Primera edición: marzo de 2012
© Luis Gutiérrez Maluenda, 2012
© de la presente edición: Editorial Alrevés, 2012
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¿Qué le pasó a tu cara?
Un accidente de automóvil en la autopista.
Un borracho se saltó la mediana.
El borracho era yo.
Charles Bukowsky
Un whisky barato
—Colgué un perfil en una de esas webs de Internet en la que hombres y mujeres se buscan, en teoría con fines más o menos matrimoniales, y en la práctica para ver qué sale.
—Sí, he oído hablar de ellas.
—Sí, claro. El mensaje de mi perfil decía: «Macho insensible y poco dotado para el amor busca mujer que lo redima». Nada más.
—Supongo que no le escribió nadie.
—Supone mal, señor Atila.
—¿Le escribieron?
—Usted no conoce a las mujeres —me dijo aquel tipo.
No le respondí. Esa es una cuestión sobre la que vengo meditando hace años, y siempre acabo llegando a la misma conclusión a la que había llegado él sin necesidad de pensar tanto.
—Su mayor ilusión es redimir a un hombre. No importa cuáles sean sus defectos y la cantidad de ellos que tenga. Cuanto más impresentable sea el hombre, más tentadas se sienten a probar suerte. Me escribían en un número notable, era la gloria.
—En cuanto usted se largue colgaré yo mi perfil. ¿Me permite que le copie el tono del mensaje?
—No sé qué decirle. ¿Tiene usted gato?
—No, ¿es alguna condición para formar parte del sitio?
—No, no lo es, pero sospecho que una de ellas mató a mi gato. Esa es la razón por la que he venido a verle.
—¿Por qué cree que fue una de ellas quien mató a su gato?
—Porque con la sangre del gato escribió un mensaje en la pared; decía: «Mientras lo degollaba pensaba en ti, mi amor. No te olvido».
—¿Cuándo sucedió eso?
—Ayer. Regresé a casa a las diez de la noche y lo encontré tendido en el recibidor, el cuerpo del pobre animal aún no estaba rígido.
—¿Estaba caliente, aún?
—No lo sé, solo recuerdo que no estaba rígido porque al tomarlo en brazos, el cuerpo se dobló.
—¿Tiene usted alguna idea acerca de quién haya podido ser?
—No, cuando he salido con ellas, ninguna me ha parecido loca.
—¿Con cuántas mujeres ha salido?
—En los aproximadamente siete meses de presencia en el sitio, con diez.
—No, yo me refiero con las que ha tenido relaciones íntimas.
—Sí, yo también me refiero a esas.
Presté atención al aspecto físico del hombre que se sentaba a mi lado en la última mesa del locutorio de la calle Escudellers. Esa mesa es mi oficina, no tengo otra, así van los negocios. O así voy yo, según lo miren.
Se trataba de un tipo de unos cuarenta años, un metro setenta y cinco de estatura, alrededor de los setenta kilos de peso. Tenía un pecho estrecho que se ensanchaba en la cintura. Su cabeza mostraba una calvicie incipiente y su cara tenía todo el aspecto de no sufrir mucho desgaste sonriendo.
¡Y con aquella pinta el hombre se había beneficiado a diez mujeres distintas en siete meses!
«Yo también me refiero a esas.» Lo dijo con una modestia que resultaba dolorosa.
—Si le digo que se compre otro gato y siga luchando, no me lo va a agradecer, supongo.
—No. Tengo miedo, esa es la razón por la que estoy aquí.
—¿Ha ido a la policía?
—Sí. Me dijeron algo muy parecido a lo que me acaba de decir usted. También me dijeron que si yo resultaba agredido, entonces ellos tenían motivo para intervenir. No me dijeron qué harían si ella me degollaba como hizo con el gato.
—¿Y qué quiere que haga, yo?
—Quíteme a esa loca de encima. No me importa cómo lo haga.
—De acuerdo, haré lo que pueda, entraré en ese sitio de Internet. Usted tendrá que darme el nombre de todas las mujeres con las que ha tenido relaciones íntimas.
—Sí, no hay problema, le daré sus nicks.
—¿El nick es un nombre de guerra?
—Sí, un apodo. También le puedo facilitar otros datos.
—Y cincuenta euros diarios más gastos, es mi tarifa.
—Sí, no hay problema, pero sáquemela de encima. Vivir con esa presión es un martirio insoportable. Cualquier ruido que escuche sin haberlo provocado yo, y aun así, es un sobresalto. Si camino de noche y una sombra se cruza con la mía, tengo un sobresalto y debo contenerme para no gritar.
—¿Le prometió a alguna de ellas matrimonio o algo parecido?
—Lo único que les prometo es que no tengo el sida.
—¿Y no lo tiene?
—Claro que no.
—¿Necesito alguna contraseña para entrar en el sitio?
—No. Usted puede entrar libremente y curiosear los perfiles, lo que no puede hacer es ponerse en contacto con ellas. Para eso debe inscribirse y pagar una cuota.
Cuando el tipo se marchó le pregunté a Lena si lo encontraba físicamente deseable.
Me contestó que yo era más guapo. El caso empezaba bien.
Lena es la encargada del locutorio. Es argentina, se ha casado, o algo parecido, con el dueño del locutorio, un tipo que se llama Samuel y simula creer que, como ella le ha dicho, yo soy su primo. Un primo de Salta, afincado en España desde hace años, tantos que hasta tiene acento barcelonés. Tal vez ese exceso de credulidad se deba a que lo único que sabe de Salta es que está más lejos de Barcelona que Ciudad Real.
Todo eso viene a cuento porque antes de casarse, o algo parecido, Lena y yo éramos amantes, y ahora Samuel se conforma con que ya no lo seamos. El tipo es un filósofo, aunque al no tener ni puta idea de quién fue Sócrates, quizás simplemente sea un pasota.
En fin, yo me conformo con ser el primo salteño de Lena, y de esa manera tener oficina gratis, aunque esa oficina sea la última mesa de un locutorio cutre en la calle Escudellers, una de las zonas más lamentables del barrio Chino barcelonés. Mi barrio.
Cuando Lena se casó, o algo parecido, con Samuel —hubo celebración pero no vi a nadie que los declarase marido y mujer—, me pidió que me portase bien y que ella se comprometía a mantener mi mesa de trabajo en las mismas condiciones económicas de antes. O sea, sin condiciones.
Me pareció un trato justo y me porto bien.
Me llamo Atila y soy detective privado. Ando siempre al borde del alcoholismo y el desarraigo, aunque he vivido momentos más difíciles que los actuales. Ahora, al menos, hay una mujer en mi vida que me mantiene en un estado de cordura aceptable.
La mujer se llama Valentina.
El tipo que me acababa de contratar se llamaba José Ramón Bello. Un apellido cojonudo para un tipo poco atractivo como él.
El tipo estaba triste porque una loca había degollado a su gato, y tenía miedo de que ahora lo degollase a él.
Pero eso ya lo saben.
Yo tenía, para empezar, un par de hojas con un montón de datos que me había facilitado José Ramón Bello. Ya los iremos viendo.
También tenía trescientos cincuenta euros que había cobrado de aquel tipo, en concepto de adelanto. Onasis empezó con menos. Pero eran otros tiempos.
Aun así, yo me veía como un potentado. Decidí invitar a comer a Carrito. Lo hago de vez en cuando, en una ocasión me salvó la vida.
Carrito no estaba en casa cuando lo fui a buscar, y comí solo en un restaurante pakistaní de los muchos que hay en el Raval, el barrio donde vivo. Fue una de esas comidas tristes que jalonan mi vida. El camarero tenía las uñas sucias, pero tuvo la delicadeza de no meter los dedos dentro del plato de sopa.
Más tarde, con el recuerdo de las uñas del camarero pakistaní, fui a casa y estudié los datos que me había dado José Ramón Bello.
El hombre era del tipo minucioso. En la relación figuraban diez nombres de mujeres: entre sus datos figuraban el nick con el que se identificaban en la web de contactos y el teléfono móvil; en seis casos, la dirección de su domicilio particular, y, cuando lo sabía, la actividad laboral de la mujer en cuestión. Un dato curioso que incluía la relación era el número de veces que había mantenido relaciones sexuales con cada una de ellas: el máximo era de doce veces; el mínimo, de una sola. También tenía relacionados la edad y el estado civil. En algún caso, en anotación al margen había incluido algún dato que él consideraba de interés, cosas del tipo: «Odia a su exmarido» o «Aficionada a perversiones sexuales, hasta donde yo sé, leves» o «Tiene dos o tres nicks más, en esta y otras webs de contactos». En ningún caso figuraba puntuación acerca de sus aptitudes sexuales, así que, o mi cliente era un fulano delicado o no había considerado interesante que yo tuviese aquel dato.
Durante el tiempo que dediqué a estudiar aquella relación, uno de mis vecinos, concretamente alguien del tercer piso, visitó el inodoro en cuatro ocasiones, la cañería de desagüe del tercero pasa muy cerca de mi cama. En realidad todas las cañerías de desagüe pasan muy cerca de mi cama, es lo que tiene vivir en un antiguo cubículo de portero de quince metros cuadrados, contando mi propio inodoro.
¿Alguien había pensado que tener la oficina radicada en una mesa de locutorio era un detalle exótico por mi parte?
No, créanme, a mí me gustan las oficinas lujosas, las luces indirectas, las mesas amplias de caoba, las secretarias de largas piernas y los clientes cargados de pasta, cosas así de prosaicas. Claro que, más prosaico que un colector de desagües sobre tu cabeza o la última mesa de un locutorio en el barrio más cutre de Barcelona...
Después de releer los datos que tenía en las manos, tomé la primera decisión: dividiría a las diez mujeres en dos grupos de cinco, y no me dedicaría a un grupo hasta haber revisado el precedente.
La composición del primer grupo era la siguiente:
Gloria, treinta y siete años, nick: «Nubes y mar». Divorciada, domicilio en Castillejos 122. Tres veces, odiaba a su exmarido, emitía grandes carcajadas en el momento del orgasmo. Trabajaba como peluquera en el negocio de una amiga cercano a su domicilio.
Sandra, veintinueve años, nick: «Sensible azul 323». Soltera. Dos veces, comercial en una inmobiliaria. Figuraba un número de teléfono móvil.
Vanesa, treinta y tres años, nick: «Gatitamimosa_33». Casada. Cinco veces, trabajaba como funcionaria en la biblioteca de La Bòbila, en L’Hospitalet de Llobregat. Los encuentros se producían solo los martes o los viernes, siempre por las mañanas.
María, cuarenta y dos años, nick: «Maríamía». Separada. Tres veces, no conocía ni domicilio ni ocupación. Le había preguntado a mi cliente si conocía a una amiga discreta que los pudiese acompañar, aunque luego manifestó que bromeaba. Figuraba número de teléfono móvil.
Pilar, cuarenta y dos años, nick: «Crisantemo rojo». Divorciada. Once veces, vivía en una urbanización de montaña, en Dosrius, un pueblo cercano a Mataró. No trabajaba, parecía gozar de muy buena posición económica. Figuraba número de teléfono móvil.
Repasando el primer grupo de datos, tuve que admitir por primera vez en mi vida que necesitaba un ordenador como herramienta principal de trabajo. Si les digo que admitirlo no me jodía, no estoy siendo honesto.
En realidad me jodía mucho. Lo mío es callejear, pegarme a alguien como una lapa invisible, seguirle hasta que comete una indiscreción, fotografiarle (casi siempre su culo desnudo y el de quien lo acompañe en la cama), hacer un informe y entregarlo a otro que posiblemente lo machacará. Normalmente sin un motivo moralmente justificable, pero a mí eso ya no me importa.
Lo mío es reaccionar con violencia en situaciones peligrosas o simplemente incómodas, pero eso es algo que solo afecta a mi trabajo de forma tangencial. Nací y me crié en el barrio Chino de Barcelona, el mismo donde vivo. Aquí son muchas las cosas que se pueden solucionar con una hostia bien dada en el momento oportuno.
Desde aquellos lejanos tiempos de mi niñez hasta ahora, en el barrio han cambiado muchas cosas. Una de ellas es que, ahora, a quien le das la hostia acostumbra a tener la piel más oscura o un acento distinto al tuyo. Nada importante, en realidad. Todo el mundo tiene derecho a una buena ración de hostias, sea cual sea el color de su piel o su acento.
Lo mío también es no fiarme de nada ni de nadie. En este barrio es más fácil conseguir cómplices que amigos.
Pero estamos hablando de ordenadores, y yo al único que tenía acceso era al del locutorio. Eso significaba que cuando cualquiera de Las Adoradoras del Ballenato —el grupo de ecuatorianas que usan el locutorio como club social— se dieran cuenta de lo que estaba haciendo, no me las iba a quitar de encima. Tener detrás de mí el coro de risas sofocadas de aquella panda de focas criticonas, con sus comentarios salaces, me pondría enfermo. Lena no es una foca criticona, pero en este caso se pondría de su parte.
Necesitaba un ordenador. Y dinero para pagarlo.
También necesitaba una vida nueva. Y el dinero para pagarla, claro.
Y aunque no conocía a nadie capaz de proporcionarme una vida nueva, lo del ordenador, aun sin dinero, parecía más sencillo.
En la misma calle Hospital donde yo vivo se ha establecido un fulano que vende cosas. Le da lo mismo venderte un ordenador, un tresillo de piel o a su propia madre. Todo depende del precio.
Todo, excepto la madre, es robado, pero funciona.
El precio siempre es bueno.
Tiene un eslogan comercial como el de El Corte Inglés, aunque algo modificado. Él siempre dice: «Satisfacción garantizada o que te den por culo».
El fulano en cuestión se llama Genaro, y me debía un favor. En cierta ocasión le vendió un Rolex casi original a un amigo mío. El precio al que se lo vendió no tenía en cuenta el «casi». Cuando mi amigo se enteró del detalle, cambió el Rolex casi original por un bate de béisbol y una botella de Gran Duque de Alba. Se bebió la botella y fue a visitar a Genaro.
En el momento en que mi amigo entró enarbolando el bate con la mano derecha y señalando a Genaro con el dedo índice de la izquierda, yo estaba en la puerta intentando ligarme a una ecuatoriana deseosa de casarse con un indígena para obtener papeles, cualquier indígena servía.
No es que yo pensara casarme, pero, a mí, en aquellos momentos me servía cualquier ecuatoriana. Así que la cosa iba por buen camino.
Mi amigo, el del bate de béisbol, estaba en la calle con la condicional y si se metía en líos volvía «adentro» a la velocidad del sonido. Mi amigo es alto, ancho y fuerte, pero estaba bastante borracho. Yo soy alto, ancho y fuerte y aquella mañana aún no había empezado a beber, así que pude quitarle el bate de béisbol sin demasiado esfuerzo.
El susto de Genaro ayudó para que le devolviera a mi amigo el importe íntegro del Rolex casi original, más el importe de un par de botellas de Vat 69 de las que vende, siempre en oferta, el supermercado del pakistaní de la esquina.
Con las dos botellas de Vat 69, mi amigo y yo nos emborrachamos gratis. Él, que ya llevaba lo suyo, acabó inconsciente, yo solo borracho.
Genaro, cuando me llevaba a mi amigo a la calle, me dijo:
—Atila, te debo una.
A pesar de estar de acuerdo con él, me olvidé del asunto. En realidad Genaro es un tipo que no me gusta. En más de una ocasión yo también he sentido la tentación de visitarle con un bate de béisbol, a pesar de no haberle comprado nada. Genaro es una de esas personas a la que puedes intimidar, pero a la que no es posible hacer comprender que se comporta como un cerdo. Si lo acusas de que ha perdido el sentido de la decencia, se sorprende sinceramente. En realidad, no recuerda haberlo tenido nunca.
Aquel día fui a visitarle y le recordé la escena del bate de béisbol, el Rolex casi original y sus palabras cuando me marchaba con mi amigo que vociferaba la destroza que pensaba hacer en la cara de Genaro con el bate de béisbol.
El ordenador portátil, marca Acer, casi nuevo, que me llevé de la tienda de Genaro cancelaba la deuda. Según él, lo más justo hubiera sido que le pagase un pequeño suplemento. Hice el gesto de enarbolar un bate y lo señalé con el dedo índice de la mano izquierda, tal como había hecho mi amigo.
No insistió.
De nuevo en casa, mientras comprobaba que el ordenador funcionaba correctamente, mi teléfono móvil repiqueteó alegremente en el bolsillo. Miré la pantalla, era Valentina.
Descolgué, para ella siempre estoy.
Valentina quería que fuese a dormir a su casa. Al principio, cuando nos conocimos, ella venía a dormir a mi casa y si le molestaban los ruidos de las cañerías no hacía mención de ello. Pero ahora dice que le molestan. Un signo de que nuestra relación se ha aburguesado. Aunque ese es el único signo de aburguesamiento de nuestra relación.
Le prometí que iría a dormir a su casa.
Aquella noche pasé por el bar propiedad de Valentina. El bar lo abre Carrito a partir de las ocho de la noche y permanece abierto hasta bien entrada la madrugada. En la barra estaba sentada ella, su pelo rojo como una llamarada reflejándose en el cristal del fondo. Así fue como la conocí. Sucedió un día que quería emborracharme solo y acabé enamorado en compañía.
Carrito, el colombiano que un día me salvó la vida, ilegal de carrera, exguerrillero de las FARC, estaba detrás de la barra. El tipo, cuando desembarcó en Barcelona huyendo de la muerte de su compañera y de su hijo en la selva, solo tenía un pequeño paquete de cocaína en el bolsillo que pensaba vender para ir tirando y toda la soledad del mundo en sus ojos. A Valentina le gustó la historia que le contó y le dio un empleo en el bar. Si alguien quisiera hacerle daño a Valentina, Carrito lo mataría. Él prefiere no hablar de eso, pero tiene muchos muertos en el zurrón, a bala o a cuchillo, como me dijo un día con los ojos clavados en el suelo. Le he visto manejar el cuchillo y, aunque nunca le he visto disparar un arma de fuego, él tiene una escopeta de cañones recortados debajo de la barra. El antiguo dueño ya la tenía, pero descargada. Cuando Carrito se hizo cargo del bar, lo primero que hizo fue cargarla y engrasarla.
Carrito me dirigió una de sus escasas sonrisas y me dijo:
—Hola, amigo, ¿un whisky?
Valentina me dijo:
—Hola, amor.
Faltó poco para que me derritiera.
Ya en casa de Valentina, le expliqué cuál iba a ser mi próximo trabajo. No le gustó. Dijo que no quería verme rodeado de mujeres sedientas de amor.
En realidad, lo que dijo fue:
—Yo te degollaré a ti si me entero de que te acuestas con una de esas golfas.
Luego hicimos el amor.
Dormí bien aquella noche.