HOTEL PÁNICO
ODETTE ALONSO
Autor: Alonso, Odette
Título: Hotel pánico / Odette Alonso, 1964-
Edición: Primera edición.
Xalapa, Veracruz, México : Universidad Veracruzana, 2015.
Serie: (Ficción)
ISBN: 9786075022567
Materia: Cuentos cubanos--Siglo XXI
DGBUV 2015
Primera edición, 2015
D. R. © Universidad Veracruzana
Dirección Editorial
Hidalgo núm. 9, Centro, CP 91000
Xalapa, Veracruz, México
Apartado postal 97
diredit@uv.mx
http://www.uv.mx/editorial/
Tel./fax (01228) 8185980; 8181388
ISBN: 978-607-502-256-7
Versión de ePub: 2.1
Maquetación digital: Aída Pozos Villanueva
La casa vieja
Ella cierra los ojos y en su adentro está desnuda y niña al pie del árbol.
Octavio Paz
Bajo la jacaranda
Las gotas golpean el cristal de la ventana, se cuelan entre las ramas de la jacaranda. Así llovía la tarde en que Daniel le preguntó si quería ser su novia. Iban cobijándose bajo las frondas, sin hablar, rozándose las manos levemente. Él se detuvo, la atrajo por la cintura y la besó. Un beso desabrido y torpe. Pero Lucía sintió que el cielo se abría y un relámpago luminoso se metía en su corazón. O que de su corazón salía el relámpago que iluminó el atardecer. Era su primer beso.
Uno, por favor.
Vi las tres monedas deslizarse. Corté el boleto y lo eché por la canaleta al tiempo que recogía las monedas. Entonces levanté la vista y me quedé muda. Era el chavo de la farmacia, el de los ojos color miel y la barba de candado. Pero cuando me di cuenta bien a bien, ya debía estar atravesando los torniquetes. Qué tonta, ni siquiera pude gritarle “joven, su cambio”, aunque hubiera pagado exacto, sólo para retenerlo unos segundos.
Permita el libre cierre de puertas, gracias.
Sí, mire, damita, caballero, Centro Naturista pone a la venta, es la pomada curahongos...
—No te hagas tonta, Lucha.
—Y tú no me hables así, Daniel.
... pomada curahongos para ese cuidado de los pies en esta temporada de calor le vale diez pesos...
—Ni te hagas la ofendida, eh, que te vi muy platicadora con ese güey…
—Ese güey es mi jefe y con él sólo platico cuestiones de trabajo.
... sí, mire, para esas uñas amarillas, para esas uñas gruesas, enterradas, apolilladas, que se caen a pedazos...
—Ajá, eso es lo que tú dices...
—Óyeme, ¿pero quién te crees que soy?
... para esa resequedad, para esas cuarteaduras, para esa comezón, para ese mal olor...
—Yo lo vi, Lucha. Vi cómo te miraba.
—Si ese güey me ve de algún modo no es mi problema. No tengo culpa de ser bonita.
... sí, mire, aproveche, pomada curahongos, ya que le contiene ketaconazol, es un producto natural, único y original, con sello de garantía y holograma del centro botánico...
—No te hagas la chistosa, Lucha. Nada más me entero que le estás haciendo ojitos al vejete ése y le parto la madre. Me cae que se la parto. A él y a ti. Y después me corto las venas con una navaja.
Próximo arribo a estación Salto del Agua, correspondencia con línea uno.
—Eres un imbécil, Daniel. Me tienes hasta la madre.
... efectiva para el pie de atleta, le vale diez pesos... solamente diez pesos, diez pesos le cuesta, diez pesos le vale.
La tarde era aburrida. Como todas. El calor se empozaba dentro del cuartito. Nunca se acostumbraría a ese trabajo; ya le había hablado por teléfono a sus amigas, a su mamá y el reloj seguía marcando eternamente la misma hora. Los segundos caían a cuentagotas, como los usuarios, porque a esa hora todavía hay poca afluencia. El policía joven se secaba el sudor junto a los torniquetes y daba breves paseos entre una pared y la de enfrente. Aquello era un lujo; ellas ni siquiera podían salir de allí. Lo más que hacían era alternarse frente a la odiosa ventanilla, llamar por teléfono, platicar. No, nunca se acostumbraría a aquel trabajo. Eso pensaba, como cada tarde, cuando oyó su voz del otro lado de la ventanilla: “Uno, por favor” y vio las tres monedas deslizándose.
—Eres el de la farmacia, ¿verdad? –Lucía recogió las monedas, pero no separó el boleto del talonario.
—¿Cómo sabes? –él parecía sorprendido.
—Porque te he visto... Por tus ojos... –ella señalaba sus propios ojos; él sonreía.
—¿Cómo te llamas? –preguntó.
—Lucía, ¿y tú?
—Carlos.
Por fin el boleto recorrió el camino hacia los dedos de Carlos, quien después de tomarlo la miró sonriendo, a punto de soltar la siguiente frase.
—A ver, jóvenes, dejen la plática para después que estamos apurados... ¿Me da diez, señorita?
Toda la tarde muerta y cómo era posible que en ese momento, precisamente en ese momento, se hubiera formado esa fila. Un billete se deslizó por la canaleta y el hombre que lo había echado la miraba inquisitivamente.
—¿Está muy chavo el poli, no? –dijo Daniel; ella asintió indiferente– Y galán.
—A mí no me lo parece.
Buenas tardes señores usuarios, en esta ocasión le traigo a la venta, es el disco compacto disco compacto mp3 con los grandes éxitos del Príncipe de la Canción...
—No te hagas, Lucha... Está galán.
—Pues cásate con él.
... Son 161 éxitos, 161 temas de colección, ya que le contiene El triste, La nave del olvido, Gavilán o paloma, Cuarenta y veinte, Almohada, Me basta, Lo pasado pasado...
—No seas chistosita.
—¿Y luego qué? Si me ves haciéndole ojitos me partes la madre, ¿no?
... Grandeza mexicana, Voy a llenarte toda, Lágrimas, Lo que no fue no será, Lo dudo, Preso...
—Estás histérica, maestra, ya no se puede hablar contigo... No te pases de lista, eh...
—Ajá, ajá, ajá... ¡Payaso!
... Payaso, El amor se acaba... diez pesos le cuesta, diez pesos le vale, es el disco compacto, disco mp3 con los grandes éxitos del Príncipe de la Canción, va calado, va probado, va garantizado.
Siempre el mismo calor, el mismo talonario, los mismos billetes, las mismas monedas, la misma ventanilla que parece la pecera de un acuario. Y nosotras los peces. Lidia y yo atrapadas, siempre desesperadas por irnos, siempre platicando lo mismo, que si su marido, que si sus hijos, que si mi mamá, que si Daniel, que si mis hermanos, que si el jefe es un negrero, que si en el sindicato son unos rateros, que si la gente tan desconsiderada, que si mira al poli como camina de un lado para otro... Siempre riéndonos de las mismas tonterías y protestando por lo mismo... Pero él acaba de asomarse a la ventanilla.
—Hola, Lucía, ¿cómo has estado?
Está muy guapo. Con su bata blanca parece médico. Y esos ojos color miel...
—Bien, gracias, ¿y tú?
—Bien. ¿Me das un boleto, por favor? –lo arranco del talonario con una sonrisa de oreja a oreja y lo dejo caer por la canaleta.
—¿A qué hora terminas?
—En un rato.
—Si quieres te espero y platicamos un poco.
¿Que me espera?... ¡No quiero ni imaginarme los ojos que debe estar haciendo ahorita mismo Lidia!
—¿Puedes esperarme? ¿Tienes tiempo?
—Si quieres. ¿Alguien viene por ti?
—No –miento.
No puedo quitar la sonrisa de mi rostro. Es como si tuviera una parálisis. Lidia hace ojos de asombro. Está más nerviosa que yo.
—Ahí está, Lucha –me dice, asomándose a la puerta–. Muy sentadito, oyendo su mp3.
No puedo controlar la emoción. Si no fuera por los usuarios, ya estaría dando saltos.
—¿Y qué onda con Daniel? –pregunta ella, como si quisiera echarme a perder la alegría.
—¿Qué onda de qué?
—Estás con él, ¿no?, viene por ti.
—Daniel está enfermo... Me tienen hasta la madre sus amenazas.
—¿Y no te da miedo, Lucha?
—Me vale. Estoy harta de sus numeritos. Si quiere matarse, que se mate...
Permita el libre cierre de puertas, gracias.
—¿Por qué no me esperaste, Lucha?
—Ya te lo dije, Daniel. Me dolía la cabeza, me fui a la casa.
Hablando de mujeres y traiciones / se fueron consumiendo las botellas / pidieron que cantara mis canciones / y yo canté unas dos en contra de ellas...
—No es cierto; te hablé y no estabas.
—Ya te dije que me encerré en la recámara porque no soportaba la luz ni el ruido ni los olores. Ya sabes cómo me pongo con la migraña...
... De pronto que se acerca un caballero / su pelo ya peinaba algunas canas / me dijo le suplico compañero / que no hable en mi presencia de las damas...
—No estabas, Lucha, no seas mentirosa. Dime adónde te fuiste y con quién.
—No soy mentirosa y tú me tienes harta.
... Le dije que nosotros simplemente / hablamos de lo mal que nos trataron / que si alguien opinaba diferente / sería porque jamás lo traicionaron...
—Si tienes otro, dímelo por las buenas.
—¿Y por las malas, qué? No me sigas amenazando... Es más, aquí te quedas, yo sigo sola.
... Me dijo yo soy uno de los seres / que más ha soportado los fracasos / pues siempre me dejaron las mujeres / llorando y con el alma hecha pedazos...
—¿Ya ves? Seguro te están esperando...
—No me jalonees, Daniel. Nadie me está esperando, ya no te aguanto. Suéltame. Ni te pares, eh, ni se te ocurra seguirme...
... Mas nunca les reprocho mis heridas / se tiene que sufrir cuando se ama / mujeres oh mujeres tan divinas / no queda otro camino que adorarlas...
Próximo arribo a estación Chabacano, correspondencia con líneas dos y nueve.
—Espérate, Lucha, ¿cómo te vas a bajar aquí?... ¿Me permiten pasar?... Déjenme pasar, por favor... Lucha, chingada ma’...
... Mujeres oh mujeres tan divinas / no queda otro camino que adorarlas...
Permita el libre cierre de puertas, gracias.
La tarde está nublada, pero los últimos rayos del sol logran colarse entre las nubes cargadas y crear zonas de luz cenicienta. Lucía y Carlos salen de la estación y caminan por la avenida. Juguetean. Él trata de tomarle la mano y ella lo esquiva; él le echa el brazo sobre los hombros y ella lo deja sólo unos segundos antes de volver a separarse. Él le dice algo al oído y ella sonríe. Él la besa en los labios y ella se sonroja, pero le echa los brazos al cuello y pega su cuerpo al del muchacho.
Dan vuelta en la bocacalle. Las jacarandas han tapizado el suelo de lila. Ella se resbala con las flores y él la sostiene por la cintura. Ríen. En la confusión, vuelve a besarla y ella se detiene de golpe.
—Hasta aquí –le dice; él inicia un ademán de protesta–. Allí está mi hermano. ¿Lo ves? Bajo la jacaranda.
—¿Nos quedamos un rato aquí? –propone él acercándose a la reja de una de las casas.
—Nos va a ver. Mejor ya vete.
Regresan sobre sus pasos hasta la esquina.
—¿Sabes qué, chaparrita?... Me gustas mucho.
No era mi hermano el que esperaba bajo la jacaranda. Era Daniel.
—¿Qué haces aquí? ¿Eres mi guardián o qué? –le pregunté desde lejos.
—¿Por qué te tardaste?
—Ese no es problema tuyo.
—¿Dónde estabas, Lucha? ¿Quién es ese güey?
Quise pasar de largo y me jaló del brazo. Traté de soltarme, pero hizo más presión.
—¡Que me dejes en paz! ¿No entiendes?
—No te hagas pendeja, Lucha, ya te vi con el mediquito ese.
—Suéltame, Daniel –seguía haciendo presión sobre mi codo, me tenía prácticamente inmovilizada.
—Yo te quiero, Lucha, no me hagas esto. Yo sin ti no puedo vivir.
Con un movimiento brusco logré soltarme. Saqué el llavero del bolso. Lo presentí abalanzándose sobre mi espalda y supe que no me daría tiempo a abrir. Con las llaves golpeé desesperadamente el metal de la puerta.
—Hazte para allá, Daniel. No te atrevas a acercarte –le grité; al otro lado del portón se oyó ruido, empezaban a correr los cerrojos.
—Lucha, escucha lo que te digo: si me dejas te vas a arrepentir toda la vida.
—Ya te dejé, Daniel. No quiero verte. Para mí estás muerto y enterrado.
Y cerré la puerta de un tirón en sus narices.
Daniel se convirtió en una sombra. Día a día la esperaba en la estación, a la salida del metro. Lo veía en todas las esquinas, detrás de todas las jacarandas de la colonia. “Este güey está loco”, pensaba, pero no lo supo bien hasta la tarde en que la interceptó en la puerta de la taquilla y la empujó contra la pared.
—Escúchame bien, Lucía –le dijo con una voz desconocida–, aquí sobra uno de los dos…
—Sobras tú, Daniel. Cuántas veces tengo que decírtelo.
—... y si tú sigues de necia...
—Que no me amenaces, ¿no entiendes? Que no te tengo miedo, idiota.
El policía ya estaba a su lado y Lucía corrió. El convoy estaba llegando a la estación y abrió las puertas justo en el momento en que ella desembocó en el andén. Desde el vagón vio que Daniel empujaba al policía y saltaba por encima de los torniquetes. Las puertas empezaron a cerrarse pero se detuvieron a la mitad. Permita el libre cierre de puertas... gracias. Daniel estaba a unas zancadas. Lucía se replegó hacia el otro extremo. Ya las puertas se cerraban y Daniel metió la mano para abrirlas. Pero era demasiado tarde, el convoy reinició la marcha.
—Tiene una pistola –me dijo Carlos por teléfono esa misma noche–. Y la neta, no quiero morirme, Lucha.
Al día siguiente, encontré a Daniel sentado bajo la jacaranda. Cuando me vio acercarme se levantó; al mismo tiempo una ola de coraje creció dentro de mí y le grité sin pausas, sintiendo que me faltaba la respiración y me temblaba la voz:
—Ya conseguiste lo que querías, pinche patán: el medicucho se espantó. Pero no guardes esperanza. Ahora menos que nunca, Daniel. Ni aunque quedáramos tú y yo solos sobre la Tierra volvería contigo. Por mí, te puedes vaciar en la cabeza esa pistola que dicen que tienes.
“Te vas a arrepentir”, le oí gritar cuando cerré la puerta, “te vas a arrepentir toda la vida, Lucha”. Escuché su chiflido afuera, con el que siempre me avisaba su llegada. Traté de no hacerle caso, pero insistió. Minutos y minutos hasta que, molesta, me asomé a la ventana. “Déjame tranquila de una vez”, le grité, y cuando iba a cerrarla, le vi sacar un bulto negro de la parte de atrás del pantalón. Sin dejar de mirarme apuntó a su cabeza, que salió volando en pedazos mientras el cuerpo se desplomaba. Sólo entonces me di cuenta que era la pistola y que se había pegado un tiro. Casi inmediatamente empezó a llover, y desde entonces las gotas caen sobre su cuerpo cubierto con una sábana manchada de sangre y rodeado de policías y reporteros.