Primera edición: marzo de 2012
Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
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© María Dolores García Pastor, 2012
© del prólogo, Care Santos, 2012
© de la presente edición, 2012, Editorial Alrevés, S.L.
© de la ilustración de la portada: Judith Lloret Lansaque
© de la foto de la solapa: Desi Estévez
Printed in Spain
ISBN: 978-84-15098-50-8
Diseño de portada: Mauro Bianco
Impresión:
Liberdúplex
Conversión Digital: O.B. Pressgraf, S.L.
Roger de Llúria, 24
08812 Sant Pere de Ribes
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Per al Robert, l’home que em va donar la Lluna
Per a la Lluna, perquè tot el meu univers gira al seu voltant
Escribir un libro es desnudar el alma y, me parece a mí, algo mucho más íntimo que dejar al descubierto el cuerpo. Llegados a este punto de intimidad, querido lector, he de hacerte una confesión: yo solo he escrito la historia, que se haya convertido en este libro es mérito de la profesionalidad y la generosidad de muchas personas a las que quiero aprovechar este espacio para reiterarles, una vez más, mi agradecimiento.
Agradezco a Esther Gassol Ventura que abriera las puertas del Café de la Luna. A Judith Lloret Lansaque que lo haya decorado tan maravillosamente. A Care Santos que me regalara la puerta de entrada. A Desi Estévez y a Victor Puig que consiguieran hacerme sacar bastante digna en las fotos. A Carlos Hugo Asperilla que siempre haya creído en mí más que yo misma, y que esté ahí para apoyarme y compartir. A Montse Bru que, tras el reencuentro, me pone una y otra vez sus inyecciones de optimismo. A Josep Forment, mi editor, por su determinación y nuestras charlas en «la oficina». A todo el equipo de profesionales de Editorial Alrevés del que ya me siento parte. Y a los ochenta miembros (en el momento de escribir estas líneas) de el grupo de Facebook El Café de la Luna, esos cafeteros que han vivido todo este proceso como si fuera algo suyo.
Y por último, pero no menos importante (los postres suelen ser lo mejor), quiero agradecerles a Lluna, Robert, Max y Puça su infinita paciencia, porque saben entender que cuando mamá desaparece por unas horas en la habitación de los libros es porque es una mamá «escritidora» y «leyente». Porque saben aceptar mis rarezas y me siguen queriendo aunque les robe tiempo para perderme en mis historias.
A todos ellos les doy las gracias por formar parte de este sueño.
La Luna, como una flor
en el alto arco del cielo,
con deleite silencioso,
se instala y sonríe en la noche.
Fragmento del poema «La noche» de William Blake
Querida María Dolores,
Me pides unas palabras que acompañen a estas historias tuyas del Café de la Luna. Lo haces, supongo, porque crees que acompañarán bien a tus palabras y aportarán algo a los lectores. Con perdón, lo dudo. Dudo que ningún lector prefiera perder el tiempo en esta introducción mía en lugar de pasar a lo que de verdad importa: el encuentro con la autora y cuanto tiene que contar, que es mucho. A pesar de todo, como me honras con la invitación y con el privilegio de leerte antes que el común de los mortales, te hago caso y entono unas palabras para la ocasión, aunque comprendiendo de antemano a quienes descrean de prólogos e introducciones y decidan saltarse a la torera mi preludio sin darle ni media oportunidad. Sabed, lectores que no me leeréis, lo mucho que os comprendo: yo haría lo mismo. De hecho, yo hago lo mismo casi siempre.
Tenía ganas de contarte, María Dolores, que esta mañana he salido a dar un paseo por las callejas de la Barcelona judía y gótica. Había dormido mal después de leerte hasta muy tarde y quizá por eso las sensaciones que despertó la lectura de tu libro seguían muy vivas aún. Hacía sol en nuestra ciudad. La mañana era tibia y la luz tenía algo de técnica barroca, como si alguien la hubiera tomado prestada de un cuadro de Velázquez o de Zurbarán. He caminado por la calle Avinyó hasta el mar, tratando de saber qué tiene esta ciudad que la hace parecer irreal, un territorio de ficción, cuando al mismo tiempo sabe ser tan carnal y tan verdadera. En el puerto, las gaviotas han dibujado mi hoja de ruta, me ha abrumado tanta claridad y tanta grandilocuencia y he desandado mi camino para regresar a las estrecheces que amo —que amamos—; entonces, de pronto, me he sorprendido dejándome mecer por el arrullo del agua de una fuente, a la sombra de los tilos, y contemplando la puerta de un local como un vórtice: «El Café de la Luna», proclamaba su rótulo, a la entrada.
Nada más empujar la puerta acristalada he tenido la impresión que más que a un café, estaba entrando en una embarcación. Emprendiendo un viaje. El local parecía varado en mitad de la historia y echaría a andar en cualquier momento, con un destino impredecible. Todo el mundo allí parecía acostumbrado a las inclemencias del paso de los años y los siglos. Y también, y eso me ha agradado, a la llegada de extraños que muy pronto dejarán de serlo. He charlado un rato con Miranda, la propietaria, que hoy tenía el día más soñador que nunca. También con Libio, con Berenice, con Manuela y los otros. Hemos hablado de la vida, del paso del tiempo, del amor perdido, de las oportunidades que se van para no volver. No he querido decirles que ya sabía cuanto me estaban contando y tampoco que esos mimbres son, precisamente, la textura rugosa y dulce con que se teje la buena literatura. Tampoco les he dicho que cuanto más se prolongaba la conversación más crecía mi sensación de estar en otro mundo. Uno en que los sueños perdidos son parte de la arcilla con la que se modela la vida. Uno en donde la suavidad de los sentimientos solo es un engaño, porque la corriente submarina siempre nos arrastra y nos lastima.
Me hubiera quedado para siempre en ese café, María Dolores, en TU café. No quiero que me acuses de sensiblera, pero he sido feliz en él, rodeada de tus personajes. Me han preguntado por ti, pero no he sabido darles razón. «Estará por ahí, inventando», ha dicho alguno de ellos (creo que era Libio), «los escritores nos olvidan pronto, nada más inventarnos ya pasan a otra cosa, no son un ejemplo de constancia, que digamos».
No he querido contradecirle, solo apaciguarle un poco: «Pero vosotros quedaréis, amigo», le he dicho, y era sincera, «quedaréis para que otros sueñen a través de vuestros corazones». Y Libio, Miranda y los demás, han sonreído.
Al salir, la plaza me ha parecido otra. La ciudad entera había cambiado. El día era ahora gris y las gaviotas estaban furiosas. «Las gaviotas no soportan la realidad», me he dicho. Y Barcelona a veces se pone demasiado real para quienes amamos su otra cara. La que vive en el café de los sueños, en estas páginas, en tu capacidad de evocación. La que de verdad importa.
Care Santos