba 29.000 dólares anuales, menos que en municipios vecinos. Las condiciones espantaban a los nuevos profesores, que preferían trabajar en otros lugares.
«Enseñar a los pobres requiere una preparación especial», me dijo Ray Rogers, el superintendente educativo del distrito de Dillon. Como casi todo el equipo directivo de la escuela, Rogers era blanco.
Nueve de cada diez alumnos de la escuela recibían un subsidio para obtener el almuerzo gratis o a precio rebajado, una medida del nivel económico de las familias. Para recibir los beneficios, éstas debían demostrar que vivían por debajo del umbral de la pobreza.
«Hay chavales que regresan a casa por la noche y no saben si habrá electricidad, ni si mamá y papá estarán allí», explicó Amanda Burnette, la directora de la escuela.
«Hay niños que nunca han visto la playa», dijo Rogers.
Y eso que Myrtle Beach, una de las playas más turísticas de la costa atlántica, está a ciento cincuenta kilómetros de Dillon. Hasta los años setenta la región vivía del tabaco y el algodón, pero el tabaco entró en declive y el textil emigró a países con costes laborales más bajos. El centro de Dillon era un paisaje común en la América rural, parecido al de Postville si no fuese por la vía del tren que lo cruza, porque en Dillon no había rastro de somalíes ni rabinos ortodoxos y en cambio la mitad de la población era afroamericana. Para los jóvenes que dejaban la escuela la alternativa era, en el mejor de los casos, trabajar en el McDonald’s local.
«Si no reciben una educación, tendrás que ocuparte de ellos de otra manera. Pagándoles subsidios de desempleo. O en prisión», zanjó Ray Rogers.
En Estados Unidos el paro entre los afroamericanos era mayor que el de ningún otro grupo étnico. Mientras los negros representaban un 14 por ciento de la población, el porcentaje entre la población penitenciaria se acercaba al 40 por ciento. Los descendientes de los esclavos de Carolina del Sur vivían atrapados en la pobreza. Sin educación no podían avanzar, pero no había dinero para educarse en condiciones. Unos días antes de mi visita, el profesor Moultrie impartía una lección sobre la segregación racial, y las explicaciones desencadenaron un altercado entre unas muchachas negras y los dos únicos blancos de la clase. En otro tiempo los alumnos habrían escuchado la lección, sin más. Aquellas historias pertenecían al pasado, a los libros de historia. Ya no.
Ty’sheoma Bethea, una alumna de catorce años, tampoco se conformaba. Por eso un día escribió al Congreso de Washington pidiendo ayuda para la escuela. «No tiramos la toalla», escribió. Obama, el nuevo presidente negro, un ídolo para los alumnos, leyó la carta y la invitó al discurso sobre el estado de la Unión, uno de los rituales esenciales de la democracia americana. Allí estaba Ty’sheoma, en la tribuna del Congreso, una adolescente negra escuchando al primer presidente negro. Obama la mencionó en el discurso. A ella y a la escuela. Ahora Ty’sheoma recibía cartas de admiradores de todo el país. Era la estrella local, casi tanto como Bernanke.
«¿Qué quieres ser de mayor?», le pregunté.
«La primera mujer presidenta.»
La siguiente escala del viaje era Braddock, un pueblo en las afueras de Pittsburgh, en la cuenca siderúrgica del río Monongahela, en Pensilvania. Allí sonreían cuando les hablaba de la recesión que llevaba unos meses azotando el país.
Vicki Vargo, cincuenta y dos años, bibliotecaria: «No conozco a nadie a quien la crisis le haya afectado. Quizás haya afectado a los más ricos. Dicen que están perdiendo los ahorros para la jubilación. Suerte tienen de tener ahorros».
John Golden, cincuenta y un años, vendedor de muebles de segunda mano: «El negocio va bien gracias a la recesión. Mire este sofá. En Pittsburgh costaría 150 dólares. Aquí, 60, y como nuevo».
John Fetterman, treinta y nueve años, alcalde: «El resto del país experimenta ahora lo que aquí pasa desde hace años».
Braddock, código postal 15104. Allí, en 1755, en la batalla del Monongahela, franceses y nativos derrotaron a las tropas inglesas del general Edward Braddock, y fue allí donde George Washington forjó su talento militar. En Braddock, más de un siglo después, Andrew Carnegie, el rey del acero, colocó los fundamentos de su imperio industrial.
«El acero que se produce en el valle del Monongahela permitió ganar la Segunda Guerra Mundial y propulsó a los Estados Unidos de América como el centro industrial supremo y la superpotencia política», escribió el historiador Quentin Skrabec en el ensayo The Boys of Braddock. Andrew Carnegie and the Men Who Changed Industrial History (Los muchachos de Braddock. Andrew Carnegie y los hombres que cambiaron la historia industrial). Braddock lo fue todo y así lo recordaban los vecinos. Era una ciudad con tres cines, cuatro supermercados y varios restaurantes.
Hablan dos maestras de la guardería.
MAESTRA 1: Braddock era autosuficiente. No había nada que no pudieses hacer aquí.
MAESTRA 2: El mejor era el Coney Island, ¿recuerdas? Los mejores perritos calientes y las mejores hamburguesas.
MAESTRA 1: Había zapaterías. Y concesionario de automóviles.
MAESTRA 2: Y varias gasolineras.
MAESTRA 1: Y médicos y dentistas.
MAESTRA 2: Lo que necesitaras. No hacía falta ir a Pittsburgh.
MAESTRA 1: Incluso abogados.
Las maestras tenían cincuenta y cuatro y sesenta y un años. La primera se llama Teresa Wynn. La segunda no quiso decir su nombre: «No tengo ninguna necesidad de colocar a mis hijos en la diana», justificó. Tenía tres hijos adolescentes y sentía miedo. A las drogas, a las bandas, a las pistolas.
Braddock, a quince minutos en coche de Pittsburgh, lo fue todo y en 2009 era un paisaje de escaparates tapiados y calles desoladas, un pueblo encajonado entre el ferrocarril y el Monongahela, con un hospital en un extremo y en el otro un fábrica de acero funcionando a medio gas. Bell’s Market, un supermercado angosto en el que convivían enormes cajas de chucherías con productos de carnicería, era uno de los pocos comercios en la calle principal. Cerca, había una casa de empeños llena de guitarras, instrumentos de bricolaje, cañas de pescar –hobbies efímeros– y un cartel en la fachada: «Compramos oro. Pagamos en efectivo». Era Golden Treasures, los tesoros dorados de John Golden, donde podía encontrarse desde un ejemplar de la Biblia hasta lámparas, desde armarios y sofás hasta una bandera americana. Un poco más allá estaba la peluquería de Ella Thomas, que parecía sacada de los años sesenta, incluido el televisor mal sintonizado.
Los vecinos que se quedaron en Braddock contaban que todo sucedió rápido: el cierre de las fábricas, la fuga hacia los barrios residenciales, la degradación de la ciudad. Porque en algún momento, antes de perder el 90% de la población, Braddock tuvo los atributos de pequeña ciudad. Ahora era un pueblo. Cuando la visité la población rondaba los tres mil habitantes.
Braddock me parecía un espejo hiperbólico de los males del rust belt, el cinturón de la herrumbre, los pueblos y ciudades de Pensilvania, Ohio, Michigan, Indiana, Illinois y Wisconsin que hasta los años setenta del siglo XX fueron el motor industrial de Estados Unidos. Fue lo más parecido a la cuenca de Ruhr en Alemania o al norte de Inglaterra. La recesión de los años setenta, la aceleración de la globalización en los ochenta y noventa y la paulatina robotización de las fábricas dejaron herida esta región.
En Braddock, el recuerdo de la gloria pretérita hacía más dolorosa la depresión. Carnegie, barón industrial y padre de la filantropía moderna, abrió allí su primera planta siderúrgica y la primera de las mil quinientas bibliotecas que construiría por todo Estados Unidos. La biblioteca, inaugurada en 1889, tenía un aire de castillo encantado. Abrías una puerta y aparecía una piscina, o una pista de baloncesto, o un teatro con un millar de asientos. En los tiempos de Carnegie, el palacete servía de centro recreativo para los obreros.
Paseando por Braddock me sentía como un arqueólogo. El First National Bank, en la calle mayor, estaba cerrado, igual que la imponente Junior High School, cerca del río, o el quiosco en el que se leía en letras borrosas: Braddock News. Unas rejas oxidadas impedían la entrada en la barbería Pirozzi’s. Algunas escenas de La carretera, la película sobre el viaje de un padre y un hijo en un mundo postapocalíptico basada en la novela de Cormac McCarthy, se rodaron en Braddock. Era tentador ver en lugares como Braddock las ruinas de un sistema, similares a las ruinas que en la Europa del Este dejaron cuatro décadas de socialismo real. Aquellos paisajes me recordaban a las ciudades del Este de Alemania que había visitado cuando trabajaba en Berlín, ciudades tristes y grises donde las fábricas habían cerrado y los jóvenes se habían marchado, donde el sistema se había derrumbado.
«Este pueblo demuestra qué ocurre cuando se permite que un sector o una región quiebren. Ahora rescatamos la banca. Sin el rescate bancario, una ciudad como Charlotte, en Carolina del Norte, tendría una situación similar», se quejaba John Fetterman, el alcalde. «Lo que quiero decir es que nosotros hemos sufrido el capitalismo de libre mercado en su sentido estricto. Y a otras regiones las han rescatado.»
Fetterman me había citado a las seis y media de la mañana en un café Starbucks de Homestead, a la otra orilla del Monongahela. Era una presencia imponente: dos metros siete centímetros, ciento cuarenta y siete kilos, cabeza rapada, perilla.
Fetterman era alcalde desde 2005. Se había convertido en una pequeña celebridad. Su campaña para recabar dinero del plan de inversiones que Obama acababa de poner en marcha le había llevado a los medios de comunicación nacionales.
Nació en la otra punta de Pensilvania, lejos del rust belt. Estudió en la elitista Harvard. Después se enamoró de Braddock. En el antebrazo lleva tatuadas unas cifras: 15104. El código postal de Braddock.
«Hay algo romántico en este lugar. Es difícil de describir. O lo sientes, o piensas: “Dios mío, ¿qué ha pasado aquí? Sacadme enseguida”.»
Algunos habitantes de Greensburg pensaron «¡Sáquenme de aquí!» cuando el 4 de mayo de 2007, a las 9.45 de la mañana, llegó el tornado, pero no tenían adónde huir. El banquero Steve Kirk y su mujer se escondieron debajo de la cama, en el sótano de su casa, y se pusieron a rezar. «El ruido era como el de un tren o un avión», dijo Kirk cuando hablé con él en Greensburg, dos años después.
El anticuario Gary Goodman estaba mirando una película con su hija. Se refugiaron en el sótano, el único lugar seguro para los habitantes de aquel pueblo de mil cuatrocientos habitantes en medio del océano de campos de trigo en Kansas. «Hace ocho años nos trasladamos aquí desde Las Vegas. Pensábamos que habría una vida nocturna más intensa», ironizó. «Y así fue.»
La noche del 4 de mayo de 2007, los hijos de Bob Dixson, que más tarde sería elegido alcalde del pueblo, se hallaban en la otra punta del estado. Cuando escucharon la noticia en la radio, bromearon: «Seguro que papá está en el porche mirando el tornado». Pero el viento era demasiado fuerte para poder entretenerse contemplando la escena, por lo que los padres no estaban en el porche, sino en el sótano. El estruendo de las ventanas y los muebles rotos arriba los asustó, y se cubrieron con una alfombra.
Cuando parecía que el tornado había pasado, se destaparon. Notaron que llovía. Levantaron la vista y vieron el cielo. La casa había volado. No quedaba nada. Sólo ellos, allí abajo, en el sótano descubierto, sin un rasguño. «Sabíamos que la mano de Dios estaba protegiéndonos, protegiendo al pueblo. Fuera sólo había escombros, árboles destrozados. Era como si hubiese estallado una bomba».
Las imágenes de Greensburg tras el tornado de 2007 dieron la vuelta al mundo. Desapareció el 90 por ciento de casas. Murieron diez personas.
Había pocas alternativas. Una era emigrar. Otra construir un nuevo Greensburg, en otra parte: si algo no falta en la llanura de Kansas es espacio. Ancianos y jóvenes se decidieron por la primera opción. En Greensburg no había trabajo ni futuro. Descartada la idea de recrear Greensburg en otro lugar, el resto se quedó. Habían crecido allí, sus hijos iban a la escuela allí y querían jubilarse allí.
Tres días después del tornado, en una reunión en el sótano del tribunal del condado, uno de los pocos edificios que se mantuvieron en pie, alguien lanzó la idea. ¿Y si Greensburg se reconstruyese en clave ecológica? ¿Y si aquel año cero fuese la ocasión para reinventar el pueblo, más respetuoso con el medio ambiente, menos dilapidador?
«La idea surgió de forma lógica», me dijo Bob Dixson, un republicano de toda la vida que por entonces era alcalde. «Parecía evidente», asintió Ann, su mujer.
El nombre del pueblo no tuvo nada que ver. Green significa verde en inglés. Greensburg se llama así porque lo fundó Donald Green, apodado Bala de Cañón. Green era propietario de una compañía de diligencias que cruzaba Kansas a finales del siglo XIX. Hasta el 4 de mayo de 2007 había sido un pueblo más en el sur de Kansas, a una hora en coche, en dirección oeste, de Dodge City, capital de la industria ganadera, y a dos de Holcomb, otra aldea anónima que alcanzó la fama literaria como escenario de la novela A sangre fría, de Truman Capote. Las carreteras era interminables y monótonas en Kansas, las ciudades olían a ganado vacuno y Holcomb parecía un pueblo fantasma, sin un alma en las calles ni rastro del crimen ni del escritor que le dieron mala fama universal. Greensburg figuraba en las guías turísticas gracias a dos atracciones: el mayor pozo del mundo cavado con pala y el Paseante del Espacio, un meteorito de casi media tonelada hallado en 1949 en las afueras gracias a un detector antiminas de la Segunda Guerra Mundial.
Los habitantes de Greensburg eran blancos, cristianos y conservadores. Agricultores con los pies en el suelo, acostumbrados a contar cada céntimo, a acostarse pronto y a madrugar. Greensburg languidecía antes del tornado.
El 4 de mayo de 2007 todo cambió: el tornado arrasó Greensburg y los agricultores –blancos, cristianos y conservadores– se pusieron en manos de un forastero, un ecologista con aspecto de viejo sesentayochista de Nueva York o San Francisco. Daniel Wallach se presentó con un proyecto para hacer de Greensburg el pueblo más verde de Estados Unidos. Porque todo estaba por hacer y cualquier cosa era posible.
«Nunca desperdicies una crisis grave», dijo unos meses antes de mi viaje a Greensburg Rahm Emanuel, el jefe de gabinete del presidente Obama. Emanuel se refería a otro tornado, el de la recesión, y a otros planes, los de invertir miles de millones de dólares para transformar Estados Unidos. Los planes de Wallach toparon con pocas resistencias. «Los conservadores, por definición, quieren conservar», dijo. Los conservadores conservan y los agricultores «están más cerca de la tierra, son los recicladores originales».
Wallach dirigía Greensburg Green Town, la organización no gubernamental que supervisaba la reconstrucción. Todos los edificios municipales debían cumplir con los máximos estándares. La mayoría de ciudadanos que reconstruían sus casas se sumaron a la fiebre verde. Algunos colocaban ventanas aislantes para consumir menos calefacción. Otros, retretes ahorradores.
Construir verde era más caro, y colocar paneles solares en las casas estaba fuera del alcance de cualquier ciudadano, pero a la larga la inversión acabaría reduciendo la factura. El edificio estrella en Greensburg era el Centro de Arte 5.4.7. Diseñado por estudiantes de arquitectura, el edificio recibía la electricidad de tres molinos de viento y ocho panales solares.
En Greensburg soñaban en la primavera de 2009 con atraer a ecoturistas y empresas de energías renovables, pero el pueblo aún parecía un campamento. Sólo se había reconstruido la mitad. La gasolinera era el ágora, el punto de encuentro de lugareños y forasteros. La calle mayor estaba en obras. Había dos edificios en pie. Uno, construido en 2015, era la sede del Central Bank, que dirigía Steve Kirk. Gary y Erica Goodman compraron el edificio para instalar su tienda de antigüedades en la primera planta y vivir en el segundo piso. A la espera de una nueva sede, Kirk trabajaba en un cubículo móvil que hacía de banco provisional. Lejos del pánico en Wall Street, él seguía repartiendo créditos, inmune a la recesión, feliz de haberse quedado. «La tormenta creó un vínculo entre nosotros», dijo.
Greensburg, etapa final de un viaje por los Estados Unidos de la recesión, evocaba mitos arraigados el país: el de la crisis como oportunidad; el del boxeador noqueado que se levanta; el de La casa de la pradera, los pioneros que construyen, desmontan y reconstruyen, conquistando palmo a palmo un continente donde todo es inestable, provisional.
En el salón confortable de su casa, reconstruida en el lugar exacto donde la vieja voló por los aires, el alcalde Dixson lo resumió así: «Cuando todo ha desparecido, puedes volverlo a construir».
El año próximo traeremos a los soldados a casa
porque no hay dinero, y está bien así.
Los lugares que vigilaban, o que mantenían en orden,
deberán vigilarse solos, y mantenerse solos en orden.
PHILIP LARKIN
Estados Unidos quería olvidarse de las guerras, pero las guerras no se olvidaban de Estados Unidos.
Aquel día de noviembre de 2010, en la pista de la base aérea de Dover, los llantos estallaban a intervalos de aproximadamente un minuto. Los espasmos rompían la rigidez de la ceremonia. Era imposible saber quién lloraba, si una madre, una hermana o una esposa. Un autobús azul aparcado en la pista impedía ver quién se encontraba detrás. Eran los allegados de Shannon Chihuahua y Andrew Bubacz, muertos dos días antes en Afganistán. El C-17 procedente de la base de Ramstein, en Alemania, aterrizó en Dover, en el estado de Delaware, cuando faltaban diez minutos para el mediodía.
Los muertos de Iraq y Afganistán llegaban a Estados Unidos con cuentagotas, lejos de las cámaras de televisión. Eran un estorbo para un país que no acababa de acostumbrarse a perder y en el que el sentido de aquellas guerras se iba oscureciendo con los años. Menos de un 1 por ciento de americanos había combatido en Iraq y Afganistán. Estados Unidos no parecía un país en guerra. Los combates eran algo lejano, exótico.
«Hoy, como era el caso antes del 11-S, los americanos pretenden preocuparse por los soldados, pero su preocupación no llega tan lejos como para impedir el compromiso en guerras innecesarias e imposibles de ganar», me dijo un tiempo después, en un correo electrónico, Andrew Bacevich, historiador militar, veterano de Vietnam y padre de un soldado muerto en Iraq. En los años posteriores a los atentados del 11 de septiembre de 2001, Bacevich publicó varios libros denunciando las ambiciones imperiales de su país y la tendencia de presidentes demócratas y republicanos a embarcarse en guerras sin fin, señalando el incómodo abismo psíquico, emocional, que se había abierto entre los civiles y los militares.
Dieciocho años antes, el presidente George H.W. Bush había impuesto el veto a los periodistas en las ceremonias para recibir a los caídos en combate. Sus sucesores, Bill Clinton y George W. Bush, mantuvieron el veto. La censura informativa había convertido Iraq en una guerra semiinvisible: los americanos no podían ver los ataúdes que iban aterrizando en Estados Unidos. La medida garantizaba la privacidad de los familiares en un trance difícil: el momento de ver el ataúd en el que el hijo, el esposo, el hermano, el padre, regresaba al país por el que murió.
Pero el cerrojo informativo, más que una medida para proteger a las familias, parecía un intento de hurtar a los americanos la posibilidad de constatar los efectos de la guerra. Prohibir las imágenes era una manera de alejar la guerra del hombre y la mujer de la calle, de esterilizarla: una guerra sin vísceras ni sangre; la guerra del 1 por ciento. Nadie olvidaba el coste que supusieron para presidentes como Lyndon B. Johnson, durante la guerra de Vietnam, las imágenes de los centenares de ataúdes aterrizando en Dover.
Obama levantó la prohibición en 2009, un año antes de mi visita, y desde entonces cerca de la mitad de las familias habían autorizado la presencia de periodistas. El sistema era siempre el mismo: unas horas antes del aterrizaje el servicio de prensa de la base enviaba un correo electrónico preguntando si los periodistas estaban interesados en cubrir la repatriación del cadáver. Una vez confirmada la asistencia, había que apresurarse para llegar a tiempo. Aquel día subí a mi Toyota Corolla, que nos habíamos comprado después de que La Vanguardia nos trasladase de Nueva York a Washington. Ésta era una de las diferencias entre ambas ciudades. En Nueva York, una ciudad surcada por líneas de metro, no era necesario el coche. En Washington, quien, como nosotros, residiese en las afueras, vivir sin coche era vivir amputado. Y más con una familia de cuatro.
En Nueva York había nacido Daniel, lo que automáticamente le convertía en ciudadano de Estados Unidos, gracias a la Enmienda 14 de la Constitución, que da la ciudadanía a toda persona nacida en este país, sean quienes sean sus padres. Nuestra hija, Laia, había nacido en Alemania, y quien nacía en Alemania no era automáticamente alemán si sus padres no lo eran. La nacionalidad se seguía transmitiendo principalmente por la sangre. He aquí otra diferencia entre Estados Unidos y Europa. He aquí una prueba de que en muchos aspectos la sociedad americana era más progresista que la europea. Tener un hijo americano también nos convertía a nosotros en un poco más americanos. De repente, me sorprendía a mí mismo emocionándome cuando sonaba el himno de las barras y estrellas –yo, que me consideraba un europeo postnacional y repudiaba todo nacionalismo– o escuchando a mis hijos recitar, como hacían cada mañana en la escuela, la jura a la bandera. O empezaba a entender por qué este país, más allá de los esquematismos con los que había llegado unos años antes, era un imán poderoso –severo y acogedor a la vez– que seguía atrayendo a personas de todo el planeta, de todas las razas, credos e ideologías.
¿No era extraño que, pese a las crisis económicas que había vivido Estados Unidos, pese a la discriminación y la pobreza patente en la que vivía una parte de la población, no hubiese americanos que quisieran emigrar a Canadá o a Alemania, no digamos ya a México? De repente sentía un cosquilleo –un cosquilleo patriótico– ante la perspectiva de asistir a la llegada de aquellos pobres muchachos. Enfilé la autopista que llevaba a Annapolis. Crucé el vertiginoso puente de siete kilómetros sobre la bahía de Cheseapeake, un hilo sobre el vacío que siempre me provocaba sudores fríos. Dos horas y media después aparcaba en la entrada de la base aérea.
El día que llegaron los cadáveres de Chihuahua y Bubacz, en Dover, éramos dos periodistas: el fotógrafo de la agencia Associated Press Steve Ruark y yo. La ceremonia fue rápida, apenas veinte minutos. Seis soldados subieron al avión por una rampa y descendieron con el ataúd cubierto por la bandera de las barras y estrellas. El soldado Shannon Chihuahua, del estado de Georgia, había muerto en un ataque insurgente en la provincia de Kunar, en Afganistán. Tenía veinticinco años, estaba casado y tenía dos hijas. Andrew Bubacz, de la fuerza aérea, murió en la provincia de Nuristán al caer mientras reparaba una torre de comunicaciones en una base de Estados Unidos. Tenía veintitrés años y era de Carolina del Sur.
La paradoja residía en que la ceremonia era pública –ya no había vetos ni censuras– pero interesaba a pocos. Pocos periodistas aprovechaban la oportunidad de cubrirlas. Associated Press era una excepción: quería cubrirlas todas, como un servicio público ineludible. Steve Ruark ya había presenciado ciento cincuenta.
Metieron los ataúdes en una camioneta blanca que los llevó al depósito de cadáveres de la base. Los familiares subieron al autobús azul.
La guerra estaba y no estaba. Obama quería irse, pero no podía; quería acabar con la anomalía de Guantánamo, pero no lo dejaban. Firmó, en su primer día de trabajo, un decreto que ordenaba el cierre «no más de un año después de la fecha de esta orden» de la prisión de Guantánamo, emblema de todas las infamias de la guerra contra el terrorismo, pero un año y medio después seguía abierta y sin perspectivas de cerrar.
A principios de junio de 2010 me subí a una avioneta de seis plazas en Fort Lauderdale, una ciudad al norte de Miami, en Florida. Destino: la base naval de Guantánamo, en la isla de Cuba. Recorrimos 650 kilómetros, más de cuatro horas. A la llegada al aeropuerto de Guantánamo era de noche. Con mis compañeros de vuelo nos llevaron, escoltados por militares, a un barco que cruzó la bahía hacia la zona habitada de la base, y a mí me dejaron en un pequeño hotel habilitado para hospedar a los visitantes. A la madrugada siguiente los cuatro periodistas incluidos en la visita de dos días a la base –una reportera de un tabloide británico, un corresponsal del tabloide alemán Bild Zeitung, un cámara y yo– nos encontramos en la cantina de la base con los militares que nos servirían de guía, y empezamos el tour.
Antes que nosotros habían pasado casi tres mil periodistas por allí: no éramos los primeros y aquello no era ninguna exclusiva mundial. Estábamos en Guantánamo, asociado a la opacidad del Gobierno de Estados Unidos, a las torturas a puerta cerrada, a las vejaciones a los presos inocentes. Creíamos que íbamos a visitar el gulag americano, las prisiones de la Stasi, los campos de concentración, y nos encontramos con una de las prisiones más transparentes del mundo, la más escrutada y vigilada, la más visitada por periodistas, por abogados de derechos humanos y por activistas en favor de los derechos humanos.
Las visitas –las casi tres mil anteriores y la nuestra– incluían entrevistas con los mandos de la prisión de Guantánamo y el acceso a los campos de detención números 4, 5 y 6, todos a orillas del mar Caribe. Nuestros guías nos seguían en todo momento y no nos permitían fotografiar ni los rostros de los prisioneros, a los que estaba prohibido entrevistar, ni algunos edificios estratégicos. Al final de cada jornada revisaban las fotografías y los vídeos, y los periodistas debían borrar los que vulnerasen las reglas. Todo esto nos ofrecía una visión parcial de lo que ocurría dentro, pero durante toda la visita no podía dejar de pensar en que aquello que contemplábamos tenía poco que ver con un gulag y más con las rigurosas prisiones de alta seguridad de Estados Unidos.
En realidad había dos Guantánamos, separados por un puesto de control. De un lado, la base naval americana, abierta en 1903 tras un acuerdo de Estados Unidos con la Cuba recién independizada. Era una base como cualquier otra, con su McDonald’s, su supermercado y su cine, un paisaje que, si no fuese por el calor pegajoso y las iguanas que asomaban la cabeza junto a la carretera, reproducía el del Main Street, la calle mayor de tantos pueblos de la América interior. Una especie de casa de la pradera tropical. Al otro lado del puesto de control se desplegaba el archipiélago de campos de detención, arrendados a la base naval, en la que Estados Unidos tenía encerrados a prisioneros que creía implicados en los atentados del 11-S o que consideraba un peligro para la seguridad nacional. En un lado y otro dominaba una sensación de claustrofobia. Guantánamo, la única base americana en territorio comunista, estaba aislada: a un lado, el mar; al otro, la frontera con Cuba. «Seguro. Legal. Transparente», decía un folleto que nos repartió la oficina de prensa.
Cuando visité Guantánamo faltaban unos días para que comenzase el campeonato mundial de fútbol de Sudáfrica, y muchos de los 181 detenidos de la prisión llevaban días esperando la fecha. No todos podrían verlo. Lo tendrían difícil los que, por mal comportamiento o porque las autoridades les consideraban cabecillas terroristas, estaban encerrados en las zonas de alta seguridad de la prisión. En estas zonas sólo era posible ver la televisión a solas, unas pocas horas y con grilletes en los tobillos. El resto de prisioneros –la amplia mayoría que convivía en espacios abiertos con acceso a salas con pantallas de televisión y una veintena de canales por satélite, entre ellos Al-Jazeera– seguirían el Mundial.
En Guantánamo, como en la mayor parte del mundo, excepto en Estados Unidos, el fútbol era el deporte rey. Cada atardecer, cuando el bochorno tropical se suavizaba, los prisioneros salían a la cancha. Para los guardias, en cambio, mayoritariamente blancos, era un exotismo. «A veces nos dicen en broma si queremos jugar: detenidos contra guardias», explicó un militar estadounidense.
Las condiciones de vida habían mejorado en Guantánamo desde los primeros meses en que los prisioneros estaban encerrados en jaulas al aire libre. Ahora aquellas jaulas, llenas de maleza, formaban parte del tour. Eran una curiosidad, una atracción arqueológica; aunque en el resto del mundo así era como había quedado definida la imagen de Guantánamo. Pronto descubrí que el problema no eran las condiciones de vida de los prisioneros. Era otro. Como me dijo una abogada que me encontré el aeropuerto de Fort Lauderdale al final de mi semana en Guantánamo: «Aunque estuvieran en Disneylandia, el problema seguiría siendo que llevan ocho años encerrados sin juicio». «Algunos no han cometido ningún crimen», continuó, «y de los que lo hayan cometido, algunos ya habrán pagado por ello».
El abogado Joseph Margulies, en una entrevista por teléfono unos días después, admitió que las condiciones de vida habían mejorado. «Quien diga lo contrario no es franco. La quiebra moral de Guantánamo ya no tiene que ver con las condiciones de vida.» Lo que Margulies llamaba «la quiebra moral» era el hecho de que Estados Unidos, un país que se presentaba al resto del mundo como ejemplo de democracia y derechos humanos, mantuviese a decenas de personas encerradas desde hacía ocho años sin que les hubiesen acusado de nada. Ése era el problema, no las condiciones de vida.
Así lo constaté desde el primer día. En los campos 4 y 6 los prisioneros podían circular durante veinte horas al día por la zona común, donde había patios, comedores y la sala de televisión. «Es mejor para ellos y para los guardias. Rebaja la tensión», nos dijo el almirante Thomas Copeman, comandante de la prisión. En la mesa de su despacho tenía un ejemplar de la Convención de Ginebra, que regula el trato a los prisioneros de guerra. En los campos 4 y 6 no había horarios para acostarse. El desayuno era entre las cinco y las seis de la mañana y la cena a las cinco y media de la tarde. Los prisioneros elegían entre seis menús halal que se renovaban cada dos semanas: vegetariano con pescado, vegetariano sin pescado, dieta sin sal, dieta con fibra, dieta ligera y menú normal. Dos días a la semana tenían derecho a un helado y una Pepsi-Cola. Informaciones no confirmadas señalaban que los prisioneros rechazaban la Coca-Cola porque la asociaban al imperialismo americano. Recibían entre cinco mil quinientas y seis mil calorías diarias: una dieta a la americana. Algunos almacenaban comida en las celdas.
«Ellos saben más de la cultura occidental que nosotros de la suya», comentó un hombre que decía llamarse Zac, un musulmán nacido en Jordania que en Guantánamo ostentaba el título de mediador cultural. El trabajo de Zac –no quería dar su nombre auténtico– era educar a los carceleros para evitar los conflictos culturales con los prisioneros. Explicó que éstos estaban al corriente de los debates en Washington sobre el cierre de la prisión. «Ver las noticias en televisión es su ventana al mundo.»
Visitamos el hospital y la biblioteca. Nos hicieron quitar la acreditación de prensa para que los prisioneros no descubriesen nuestra identidad. La bibliotecaria se hacía llamar Rosario (tampoco supe si era un nombre real, aunque sospecho que no). Nos mostró algunos de los diecisiete mil volúmenes disponibles: aparte del Corán y otros libros religiosos, los de más éxito eran los de la serie Harry Potter y ejemplares de revistas como National Geographic.
En Guantánamo había emergido una jerarquía. Cada módulo tenía un imán que lideraba el rezo y un portavoz encargado de comunicare con los guardias. A ambos los elegían los prisioneros. El almirante Copeman nos dijo que muchos rezaban por presión del resto. Recordó que una vez, al despedirse de un prisionero que iba a ser repatriado a su país, éste le dijo: «Gracias a Dios, no tendré que rezar cinco veces al día». Ocasionalmente, comentó Copeman, estallaba la tensión. «Soy de Al Qaeda. Tú eres mi enemigo, siempre serás mi enemigo», le dijo un día un prisionero a un general.
Los días que visitamos Guantánamo, cinco prisioneros estaban en huelga de hambre. El médico jefe del hospital nos enseñó las sondas con las que les alimentaban por vía nasal.
Los menos conflictivos aprendían inglés, contabilidad y dibujo en un aula con grilletes en el suelo. Dibujos de flores y océanos colgaban de las paredes de algunas celdas, según un guardia. A los periodistas nos dejaron observar a través de un cristal una clase a la que asistían dos alumnos, ambos vestidos de blanco e inmovilizados por los pies.
Los más conflictivos estaban encerrados en otro lugar, en el campo 5, construido a imagen de una prisión de alta seguridad en el estado de Indiana. «No tiene nada que ver con lo que hayan hecho fuera, sino dentro», dijo un militar a cargo de este campo. Tampoco él quiso revelar la identidad. En el campo 5 los prisioneros salían dos veces al día de las celdas individuales, de menos de diez metros cuadrados. La vigilancia era permanente. Equipos antidisturbios estaban preparados en todo momento para intervenir.