NICK CAVE
TRADUCCIÓN DE MIQUEL IZQUIERDO
BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES NUEVA YORK
Para Suzie
«Estoy perdido», piensa Bunny Munro en un repentino instante de lucidez reservado a quienes tienen las horas contadas. Siente que en algún punto ha cometido un grave error, pero la idea pasa de largo como una horrible exhalación y se esfuma dejándolo en paños menores y en su cuarto del hotel Grenville con nada más que él mismo y sus apetitos. Cierra los ojos y se imagina una vagina cualquiera, luego se sienta al borde de la cama y, a cámara lenta, se reclina contra el cabezal acolchado. Sujeta el teléfono móvil bajo la barbilla y con los dientes rasga el precinto de un botellín de brandi. Se mete el botellín entre pecho y espalda, lo arroja al otro lado de la habitación, se estremece y nota una arcada.
—No te preocupes, amor, todo va a salir bien —le dice al teléfono.
—Tengo miedo, Bunny —dice Libby, su esposa.
—¿De qué tienes miedo? No hay nada que temer.
—De todo, tengo miedo de todo.
Bunny advierte que algo ha cambiado en la voz de su mujer, el dulce chelo se ha desvanecido y suena un violín estridente tocado por un mono en fuga o algo así. Lo percibe, pero aún debe comprender qué significa exactamente.
—No hables así, sabes que eso no lleva a ninguna parte —dice Bunny; después chupa ávidamente un Lambert & Butler como si fuera un acto amoroso; es entonces cuando lo capta (el babuino al violín, la inconsolable espiral descendente de su deriva) y suelta un «¡hostia!» mientras expele dos feroces colmillos de humo por la nariz.
—¿Te estás tomando el Tegretol? ¡Libby, no me digas que has dejado de tomarlo!
Hay silencio al otro extremo de la línea, luego un sollozo lejano y roto.
—Tu padre ha vuelto a llamar. No sé que decirle, no sé qué quiere. Me grita, desvaría —dice ella.
—Por Dios, Libby, ya sabes lo que ha dicho el médico: si no tomas la medicación te deprimes. Y sabes bien que eso es muy peligroso para ti. ¿Cuántas putas veces tenemos que volver a lo mismo?
El sollozo se redobla para redoblarse otra vez hasta acabar convertido en un suave llanto desolado. Le recuerda a Bunny la primera noche que pasaron juntos: Libby entre sus brazos atenazada por una llorera inexplicable en un hotel infecto de Eastbourne. La recuerda mirándolo mientras decía «lo siento, a veces me pongo un poco sentimental» o algo así. Bunny se aprieta la entrepierna con el pulpejo de la mano disparándose pálpitos de placer en el bajo espinazo.
—Tómate el puto Tegretol —dice con más delicadeza.
—Tengo miedo, Bun. Hay un tipo por ahí que va atacando a mujeres.
—¿Qué tipo?
—Se pinta la cara de rojo y lleva unos cuernos de plástico.
—¿Qué?
—Por el norte, lo dice la tele.
Bunny agarra el mando a distancia de la mesilla y tras varios amagos enciende el televisor que descansa sobre el minibar. Quita el volumen y se desplaza por los canales hasta dar con una filmación en blanco y negro registrada por una cámara de seguridad en un centro comercial de Newcastle. Un hombre con el pecho descubierto y pantalones de chándal se abre paso entre una multitud de compradores aterrados. Su boca abierta emite un aullido sordo. Parece llevar unos cuernos de diablo y blande un enorme palo negro.
Bunny maldice entre dientes y en ese momento toda su energía, sexual o no, lo abandona. Lanza el mando contra la tele, que se apaga con un susurro efervescente. Bunny echa la cabeza hacia atrás y contempla en el techo una mancha de humedad con forma de campanilla o de busto femenino.
En algún lugar periférico de su conciencia percibe un gorjeo maníaco, un zumbido de furiosa protesta horrendamente eléctrico, pero no lo reconoce. Solo oye a su mujer, que le dice:
—Bunny, ¿estás ahí?
—Libby, ¿dónde estás?
—En la cama.
Bunny mira su reloj y se restriega las manos, pero no puede centrarse.
—Santo Dios. ¿Dónde está Bunny Júnior?
—En su cuarto, supongo.
—Oye, Libby, si vuelve a llamar mi padre...
—Lleva un tridente —dice su esposa.
—¿Qué?
—Un bieldo.
—¿Qué? ¿Quién?
—El tipo del norte.
Bunny se da cuenta entonces de que el pitido chillón viene de fuera. Lo oye ahora sobre el bombeo del aire acondicionado y es lo bastante apocalíptico para despertarle un poco de curiosidad. Pero no mucha.
La mancha de humedad se dilata, cambia de forma (un seno más grande, una nalga, una rodilla cautivadora) y aparece una gotita que se alarga y tiembla, se desprende del cielo raso, se precipita en caída libre y estalla en el pecho de Bunny. Este se la sacude como si viviera un sueño.
—Libby, nena, ¿dónde vivimos? —pregunta.
—En Brighton.
—¿Y dónde está Brighton? —pregunta él paseando un dedo sobre la hilera de botellines de licor dispuesta sobre la mesilla de noche; elige uno de Smirnoff.
—En el sur.
—Que está tan lejos de ese «norte» como se puede estar sin caerse al puto mar. Bueno, cariño, apaga la tele, tómate el Tegretol, tómate un somnífero (¡mierda!, tómate dos), estaré de vuelta mañana. Temprano.
—El muelle está ardiendo —dice Libby.
—¿Qué?
—El muelle oeste está ardiendo. Se huele el humo desde aquí.
—¿El muelle oeste?
Bunny se atiza el botellín de vodka, enciende otro cigarrillo y se levanta de la cama. La habitación cabecea y Bunny percibe de golpe que está muy borracho. Con los brazos extendidos y de puntillas camina como levitando hacia la ventana. Se tambalea,tropieza y tarzanea con las ajadas cortinas de baratillo hasta recobrar el equilibrio. Cuando abre las cortinas con gesto estrafalario, una luz vulcanizada y la algarabía de los pájaros trastornan la habitación. Las pupilas de Bunny se contraen dolorosamente mientras hace una mueca para enfrentarse a la luz que irrumpe por la ventana. Ve un nubarrón de estorninos cotorreando alocadamente sobre la mole ardiente y humeante del muelle oeste, que se yergue, indefenso, en el mar frente al hotel. Se pregunta por qué no lo había visto antes y se pregunta cuánto tiempo ha estado en aquella habitación, luego se acuerda de su esposa y la oye decir «Bunny, ¿estás ahí?».
—Sí —dice Bunny paralizado por la visión del muelle en llamas y de miles de pájaros chillones.
—Los estorninos se han vuelto locos. ¡Qué cosa más horrible! Sus crías ardiendo en los nidos. No lo soporto, Bun —dice Libby con el violín aún más subido de tono.
Bunny regresa a la cama y oye a su esposa llorar al otro extremo del hilo. Diez años, piensa, diez años y esas lágrimas todavía pueden con él... esos ojos turquesa, ese dichoso coño, ¡ay, Dios!, y ese insondable sollozo. Se reclina contra el cabezal y se palpa, simiesco, los genitales.
—Regresaré mañana temprano —dice.
—¿Me quieres, Bun? —pregunta Libby.
—Ya sabes que sí.
—¿Lo juras por tu vida?
—Por Dios bendito y por todos los santos, y por abajo hasta tus zapatitos, nena.
—¿Puedes venir esta noche?
—Lo haría si pudiera —dice Bunny hurgando por la cama en busca de sus cigarrillos—, pero estoy a muchos kilómetros.
—Oh, Bunny... mentiroso de mierda... Se corta la comunicación.
—¿Libby? ¿Lib? —dice Bunny.
Mira desconcertado el teléfono como si acabara de descubrir que lo está sosteniendo y luego lo cierra como una concha justo cuando otra gota estalla en su pecho. Bunny forma una pequeña o con la boca y se introduce un cigarrillo. Lo prende con el Zippo y aspira profundamente; luego emite un aquilatado chorro de humo gris.
—Cariño, tienes las manos llenas.
Bunny vuelve la cabeza con gran esfuerzo y observa a la prostituta que está de pie en la puerta del baño. Sus fosforescentes bragas rosas presionan contra la piel chocolate. Se rasca las trencitas africanas y una loncha de piel naranja asoma tras su belfo drogadicto. Bunny piensa que sus pezones parecen los detonadores de esas minas que flotaban en el mar para reventar barcos durante la guerra o algo así. Casi se lo cuenta, pero lo olvida y da otra calada al cigarrillo.
—Era mi mujer, padece depresiones —dice Bunny.
—No es la única, mi vida —dice ella mientras se contonea sobre la marchita alfombra Axminster con la sensacional punta de su lengua proyectándose rosácea entre los labios; después se arrodilla y se introduce la polla de Bunny en la boca.
—Ya, pero es un caso clínico; está bajo medicación.
—Ella y yo, chato —le dice la chica desde el otro lado de su barriga.
Bunny parece considerar la posibilidad de una respuesta mientras maniobra con sus caderas. Una mano negra y flácida reposa sobre su vientre y, cuando mira hacia abajo, Bunny repara en que cada uña cuenta con una minuciosa representación pintada del ocaso tropical.
—A veces la cosa se pone fea —dice él.
—Claro, nene, es que te deja con el corazón en un puño —dice ella, pero Bunny apenas lo oye porque su voz es un graznido apagado e incomprensible; la mano salta bruscamente sobre su estómago.
—¿Oye? ¿Qué? —dice tragando aire entre dientes.
Jadea y de pronto surge de nuevo, estallando desde su corazón, el pensamiento terminal: «Estoy perdido». Dobla un brazo sobre sus ojos y se arquea levemente.
—¿Te encuentras bien, querido? —pregunta la prostituta.
—Creo que la bañera de arriba está rebosando —dice Bunny.
—Ahora tranquilo, nene.
La chica alza la vista y mira fugazmente a Bunny. Este trata de hallar el centro de sus ojos negros, el pinchazo revelador de sus pupilas, pero la mirada pierde su propósito y se le nubla. Entonces coloca una mano sobre la cabeza de la chica y nota el húmedo lustre de su nuca.
—Ahora tranquilo, nene —repite ella.
—Llámame Bunny —dice él, y ve otra gotita de agua que se estremece en el techo.
—Te llamo como quieras, amor.
Bunny cierra los ojos y aprisiona las toscas sogas de su pelo. Siente la tenue explosión de agua sobre su pecho como un sollozo.
—No, llámame Bunny —murmura.
Bunny tropieza en la oscuridad mientras busca a tientas el interruptor en la pared del baño. Son ya las horas muertas, entre las tres y las cuatro, y la prostituta ha sido pagada y despachada. Bunny está solo, despierto, y una resaca colosal lo visita cuando se embarca en la aterradora misión de hallar los somníferos. Cree que puede haberlos dejado en el baño y espera que la puta no los haya encontrado. Localiza el interruptor y los neones zumban un rato hasta despertarse. Bunny se acerca al espejo y a su luz despiadada; a pesar del cálido y tóxico calambre de la resaca (boca seca y fétida, piel hervida, ojos inyectados en sangre, tupé arruinado), no le desagrada lo que descubre.
No está dotado de gran perspicacia o discernimiento, tampoco de gran sabiduría, pero puede ver al instante por qué cautiva a las damas. No es un robusto tenorio de mandíbula angulosa ni un seductor exquisito, pero hay un tirón, incluso en su rostro azotado por la priva, un arrastre magnético vagamente relacionado con las bolsas de compasión que se forman en las esquinas de sus ojos cuando sonríe, un arqueo malicioso de las cejas y los hoyuelos quebrantavirgos en las mejillas cuando se ríe. ¡Míralos! ¡Ahí están!
Engulle un somnífero y por alguna razón aterradora la luz fluorescente se cortocircuita y empieza a emitir destellos intermitentes. Durante una fracción de segundo, Bunny contempla su cara radiografiada: los verdes huesos del cráneo le afloran sobre la epidermis. «¡Venga, hombre!», le dice a la sonriente cabeza de la muerte; luego se embucha otro somnífero y regresa a la cama.
Duchado, encopetado y desodorizado, Bunny se encorva sobre un tabloide en la sala de desayunos del hotel Grenville. Lleva una camisa limpia estampada con rombos granates y se siente como la mierda, aunque relativamente optimista. Hay que serlo en ese juego. Ve que son las 10.30 de la mañana y se maldice al recordar la promesa de que regresaría temprano al domicilio conyugal. Los somníferos siguen circulando por su sistema y descubre que le cuesta un cierto esfuerzo pasar las páginas del periódico.
Bunny nota un cosquilleo de interés en la nuca, un aleteo sobre el lomo, y se da cuenta de que se ha ganado la atención de una pareja que desayuna al otro extremo del comedor. Ya se había fijado en ellos al llegar, allí sentados bajo la luz estriada de la persiana. Vuelve la cabeza lentamente y sus ojos se encuentran como si pertenecieran a alimañas.
Un hombre con dientes de reptil, cuyo brillante cráneo parpadea entre su cabello ralo, acaricia la mano enjoyada de una mujer en la cuarentena. El hombre saluda el escrutinio de Bunny con una mirada de oblicua complicidad: están en el mismo juego. La mujer mira a Bunny y Bunny examina sus ojos libres de toda expresión, fríos bajo un ceño bien provisto de botox. Observa su piel bronceada, su pelo oxigenado y sus labios gelatinosos, el escote pecoso de su vasto seno corregido, y siente una tensión familiar en la entrepierna. Bunny se deja llevar por una momentánea ensoñación y, como un fogonazo, recuerda a la mujer antes de la cirugía, un año atrás, quizá dos, en un hotel del malecón de Lancing. Se ve al despertarse sorprendido por el horror, su cuerpo alarmantemente pringado con un falso bronceado naranja.
«¿Qué? —gritó palmeándose la piel desteñida—. ¿Qué es esto?», gritó, aterrado.
—¿Nos conocemos? —pregunta el hombre desde la otra punta de la sala con voz gangosa y ojos de vidrio.
—¿Qué? —replica Bunny.
Los músculos que rodean las comisuras orales de la mujer se contraen provocando una tensión lateral en los labios, pero Bunny tarda un instante en percatarse de que le está sonriendo. Devuelve la sonrisa, sus hoyuelos se comportan debidamente y siente una recia erección bubónica brincando bajo sus calzoncillos de piel de tigre. La mujer echa la cabeza hacia atrás y de su garganta escapa una risa atascada. La pareja se levanta de la mesa y el hombre se aproxima a Bunny como un animal esquelético sobre sus extremidades posteriores, sacudiéndose las migas de los pantalones.
—Jo, tío, alucino contigo —dice a la manera de un lobo—. De verdad que alucino.
—Ya lo sé —dice Bunny.
—Lo tuyo es la hostia —insiste el hombre; Bunny le guiña un ojo a la mujer.
—Tienes buen aspecto —le dice, y es verdad.
La pareja sale del comedor dejando un rastro enfermizo y vagamente fecal de Chanel n.º 5 que agrava la resaca de Bunny y le hace crispar el gesto, mostrar los dientes y regresar a su periódico.
Se lame el dedo índice, pasa una página y ve una imagen tomada con cámara de vigilancia: el tipo aparece a toda plana con el cuerpo pintado, los diabólicos cuernos de plástico y el tridente.
CON CUERNOS Y A LO LOCO, dice el titular. Bunny trata de leer el artículo pero las palabras se niegan a hacer aquello para lo que fueron inventadas y no dejan de romper filas, reordenarse, revolverse, decodificarse, lo que sea, ¡joder! Bunny abandona y siente en su estómago una explosión de ácido nuclear que se propaga hasta la garganta. Se estremece miserablemente.
Alza la vista y descubre a una camarera plantada ante él sosteniendo un desayuno inglés completo. Mejillas, mentón, pechos, estómago y nalgas: parece como diseñada a compás mediante una serie de círculos suaves y carnosos en medio de los cuales planean dos grandes ojos redondos e incoloros. Lleva un estrecho uniforme cuadriculado de color malva con el cuello y los puños blancos, el pelo recogido por atrás en una coleta y un letrero que dice RIVER. Mientras desfigura sus prendas, Bunny piensa por una fracción de segundo en muchos profiteroles rebosantes de crema, luego en una bolsa húmeda de melocotones maduros, pero aterriza en la imagen virtual de su vagina con el vello y el agujero. Entonces cierra el periódico con un esmerado e incrédulo meneo de cabeza.
—Este mundo, te lo digo yo, está más raro cada día.
Bunny golpetea el diario con una uña manicurada y contempla a la camarera.
—¿Has leído esto? ¡Dios! —dice; la camarera lo mira impasible.
—Pues no lo hagas; ni se te ocurra.
Ella sacude levemente la cabeza. Bunny dobla el periódico por la mitad y lo aparta para que ella pueda servir el desayuno.
—No es algo que uno quiera leer cuando desayuna, y menos si tiene una puta apisonadora en el tarro. ¡Dios!, es como si alguien me hubiera arrojado el minibar a la cabeza.
Bunny percibe de reojo que un rayo de sol ha reptado por el comedor y asciende entre las piernas de la camarera, pero como ella ha empezado a reírse espasmódicamente da la impresión de que una luz surrealista cortocircuita su vestido o de que hay una filtración luminiscente en la pálida masa de sus muslos interiores. Bunny no lo tiene claro.
Contempla el desayuno varado sobre una inmundicia grasienta, agarra su tenedor y tras un desolador pinchazo a la salchicha suelta:
—Dios, ¿quién ha preparado estos huevos? ¿El puto ayuntamiento?
La camarera sonríe y se tapa la boca con la mano. De una graciosa cadena que rodea su cuello cuelga una garra metálica de dragón que sujeta un ojito de cristal. Bunny distingue su sonrisa indefensa bajo los enormes ojos apagados.
—¡Ah, eso es! Una chispa de sol —dice Bunny apretando los muslos y registrando un latido de placer en torno al perineo o lo que sea.
La camarera toquetea su collar.
—¿Desea un poco de té?
Bunny asiente y, mientras ella se aleja, cata el repentino y estudiado cimbreo de sus ancas fugitivas; sabe, sin sombra de duda, que se podría tirar a esa camarera en un abrir y cerrar de ojos. Sin problemas. Así que cuando ella regresa con su taza de té, Bunny señala el marbete y pregunta:
—¿Qué es eso? ¿Tu nombre? ¿River? ¿Quién te lo puso?
La camarera coloca una mano sobre el letrero. Bunny advierte que el pulido esmalte incoloro de sus uñas hace presuntamente juego con la neutralidad de sus ojos. Ambos tienen que ver con la luna o los planetas o algo así.
—Me lo puso mi madre —dijo la camarera.
—¿Ah sí? Qué bonito —dice Bunny seccionando una salchicha y conduciendo la pieza hacia su boca.
—Porque nací junto a un río —añade ella.
Bunny mastica, traga y se inclina hacia delante.
—Menos mal que no naciste junto a un váter.
Un pliegue de viejo pesar se arruga en torno a los ojos de la camarera y los encoge; luego estos recogen velas y se ausentan; la chica da media vuelta y empieza a alejarse. Bunny ríe excusándose.
—Lo siento, vuelve, era una broma.
El comedor está vacío y Bunny junta sus manos en una pantomima rogatoria.
—Por favor...
La camarera se detiene.
Bunny examina la parte posterior de su uniforme: un fallo técnico en los píxeles de la cuadrícula morada ha provocado una desregulación del tiempo. Empieza a ver de forma perturbadora que ese momento es decisivo para la joven señorita, la cual se halla ante una elección ineludible, una elección que podría marcar su vida para siempre. Podría seguir alejándose, y la jornada continuaría entonces con sus lamentables contingencias, o bien podría volverse y su joven y tierna existencia se abriría como, no sé, como una vagina o algo así. Bunny así lo cree, pero también sabe, con toda certeza, que la chica se volverá y voluntariamente, sin coacción alguna, penetrará en la turbulencia de su notable magnetismo sexual.
—Por favor —repite.
Considera la posibilidad de arrodillarse, pero se da cuenta de que no hace falta y de que quizá no fuera capaz de levantarse.
River, la camarera, se detiene, se vuelve y se tiende despacio sobre la corriente para flotar hacia él.
—De hecho, River es un nombre hermoso. Te sienta bien. Tienes unos ojos preciosos, River.
Bunny recuerda haber oído en Woman’s Hour de Radio 4 (su programa favorito) que el color granate es el preferido por más mujeres para la ropa de sus hombres (guardará relación con el poder o la vulnerabilidad o la sangre o algo) y está feliz de haberse puesto su camisa de rombos granates. Facilita las cosas.
—Son profundos —dice describiendo una espiral hipnótica con el dedo—. Muy hondos.
Siente una leve alteración en su interior y la espantosa maquinaria que ha estado toda la mañana machacándole los sesos sin piedad se autolubrica repentina y gratuitamente para convertirse en algo grácil y coreográfico. Casi bosteza ante la naturaleza inexorable de lo que está a punto de hacer.
—¡Adivina cómo me llamo! —dice tendiendo las manos.
—No lo sé —dice la camarera.
—Adivina, venga.
—No, no lo sé. Tengo trabajo.
—Bueno, ¿tengo pinta de llamarme John?
—No —dice la camarera mirándolo.
—¿Y Frank?
—No.
Bunny ondula la muñeca como un mariquita emplumado y pregunta:
—¿Sebastian?
La camarera ladea la cabeza.
—Bueno... puede —contesta.
—Picarona —dice él—. Vale, te lo diré.
—Pues venga.
—Bunny.
—¿Barney? —pregunta la camarera.
—No, Bunny.
Bunny se echa las manos detrás de la cabeza y las agita como si fueran orejas de conejo. Luego frunce la nariz y resopla.
—¡Ah, Bunny! River de pronto ya no suena tan mal —dice la camarera.
—¡Mira qué ocurrente!
Bunny se agacha, coge un maletín que hay junto a su silla, lo deposita en la mesa, estira los brazos y suelta los cierres. Dentro del maletín aparecen numerosas muestras de productos cosméticos: frascos de loción corporal, bolsitas de cremas faciales y tubitos de crema hidratante para las manos.
—Toma, para ti —dice Bunny entregando a River una crema hidratante.
—¿Y esto qué es? —dice River.
—Elastin Rich, loción de cuidado extra para las manos.
—¿Vendes todo esto?
—Sí, puerta a puerta. Es milagroso, si quieres saberlo. Tómalo, es gratis.
—Gracias —dice River tímidamente.
Bunny mira hacia el reloj de pared. Todo se ralentiza y siente el curso tumultuoso de su sangre mientras los dientes le palpitan en las raíces.
—Puedo hacerte una demostración si quieres.
River mira el tubito que hay en la palma de su mano.
—Lleva aloe vera —añade él.
Bunny gira la llave de contacto y su Fiat Punto amarillo chisporrotea achacosamente hasta cobrar vida. Una culpa de baja intensidad, si así podemos llamarla, una consternación fastidiosa por el hecho de que son ya las 12.15 y todavía no ha llegado a casa, le remuerde los bordes de la conciencia. De manera vaga e inquietante recuerda a Libby muy alterada la noche anterior, pero no logra adivinar los motivos y, de todos modos, hace un día espléndido y Bunny ama a su esposa.
Sirva como testimonio de su irreprimible optimismo el hecho de que los gloriosos tiempos de noviazgo se niegan a alejarse del presente, de modo que no importa cuánta mierda se cruce con el ventilador marital: cuando Bunny piensa en ella, el culo de su mujer sigue tan firme como el primer día, sus pechos parecen torpedos y todavía posee aquella risa infantil y aquellos alegres ojos de lavanda. Una burbuja de felicidad estalla en su estómago cuando sale del aparcamiento al magnífico sol de la costa. Es un día hermoso y, sí, ama a su mujer.
Bunny maniobra con el Punto entre el tráfico del fin de semana, emerge en el paseo marítimo y contempla, casi con un vahído, la delirante cabalgata del verano desplegada frente a él.
Grupos de colegialas con piernas disolutas y piercing en el ombligo, chicas que corretean luciendo marca, señores culones paseando alegremente el perro, parejas que en efecto se aparean sobre la hierba veraniega, coños playeros postrados bajo un nubarrón de perfil erótico, montones de folladoras en pie de guerra: grandes, pequeñas, negras, blancas, jóvenes, viejas, esas de «dame un minuto y te encuentro el lunar», jugosas madres solteras, senos chispeantes y dichosos de nenas depiladas y en bikini, traseros moteados de arena en mujeres recién salidas de la playa (algo tremendo, tío, piensa Bunny), rubias, morenas, pelirrojas de ojos verdes que merecen ser amadas… Bunny deja que el Punto se arrastre despacio y baja la ventanilla.
Saluda a una loca del fitness con iPod y sujetador de licra que quizá le devuelve el saludo; a una chiquilla negra que brinca sobre la hierba con un saltador amarillo (un respeto); a una colegiala semidesnuda con una llaga nefanda de tamaño galleta en la base de la espalda, marca que acaba siendo, ¡oh, maravilla!, una cinta o un lazo tatuado; «envuelta para regalo —grita Bunny—, ¡vaya con la niña!». Luego requiebra a una titi completamente desnuda y depilada a la brasileña que en realidad, advierte tras una inspección más atenta, lleva un tanga color piel tan anatómicamente integrado como la membrana de una salchicha; saluda a un trío de diosas amazónicas con muslos atronadores y botines de ante que volean una gigantesca pelota naranja y azul (devuelven el saludo a cámara lenta). Después le toca la bocina a una pareja de bolleras sorprendentemente atractivas que le muestran el dedo corazón, y Bunny se ríe imaginándoselas en plena faena con los consoladores; luego ve a una patizamba con trenzas que lame una barrita azulgrana de caramelo, a una chica ataviada con algo indescifrable que le da el aspecto de haberse embutido en la piel de una trucha y a una niñera o algo así inclinada sobre un cochecito desvelando la reluciente blancura de sus bragas: Bunny exhala aire entre dientes y aporrea la bocina. Entonces avista a una corpulenta oficinista de aire abatido que, perdido el contacto con la despedida de soltera, zigzaguea beoda sobre el césped, sola y desorientada, con un gran pene inflable y una camiseta que reza CHILLA COMO UN CERDO. Bunny mira el reloj, piensa en ello, pero sigue patrullando. Divisa a una chica extraña que lleva un velo y un bikini con miriñaque victoriano; luego saluda a una yonqui guapa y menuda que se parece enormemente a Avril Lavigne (el mismo maquillaje negro) sentada sobre una pila de Big Issues en la entrada de los decrépitos apartamentos Embassy. Se pone en pie y se arrastra hacia él, esquelética, con dientes gigantes y ojeras negras de oso panda; entonces Bunny se percata de que no es una yonqui, sino una famosa supermodelo en la cima del éxito cuyo nombre no puede recordar, lo cual levanta una estupenda erección bajo sus calzoncillos hasta que, tras un examen más detallado, advierte que es efectivamente una yonqui y prosigue con su itinerario a pesar de que todos los expertos en este tipo de cosas afirman, sin sombra de duda, que las yonquis hacen las mejores mamadas (las putas de crack son las peores). Bunny pone la radio y suena «Spinning Around» de Kylie Minogue. Bunny no puede creerse su suerte y siente una oleada de gozo casi ilimitado cuando el sintetizador interviene con su ritmo atenuado y guasón y Kylie descarga su himno orgiástico a la sodomía, y él recuerda los minishorts dorados de Kylie, aquellas magníficas pompas de oro que lo transportan a su carrusel sobre el amplio y pálido trasero de River, la camarera, con la panza atiborrada de salchichas y huevos allí en la habitación del hotel. Y empieza a canturrear «I’m spinning around, move out of my way, I know you’re feeling me ‘cause you like it like this», y la canción parece salir de todas las ventanillas de todos los coches del mundo, y el ritmo martillea como un hijo de puta. Entonces ve a unas rollizas pescadoras de centro comercial con sus sonrientes barrigas y pintalabios glaseados, a una chica árabe potencialmente cachonda con burka completo (¡ay, señor!, labios de Arabia) y luego una valla que anuncia putos wonderbras o algo parecido y exclama «¡sí!» y da un pegajoso viraje entre bocinazos para desviarse por la Cuarta Avenida mientras destapa una muestra de crema de manos. Aparca, se la casca (sonrisa feliz en la cara) y luego deposita unas gotas de pringue dentro del calcetín encostrado de lefa que guarda bajo el asiento del coche.
«¡Hala!», exclama Bunny, y el pinchadiscos de la radio dice «¡Kylie Minogue, qué maravilla de pantaloncitos!», y Bunny dice «¡sí señor!». Luego enfila el Punto hacia el tráfico y durante los diez minutos que tarda hasta su casa de Grayson Court en Portsdale sigue sonriendo y se pregunta si su esposa Libby estará dispuesta cuando llegue a casa.
A la altura de Church Road, el pincha sigue hablando de los pantaloncitos dorados de Kylie (asegura que se guardan en el sótano termorregulado de un museo australiano y que, según parece, están asegurados en ocho millones de dólares —más que la Sábana Santa—). Bunny siente vibrar su móvil, lo abre, respira hondo, suelta una porción de aire y dice:
—¿Qué?
—Tengo uno para ti, Bunny.
Es Geoffrey, que llama desde la oficina. Geoffrey es su jefe y también, según Bunny, un caso bastante triste, un tipo condenado a echar tripa en su diminuto despacho de Western Road, casi soldado a una atormentada silla giratoria que raramente parece abandonar. Un chico bien parecido un millón de años atrás. Hay fotos suyas enmarcadas en la pared posterior del despacho: se lo ve en forma, incluso guapo, pero ahora es un gordinflón pervertido de voz empalagosa que suda, se suena y ríe en un pañuelo que siempre agita de modo teatral. Geoffrey es un caso triste, según Bunny, pero lo aprecia igualmente. A veces Geoffrey irradia una suerte de búdica sabiduría paternal que no siempre deja insensible a Bunny.
—Te escucho, gordo —dice Bunny.
Geoffrey le cuenta un chiste sobre un tipo que está follando con su novia y le dice que se ponga a cuatro patas porque la quiere encular y la chica replica que eso es un poco depravado y el tipo suelta que esa palabra no es propia de una niña de seis años.
—Ya lo sabía —dice Bunny.
En la radio se oye una canción que Bunny no puede identificar y de pronto la cosa se pierde por interferencias y Bunny le atiza al aparato, «¡joder!», y entonces empieza a retumbar una apabullante música clásica. Suena como si pregonara el advenimiento de algo que trasciende los límites de lo atroz. Bunny mira la radio con recelo. Se siente acongojado por el modo como parece seleccionar aleatoriamente los programas que quiere emitir y baja el volumen.
—Puta radio —dice Bunny.
—¿Qué? —pregunta Geoffrey.
—La radio del coche se ha... —Bunny oye el lacerante chirrido de la silla y Geoffrey abre una lata de cerveza al otro lado del hilo— jodido.
—¿Vas a venir al despacho, buana? —pregunta Geoffrey.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque tu jefe se siente solo y tengo una nevera repleta de cervezas.
—Primero debo ver qué pasa con la parienta, Geoffrey.
—Pues dale un beso de mi parte —dice Geoffrey eructando escandalosamente.
—Ya —dice Bunny.
—Oye, Bun, una mujer ha llamado al despacho diciendo que es la cuidadora de tu padre o algo así. Dice que tienes que ir a casa de tu padre. Que es urgente.
—¿Y qué más?
—Yo solo soy el mensajero, tío.
Bunny conduce el Punto hasta el patio de Grayson Court, cierra el teléfono y aparca. Sale del coche con el maletín de muestras y la chaqueta sobre el hombro. Se han formado círculos de sudor bajo las mangas de su camisa color amarillo canario (se puso una limpia después de follarse a River) y al cruzar el patio percibe una tensión familiar y no del todo desagradable en la entrepierna.
«Quizá, solo quizá», canturrea para sí pensando en su esposa y palpándose el bucle untado y coqueto que se le enrosca sobre la frente.
Entra en el portal y se lanza escalera arriba por los peldaños de hormigón. A la altura del primer piso se cruza con una jovencita que viste una exigua minifalda color penicilina y una camiseta blanca que dice A LA MIERDA LOS CRÍOS. Un granuloso catorceañero con mugrientos pantalones grises de chándal va adherido a su cara. Bunny atisba sus pezoncitos erguidos bajo el tejido elástico y se inclina sobre su garganta.
—Cuidado, Cynthia, que ese perrito parece infectado —dice.
El chico, cuerpo lácteo, vientre bien trabajado y manto de acné sobre los hombros, suelta:
—Lárgate, hijoputa.
Bunny suelta unos ladridos.
—¡Guau, guau, guau! —insiste asomándose al hueco de la escalera mientras sube los peldaños de dos en dos.
—¡Ven aquí, gilipollas! —dice el chico crispando el rostro y amagando con perseguirlo.
—No pasa nada, déjalo en paz —le dice la jovencita llamada Cynthia.
Luego descubre unos largos dientes con aparato que, como una sonda lunar o una lamprea, se hunden ávidamente en el cuello del chico.
Bunny se escarba el bolsillo buscando la llave mientras avanza por el corredor hacia su apartamento. La puerta luce el mismo color amarillo canario que su camisa, y a Bunny le centellea brevemente la figura de Libby, diez años antes, con unos Levis y unos guantes de goma amarilla, agachada para pintar la puerta y sonriéndole mientras se aparta del rostro un mechón de pelo con el dorso de la mano.
Cuando abre la puerta, el interior está oscuro y le resulta extraño. Nada más entrar suelta el maletín de las muestras y trata de dejar la chaqueta en un colgador metálico que ya no está. Lo han arrancado. La chaqueta cae al suelo como una masa negra. Le da al interruptor de la pared pero nada sucede, y ve que han quitado la bombilla del techo. Cierra la puerta. Da un paso y, a medida que sus ojos se acostumbran a la oscuridad, observa confundido un desorden mayor. Hay una lámpara encendida cuyas borlas proyectan una sombra de ángulo improbable. Bajo esa luz incierta y pálida ve que han cambiado los muebles de sitio: su sillón, por ejemplo, está castigado de cara a la pared como un niño travieso y sepultado bajo un cargamento de ropa; el armario de madera contrachapada está tumbado y tiene tres patas quebradas; de la cuarta cuelgan dos calzoncillos de Bunny como banderas lastimosas.
—¡Madre mía! —exclama Bunny.
Sobre la mesa del salón hay una pila imponente de cajas de pizza y unas doce cocacolas de dos litros sin abrir. Bunny empieza a comprender poco a poco que es su ropa, en particular, la que ha sido desperdigada por toda la casa. Se percibe un olor agrio y empalagoso que Bunny recuerda vagamente, pero no puede identificar.
—Hola, papá —se oye una vocecita y un niño de nueve años, descalzo y en pantalón corto azul, sale repentinamente de las sombras enrarecidas.
—¡Hostias, Bunny Boy! ¡Me has matado del susto! —dice su padre volviéndose a un lado y a otro—. ¿Qué ha pasado aquí?
—No lo sé, papá.
—¿Cómo que «no lo sé»? ¿No vives aquí? ¿Dónde está tu madre?
—Se ha encerrado en su habitación —dice Bunny Júnior frotándose la frente antes de rascarse el muslo—. No quiere salir, papá.
Bunny mira alrededor y se siente anonadado por dos pensamientos paralelos. Primero, que el estado del piso es un asunto personal, que se trata de un mensaje (ahora ve que algunas de sus prendas han sido desgarradas o acuchilladas) sobre hechos de los que es en cierto modo responsable. Una indeterminada sensación de culpa, desde los lindes de su psique, asoma por encima de la valla para agazaparse de nuevo. Con todo, su inquietud se ve reemplazada por una realidad más apremiante y angustiosa: el comercio carnal con su señora queda casi totalmente descartado y Bunny está cabreadísimo.
—¿¡Cómo que no quiere salir!? ¡Libby! ¡Lib! —grita encaminándose por el salón hacia el pasillo.
Una caja de chocokrispis ha sido deliberadamente vaciada sobre la moqueta del pasillo y Bunny nota como estallan bajo sus pies. Grita más fuerte, colérico.
—¡Libby! ¡Me cago en la puta!
Bunny Júnior sigue a su padre por el pasillo.
—Hay chocokrispis por todas partes, papá —dice el niño mientras se dedica a pisarlos con sus pies descalzos.
—No hagas eso —dice Bunny; luego sacude enérgicamente el picaporte y grita—: ¡Libby! ¡Abre la puerta!
Su mujer no responde. Bunny acerca la oreja a la puerta y oye un peculiar y agudo sonido vocal procedente del interior.
—¿Libby? —dice quedamente.
Hay algo no del todo extraño en aquel maullido enigmático y forastero, algo tan agobiante que deja caer la cabeza hacia atrás; ve entonces una maraña de serpentinas colgando del portalámparas vacío como las entrañas azul eléctrico de un extraterrestre o algo así. Las señala incrédulo, dice «¿quééé?» y se hinca pausadamente de rodillas.
—Ah, eso lo hice yo —dice Bunny Júnior señalando la instalación—. Lo siento.
Bunny acerca el ojo a la cerradura.
—¡Ajá! —exclama resucitando.
Por el ojo de la cerradura puede ver a Libby de pie junto a la ventana. Increíblemente, lleva el camisón naranja que se puso la noche de bodas y que Bunny no ha visto desde años. Durante un instante efímero recuerda, como en un ensueño, a su mujer recién estrenada que camina hacia él en el hotel de la luna de miel, la tela finísima, casi invisible, del camisón colgando temerariamente de sus pezones inflamados, y debajo la piel fosforescente y la mancha amarillenta del vello púbico, todo velado y bailando ante sus ojos.
Arrodillado entre los chocokrispis, con el ojo en la cerradura e impulsado por una repentina oleada de euforia, Bunny piensa que las posibilidades de un polvo a media tarde pintan sin duda mejor.
—Venga, nena, soy tu conejito —dice, pero Libby sigue sin responder.
Bunny se incorpora y golpea la puerta con los puños.
—¡Abre la puta puerta!
—Tengo la llave, papá —dice Bunny Júnior, pero Bunny lo aparta, se echa unos pasos atrás y embiste contra la puerta.
—¡Papá, tengo la llave!
—¡Quítate de en medio! —dice Bunny entre dientes, y esta vez acomete como un loco, con todas sus fuerzas, resoplando por el esfuerzo.
Pero la puerta sigue sin abrirse.
—¡Joder! —grita contrariado, y se deja caer de rodillas para mirar enfurecido por el ojo de la cerradura—. ¡Abre la puta puerta! ¡Estás asustando al niño!
—¡Papá!
—¡Aparta, Bunny Boy!
—Tengo la llave —dice el chico sosteniéndola ante su padre.
—¿Y por qué no me lo has dicho? ¡Dios!
Bunny agarra la llave, la introduce en la cerradura y abre la puerta del dormitorio.
Bunny Júnior entra con su padre. Ve que dan los teletubis, aunque el diminuto televisor portátil está en el suelo junto a la ventana. El muñeco rojo, que se llama Po y lleva una antena circular en la cabeza, dice algo con una voz que el chico es incapaz de comprender. Sin desviar la mirada del monitor, el chico nota que su padre ha dejado de moverse y percibe un borrón de calma anaranjada en la esquina de su campo visual. Oye que su padre suelta la palabra «¡joder!», pero es un murmullo estupefacto, y decide no levantar la vista. En vez de eso mira la moqueta y al hacerlo se da cuenta de que tiene un coco pop metido entre los dedos de su pie izquierdo.
Bunny vuelve a susurrar una maldición y se lleva una mano a la boca. Libby Munro cuelga de la reja con su camisón naranja. Los pies reposan sobre el suelo y las rodillas están dobladas. Ha empleado su propio peso para ahorcarse en cuclillas. La cara muestra el color púrpura de una berenjena o algo así. Bunny piensa fugazmente, mientras aprieta los ojos para extirpar ese pensamiento, que sus tetas tienen muy buen aspecto.