SEBASTIÀ BENNASAR (Palma, 1976) es licenciado en Humanidades por la UPF (2009) y Máster en Historiadel Mundo (2011). Periodista, escritor, traductor y agitador cultural, ha desarrollado su actividad principalentre Mallorca, Lisboa (donde vivió entre 2009 y 2013) y Barcelona. Imparte clases de escritura creativa endiversos centros cívicos y desarrolla trabajos de asesoría literaria para diversas editoriales. Investiga sobre lanovela negra y su relación con la historia contemporánea. Ha fundado la revista Bearn Black (bearnblack.com) dedicada en exclusiva a la divulgación del género. Esta es su segunda novela negra en castellano, despuésde El país de los crepúsculos, Alrevés 2016.
En 1972 Jean Neige y su banda preparan el golpe que los tiene que consolidar como uno de los grupos criminales más peligrosos de Francia. Pero hacerse con el control de la mafia en Lyon es un largo camino de sangre que justo han empezado a recorrer y que los conducirá a urbanizar la Costa Brava, controlar la prostitución de media Europa y también el tráfico de hachís, entre otras cosas. La banda, siempre con un pie en sus negocios ilegales y otro en los de dudosa reputación como la construcción, en el 2006 se ve en una encrucijada. ¿Podrá el hijo de Neige, el heredero, mantener el clan en la cima del poder? Con esta historia, inspirada en algunos de los clanes mafiosos franceses que han operado en nuestro país desde los años setenta hasta hoy, el autor se zambulle en lo más profundo del alma humana con una obra clave del género negro contemporáneo.
EL IMPERIO DE LOS LEONES
Título de la edición original en catalán:
L’imperi dels lleons
© Editorial Alrevés, 2017
Primera edición: enero de 2017
Para Josep Forment, siempre con nosotros
Publicado por:
EDITORIAL ALREVÉS, S.L.
Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a
08034 Barcelona
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© Sebastià Bennasar, 2017
© de la traducción, Sebastià Bennasar, 2017
© de la presente edición, 2017, Editorial Alrevés, S.L.
© Ilustración de portada: diddleman
© Diseño de portada: Mauro Bianco
ISBN: 978-84-16328-85-7
Código IBIC: FF
Producción del ebook: booqlab.com
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Para Anna, que siempre ha creído en ella
y que siempre ha insistido para que la escribiera
Para mi amigo Àlex Martín, que se merecía una historia larga
como el diluvio volviendo de Aix-en-Provence
—Son cosas nuestras, ya lo saben: aquí no hay policía,
no hay gobierno, e incluso Dios solo está a veces.
MIA COUTO,
La confesión de la leona
Jean Neige tenía una sola misión. Conseguir la llave que abría la caja fuerte de la sucursal del Crédit Lyonnais. Les había prometido a sus hombres que aquello era cosa suya. Que no tardaría ni un minuto. Localizó el coche del director de la sucursal y le ordenó a Michel Aubriot que lo siguiera con la moto. Cerca, pero sin que sospechase nada. Diez minutos después llegó el semáforo. En la calle de Clemenceau. A Jean Neige le daba un poco de rabia que todas las putas ciudades francesas tuvieran su calle en homenaje a aquel gran hombre, pero era de una gran utilidad. Siempre podías quedar con alguien en la calle de Clemenceau de cualquier poblacho del país. Le pidió a Michel que acercase la moto a la puerta de atrás del coche. Estaban los hijos del director del banco. Un niño y una niña. Diez y ocho años. La madre iba en el asiento delantero. Bajó de la moto, abrió la puerta donde estaba el hijo del director, que antes de poder reaccionar ya se encontró con un revólver en la rodilla. Un segundo más tarde, Jean Neige había disparado. Primera bala. El disparo perforó la pierna, el hueso, se clavó en la tapicería del asiento. El niño se desmayó treinta segundos más tarde. Antes, Jean Neige había tenido tiempo de poner el arma en la rodilla de la niña y de pedirle a su padre que le diese la llave que abría la caja fuerte. El hombre se la dio sin ninguna resistencia. Error. Segunda bala. El director de la sucursal vio cómo el revólver se movía desde la rodilla de su hija en dirección a su cabeza. Se movió. Aquello le salvó la vida. El tiro no fue directo a la nuca, sino que se le clavó por encima de la espalda, muy cerca del cuello, y se hundía hacia algún lugar desconocido de su cuerpo. Jean Neige le pasó la llave a Michel Aubriot, que arrancó la moto y se fue a toda leche. El niño todavía no se había desmayado cuando Jean Neige disparó la tercera bala. La mujer del director del banco impactó contra la ventanilla lateral. No había habido error. El director del banco habría chillado, pero seguramente la segunda bala le había llegado a los pulmones, o a la tráquea, o vete a saber dónde, pero no conseguía articular los sonidos. Jean Neige se sentó al volante del coche. Lanzó al director contra su mujer y arrancó. Condujo hasta un aparcamiento subterráneo cercano a la estación de trenes. Dejó el coche bien aparcado. Entonces vio que el director todavía se movía. Cuarta bala. Esta sí que le atravesó la cabeza. Punto final. Se acercó a la niña.
—Tranquila. No te pongas nerviosa y todo irá bien.
La niña no podía ni hablar. Se había meado encima.
—Bájate los pantalones.
Ella no quería. O no podía. Él se los desabrochó y los bajó hasta los tobillos. Le acercó la pistola a la rodilla.
—Así es mucho mejor, no se te infectará la herida. Mejor dicho, las heridas.
Quinta bala, rodilla derecha. Sexta bala, rodilla izquierda. Jean Neige salió del aparcamiento, tiró el revólver en una bolsa de basura y sacó un billete para Villefranche-sur-Saône. Le sobraron cuatro minutos para llamar a la policía y advertirlos de que había un coche con heridos en el aparcamiento.
Michel Aubriot condujo la moto hasta el lugar de reunión. Tenían una hora antes de que nadie notase que el director no había ido a trabajar. Una hora es mucho tiempo si tienes la llave que abre la caja fuerte. Sería rápido. Entrar, abrir, coger los francos, salir. Michel Aubriot habría seguido a Jean Neige hasta el infierno si se lo hubiese pedido. Y Jean Neige lo sabía. Por eso le había confiado la ejecución del atraco. Cerca del río estaba Sébastien, al volante de un Peugeot 504 con el depósito lleno de gasolina. Lo había robado la noche antes en Grenoble, había conducido hasta el pequeño taller que tenía en las afueras de la ciudad, le había cambiado las placas de la matrícula y lo había dejado en perfecto estado de revista. Era un buen coche. Lástima que, con toda seguridad, acabarían deshaciéndose de él. Se saludaron con un movimiento de cabeza, pero Michel continuó andando. En la puerta del banco estaba Luigi Colomba, que tenía solo diecisiete años. Era hijo de inmigrantes italianos que habían llegado a Lyon huyendo de la miseria y la pobreza de las fábricas italianas. Era joven y suicida, y en toda banda de atracadores que se precie tiene que haber alguien al que le dé igual morir. Dentro, esperando para ser atendido, estaba René. Nadie sabía nada de él. Simplemente era René. No hacía falta preguntar nada más, estaba en la banda desde el principio y si Jean lo quería nadie lo sacaría fuera.
Michel y Luigi entraron en el banco. René dejó la gestión que hacía en el mostrador y encañonó al guardia jurado. Luigi también sacó la escopeta recortada de su bolsa de deporte y disparó al techo.
—Todo el mundo al suelo, esto es un atraco. A los héroes me los como con patatas después de haber meado en su calavera, ¿comprendéis? —El italofrancés acababa de incrementar el repertorio.
A Michel le gustaba la pasión que Luigi ponía en los atracos, su efectismo, como si pensase que los clientes, además de mearse en los pantalones, tenían que poder recordar que habían vivido una escena única. Vete a saber de dónde coño sacaba aquellas frases que soltaba cada vez que cometían un atraco, pero tenía que reconocer que eran de lo más efectivo. Nunca solía haber héroes.
Un minuto más tarde, los atracadores llegaron a la caja fuerte. Los empleados sabían que nadie la abriría si no tenía las dos llaves, y esperaban tranquilos. Hacía falta la que les acababa de dar el apoderado y la del director, que todavía no había llegado. Pero aquellos chavales tenían la segunda llave, y el que parecía ser el jefe llenaba las bolsas con todos los francos que conseguía arramblar. Tres bolsas de deporte, de lona, grandes. Les dio una a cada uno, o como mínimo eso es lo que confesarían aquellos que habían podido ver algo de refilón, porque ante la amenaza de las escopetas recortadas nadie había levantado la cabeza más de un palmo del suelo.
Cinco minutos después de la entrada de los hombres en la sucursal, los atracadores volvieron al Peugeot verde, que salió disparado. Lo dejaron tres esquinas más abajo. Después, se separaron. Se fueron a las habitaciones de buenos hoteles de la ciudad, se cambiaron de ropa, repartieron el dinero en maletines y esperaron. Dos días.
Jean Neige se fue a casa de sus abuelos en Villefranche-sur-Saône. Les había dicho que iría a visitarlos y que, si no tenían inconveniente, se quedaría a pasar el fin de semana. Era viernes y los abuelos estuvieron encantados de tenerlo en casa. Desde que toda la familia había vuelto de Túnez, veían menos de lo que querrían a Jean. Los padres del asesino se habían instalado primero en Lyon y después en Grenoble, pero los abuelos habían decidido invertir el dinero norteafricano en un pequeño negocio de exportación de Beaujolais y por eso se habían quedado en aquel pueblo, desde donde enviaban el vino a Suiza y el norte de Italia. Jean se había quedado en Lyon para cumplir el servicio militar y acabar sus estudios. El abuelo había tenido el detalle de venir a recogerlo a la estación.
—Hola, hola, buenos días. ¿Cómo va todo?
—Muy bien, abuelo. Tienes muy buen aspecto.
—Tú, que me miras con buenos ojos. Me hago mayor a toda máquina.
—Anda ya, no digas eso, si estás hecho un chaval —mintió Neige, consciente de que aquel juego de mentiras, réplicas y contrarréplicas entusiasmaba a su abuelo.
En diez minutos estuvieron en casa. La abuela los esperaba en la puerta.
—Buenos días, rey.
—Hola, buen día.
La casa de aquellos dos viejecitos entrañables que habían currado toda la vida en el norte de África para conseguir su sueño era el refugio preferido de Jean. Solía ir después de los atracos importantes, pero empezó a pensar que a partir de entonces necesitaría otro refugio, una casa solitaria a donde poder ir con tranquilidad. Había cruzado una línea roja con aquellas acciones sumarias y no quería perjudicar a su familia si llegaba el día en que tenía que enfrentarse a la policía. Él no era hombre para ir a la cárcel, o como mínimo no lo era para ir sin antes intentar evitarlo y vender cara su detención. Aprovechó para llamar a sus padres. Se verían todos el domingo en casa de los abuelos para celebrar el cumpleaños de su hermana pequeña. Ya había cumplido los quince.
Jean oyó la noticia del asesinato del director de la sucursal y de su mujer por la radio. Los abuelos no tenían televisor ni querían, preferían la radio e ir al cine de tanto en tanto. Los dos niños sobrevivirían. Cojos pero vivos. Justo después dieron la noticia del atraco. Limpio, sin incidentes. Tres chicos jóvenes. El botín, cuatrocientos sesenta mil francos. No estaba nada mal. Lo dividirían como siempre. Una tercera parte para él, que por algo había conseguido todos los datos. Una tercera parte para el bote común de gastos. Y otra tercera parte repartida entre cada uno de los otros miembros de la banda. Hizo un cálculo rápido. Unos treinta mil dólares para él. Jean Neige siempre pensaba en dólares. O en marcos alemanes. O en libras esterlinas. Monedas fuertes que hacían que los atracos valieran la pena. En los últimos dos años había conseguido ahorrar unos veinticinco mil dólares, quince mil marcos y tres mil libras esterlinas, así como unos veinticinco mil francos. Lo tenía todo diversificado. Los dólares en un banco de Andorra, los marcos en Suiza, las libras en un banco de Milán y los francos en dos cuentas francesas. Tal vez había leído demasiadas novelas de espionaje, pero Jean Neige tenía claro que no puedes tener todos los huevos en el mismo cesto. Se acaban rompiendo.
—El mundo está cada vez peor, ya no sé dónde llegaremos.
La voz de la abuela lo devolvió a la realidad. Él sí que sabía dónde llegarían. Donde él quisiera. Salió a dar una vuelta por Villefranche-sur-Saône. Los abuelos le habían hecho un encargo: querían cambiar la puerta del garaje. Él se encargaría aquel fin de semana, pero necesitaba algunos materiales. Aprovecharía para comprar el periódico y buscar en los anuncios clasificados si se vendía alguna propiedad que le pudiese ser útil. Necesitaba un piso franco y ahora tenía suficiente dinero como para poder comprarlo al contado. Aunque, pensándolo bien, lo mejor que podría hacer era comprar algo en un pueblo pequeño. Volvió a casa con todo el material. Por la tarde irían con el abuelo a buscar la puerta que necesitaban. Después de comer, Jean se echó un rato con el periódico en las manos. Y encontró lo que quería, una pequeña casa en Saint-Nizier-le-Désert. Allí donde san Pedro perdió las sandalias. Ideal. Tenía suficiente dinero en el banco para pagar la entrada y una parte importante de la casa. Y podía pedir un préstamo poniendo como aval los dólares de la cuenta andorrana. Sí. La semana siguiente se encargaría de ello. De momento llamaría a los propietarios e iría a ver la casa. Al día siguiente.
Cuando el martes se encontró con el resto de miembros de su banda, Jean Neige ya era el feliz propietario de una casa de piedra en medio del pueblo de Saint-Nizier-le-Désert. La situación era perfecta, un lugar donde todo el mundo lo pudiese ver que sirviese para justificar que pasaba allí muchas temporadas. En poco tiempo todo el mundo sabría o pensaría que Neige era un joven propietario que trabajaba en Lyon pero que siempre que tenía la oportunidad iba al pueblo porque le gustaba el ambiente y porque cultivaba unos tomates espectaculares, algo que sin duda pensaba hacer, porque uno de los sueños de Jean Neige siempre había sido tener un pequeño huerto y una casa propia en la que poder descansar con tranquilidad y donde poder plantar verduras que tuviesen gusto de verduras y no las mierdas que compraba en los mercados. Incluso, si las cosas iban bien, acabaría sus estudios de Periodismo.
Neige se había matriculado en la universidad para tener la posibilidad de conocer más de cerca a las clases dirigentes de la ciudad, pero al final le había pillado el gusto al periodismo y muchos días iba a clase por puro placer. Y eso que se había matriculado porque había visto que era la carrera en la que había más chicas matriculadas después de Magisterio —se había planteado apuntarse, pero Neige no tenía alma de profesor— y sobre todo porque había una que le interesaba especialmente: Julliette Leonard, la hija pequeña del general Leonard, que había estado destinado en Argelia y que al volver había decidido alejarse de los ambientes de expatriados de Marsella y de Perpiñán e instalarse algo más al norte, en el Lyon familiar. Julliette Leonard era la personificación perfecta de la belleza, y a pesar de saber que era un objetivo casi imposible para un atracador de bancos reconvertido en universitario, le gustaba pensar que durante nueve meses al año empezaría el día viendo su sonrisa y, en verano, sus piernas perfectas. Eran motivos más que suficientes para matricularse en la facultad.
Hacía ya nueve años que Jean estaba en la Francia europea. Para él, el general De Gaulle era un tipo miserable que los había traicionado y que se cagaba en los pantalones cada vez que los moritos montaban alguna. Por eso en su banda no había ni árabes ni negros. El medio italiano de Luigi era la máxima concesión a la multiculturalidad que pensaba hacer. Siempre acababan discutiendo sobre lo mismo, con la banda, en Chez Bruno, el local de la calle de Émile Zola en el que se juntaban durante horas y horas para beber cerveza mientras iba pasando el tiempo.
—Os digo que no, que no ficharemos a ningún negro y mucho menos a ningún árabe hijo de puta. Lo haremos nosotros solos, como siempre.
—Pero, Jean, si ahora mismo son los putos amos.
—¿Los putos amos de qué? ¿De trapichear con heroína y hachís? ¿Los putos amos de qué? ¿De algunas putas que no nos follaríamos nunca porque no hay nada como follar con una francesa? ¿Los putas amos de qué? ¿De los atracos a gasolineras y tiendas? Seamos serios, señores, somos atracadores de bancos, nuestro modelo es John Dillinger, no los jodidos Bonnie y Clyde en versión musulmana. Coño, que les llevamos la civilización y quisieron sacarnos de nuestra propia casa. No, señores, nosotros tenemos que ser sus putos amos.
Cuando Michel Aubriot le hacía notar que con aquellos planteamientos se acercaba bastante a las ideas supremacistas y raciales de Hitler, Jean se encendía. Una vez casi habían llegado a las manos porque él solo odiaba una cosa mucho más profundamente que a los árabes: los alemanes.
—Por su culpa y por Alsacia y Lorena dejamos de ser un imperio. Por culpa de estos hijos de puta, en la Primera Guerra Mundial perdimos una generación perfectamente formada de jóvenes como nosotros en las trincheras; por su culpa entramos en decadencia después de la Segunda Guerra Mundial. No sabes lo que dices. Mi abuelo estuvo en Verdún y mi padre en las Ardenas. No me digas que me parezco a un puto nazi porque si vuelves a decirlo tendré que matarte con mis propias manos para limpiar el honor de mi familia. Yo quiero Francia para los franceses, y a los alemanes, empalados a cuarenta grados bajo el sol africano.
Michel Aubriot aprendió muy rápido que sobre aquel tema no se podía discutir con su jefe, que tenía un cerebro sucio para la política, pero que a la vez era un genio preparando los golpes y los asaltos, y eso era lo que importaba. A Michel Aubriot no le interesaba la política, le interesaba el dinero. Había nacido en Lyon hacía veinticinco años y hasta que no conoció a Neige siempre había sido un pelacañas. Eso sí, tenía los dedos más rápidos de la ciudad y una flor en el culo. Había días que levantaba más de diez carteras y nunca lo habían atrapado. Tal vez contribuía el hecho de ir siempre bien vestido, con corbata y bien peinado, y con un libro en las manos. A Aubriot leer le volvía loco, era totalmente omnívoro en sus lecturas y había descubierto que nadie desconfiaba de un tipo que llevaba un libro en las manos y vestía decentemente, a excepción de si el libro era de un escritor comunista o de un escritor simpatizante con el mayo del 68, pero a él le gustaban los clásicos, y llevar libros de Flaubert bajo el brazo aún otorgaba un aire de distinción.
Después del atraco, Michel había cogido una parte de su dinero y se había escabullido en un pueblecito de los Alpes donde iba a leer y escribir. Siempre alquilaba una habitación en el mismo hostal y llegaba en autobús. En el pueblo se había granjeado una fama de escritor pobre que se dedicaba a las traducciones y a las pruebas de estilo para pequeñas editoriales francesas cuyo milagro era su propia existencia, pero, en realidad, lo que hacía Michel era encerrarse allí arriba con su máquina de escribir portátil —un regalo de su padre— y escribía algunos relatos breves que después iban llenando los cajones de su casa. Siempre había pensado que nunca llegaría a ser novelista, porque dos o tres días después de los golpes ya tenía ganas de volver a Lyon. Su refugio alpino era sensacional para aquellas pequeñas escapadas. También pasaba allí dos semanas en agosto, cuando el calor se hacía insoportable y decidía evadirse en aquel pueblo de muros de piedra de más de un metro de grueso. Su sueño era invertir el dinero de los robos en una librería.
—Pero te morirás de hambre, lo primero que la gente roba son los libros.
—No me preocupa.
—¿Por qué?
—Porque en la siguiente esquina les robaré la cartera.
Michel había sido la última incorporación a la banda, que así ganaba un intelectual. Jean estaba encantado, porque tenía una gran capacidad de imaginación y eso era una auténtica suerte. Luigi Colomba y René ya formaban parte del grupo primigenio de Jean Neige, conocido y perseguido por la policía con el nombre de los quemadores, recuperando el nombre de la mítica banda francesa que entre 1905 y 1908 llegó a la portada de Le Petit Journal como los enemigos públicos número uno de Francia. Los miembros originales metían los pies de sus víctimas en la chimenea para obligarlas a confesar dónde tenían el dinero y después las mataban. Ellos habían sofisticado el método y, armados con pasamontañas y soplete, también quemaban los pies de sus víctimas, generalmente payeses ricos de la zona vinícola, para que confesasen dónde estaban el dinero y las joyas. A partir del cuarto asalto, como la fama les precedía y quien más quien menos había leído la prensa o había visto en los informativos locales las horribles acciones de sus quemaduras, que en dos de las víctimas había comportado la amputación del pie, ya no les hacía falta continuar torturando. Al verlos y saber que eran ellos, nadie ponía problemas en los atracos y nadie se hacía el héroe.
Luigi se había fugado del reformatorio con solo trece años y nunca más lo habían vuelto a poner entre rejas. No se sabe bien cómo lo detuvieron, pero sí que había matado al padre con un cuchillo de cocina después de que este le hubiese propinado la enésima paliza a la madre. El niño se lo había prometido antes de cumplir con la amenaza: «Si vuelves a tocarla te mataré y no será rápido. Sufrirás por todo lo que nos has hecho». Efectivamente, lo apuñaló y estuvo regodeándose durante horas. Primero le amputó todos los dedos de las manos, luego le vació los ojos y le cortó las orejas. Solo al cabo de diez horas lo remató. Su madre nunca se recuperó de la impresión de haber traído al mundo a semejante monstruo.
El niño se entregó y dos meses después ya se había fugado del reformatorio y se había dedicado a prostituirse con hombres y mujeres a los que después les robaba hasta el último céntimo. Trabajaba por el centro de la ciudad y una vez que un macarra se le acercó para darle a entender que estaba espantando a los clientes de sus chicas, Luigi, en un movimiento rapidísimo, se sacó la navaja del bolsillo y se la clavó en los huevos. Un segundo después había marcado la cara de la prostituta en ambas mejillas y volvía hacia el macarra, al que destripó en medio de la calle. Tenía un problema compulsivo con la violencia, era una especie de vampiro sediento de sangre, el perfecto psicópata sin ningún tipo de miedo a la muerte que necesitaba Jean Neige. «Es la única persona que me comprende y que me quiere», había llegado a decir alguna vez de su jefe. Jean lo había recogido de la calle poco después del asunto del macarra. Al chico le convenía quitarse de en medio y él le ofreció refugio. Al fin y al cabo, había matado al hombre que lo había traicionado para hacerse con el control de una parte de la prostitución. Y ya se sabe el dicho: los enemigos de mis enemigos son mis amigos, y más si son menores, desvalidos, necesitan un refugio durante una temporada y tienen algo de carácter psicópata, ideal para una banda de atracadores.
René era simplemente René. Había sido él quien había tenido la idea de coger el soplete para quemar los pies de sus víctimas y normalmente era él quien se encargaba de usar el aparato. René y Neige habían ido juntos al colegio después de volver de Argelia, el primero, y de Túnez, el segundo, y allí se habían hecho inseparables. René no era un estudiante brillante, nunca lo había sido, pero Jean Neige lo ayudó todo lo que pudo a pasar de curso en curso. Los motivos continúan siendo un misterio, pero parece ser que tenía algo que ver con un cierto ideal de justicia. El padre de René era militar y había muerto en la guerra de Argelia, y él arrastraba toda la miseria de una casa en la que siempre faltaba de todo a pesar de los esfuerzos de la madre por salir adelante. La leyenda decía que incluso se prostituía en su casa en algunas horas concertadas mientras el hijo estaba en la escuela y que este era el motivo real por el que Jean Neige se había hecho amigo suyo: había follado con la madre y después había decidido proteger al hijo. Lo cierto es que Neige había dejado sin respiración a un chico mayor que estaba metiéndose con René en el patio. Había sido una reacción instintiva: un puñetazo bien dirigido al plexo solar que había doblado al abusador por la mitad y que había acabado con una situación que se prolongaba. René le mostró su agradecimiento enseñándole a robar en los supermercados. En aquello sí que era realmente hábil y sensacional. Y siempre le dijo que no era un truco ni un talento, solo un aprendizaje. «Para saber cómo hacerlo solo hay una escuela posible: tienes que haber pasado hambre.»
Poco a poco aquel ladrón de pacotilla había ido desarrollando una auténtica pasión por el dinero, solo comparable a las ansias de venganza que esgrimía cuando cogía el soplete y empezaba a quemar los pies de sus víctimas. Había un odio brutal, de clase, un odio que concentraba toda la pobreza del mundo en la llama del soplete y que lo hacía temible. René no tenía absolutamente nada que perder y todo un mundo del que vengarse.
Sébastien era el quinto miembro de la banda. Necesitaban un conductor experto para la mayoría de huidas y, aunque todos los demás podían conducir sin problemas, solo él había sido campeón juvenil de rallies, hasta que en una caída por una pendiente murió su copiloto y él estuvo tres meses en coma. Aquello puso punto final a una trayectoria prometedora. Por suerte el seguro cubrió buena parte de los gastos de su recuperación y le pasaba una pensión cada mes, pero Sébastien había descubierto que la vida no era nada interesante sin emociones fuertes y por eso hacía carreras de máxima velocidad contra los policías, a los que siempre burlaba. Jean Neige lo había conocido cuando era el conductor en un trabajo que les habían encargado, un robo para la extrema derecha francesa en el que ambos sacaron un buen pellizco y el inicio de una sólida amistad que había acabado con la incorporación de Sébastien a la banda.
—Chico, estoy con vosotros, pero ya sabes que no me gustan los contratos de exclusividad.
—Podrás trabajar con quien tú quieras mientras tengas el pico cerrado y nuestra actividad sea tu primera prioridad.
—Así me gusta, alguien que habla claro.
—Siempre te he hablado claro, Sébastien.
—Tienes razón.
La charla la habían tenido al lado del río, con una cerveza helada en la mano y la perspectiva de las chicas del instituto que ya iban en falda y camisa, tal vez porque las monjas no habían pensado hasta qué punto resultaba provocativo aquel uniforme. Aquel día habían sellado la pertenencia del campeón a la banda y eso se había traducido en una velocidad y una pericia imbatible para poder escapar del lugar de los hechos. Un auténtico seguro de vida en un momento en el que los policías todavía no tenían tantos complejos a la hora de sacar el arma y en el que las palizas eran lo más habitual porque los activistas de los derechos humanos apenas estaban empezando a tocar los cojones con todo aquello de los derechos de los presos. Aquel día Sébastien lo había vuelto a hacer, los había sacado de la zona conflictiva en un abrir y cerrar de ojos, mucho antes incluso de que la policía hubiese recibido el aviso del atraco. Ni siquiera habían tenido que correr. Se habían ido como unos ciudadanos honrados y como a tales los había dejado en sus hoteles el piloto frustrado, unos hoteles que abandonaron rápidamente pero en los que había un registro de entrada por si las cosas no salían bien, y donde, si hacía falta, algunas prostitutas jurarían que habían estado con ellos follando a la hora del atraco. Hasta el martes no volverían a verse todos juntos, así que él también desapareció, y la mejor manera fue perdiéndose entre la masa de los estudiantes de Ciencias Económicas de la Universidad de Lyon. Siempre era bueno saber dónde podías invertir y qué podías hacer con la pequeña fortuna que estaban consiguiendo. No siempre serían jóvenes y era necesario mover bien el dinero para cuando lo de los atracos dejase de ser rentable. Y si bien podía pensar en invertir una parte en algún bar o restaurante o en un taller de reparaciones de coches, aquello no dejaban de ser soluciones pequeñas y Sébastien siempre miraba a lo grande. Algún día tendría su propia inmobiliaria e invertiría parte de los beneficios en descubrir nuevos talentos del mundo de la conducción. Quién sabe si incluso podría llegar a tener un pequeño equipo de pilotos de categorías inferiores. Por eso pensaba que una licenciatura no le podía venir nada mal. Además, la universidad era un buen lugar para conocer chicas interesantes con ganas de labrarse un futuro por sí mismas.
Cuando se recibió el aviso del atraco, Jean Paul Didier tuvo muy claro que aquello solo lo podían haber hecho los chicos a los que buscaba desde hacía dos años. Lo que no esperaba es que esta vez el atraco se complementase con el director y su mujer muertos y los hijos heridos en las piernas. No era la primera vez que la banda utilizaba la violencia en sus atracos a bancos, pero era el primer asesinato a sangre fría que cometían y aquello inauguraba un nuevo proceso, un nuevo comportamiento que se tenía que segar de raíz. Lo que pasaba es que eran como unos fantasmas, casi invisibles. Llegaban y en cinco minutos atracaban un banco, antes de cualquier tipo de capacidad de respuesta por parte de la policía ni de la seguridad privada que los vigilaba. Siempre actuaban igual: sin huellas, con los testigos siempre tan confundidos que ni siquiera podían hacer un retrato robot de los asaltantes. El policía decidió ir directamente con sus hombres al aparcamiento donde habían encontrado el coche con el banquero muerto.
—Esta vez tus chicos la han liado parda. —La voz del director Lemaitre resonaba en la estancia con un tono metálico, tan desagradable como la sangre de las encías al reventar de casualidad cuando te lavas los dientes.
—¿Qué te hace pensar que son ellos?
—Que el atraco al banco solo se podía hacer con la llave de la caja que tenía el director y que misteriosamente tenían los asaltantes. Eso quiere decir que lo sabían, conocían las medidas de seguridad, y que primero se han cargado al director y su mujer y después, con esta llave más la que han conseguido allí mismo, han vaciado la oficina. También podría ser que lo hubiesen hecho en paralelo, que una parte del grupo atracase el banco con la llave conseguida y que después alguno de ellos se dedicase a esta matanza. Siempre decías que los chicos estaban a punto de dar un salto cualitativo.
El panorama no era precisamente el mejor. Había restos de la cabeza de la mujer incrustados en la ventanilla del lugar del copiloto, un charco de sangre en los asientos delanteros y los dos cuerpos, que todavía esperaban a que alguien dictaminase que se los podían llevar. Los dos niños estaban en el hospital, en cirugía, para ver qué se podía hacer con sus piernas.
—Enseguida que estén en disposición de hablar nos lo harán saber, pero no creo que hayan visto nada especial. Esta vez los chicos se han pasado de la raya. Ahora ya no son una banda de ladrones, ahora son una panda de asesinos.
Jean Paul Didier no dijo nada, pero pensó para sí mismo que si para el director un sinónimo de salto cualitativo en el mundo del crimen suponía dejar a dos niños cojos y huérfanos, todos ellos tenían la escala de valores atrofiada. Tal vez habían vivido demasiadas cosas y estaban empezando a insensibilizarse. Al fin y al cabo, solo eran dos muertos. En Argelia había sido todo mucho peor. Como mínimo aquí no había aquellas moscas asquerosas que llegaban al cadáver en los primeros treinta segundos. Lo que más le jodía era que el director dijese que aquellos eran sus chicos. El inspector y su equipo estaban convencidos de que los atracadores eran los mismos que los quemadores; simplemente, en los últimos tiempos, se habían sofisticado y habían dado un salto adelante. Ahora empezaban a ser un grupo mucho más peligroso, más organizado y que no dudaba en matar para conseguir sus objetivos. Seguramente debían de empezar a pensar que eran invencibles. Tenían la euforia de la sangre y de la adrenalina. Sabía que cuando saliesen en las noticias del mediodía, aquellos delincuentes que perseguía desde hacía dos años se habrían convertido en el principal objetivo a batir de aquella República que vivía tranquila después de las concentraciones revolucionarias de unos cuantos años antes que se habían ido desinflando por sí solas. Ya no eran unos chavales de provincias que se dedicaban a quemarle los pies a los propietarios rurales, por mucho que alguno hubiese acabado sin los miembros. Ahora eran unos asesinos. Y ninguna prueba ni nada podía vincular unos hechos con los otros, pero aquel policía que lindaba la cincuentena y el límite del sobrepeso estaba del todo convencido de que eran los mismos. Y tal vez por eso los admiraba un poco, porque tenían esa capacidad de adaptación que ellos no poseían. «Los criminales siempre van por delante de nosotros. Son más atrevidos, más audaces y tienen menos miedo. Caen porque nosotros trabajamos más que ellos, somos más que ellos y no siempre son tan perfectos como se creen, por eso si esto fuese un curso de Ciencias Económicas, ellos representarían a los inversores de riesgo y nosotros los valores tradicionales.»
La frase se la habían soltado en uno de esos cursos de formación y reciclaje a los que les obligaban a ir de vez en cuando. Y tal vez en todos aquellos años había sido la única verdad que había oído en aquellas sesiones aburridas que muchas veces impartían tipos que jamás habían pisado la calle y que no habían tenido que enfrentarse nunca con los delincuentes cara a cara. Putos burócratas de despacho que tenían razón en aquello: los ladrones caían porque los polis eran más y curraban más. Y por sus errores. De momento, la banda que él perseguía no había cometido ninguno. Ya llegaría.
Dejó a dos de sus hombres en el aparcamiento y se fue hacia el banco. Al llegar, el panorama era tan desolador como siempre. Nadie les había visto la cara —llevaban pasamontañas— y solo una persona aseguró que había uno que tenía acento de las posesiones africanas perdidas.
—¿Qué quiere decir con eso, señor?
—Que como mínimo uno de los atracadores nació en Argelia o en Túnez.
—¿En qué se basa?
—Mire, soy filólogo. Profesor Martin, de la Universidad de Lyon. Soy especialista en dialectología y me fijo en estas cosas.
—Muchas gracias. Es una primera pista.
Como mínimo eso es lo que le dijo Jean Paul Didier al profesor. Le agradeció el espíritu de colaboración procurando disimular el asco que le había provocado aquella pose de intelectual que nunca había roto un plato, aquella manera de dar la mano como si fuese una pescadilla hervida, un sin alma. Pero era verdad que aquel detalle lingüístico era una primera pista. De todas maneras, buscar a alguien de veintipocos nacido en las colonias en Lyon era como buscar una aguja en un pajar. A pesar de que era mejor eso que nada. El policía concluyó que aquella pertenencia geográfica podía explicar muchas cosas, no tenían miedo de la violencia y por eso les daba igual matar. Habían vivido el horror en sus propias carnes y lo habían perdido todo, empezando por aquello que durante mucho tiempo habían llamado casa. Los entendía perfectamente. Él también había perdido la suya.
A los hombres de Didier se les avecinaba mucho trabajo, o muy poco, dependía del prisma. Se tenía que tomar declaración a toda la gente que estaba en el banco y se tenían que buscar todas las pistas posibles, pero antes de empezar ya sabían que sería un trabajo prácticamente inútil, que no conseguirían nada. Confiaban en tener algo más de suerte cuando pudiesen entrevistar a los dos niños heridos. Pero eso no sería hasta el día siguiente. Cuando finalmente pudieron hablar con ella —el chico había perdido la pierna en una operación que se había complicado mucho más de lo previsto—, la hija del director asesinado solo pudo explicar pequeños detalles: el atracador llevaba un revólver, tenía veintipocos años y una voz muy agradable, y medía poco más de un metro ochenta. Aquello y nada era prácticamente lo mismo: buscaban una banda de como mínimo cuatro personas, una de ellas nacida en Argelia y otra —o tal vez la misma— con una voz muy agradable que medía más de un metro ochenta. El inspector estaba furioso. No tenía nada y además a los de arriba se les estaba empezando a terminar la paciencia. Porque sí, hasta que a alguien se le ocurriese hacer otra animalada que lo superase, sus «chicos», como los había bautizado el director, ya eran los delincuentes más buscados del país, los enemigos a batir. Estaba seguro de que aquello es lo que intentarían los otros policías cuando se los encontrasen: abatirlos sin dar demasiadas explicaciones y así conseguir grandes titulares y la sensación para la opinión pública de que en Francia los crímenes no tenían impunidad. Por eso mismo a los quemadores les convenía mucho más que fuese Jean Paul Didier quien los encontrase que no cualquier otro policía con ganas de ascensos y condecoraciones. Claro que eso no lo sabían. Ellos se creían inmortales.
El martes se encontraron en Chez Bruno, el local de siempre, al lado del río, rodeados de jóvenes estudiantes como ellos. Todo había salido a pedir de boca. No había vacilaciones en la banda. No tenían ningún remordimiento, si hacía falta matar, mataban. Preferían no hacerlo, pero no dudaban ante la posibilidad de tener que hacerlo. Jean se presentó a la reunión con una idea sobre la mesa.
—He pensado que deberíamos comprarnos una casa con el dinero que tenemos ahorrado.
—¿Qué quieres decir?
—Un lugar que sea solo del grupo, nuestro, un refugio, que pase desapercibido y donde podamos preparar los golpes, guardar el material y esperar las razias de la policía, una especie de santuario.
—Pero ¿por qué deberíamos hacer algo así?
—Porque ahora tenemos que crecer. Tenemos que convertirnos en los putos amos de todos los negocios que conozcamos.
—Para el carro. ¿Qué nos estás proponiendo, Jean?
—Michel, sabes que este golpe no ha estado mal, que hemos ganado bastante dinero. Esto empieza a funcionar de verdad.
—Sí.
—Ahora tenemos que crecer, no podemos quedarnos parados.
—¿Y qué cojones tenemos que hacer, según tú?
—Tenemos que continuar con los atracos, pero tenemos que invertir el dinero en otros negocios. Amigos míos, tenemos que controlar las putas, esta es la clave de la verdadera pasta gansa. Y tenemos que controlar las drogas. Tenemos que hacer unos cuantos atracos grandes, como el último, y luego tenemos que hacernos con el control de la calle. Tenemos que ser los putos amos. Tenemos que construir un imperio.
—Ya, pero ¿cómo lo haremos? La competencia es muy dura, no nos dejarán entrar de cualquier manera. ¿Cómo conseguiremos las chicas? ¿Y la mierda? Joder, yo solo soy un puto conductor de coches. El chófer de cuatro locos que se dedican a atracar bancos.
—Sébastien, tú eres mucho más que eso.
—¿Qué quieres decir?
—Que tú serás la puerta de entrada de nuestros clientes. Necesitamos a la gente que se fía de ti, tú eres su campeón. Y te necesitamos al cien por cien con nosotros. Ahora ya no vale jugar a la vez para muchos equipos, alquilar tu talento al mejor postor. Por eso necesitamos una casa, para la logística.
—¿Y cómo conseguiremos a las chicas?
—No te preocupes por esto, se las robaremos a la competencia. —Michel Aubriot se acabó la cerveza de un trago—. Se trata de ser unos auténticos hijos de puta, ¿no? Pues empezaremos una guerra que nadie podrá parar. A las chicas de la calle les ofreceremos un porcentaje mayor por sus servicios y mejores condiciones y todas querrán venir con nosotros. Pero además empezaremos a ofrecer otros servicios con otras chicas, prostitución de mayor categoría, en pisos particulares, con chicas universitarias. Se trata de reducir nuestros márgenes de beneficio para compensarlos de otras maneras. No pongáis cara de gilipollas. No se trata de tener pocas chicas muy explotadas en condiciones inhumanas en la calle, sino muchas chicas felices que ocasionalmente se prostituyen en pisos con el máximo confort, todas trabajando para nosotros. Tenemos que protegerlas, eso sí, pero tenemos que eliminar a la competencia. Mantenemos el precio de los servicios en la calle, les damos más margen, pero ganamos más dinero porque tenemos el margen de todas las chicas, o de casi todas las de la calle, y además abrimos un negocio nuevo de mayor categoría.
—Coño, Michel, a veces pienso que Dios existe y que hizo el puto milagro de que nos conociésemos.
—Pero ¿sabéis lo que estáis diciendo? Abriremos una guerra con todo el mundo, nadie podrá vernos, pondrán precio a nuestra cabeza en la calle.
—Por eso nos hace falta un búnker, mucho dinero y unos cojones como un templo. Porque después de las putas iremos a por la droga.
—La mafia no nos lo consentirá, este es su territorio. Lo de las putas les dará igual, pero si les tocamos los negocios buenos nos buscaremos muchos problemas.
—La mafia, Luigi, nos dejará hacer lo que queramos.
—¿Por qué?
—Porque ganarán su parte. Les haremos ganar tanto dinero que solo podrán estar con nosotros. O porque ganaremos tanto dinero que la mafia seremos nosotros.
Pascal Neige flotaba haciendo el muerto mar adentro. Desde allí, L’Escala se mostraba en toda su plenitud: la parte vieja del pueblo, las nuevas construcciones, las urbanizaciones, el puerto sobredimensionado al que muy probablemente la población le debía su nombre. Más lejos estaban las ruinas de Empúries y después el pueblo medieval de Castelló d’Empúries, con sus playas. También, si se esforzaba, podía intuir el cámping que tanto le molestaba, tal vez porque era uno de los buenos negocios que la familia no controlaba, en el que no tenía participación. El agua estaba fría, apenas estaban a principios de junio y Pascal no estaba solo. Marcel Taulet era el único que le había seguido el ritmo y había aguantado aquella entrada en las profundidades marinas y ahora también descansaba haciendo el muerto. El agua estaba cada vez más fría, tal vez porque habían avanzado mucho o tal vez porque habían parado de nadar y ahora empezaban a notar cómo las agujas se clavaban en su piel. De todas maneras, la sensación de paz y libertad merecía la pena.
Pascal se había enamorado desde el primer momento. Hasta entonces no había sabido exactamente qué era el amor. Todos sus amantes ocasionales le decían que el amor se reconocía porque pasaba, porque las sensaciones de mariposas en el estómago eran indescriptibles, porque llegaba sin más. Y él sabía perfectamente cuándo se había enamorado del hombre que ahora hacía el muerto con él en las aguas frías de L’Escala. Había sido cuando le había oído discutir y rebatir en una intervención oral a uno de los profesores en la universidad.
—¿Por qué estás conmigo, Pascal?
—Porque me haces pensar, y hacer pensar a la gente es la forma de amor supremo.
La frase se la había dicho el joven Neige después de una noche de pasión en el piso de Barcelona de Marcel hacía unos cuantos meses, justo el día en que se cumplía un año de su relación. Ninguno de los dos había salido con alguien durante tanto tiempo. Justo después, Neige le había presentado a sus padres y lo había advertido: «Mi padre es un mafioso. Trafica con drogas, prostituye a mujeres, ha sido atracador, ha asesinado a gente y ha secuestrado. Y aunque hasta ahora haya conjugado los verbos en pasado, te puedo asegurar que sigue haciéndolo. En la familia todos nos dedicamos al negocio de una manera u otra. Ahora es el momento de decidir si quieres formar parte de nuestro clan o si dejamos aquí y para siempre nuestra relación».
Al principio, Marcel creyó que su amante le estaba gastando una broma, pero cuando Neige le enseñó la pistola que siempre llevaba en la mochila y le mostró a los dos hombres que estaban en la calle, bajo el piso, y en los que Marcel nunca se había fijado, aunque si hacia un esfuerzo de memoria sus caras sí que le sonaban de algo, empezó a darle credibilidad a la historia. «Un día te lo explicaré todo, de momento tal vez es mejor que solo sepas las cosas justas.» El momento de saber «solo las cosas justas» había sido la primera vez que habían hecho el camino hacia L’Escala para conocer a quien debería considerar su suegro.
—O sea, ahora pretendes que conozca a tu padre, que entre muchas otras cosas poco edificantes es un asesino, y yo ni siquiera sé qué opinión tiene formada sobre los gais, y mucho menos qué le puede parecer que me esté follando a su hijo desde hace un año. O sea, que igual mañana estoy en medio de la bahía con un peso en los pies y alimentando a los peces empordaneses solo porque me he atrevido a acostarme con su hijito querido y ahora solo toca que me expliques las cosas justas…
—No sufras, amor, mi padre es un hombre comprensivo.
—Tu respuesta no es muy tranquilizadora.
—Ya le he hablado de ti, no tienes que temer nada. Uno de sus mejores amigos es homosexual y él siempre busca mi felicidad, para él es clave que yo y mis hermanas seamos felices. A quien tienes que temer es a mi madre.
—¿Por qué?
—Porque si se te ocurre dejarme o hacerme el más mínimo daño, será ella quien te arrancará el corazón con una cucharilla de café.
Marcel calló de inmediato y pensó que tal vez no había sido tan buena idea sentarse al lado de Pascal el primer día de la universidad habiendo como había otras más de setenta posibilidades. Aunque él no creía en esas cosas, tal vez sí que existía el hado, el destino, la predestinación. Después de aquel fin de semana de convivencia con la familia, Marcel Taulet había salido con un regalo muy especial: una pistola, que también guardó en su mochila, y una promesa:
—No os preocupéis por el dinero, al acabar la universidad ya trabajaréis en alguna de nuestras empresas. Ahora eres uno de los nuestros —le había dicho el padre de Pascal, sin especificar si sería en una de las legales o de las ilegales. A Marcel la vida se le había acelerado de forma brutal. Ahora estaba dentro de una jodida película de la mafia.