El lobo
y otros cuentos
Eugenio Partida
© Eugenio Partida
D.R. © 2013 Arlequín Editorial y Servicios, S.A. de C.V.
Teotihuacan 345, Ciudad del Sol,
45050, Zapopan, Jalisco.
Tel. (52 33) 3657 3786 y 3657 5045
arlequin@arlequin.mx
www.arlequin.mx
isbn 978-607-9046-94-1
Hecho en México
A un escritor le está dado inventar una fábula,
pero no la moralidad de esa fábula.
KIPLING
El lobo
No había nadie a la redonda de la cabaña. Sólo el bosque y animales salvajes. El pueblo estaba a tres kilómetros. Caperucita no tenía buena reputación. Solía ir al pueblo los fines de semana, donde gustaba de beber y armar escándalos. Tenía quién sabe qué propensión a meterse con hombres casados. La abuelita le confeccionó, allá en su adolescencia, una caperuza de color rojo. «Caperucita Roja» pronunciaban, y su nombre era sinónimo de libertinaje y desmanes.
Pero Caperucita ya no era tan joven y la abuelita se mostraba preocupada.
Lo idearon una noche, sentadas junto al fuego de la chimenea. La abuelita tejía plácidamente y Caperucita, hecha un ovillo en su sillón favorito, reposaba una resaca sin deseos de salir. Ella misma notaba que comenzaba a menguar su vigor, su deseo de caminar los tres kilómetros hasta el pueblo y sobre todo le daba flojera el regreso, a altas horas de la madrugada, a veces con frío, trastabillando, borracha, con los zapatos de tacón alto en la mano y murmurando «ya no hay hombres, ya no hay hombres». Y es que los hombres ya no la veían con el mismo interés que antes.
—Sí —dijo la abuelita—, yo también lo he visto. Vagabundea solo por el bosque en busca de hembras.
Al principio creyeron eso. Que era un solitario. Pero luego, días después, lo vieron con una manada.
En los días siguientes lo espiaron. Furtivo, dejaba sus huellas en el margen del río donde saciaba la sed de su garganta.
—Ve tú sola —dijo la abuelita—. Puede oler mi olor de vieja, en cambio tu olor lo volverá loco. Pero tienes que actuar rápido, se irá pronto y regresará hasta la vuelta del próximo invierno.
Esta noche un lobo solitario busca hembra y se mueve desesperado por el bosque. Caperucita es una silueta que canturrea con voz infantil lara lara laaaa por el camino, con su canasto para recoger moras, ataviada con su caperuza y con una minifalda también roja por donde sobresalen sus turgentes piernas a pesar del frío: lara lara laaaa…
«¿Qué es ese canto?» se pregunta el lobo, deteniéndose de pronto. ¿Qué es ese olor tan extraño? Conoce el olor de los cazadores y los leñadores. Olores sudorosos, viriles. ¿Qué extraña fragancia despide? ¿Qué o de quién es esa vocecita sorprendente?
Se cuela la bestia por entre la maleza con rápidas y serpenteantes decisiones de cazador. Caperucita escucha las discretas pisadas. El quebrar de una rama. Ella también es un ser del bosque después de todo. Sus ojos atisban por entre la caperuza a un lado y al otro. Siente el olor, un olor penetrante de bestia salvaje; sueña con los ojos grises, las garras largas, los fuertes colmillos, el aliento fétido, el gruñido que debería alertarla para huir si no fuera porque desea precisamente lo contrario.
El lobo ataca de un salto espectacular. La posee durante unos minutos frenéticos y luego se separa de ella, sorprendido. Esa no es una hembra de las que acostumbra, no es una bestia peluda y gruñente. Es, por el contrario, una delicada presa, de suave piel y dientes romos, de delgados cabellos y piernas turgentes. Entonces ¿por qué huele a loba? Furtivo la observa desde la maleza adonde huyó. Está tirada junto a la destrozada canasta de moras. Tiene las piernas desnudas, el lobo puede ver el fondo oscuro de su sexo, la caperuza manchada de lodo, el rostro sufriente. ¿Está muerta? Se mueve inquieto, gruñendo. Ha huido desde siempre de los hombres. Así lo aprendió ¿Tiene que huir ahora? Su cabeza se inclina, a un lado, al otro. Emite chillidos de desconcierto. ¿Qué es ese sentimiento que lo embarga de manera tan extraña? Un deseo desconocido. Quiere ayudarla, protegerla, sanarle las heridas de su ataque. Una mancha de sangre en la pierna, un raspón y una cortada de sus garras en la mejilla terminan por rendirlo. Se acerca lentamente. Olfatea el peligro. Una parte de sí se lo advierte: ¡huye, huye cuanto antes! Pero es inútil. Lame la sangre de la mejilla y lame la sangre en la pierna y la bella parece despertar de un largo sueño. Sus ojos terminan de doblegar a la bestia.
¡Qué extraño poder reside en las largas pestañas de la hembra humana!
Es domingo. La abuela ve a través del vidrio de la ventana el hocico picudo, la pelambrera gris, las patas largas caminando al lado de Caperucita y clama: ¡victoria!
Pero todavía no está contenta. Debajo de la apariencia bonachona de la abuelita se esconde un afán de dominio total: en cuanto el lobo —después de muchas dudas y rodeos— traspasa el umbral de la cabaña, la abuela le da un té que termina de adormecerlo.
Al día siguiente el lobo asiste a su propia boda, sin saber que es él quien se casa. Y asiste luego como acompañante de Caperucita a distintas actividades sociales. Caperucita recibe parabienes; van a un bautizo y a una primera comunión. La abuelita y Caperucita presumen al lobo. Vestido con un trajecito rosa, el lobo no se ve en los espejos, o si se ve no se reconoce con ese extraño traje colorido y caminando sobre dos patas. En el pueblo resulta extraño ver cómo, en las reuniones de los hombres, se asoman el hocico largo y las orejas puntiagudas.
En las noches de luna, encerrado en la cabaña, sus aullidos lastimeros sobrecogen el bosque. Otros lobos le respondieron al principio, pero luego callaron, extrañados por lo lastimero de su aullido. Ella lo miraba satisfecha, y él, lobo gris de pelaje suave, echado junto al insoportable calor de la chimenea, se sentía soporizado por la vida idiota de los humanos; esa cómoda vida de cojines, sillas y fuego aprisionado en la chimenea. ¡Qué extraña vida, qué extraño afán de los humanos procurándose comodidad sobre todo! A veces se veían sus ojos mirando por la ventana, grises y tristes. Miraba el bosque y, más allá, la montaña. ¿Dónde andarían sus compinches? ¿Dónde cazaría su manada? ¿Qué juerga sangrienta llevarían a cabo? Pero después de beber el insípido té por las noches dejaba de sentir ganas de aullar y preguntarse cosas aunque hubiera luna llena.
Caperucita pronto volvió a las andadas. Recuperada su reputación tras el matrimonio con el lobo, quiso vivir otra vez sus devaneos. El lobo la esperaba echado en el tapete al lado de la abuelita, quien plácida y terrible le doblaba las dosis en el té para que mantuviera su holgura y mansedumbre. De cuando en cuando su instinto de bestia y su honra de macho retornaban y desde la ventana aullaba a la luna con aquellos desgarradores lamentos. Pero cuando escuchaba llegar a Caperucita fingía dormir con sus largas patas —que dentro de la cabaña eran torpes y estorbosas— cruzadas una sobre la otra.
Hasta que un día algo comenzó a emerger en su cerebro. Algo parecido a una idea. O más bien un recuerdo, un antiguo registro de su memoria ancestral. Poco a poco aquello fue tomando forma. Durmió mejor los días en que estuvo dándole vueltas a esa idea. Incluso vio en los ojillos de la abuelita la sombra de la sospecha.
Urdió el plan y agazapado tras la puerta esperó con su paciencia de cazador furtivo. Se lanzó sobre la vieja y de un fuerte manotazo la inmovilizó, procedió a arrancarle las prendas y la arrastró para ocultarla en el sótano. Se vistió con las ropas de la abuelita y se sentó en la plácida mecedora meciéndose como hacía la abuela frente al fuego.
Escuchó llegar a Caperucita regresando de una de sus escapadas. Con las agujas estambreras insertadas entre sus garras torpemente el lobo pretendía tejer.
—¿Y el lobo, abuelita? —preguntó Caperucita. Era el mismo vaivén de siempre, era el mismo fuego acogedor de siempre, era el mismo movimiento de agujas estambreras de siempre. Pero cuando se sentó en su lugar de siempre y en lugar de la abuelita vio la cara perruna cubierta con la pañoleta, vio el hocico, las orejas picudas mal disimuladas y, sobre todo, el torpe simulacro de tejedora, sintió lástima por quién esperaba a que ella preguntara:
—¿Abuelita? ¿Por qué tienes esos brazos tan largos?
Y él contestaría, fingiendo una melosa voz.
—Para abrazarte mejor, hija mía.
—¿Y por qué tienes esas piernas tan grandes, abuelita?
—Para alcanzarte mejor, hija mía.
—¿Y esas orejas tan grandes, abuelita?
—¡Para oírte mejor, hijita!
—Y dime, abuelita —continuaría ella según la memoria del lobo perdida en la noche de los tiempos— ¿por qué tienes ese hocico tan grande?
Y cuando ella dijera eso el lobo estaría presto a contestar las palabras que lo liberarían:
—¡Para comerte mejor!— y entonces se abalanzaría para asesinarla.
Pero nada fue así. Caperucita, sentada frente a él, le dijo, molesta:
—¿Y eso? ¡No me digas que crees en estúpidas historias para niños!
Afuera, en el bosque, los lobos van dejando su rastro en las veredas que serpentean por los peñascos. Sombras que se van para regresar hasta la vuelta del invierno. El líder los conduce a la cabaña. Algo ha olfateado con su poderoso instinto. Se acercan con desconfiados rodeos. Apacible se ve salir el humo de la chimenea. Olfatean todo recelosos y luego se van, profiriendo gruñidos lastimeros ante el peligro que su líder premoniza. Cuando la manada se aleja, uno de ellos, un lobo hosco y joven, de ojos azules y pelambrera grisácea, que no sabe bien a bien de lo que huyen, se da la vuelta y alcanza a ver en la ventana de la apacible y simpática choza algo que recordará con horror para siempre mientras viva: la triste mirada de un lobo cautivo, mirándolos tras el vidrio, soñando con los rastros que van dejando las sombras furtivas de sus compinches corriendo libres y feroces por el bosque.