Juan Pedro Quiñonero
PRÓLOGO 1
historia de un heterodoxo español 1
LA PRIMERA Y MÁS GRAVE DE LAS CRISIS 1
¿Cuál es el origen último de la más grave de las crisis seculares de España? 1
A manera de prólogo 1
CARTA A UNOS AMIGOS ESPAÑOLES SOBRE EL DESARRAIGO DE LOS PUEBLOS PERDIDOS EN SUS FRÁGILES Y CAMBIANTES ESTADOS 1
I. UNA ENCRUCIJADA HISTÓRICA 1
II. EL ESTADO, INCAPAZ DE CREAR UNA CASA COMÚN 1
III. UN ORIGEN MAL ESTUDIADO DEL ALEJAMIENTO EUROPEO DE ESPAÑA 1
IV. 1789-1989: ANTECEDENTES DE UNA GUERRA ESPIRITUAL MUNDIAL 1
V. MARTIRIO DE UN PUEBLO PRIVADO DE ARQUITECTURA MORAL 1
VI. NECESIDAD DE RECONSTRUIR EL ESPACIO ESPIRITUAL DE UN PUEBLO 1
VII. CIMIENTOS DE UNA ARQUITECTURA DESCONOCIDA 1
VIII. LOS DEMONIOS IRRUMPEN EN EL PARAÍSO 1
IX. EL SIGLO DE ORO Y LA DESTRUCCIÓN ESPIRITUAL DE ESPAÑA 1
X. «... Esta España que se arrastra entre unos y otros, sin hallar jamás unos hijos que la traten como a una madre...» 1
¿Es el momento para que De la inexistencia de España fructifique, por fin, en el campo civil español? Tal vez . Tal vez no haya existido para el libro un momento más idóneo que el nuestro . Pero han tenido que transcurrir prácticamente dos décadas para que esta obra secreta haya encontrado su hora .
Cuando en 1998 el ensayo se publicó por vez primera, el escri- tor Juan Pedro Quiñonero, pasados los 50 años, seguía siendo un heterodoxo . Un heterodoxo solitario y distinto . Porque la fastuosa indagación en el canon que aquí se propone la realizaba, precisamente, destripando la ortodoxia cultural . El heterodoxo Quiñonero describía el eje de nuestra tradición literaria como un yermo moral y, más allá de su diagnóstico espectral, desvelaba tradiciones hispánicas alternativas . Lo hacía con un profundo propósito civil . Retomando un heroico proyecto de Juan Ramón Jiménez, concebía este ejercicio de crítica cultural como una auténtica reconstrucción de la más noble arquitectura espiritual española . Ese más que cualquier otro fue el propósito de De la inexistencia . Lo sigue siendo . Por eso es la mejor hora para este libro . Porque hoy, otra vez, nuestra casa común deberá volver a ser apedazada .
Hay factores diversos para explicar por qué Quiñonero optó por ensayar esta atípica aventura en plena madurez como hombre de cultura . Una es evidente . Como el Juan Goytisolo que puso patas arriba la tradición castiza en El furgón de cola —un libro conectado con el nuestro por más de un motivo—, Quiñonero piensa su país como un español desterrado en París . Vive lejos del centro . Está en las afueras . Hace prácticamente cuarenta años que ejerce como corresponsal del diario ABC en la capital francesa . Un corresponsal veterano y todoterreno . Puede escribir análisis políticos, crónicas de manifestaciones o reportajes de temática cultural; la última vez que nos vimos, al cabo de pocas horas, le tocaba entrevistar a Jim Jarmusch y he seguido la esperanza de Macron a través de sus artículos . Pero vivir en París no es la única explicación para comprender por qué piensa como un heterodoxo español . Ayuda, pero no es la única .
Cuentan también lejanas motivaciones familiares, relatadas en Retrato del artista en el destierro (2004) . Y en ese mismo libro, donde su autobiografía va soldada a la experiencia cultural, quizá pueda descubrirse la clave esencial de nuestro autor . Lo supo ver, con precisión, Juan Manuel Bonet: «En este itinerario intelectual hay una voluntad de pensar España desde la distancia, con la herencia de poetas y escritores desde la Generación del 98, como una plataforma para construir un pensamiento español» . El libro, en realidad, cuenta la peripecia vital que había hecho posible De la inexistencia . En el Retrato se diseminan las pistas para comprender cómo se formó la conciencia de ese ensayista .
A mediados de la década de los setenta, cuando Juan Pedro Quiñonero estaba en los treinta y pico, era un prometedor escritor en construcción dentro del sistema literario . No vivía aún en París sino que se había establecido en Madrid . Se habían abierto «las puertas de un mundo nuevo e inmenso» . Fueron días acelerados . Último franquismo, primera Transición . Digamos que, dentro del sistema de la capital, actuaba más bien como un agente provocador . «Tuvieron que transcurrir algunos meses antes de ser aceptado en los más selectos clubes de opinión, como joven lobezno cuyas crónicas, críticas y gacetillas comenzaban a publicarse en el suplemento literario de referencia de la época . Sus plataformas de combate eran la dirección literaria de Editora Nacional y en especial las páginas del viejo Informaciones, donde no tardó en chocar con los mandarines de la izquierda ortodoxa . Elogiar a Juan Benet o a Gui- llermo Cabrera Infante, no lo olvidemos, podía ser un anatema . Quiñonero, que frecuenta a Félix Grande y conoce a Rosa Chacel, iba por libre . No era un actor de la contracultura, a pesar de su proclividad ácrata y sus lecturas tan tempranas de la beat genera- tion, sino más bien un prosista de vanguardia . De una manera mi- litante, casi combativa, era un lector compulsivo que daba voz a la heterodoxia . Él también lo era, por la letra y lo era por su espíritu . Quiso salvar la vida transgrediéndola a través de la literatura .
El experimento vital y cultural de Quiñonero tenía su plasmación más radical en la práctica de un ensayismo que, experimentando con el lenguaje o reflexionando sobre el lenguaje experimental, proponía una auténtica trepanación a los discursos de la ortodoxia . La ortodoxia de la tradición cultural del nacionalismo español, sí, más allá . En especial sobre una cultura occidental que ya entonces percibía en decadencia . Quiñonero ha sentido siempre la tentación nihilista . Son los años de Proust y la revolución . Estamos en 1972 . «¿Por qué el arte? ¿Por qué la literatura? ¿Por qué, en definitiva, la cultura, el conocimiento? ¿Por qué no el asesinato o el crimen?» . Por recomendación de José María Guelbenzu, el manuscrito, que mezclaba a San Juan de la Cruz con Gilles Deleuze, se publicó en el Taurus de Jesús Aguirre y su mejor reseñista fue Fernando Savater en Triunfo . No era el libro de un crítico al uso, descubría Savater, sino un ejercicio literario sobre una obra literaria que convertía el texto en un lugar para una experiencia vital . «Todo se conserva, todo se evita, todo se oculta, todo se evidencia en el largo pesar de la literatura» . Luego Quiñonero editará las prosas de Ruinas (1973) en Barral Editores o el provocador Baroja: surrealismo, terror y transgresión de 1974 .
Mucho después el Quiñonero de madurez recreará esa etapa de radicalidad vanguardista . «Nos dejamos arrastrar, gustosos, por un vendaval que todo se llevaba a su paso, creyéndonos libres de muchas ataduras y actores de aquella algarabía, cuando en verdad, en mi caso al menos, solo éramos hojas que el viento se llevaba, con rumbo desconocido, y pronto cambiaría de dirección» . El libro que mejor captaría ese estado de fervor espiritual sería otro experimento entre novelístico y ensayístico: Escritos de VN (1978) . Premiado a fines de 1976 casi por imposición de Camilo José Cela en un jurado en el que también estaba Gonzalo Torrente Ballester, la estructura del libro se espejeaba en Pale fire de Vladímir Nabokov y ya en la contraportada anunciaba su carácter terminal:
«Los Escritos de VN compilan la edición crítica de la obra literaria de un suicida, último vástago de una genealogía aristocrática condenada, así mismo, a la ruina, la frivolidad literaria, el suicidio» . Tanto por los textos autobiográficos incluidos en el libro (cartas, fragmentos de dietario) como por los artículos de crítica literaria reunidos, quedaba claro que esa obra marcaba el fin de una etapa . En la primera edición del libro, no en la segunda, se incluía un breve ensayo sobre Josep Pla . Es un texto seminal para comprender la evolución que, tanto tiempo después, desembocaría en De la inexistencia . Se titulaba «Pla y la construcción mitológica de Cataluña» y se publicó el mes de marzo de 1975 en la casa del propio Pla, es decir, en el semanario Destino . Tal vez era la primera vez que Quiñonero escribía en Destino, donde empezaría a colaborar con regularidad (y donde, por cierto, trabaría buena amistad con Baltasar Porcel), pero no era la primera vez que escribía sobre Pla . Como mínimo, unos meses antes ya había subrayado la importancia del Montaigne del Empordà en las páginas de Informaciones . Allí ya había empleado la expresión de la construcción mitológica y, relacionándolo con Balzac y Baroja, había fijado el lugar capital de Pla en la cultura de su tiempo . «La figura gigantesca de Josep Pla se alza solitaria, gigantesca y majestuosa en el marco de las literaturas de Occidente» . Y eso que aún no había publicado la traducción castellana de El quadern gris . En el artículo de Destino, Quiñonero sostenía que los grandes escritores contemporáneos lo eran por haber creado mitologías con su obra . «Una mitología intransferible que, construida como paralelo o doble mitográfico de lo real y de la historia, comporta su refutación más absoluta» . Citaba a Woolf y a Faulkner, a Joyce y a Wilde . Todos ellos eran creadores de realidades culturales que impugnaban la pura y dura realidad . Pla era uno de ellos . No fue una experiencia de lectura más . La temprana fascinación de Quiñonero por Pla revela que el tiempo de destrucción de sus ejercicios de vanguardia no acababa con la contemplación morosa de las ruinas de la civilización . Más bien era una destrucción necesaria que, luego, posibilitaría descubrir una literatura a través de la cual recuperar la esencia humana perdida .
La experimentación vital del Quiñonero nihilista no había sido un juego de niños . Era literatura del abismo . Era una experiencia vital radical . Y en aquel momento nadie parece haberlo ayudado tanto a salir del lado oscuro como la prosa magnética de Pla . Porque el mundo de Pla, como también intuiría mucho después en Porcel, enraizaba al lector con una tierra y con una esperanza mediante una lengua literaria no degradada . Donde todo había sido oscura desolación, una luz pura brillaba . Con su literatura el Pla de Quiñonero salvaba una lengua, salvaba un paisaje y así salvaba una civilización . «Nada podrá salvarnos, pero nuestra condena a la escritura dará a conocer a nuestros descendientes los dominios de su pasado, y, así, podrán conquistar la libertad o la lucidez que confiere el conocimiento» . Lo escribió en 1975 a pro- pósito de Pla, pero esa gran operación literaria sería exactamente la misma que Quiñonero mismo acometería al cabo de veinte años con la primera publicación de De la inexistencia de España: una mitología hispánica redentora .
¿Qué ocurrió entre los Escritos de VN (1978) y De la inexistencia de España (1998)? Su alejamiento definitivo del mundo de la vanguardia madrileña para mutar en un corresponsal altamente cualificado en París . Como ha detallado José Luis Molina, fue en 1983, tras unos años entre la prensa y la radio, cuando Quiñonero ingresó en ABC . La literatura, aparentemente, quedaba aparcada . El libro paradigmático de aquel momento sería La gran mutación. España y Europa en el siglo XXI . El tema ya no eran el arte, el len- guaje y la literatura sino la política, la diplomacia y la economía . Pero durante ese período viejas y nuevas lecturas irían madurando en su espíritu —ese espíritu liberado por la transgresión de los setenta— para intentar replantear de manera integral las bases de la cultura española .
El proyecto de restitución que propone De la inextsiencia, intuido en su día por Rubén Darío y los modernistas —auténticos antisistemas de la sociedad deshumanizada de la Revolución Industrial—, tendría en las jarchas su momento bautismal . Aquellas preciosas cancioncillas, cuya existencia puede fecharse entre los siglos x y xi, serían el testimonio de una forma de amar mestiza, concreción de un momento añorado en el que gentes de lenguas y religiones distintas convivieron en la Península retroalimentándo- se los unos a los otros . La plenitud de esa arcadia hispánica la lee en el Libro de Buen Amor, prueba fastuosa de la existencia de un tiempo en el que los españoles fueron ellos mismos porque asumieron la otredad como riqueza . No es el único ejemplo . En la dignidad de Jorge Manrique se oyen ecos coránicos, Garcilaso lee a Ausiàs March, la mística judaica resuena en la castellana .
Pero el manantial, hace demasiados siglos, empezó a secarse . Es aquí, en ese diagnóstico de una tradición corruptora, cuando Quiñonero se ahíja de una manera definitiva a la gran tradición de los heterodoxos españoles . Es aquí donde deslumbra la mirada libre de un desterrado que siente España con la misma agonía de un Luis Cernuda .
¿Cuándo nos infectamos? Aquí empieza la trepanación de Quiñonero al cerebro de la ortodoxia . La expulsión del país por motivos religiosos y la quema inquisitorial anunciaban el fin de una civilización abierta en lo cultural que posibilitaba un desarrollo pleno del individuo en su circunstancia . Con el Barroco empezaba nuestra época, la del destierro . Las corrientes de fondo de la vida colectiva española habrían ido envenenándose de la ética y la estética del personaje hampesco que puso en circulación la picaresca . La impronta del Lazarillo sería el primer síntoma de una gangrena adherida a nuestro adn y que a la larga nos habría llevado a este pútrido hoyo negro . El Don Juan —«mensajero del Mal»— de Tirso es visto como la sentencia . En la ciudad moderna que convierte los individuos en mercancías, rota ya la solidaridad entre personas, el mundo de la técnica empezó a fagocitar al del espíritu . Quizá lleve razón Quiñonero y el nuestro sea un tiempo de desertización cívica que demanda una repoblación espiritual . Para Quiñonero la única resistencia posible es recordar una y otra vez de dónde venimos y así reconciliarnos con ese pasado olvidado y con nosotros mismos . Lo sintió en Josep Pla . Lo siguen pensando como la forma más alta de compromiso . Necesitamos una nueva mitología, reconstruir la casa espiritual abandonada . Este ensayo es su propuesta de salvación . Este, por fin, es su momento .
jordi amat
¿Cuál es el origen último de la más grave de las crisis seculares de España?
El 7 de diciembre de 1976, una instantánea titulada «El término España solo tiene cinco siglos de historia», publicada en una página impar del vespertino Informaciones, comenzaba de este modo:
«Junto a los movimientos autonomistas de Euskadi, Galicia y Cataluña (con poderosa vocación nacionalista propia), se han recrudecido notablemente, durante los últimos meses, las reivindicaciones aragonesas, asturianas, andaluzas… En su día, Américo Castro publicó un ensayo famoso, Español, palabra extranjera, para demostrar que, en verdad, “español” no es una palabra “española”. A juicio de don Américo, “español” es una palabra extranjera, de origen gascón / provenzal, que apenas tiene cinco siglos de historia. Muchas de las palabras de la civilización arábigo andaluza (siete/ocho siglos de historia), tienen un pedigrí mucho más antiguo…»
Aquel pedregoso artículo formaba parte de una serie que publiqué en Informaciones por aquellas fechas, defendiendo la misma y velada tesis, inspirada directamente en el ensayo de don Américo, Español, palabra extranjera (1970), publicado por mi primer editor y futuro duque de Alba, Jesús Aguirre, que me lo había recomendado muy calurosamente en su despacho de la madrileña plaza del Marqués de Salamanca, diciéndome: «Quiño, don Américo es un hereje. Y dice muchas herejías. Herejías muy saludables, a mi modo de ver». En boca de un jesuita, que pronto publicaría una colección de sermones heréticos, se trataba de un consejo muy sugestivo y tentador.
Por aquellos años –cuando se estaban echando los cimientos del nuevo régimen, el Estado de las autonomías que debía fundarse con la Constitución de 1978–, mi interés por la política de cada día y la historia política era francamente modesto; sin duda inferior a mi interés por la literatura, y, llegado el caso, la historia cultural, que había descubierto a salto de mata en la biblioteca de mis padres a través de la monumental Historia de España y la civilización Española (1900-1911) de Rafael Altamira, en una vieja edición anterior a la Guerra civil. De Altamira y los comentarios personales de mi madre a ese libro –que no volvería a reeditarse en España hasta el 2001– solo me quedaron algunas ideas de imprecisos contornos: las culturas judía y arábigo andaluza –aprendí de mis padres– eran una parte fundacional de la «civilización española».
En mi breve y un poco rústica Instantánea del 7 de diciembre de 1976, mi «civilización arábigo andaluza» venía de la «civilización española» de Altamira. No se me escapaba, ya por entonces, la dimensión política más inmediata de ambos conceptos –quizá muy alejados de los intereses y cultura de quienes eran los actores del proceso de construcción de una arquitectura política e institucional de nuevo cuño, construida con premiosa urgencia y materiales de improvisado aluvión–, pero el ruido y la furia de la política de cada día estaban para mí muy alejados de la historia de la cultura, la literatura y el arte. Sin sospechar todavía lo que descubriría mucho más tarde, mi pasión por las cosas de la cultura y mi horror por la incultura de políticos y gobernantes me colocaba en una posición muy semejante, en cierta medida, a la del artista contemporáneo condenado al destierro, descrita por Paul Klee de este modo: «Uns trägt kein Volk. Aber wir suchen ein Volk.» «Ningún pueblo nos apoya», dice Klee, y agrega: «Pero nosotros buscamos un pueblo». (Jenaer Rede, 1924).
Mucho antes de conocer los ensayos de Klee sobre el arte contemporáneo, fue Rosa Chacel quien me descubrió la muy íntima relación entre la trama cultural y espiritual que traba en el tiempo el alma de los seres humanos y los hilos –históricos y espirituales– que tejen la trama de la historia. El estilo noble castellano –de Jorge Manrique a Rosa Chacel– nos ayuda a comprender los desarreglos y tormentos que desbaratan y destruyen las almas y las vidas errantes en la trama de una historia desalmada convertida en pesadilla.
Entre los personajes de Rosa Chacel, Leticia Valle aprendió de Joyce –«El origen de todo está en el Retrato del artista adolescente», me dijo Rosa el mismo día que nos conocimos–, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna y Ortega la existencia de otros mundos, a construir a través de la forja del idioma. Teresa Mancha descubriría en el calvario sin resurrección de su desgraciada vida amorosa con Espronceda la condición cainita de la España negra, imponiendo a los españoles, desterrados en su propia patria, una ética y estética hampescas. Barrio de Maravillas (1976) ilumina la revelación de otros mundos más limpios y luminosos, en el Prado.
No tardaría en comprender que, en verdad, toda la vida y la obra de Rosa solo tuvieron un objetivo: cambiar el rumbo de la historia de nuestra cultura, torcida y maltrecha, pensaba Rosa, desde la aparición saturnal de la picaresca. Por escrito, en persona, conversando, tomando copas, merendando, soñando, tras una copiosa cena, Rosa siempre volvía al mismo proceso histórico: la historia de la lengua española se tuerce y se envenena –a su modo de ver; y el mío– con la degradación espiritual que arrastra consigo la ética y la estética hampescas de buena parte de la novela picaresca.
Gran lectora de Platón, Rosa pensaba que las palabras tienen vida espiritual propia, y, en definitiva, ellas nombran y construyen algo que en otro tiempo se llamó «espíritu», o «alma», y nosotros destruimos degradando el uso del lenguaje, malversando, deteriorando, corrompiendo el uso de las palabras. Con la picaresca, pensaba Rosa, la literatura española cayó de hinojos en un pantanoso piélago de aguas y palabras podridas, víctima la cultura de una penosa degradación del lenguaje literario, mancillando en sus fuentes bautismales una conciencia cívica hundida con la crisis de todos los valores. A través de la degradación de la lengua culta, espejo de la degradación de los principios básicos donde en otro tiempo se fundaba la vida cívica, se iniciaba un proceso de abandono, degradación y disolución de la arquitectura no solo espiritual (Juan Ramón dixit) de una España políticamente invertebrada.
Cuando Rosa trabajaba en la redacción de Barrio de Maravillas, Pere Gimferrer y yo recibíamos cada quince días una veintena de páginas mecanografiadas de ese libro en curso de redacción. Y la lectura del manuscrito original de esa novela, en mi antigua casa de Móstoles, me reveló finalmente el alcance definitivo de la obra de Rosa: un intento desesperado de construir otra España, a través de una heroica tarea solitaria de limpiar, purificar y devolver al español una pureza cristalina; esperando que tan desigual tarea sin fin –la forja de un estilo, una lengua propia– nos ayude a salvarnos del infierno sin redención de la historia.
El día de la presentación de Barrio de Maravillas, en la madrileña librería Cal y Canto que fundó Ana Díaz Caneja Bustamante y dirigía mi amiga Julia Escobar, intenté explicar por vez primera esa ambición chaceliana de construcción de otros mundos, verbales y espirituales, llamada a culminar con una refutación mesiánica del tiempo y de la historia, que yo evoqué expresamente recordando el fantasma de Randolph Carter, el legendario personaje de H. P. Lovecraft.
El idealismo absoluto de tal ambición y de todos los épicos intentos de refutación de la historia, en el tiempo mesiánico de los seres celestes, choca, desde la Teogonía de Hesíodo –cuando se codifica por vez primera la inconclusa guerra entre los Inmortales y los Titanes– y el Apocalipsis de san Juan, con la marcha material y saturnal de la historia, cumpliendo la profecía del eterno retorno de las catástrofes contemplado por el Ángel de Klee estudiado por Walter Benjamin y Gershom Scholem. En el caso español, el estilo noble castellano, con el que Rosa Chacel y tantos otros autores intentaron ayudar a construir una conciencia cívica libre de la podredumbre ética y estética de la España negra –concepto cultural que la picaresca contribuyó a forjar y propagar con ahínco cainita–, chocó desde los siglos xvi y xvii con el triunfo de una ética y una estética hampescas, decía, cuyos arquetipos y herederos directos –el pícaro, primero; el petimetre, más tarde– son la ilustración palmaria del hundimiento de todos los valores –proceso descrito de manera canónica en un soneto de Quevedo, «Miré los muros de la patria mía..»– y atizan de palabra y de obra un conflicto fratricida que tuvo consecuencias íntimas e históricas devastadoras, durante varios siglos. Cuando Quevedo contempla los vencidos muros desmoronados de su alma y su patria en cuarentena descubre un campo de ruinas y cenizas frías. Don Quijote y Sancho descubren cada día a otros extraños compatriotas, descarriados muchos de ellos en la misma patria que no siempre los reconoce como hijos y llega a desterrarlos por la fuerza de «herrumbrosas lanzas».
Fue Luis Rosales, por entonces, quien comenzó por descubrirme, en su casa de la calle Altamirano, el enfrentamiento soterrado entre las disímiles concepciones de Cervantes y Quevedo de una España que en el siglo xvii era un imperio en vías de desmembración, víctima, entre otras numerosas catástrofes, de una sublevación de Cataluña (1640) que el conde-duque de Olivares intentó sofocar a sangre y fuego, en vano.
Tras la primera pista de Luis Rosales, pronto «descubrí» la célebre cita del Quijote:
«… Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural [ .. ] Bien sabe, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío! como el pregón y bando que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos nosotros…» (Quijote, II, 54).
Quizá sea razonable pensar que la «nación» de la lengua española utilizada por Cervantes, entre los siglos xvi y xvii, no es la misma «nación» de la lengua con la que fue redactada la Constitución de 1978, cuyo artículo 2 dice:
«La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.» (La cursiva de nacionalidades es mía.)
Sin embargo, el morisco que utiliza la palabra «nación» en ese párrafo del Quijote habla de un problema político cuyo origen último conocemos a través del héroe cervantino: el destierro de los españoles en su propia patria. Don Quijote se levanta cada día presto a descubrir los gloriosos mundos celestes que lleva en su corazón. Y cada día le recuerdan sus paisanos que vive en un prosaico mundo terrenal, muy distinto y antagónico, con trágica frecuencia. Cinco largos siglos después, los españoles descubrían con cierto retraso, durante las guerras civiles que desmembraron la antigua Yugoslavia, que pequeñas comunidades judías, desterradas en los Balcanes (tras la expulsión de sus ancestros, en la España de 1492), seguían rindiendo pleitesía al rey de los españoles. A mediados de 2015, el Gobierno español decidió conceder la nacionalidad española a los judíos sefardíes de origen español que pudieran probar su linaje…
Los judíos que decidieron «recobrar» la nacionalidad española, a partir de 2015, se encontraban en una situación muy semejante a la del morisco de Cervantes, cuyos antepasados fueron expulsados masivamente de España, entre 1609 y 1613, y defendían su propia identidad a través de esta concepción de la patria y la nación, repito:
«… Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural [ .. ] Bien sabe, ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío! como el pregón y bando que Su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos nosotros…» (Quijote, II, 54).
Conflicto trágico, el que enfrenta a los conceptos de nación y nacionalidades, desde la crisis agonal descrita por Cervantes, todavía latente pero siempre inextricable en el artículo 2 de la Constitución de 1978. Conflicto nominal e institucional. Cada cual pone en la palabra nación un énfasis y contornos políticos sujetos a controversia. Nacionalidades –reconocidas constitucionalmente– cuyas atribuciones y competencias están sujetas a debate, negociación y revisión ¿permanentes? La exégesis filológica permitiría esclarecer las diferencias conceptuales entre la nación del morisco cervantino y la nación y nacionalidades de la Constitución de 1978. Pero la exégesis filológica pura no debiera olvidar que, finalmente, la oposición de Cataluña a la Unión de Armas (entre 1626 y 1640, uno de los motivos de enfrentamiento que precipitaron la rebelión de Cataluña y confirmaron la secesión de Portugal, de 1580) tenía un origen presupuestario y fiscal muy semejante, en cierta medida, a las tensiones, igualmente presupuestarias y fiscales, entre la Generalitat y el Estado, a finales del siglo xx y principios del siglo xxi. En el epílogo a la segunda edición española de su monumental historia de La rebelión de los catalanes. 1598-1640 (1963, 1966, 1977, 2006), John H. Elliot insiste en ese paralelismo conflictivo durante no menos de cinco siglos:
«En cierto modo esta España plural puede considerarse como un regreso a la Monarquía compuesta de los Austrias, con el reconocimiento de la identidad distintiva de las varias comunidades ibéricas y la creación de un espacio político muy distinto del de la época franquista. Es un espacio que promueve y reclama, exactamente como en la época de los Austrias, un diálogo constante entre Madrid y las comunidades autónomas, un diálogo que hoy, como antes, está sujeto a tensiones, y que exige para su buen funcionamiento una voluntad de compromiso entre ambas partes».
No sin cierta piedad pedagógica, Elliot resume con bastante precisión el origen último de una crisis histórica y trágica, que ya enfrentaba solapadamente a Quevedo y Gracián, cuyas visiones antagónicas del conflicto, durante el siglo xvii, quizá sea indispensable recordar para intentar comprender el origen último de la palmaria crisis de principios del siglo xxi.
En mi caso, tardé algunos años en descubrir un legendario panfleto de Quevedo, La rebelión de Barcelona ni es por güevo ni por el fuero (1641-1642), justificando con un brío atroz la política de ocupación militar a sangre y fuego del conde-duque, con «razones» de este tipo:
«Son los catalanes el ladrón de tres manos que, para robar en las iglesias, hincado de rodillas, juntaba con la izquierda otra de palo, y en tanto que, viéndole puestas las dos manos le juzgaban devoto, robaba con la derecha [ .. ] Son los catalanes aborto monstruoso de la política. Libres con señor: por esto el Conde de Barcelona no es dignidad, sino vocablo y voz desnuda [ ...] Esta gente de natural tan contagioso, esta provincia apestada con esta gente, este laberinto de privilegios, ese caos de fueros que llaman Condado se atreve a proponer a su majestad que su gobierno mude de aires, quiere decir, de ministros».
Mutatis mutandis, y avanzando apresuradamente las imprescindibles reservas de rigor, no es difícil reconocer en los argumentos de Quevedo –por llamarlos de alguna manera– algunos de los argumentos utilizados cinco siglos más tarde para desestimar las razones, exigencias y reclamaciones más o menos semejantes a las avanzadas por los adversarios de Quevedo en el siglo xvii, cuando la política fiscal y la financiación del Estado enfrentaban a Madrid y Barcelona por razones nada disímiles a las que seguían enfrentando a Cataluña y el Estado quinientos años más tarde: ¿Quién recauda qué? ¿Para gastar de qué manera y con qué «independencia»?
Otro contemporáneo de la rebelión/sublevación de Cataluña (1640), Baltasar Gracián (amigo y confesor del duque de Nochera, virrey de Aragón y Navarra, partidario, ante la crisis catalana, de una «prudencia» muy alejada de militarismo quevedesco del conde-duque de Olivares), tenía una visión muy distinta del origen de la misma crisis. Y podía escribir: «Madrid, centro de la monarquía, donde concurre todo lo bueno en eminencias, pero desagradábala otro tanto malo, causándola asco, no la inmundicia de sus calles, sino de los corazones. Aquel nunca haber podido perder los resabios de villa y el ser una Babilonia de naciones no bien alojadas» (El Criticón, I, X). Subrayo la fórmula: «Babilonia de naciones no bien alojadas».
Cuando el morisco del Quijote afirma que los de su «nación» han sido expulsados de su «patria» manu militari, poniendo «terror y espanto entre todos nosotros», el personaje de Cervantes está aludiendo a un conflicto cultural, religioso e institucional que también tiene dimensiones económicas, fiscales, administrativas y políticas llamadas a cristalizar y enquistarse en la capital del Estado, percibida por Gracián como una «Babilonia de naciones no bien alojadas», valga la insistencia.
La cursiva es mía: naciones. Gracián insiste una y otra vez en el concepto político. «Naciones de España» (El Criticón, II, III). «Estas cuatro edades del hombre las comparaba un varón juicioso a las cuatro naciones de España, con mucha propiedad» (Agudeza y arte de ingenio, XXVIII). Y llega a establecer una diferencia capital entre las naciones de España y las naciones de Francia:
«Los mismos mares, los montes y los ríos, le son a Francia término connatural y la muralla para su conservación» […] «Pero en la monarquía de España, donde las provincias son muchas; las naciones, diferentes; las lenguas, varias; las inclinaciones, opuestas; los climas, encontrados; así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir» (El Político. Don Fernando el Católico, dedicatoria al duque de Nochera.)
Gracián considera indispensable unir naciones diferentes. Quizá la nación y naciones de Gracián nombran sujetos políticos distintos a la nación y naciones de la Constitución de 1978. Sin embargo, la exégesis filológica y la controversia nominal no debieran olvidar ni ocultar lo esencial: es imposible comprender la gran crisis de España, a primeros del siglo xxi –prolongación de la misma o semejantes crisis seculares–, sin intentar comprender la trágica crisis que Cervantes, Quevedo y Gracián son los primeros en describir con precisión clínica. Siglos más tarde, cronistas y entomólogos de la misma crisis –con muy distintos rostros y en muy variopintas circunstancias– Goya, Galdós y Valle Inclán, entre otros, nos ayudan a comprender el carácter saturnal y cainita de esa crisis histórica de España, calificada por Ortega de «invertebrada», iluminando las raíces profundas y podridas que más tarde tendrían como fruto ensangrentado una nueva cruenta guerra civil.
Tal crisis histórica y existencial, que Ortega resume hablando de la condición «invertebrada» de la España de su tiempo –apenas catorce años antes del estallido de la guerra civil de 1936-1939–, quizá sea incomprensible desde una óptica meramente política, económica, institucional. Ramón Gaya llega a decir de la más castiza fragmentación política secular: «Los españoles están divididos desde siempre y antes, mucho antes de llegar a lo político. Lo político no es más que un pretexto para su división feroz, abstracta, desalmada…». Esa «división desalmada» nombra y alude a razones morales y espirituales cuyo origen último hay que buscarlo en la crisis moral del siglo xvii, que Luis Rosales disecciona en su imprescindible ensayo El sentimiento del desengaño en la poesía barroca (1966). Cuando Pío Baroja escribe «… esta España que se arrastra de unos a otros, sin hallar jamás unos hijos que la traten como a una madre», evoca en bastante medida el mismo conflicto que comenzó a proliferar con la desertización espiritual acelerada por la picaresca. Es urgente reconstruir la arquitectura espiritual de España, dice Juan Ramón a principios del siglo xx.
Creo haber sido el primero en rescatar ese concepto y proyecto juanramoniano, sin duda esencial: un siglo más tarde, sigue siendo más urgente que nunca restaurar la arquitectura espiritual socavada (subrayo) por la ética y estética desalmadas de la picaresca.
La reconstrucción de la arquitectura espiritual de un pueblo en busca de una casa común donde morar e intentar protegerse de las catástrofes de la historia, la reconstrucción de la arquitectura espiritual de España –si es que llegó a existir alguna vez– es una tarea de educación y cultura. La construcción de una arquitectura institucional compatible y acorde con la arquitectura espiritual de un pueblo, es una tarea esencialmente política, si se aspira a construir unos cimientos sólidos para una posible casa común. Cauto, tras sus brillantes malabarismos verbales, Ortega decía que España es «un sugestivo proyecto de vida en común». Subrayo el carácter inconcluso, voluntarista y provisional del «proyecto», indefinidamente aplazado. Décadas más tarde, Pedro Laín Entralgo apostillaría a su maestro, no sin cierto laconismo irónico: «España viene necesitando desde el siglo xviii de tan sugestivo proyecto».
Tres años antes que yo comenzase a subrayar, en los albores del nuevo régimen, las tensiones e irredentos conflictos (originalmente culturales, no lo olvidemos) que no pudo zanjar ni solventar la Constitución de 1978, Juan J. Linz describió de este modo el problema secular de la deficiente vertebración política de España:
«España es un caso de construcción temprana del Estado donde la integración política, social y cultural de sus componentes territoriales –la construcción de la nación– no se logró plenamente.» [...] «Puede que esas minorías que se identifican como una nación catalana o, especialmente, vasca, sean pequeñas, pero demuestran el fracaso de España y sus élites a la hora de construir una nación, sea cual sea el grado de éxito en la construcción del Estado.» (Juan J. Linz, «Early State-Building and Late Peripheral Nationalisms Againts the State: The Case of Spain», en S. N. Eisenstadt y Stein Rokkan, Building States and Nations. Analyses by Region, 1973. «Construcción temprana del Estado y nacionalismos periféricos tardíos frente al Estado: el caso de España», incluido en Obras Escogidas, 2, Nación, Estado y Lengua, 2008).
La Constitución de 1978 fue modificada en 1992 y 2011. Una o dos generaciones de constitucionalistas han redactado numerosas proposiciones y posibles enmiendas, sugiriendo eventuales reformas constitucionales. En vano. Ningún constitucionalista ni partido político ha concebido nunca ninguna reforma de fondo, aceptable para ninguna mayoría política que los modelos electorales del Estado y las comunidades autónomas contribuyen a impedir, atizando rivalidades cainitas.
Francisco Rubio Llorente, constitucionalista emérito, antiguo vicepresidente del Tribunal Constitucional y presidente del Consejo de Estado, fue coautor de un monumental Informe sobre modificaciones de la Constitución española (2006), sencillamente ignorado por quienes no han deseado utilizarlo como posible «herramienta» de trabajo. Autor de numerosos análisis, sugerencias, comentarios y proyectos de posibles reformas constitucionales, Rubio Llorente pensaba que «desde el punto de vista sociológico, o histórico, o político, puede decirse que España no ha logrado nunca su unidad nacional, o que la perdió si alguna vez la tuvo». España no ha logrado nunca su unidad nacional: soy yo quien subraya. Punto de vista muy semejante al de Linz, recordando la diferencia –endemoniada, en el caso español– entre la construcción del Estado y la vertebración de una nación invertebrada; o por vertebrar, desde hace siglos.
La secular crisis saturnal de las sucesivas y distintas Españas –crisis cultural, en su origen último, repito una y otra vez– volvió a transformarse en crisis institucional, apenas larvada, entre 2006 y 2010.
Entre el 30 de marzo y el 20 de mayo de 2006, Congreso y Senado aprobaron un proyecto de nuevo Estatuto de Cataluña, llamado a sustituir a los estatutos de 1932 y 1979. El proyecto parlamentario, fruto de diversos pactos políticos –tras bizantinas negociaciones que dejaron al descubierto numerosos enfrentamientos fratricidas, incluso entre partidarios y adversarios de un mismo bando–, fue ratificado meses más tarde por el referéndum catalán del 18 de junio siguiente. Cuatro años después, el 28 de junio de 2010, el Tribunal Constitucional dictó una sentencia parcial contra el Estatuto que declaraba inconstitucionales catorce artículos y sujetos a interpretación otros veintisiete. Pocos días más tarde, el 9 de julio siguiente, se celebró en Barcelona una manifestación de rechazo a la sentencia del Constitucional, bajo este lema: «Som una nació. Nosaltres decidim». Comenzó entonces un nuevo proceso de grave tensión política e institucional, que algunos constitucionalistas, como Javier Pérez Royo, han llegado a interpretar como consecuencia directa de «un golpe de Estado judicial».
El proceso de negociación, aprobación y entrada en vigor del nuevo Estatuto catalán de 2006 ya subrayó en su día una inquietante fragmentación de todas las fuerzas políticas. En el pleno del Congreso del 30 de marzo de 2006, el proyecto de Estatuto fue aprobado con los votos a favor del PSOE, CiU e ICV (al que se sumaron Izquierda Unida, Partido Nacionalista Vasco, Coalición Canaria y Bloque Nacionalista Galego). Votaron en contra, aunque por razones antagónicas, el Partido Popular y Esquerra Republicana de Cataluña (ERC). Convocado con el fin de ratificar las decisiones parlamentarias, el referéndum catalán celebrado meses más tarde tuvo un resultado inequívoco y ambiguo, valga la paradoja. Solo participaron el 48,85 % de los electores. El 73,90 % de los participantes votaron a favor del nuevo Estatuto, siguiendo la consigna directa o velada del PSC, CiU e ICV. El 20,76 % votaron en contra, siguiendo la consigna de ERC y PP, «unidos» en el rechazo por razones antagónicas. Un 5,34 % votaron en blanco. ¿Qué pensar y cómo interpretar la actitud mayoritaria del 51,15 % de los electores catalanes, que decidieron no participar con su voto en un referéndum de importancia política tan sustancial..?
En 1992 se modificó por vez primera la Constitución de 1978 con el fin de «adaptarla» al ejercicio del derecho al sufragio activo y pasivo de los extranjeros en las elecciones municipales. En 2011 se introdujo en la Constitución el concepto de «estabilidad presupuestaria», con el fin de imponer al Estado y las comunidades autónomas un déficit estructural «que no supere los márgenes establecidos por la Unión Europea para sus Estados miembros». Urgidos por el presidente del Banco Central Europeo (BCE, Jean-Claude Trichet) y la canciller de Alemania, Angela Merkel, Gobierno y grandes partidos se plegaron con llamativa celeridad a la disciplina presupuestaria europea, cuando eran manifiestamente incapaces de articular una arquitectura institucional que vertebrase una España siempre aquejada de la misma fragilidad quebradiza de sus cimientos institucionales, forzada a aceptar constitucionalmente el imperioso «dictado» del Pacto fiscal europeo, que otros vecinos menos dóciles, como Francia, no se apresuraban a cumplir.
En definitiva, la sentencia del Constitucional contra una parte sustancial del Estatuto catalán de 2006 reabría un sempiterno enfrentamiento de «soberanías». Un Tribunal dividido dictó sentencia parcial contra las decisiones parcialmente soberanas de un Congreso y un Senado profundamente divididos, cuyos proyectos fueron aprobados por un referéndum cuyo «sí» masivo (73,90 % votos favorables) «solo» representaba la opinión de un 48,85 % de votantes, cuando se desconocía la opinión exacta del 51,15 % del resto del cuerpo electoral catalán.
Calificar de golpe de Estado judicial la sentencia del Constitucional contra el Estatuto catalán de 2006 quizá pueda herir algunas sensibilidades. Queda lo esencial. La crisis Estado/Cataluña que estalló entre 2010 y 2015 –entre la manifestación catalana contra la sentencia del constitucional («Som una nació. Nosaltres decidim») y la formación de un gobierno catalán (tras las autonómicas del 27 de septiembre de 2015) cuyo objetivo estratégico declarado a bombo y platillo era echar los cimientos de un Estado catalán de nuevo cuño, tras la ruptura/desconexión con España– abría un largo proceso de tensiones, incertidumbre y ardua gobernabilidad, víctimas Cataluña y el Estado de una fragmentación social, política y cultural muy profundas, de insondables raíces históricas.
El 8 de abril de 2014, el Congreso de los Diputados votó una demanda de la delegación de la Generalitat de Cataluña reclamando «la competència per autoritzar, convocar i celebrar un referèndum consultiu perquè els catalans i les catalanes es pronuncïn sobre el futur polític col·lectiu de Catalunya». Desde la óptica catalana, tal competencia estaría autorizada por el artículo 150.2 de la Constitución española.
La demanda de la Generalitat fue rechazada por 299 votos contra (PP, PSOE, UPyD, UPN y Foro Asturias), 47 votos a favor (CiU, IU, ICV-EUiA, CHA, PNB, Amaiur, ERC, BNG, Nueva Canarias, Compromís y Geroa Bai) y una abstención (Coalición Canaria). Se trataba de un nuevo enfrentamiento institucional llamado a acelerar un Proceso/Procés que comenzaría a articularse definitivamente con las elecciones catalanas del 27 de septiembre de 2015, con un histórico resultado muchas veces desmenuzado y analizado desde los puntos de vista más enfrentados:
Junts pel Sí (JxSí) consiguió 1.628.714 votos, el 39,59 % del total. Ciutadans-Partido de la Ciudadanía (C’s) consiguió 736.364 votos, 17,90 % del total. Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC-PSOE) consiguió 523.283 votos, 12,72 % del total. Catalunya Sí que es Pot (CSQP) consiguió 367.613 votos, 8,94% del total. Partit Popular (PP) consiguió 349.193 votos, 8,49% del total. Candidatura d'Unitat Popular (CUP) consiguió 337.794 votos, 8,21% del total. Unió Democràtica de Catalunya (UDC) consiguió 103.293 votos, 2,51 % del total… Tras esos resultados, siguió un largo trimestre de complejas negociaciones entre JxSí (39,59 % de los votos) y la CUP (8,21 % de los votos), que concluyeron en el mes de enero 2016 con la formación de un gobierno que contaba con el apoyo electoral del 47,80 % de los votantes que participaron en las elecciones del mes de septiembre de 2015. El Proceso/Procés iniciado años atrás entraba en una nueva fase, social, cultural, política, institucional.
El 28 de septiembre 2016, el president Carles Puigdemont anunció al Pleno del Parlament de Catalunya la convocatoria de un referéndum «con carácter vinculante» sobre la independencia de Cataluña, el mes de septiembre de 2017.
Tras la larga historia de los enfrentamientos institucionales que comenzaron hacia 1640, las relaciones Cataluña/España volvían a entrar en una fase de imprevisible «forcejeo». Cinco o seis siglos más tarde, el Estado que fue monarquía «descentralizada», monarquía centralista, República, Dictadura, República de los trabajadores, Dictadura, Estado de las Autonomías, entre otras formas de gobierno y organización territorial/institucional, seguía sin encontrar un modelo «definitivamente estable», enfrentado a las mismas tensiones, siempre al borde de la misma tragedia. Cuando Gracián aconsejaba en vano cierta «prudencia», Quevedo ya era partidario de una «solución militar». A mediados del siglo xix, un general famoso estaba convencido que «solo» era posible «gobernar» España bombardeando Barcelona «una vez por siglo».
A mi modo de ver, tal abismo de enfrentamientos y crisis de identidad no podían ni pueden entenderse, en su raíz última, desde una óptica meramente política. Tan acendrada incapacidad para el diálogo, tan profunda divergencia de criterios, no pueden solventarse con meros «apaños» de circunstancias (como los negociados ocasionalmente por algunos gobernantes catalanes con algunos gobernantes castellanos o andaluces, con muy diversa fortuna… de los hombres de la Mancomunitat a Jordi Pujol, Felipe González y José María Aznar; entre otros, de cambiante oportunidad sin futuro). El imprescindible intento de mutua comprensión quizá debiera comenzar con un diálogo cultural de fondo. Diálogo que intentaron, en su día, personalidades de cierto carisma personal, como Dionisio Ridruejo y Carles Riba, entre muchos otros, claro está. Diálogo siempre fallido, más urgente que nunca, quizá, a primeros del siglo xxi. Diálogo político que solo podría fructificar si echase sus raíces en la historia cultural: una hipotética y siempre inexistente o malparada «lectura común» de muchos siglos de incomprensión cultural, absoluta o parcial.
El invierno de 1976, un año después de la muerte de Franco, cuando publiqué en Informaciones mi instantánea titulada «El término España solo tiene cinco siglos de historia», apenas comenzaba a abrirse el debate constitucional sobre el nuevo régimen que nacería con la Constitución de 1978. Tres años antes, Juan J. Linz había subrayado la paradoja fundacional: fuesen cuales fuesen los éxitos de un Estado, sus fundamentos corrían el riesgo de estar amenazados si la construcción del Estado no había corrido pareja a la construcción de una nación capaz de vertebrar con cierta armonía, deseablemente estable, las naciones calificadas como tales por Baltasar Gracián y Cervantes, definidas como nacionalidades en la Constitución de 1978.
A principios del siglo xxi, las crisis y los problemas que ya enfrentaban a Quevedo y Gracián en el siglo xvii continuaban planteándose en términos muy semejantes…
¿Quién recauda qué impuestos, para repartirlos de qué manera?
¿Cómo articular e incrementar las libertades individuales en sociedades aquejadas por la fragmentación social, política y cultural que introduce permanentes motivos de enfrentamiento, local, municipal, nacional y estatal?