Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Luis Gutiérrez Maluenda
Autor representado por IMC Agència Literària
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Meublé, n.º 135 - octubre 2016
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-687-8996-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Nota del autor
Meublé
Germán
Marta
Marta y Germán
Segunda llamada
Tercera llamada
De reencuentros y nietos
Cuarta llamada
El encuentro
Llorando penas
Al fin y al cabo, la vida son cuatro días
Con la ayuda de la familia
Un trabajo duro
La comida con mamá
Rompiendo la baraja
Rompiendo la baraja (II)
Rompiendo la baraja (III)
Despegando
Si te ha gustado este libro…
Un meublé, en contra de lo que tiene por cierto una buena parte de la población, no es un prostíbulo. Muy al contrario, en realidad es un hotel, la única diferencia con un hotel convencional radica en que al meublé se va a hacer el amor, no a dormir o a pasar el fin de semana, por tanto, sus usos y costumbres se adecuan a su función. Al establecimiento se va con una pareja, habitual o no, que es por definición una persona tan respetable como su vecina o su esposa o marido. Si ese tipo de establecimientos existe, es debido a que se dan muy diversas razones por las que una persona, hombre o mujer, no desea practicar sexo en su casa con quien le acompaña. Apunten como causas probables el estado civil de uno de los componentes de la pareja o de los dos, el sexo de los componentes de la pareja, la pertenencia a determinado sector social, el simple capricho o la expresividad en determinados momentos de uno o los dos oficiantes. Incluso podríamos apuntar que hay oficios que no aconsejan dar publicidad de sus necesidades afectivas.
A pesar de que los tiempos han ido cambiando y el sexo ya no está anatematizado como lo ha estado durante tantos años, aún hay hoteles donde al pedir una habitación y aclarar que solo la ocupareis durante dos, tres o cuatro horas, la expresión de inteligencia del recepcionista de turno resulta molesta. Es muy difícil que te nieguen la habitación como sucedía hace unos años, lo cual justificaba por sí solo la existencia de meublés como elemento necesario en el desarrollo de la vida cotidiana de cualquier ciudad. Asimismo, en un hotel convencional los clientes pueden sentirse coartados en su expresividad, al tener en cuenta que desde la habitación vecina les pueden escuchar y sentirse molestos, desapareciendo por tanto una parte de una intimidad deseada e incluso necesaria, algo que en el meublé carece de importancia ya que es seguro que ningún vecino se va a quejar.
Es un negocio legal, limpio y sólido y como en cualquier establecimiento hotelero se encuentran de distintas categorías, precios y grados de confort y lujo.
Sin esta explicación el desarrollo de esta novela podría llevar a confusión a determinados lectores.
Algo tienen las vísperas de festivo que a la gente le da por follar como si el mundo se fuera a acabar de un momento a otro, lo cual para Germán y sus compañeros significa que van a tener que trabajar como esclavos nubios. Trabajar como un esclavo, si trabajas como camarero en un meublé, quiere decir que el local se va a llenar y tendrás que dedicar una buena parte de la tarde arriba y abajo acompañando a la habitación asignada a las parejas que vayan llegando, en pocas ocasiones tríos, aunque si llegan son recibidos con naturalidad, servirás bebidas, atenderás alguna reclamación (en general pequeñas disfunciones del canal musical, el aire acondicionado o el servicio de televisión). Todos los clientes llegan tratando de justificar su presencia en este mundo intercambiando fluidos corporales y emociones, en ocasiones morbosas y en otras llenas de ternura. Sea como sea reclaman confort y proporcionárselo es responsabilidad del personal del establecimiento.
Los clientes entran por el garaje si vienen en coche o por la puerta principal si no lo hacen. Es posible que la luz de aviso de un coche entrando en el garaje coincida con la entrada a pie de una pareja por la puerta principal. La situación entonces requiere un esfuerzo adicional para el personal de servicio, ya que es norma de la casa evitar que los ocupantes del coche suban a recepción sin el acompañamiento del camarero y puedan coincidir cara a cara con los visitantes que han entrado por la puerta que da a la calle —en las escasas ocasiones en que, por uno u otro motivo, se ha dado esta situación, las caras de desconcierto entre los visitantes son remarcables—, por tanto piden, con toda educación y rapidez, a los segundos que tengan la bondad de esperar en el interior de una de las pequeñas salitas de espera, más bien un somero cubículo. Les dices que en un minuto les vendrás a buscar, corres la cortina que indica que el cubículo está ocupado y te largas corriendo al garaje a recoger a quienes esperan en el interior del vehículo, les haces pasar al ascensor y les acompañas a la habitación —para fumador o no fumador— les preguntas si desean tomar una bebida y te largas a toda prisa a recoger a los que esperan en el cubículo, al tiempo que cursas la orden a un compañero para que prepare el pedido de los que ya están arriba. El procedimiento no tiene nada que ver con dar preferencia a los motorizados, a motivos sociológicos o clasistas. Se debe simplemente a trazar el camino más lógico en función de rendimiento de trabajo y a acortar el tiempo de espera del cliente. Y, sobre todo, como ya hemos dicho, a evitar que puedan coincidir cara a cara los clientes. En un meublé, al contrario que en un hotel convencional, la privacidad es esencial, básica, su razón de existir.
Aunque no es lo acostumbrado, no es descartable que al correr la cortina del cubículo para acompañar a los clientes que has dejado allí hace escasos minutos, el camarero se encuentre con alguna escena poco edificante: la mano del hombre debajo de la falda de su apasionada pareja, un estrecho abrazo tendente a la horizontalidad e incluso se ha dado el caso de toparse con el inicio de una poco meditada y apresurada felación que debe cesar abruptamente ante la presencia del camarero.
Más de un pecho femenino oscilando entre la intimidad del sostén y el aire libre ha visto Germán antes de girarse discretamente y decir: «Les paso a recoger en un minuto si me permiten». Claro que esas situaciones, que oscilan entre lo cómico y lo ridículo, no son, con mucho, tan frecuentes como las que se dan al llevar a la habitación las bebidas pedidas por el cliente: arrebol en las mejillas de los contendientes que apuntan a un comienzo apresurado de las hostilidades, así como abultamientos descarados en la entrepierna masculina, o el sonido de unos tacones femeninos a la carrera hacia el aseo mientras trata de componer su vestimenta un tanto arrugada.
Pero, si no somos demasiado exigentes con la condición humana, estas pequeñas faltas de pudor, en absoluto achacables al establecimiento, las consideraremos perfectamente aceptables, entre otros motivos debido a que como dice el pueblo llano «eso es lo que hay».
De las faltas de pudor mayores ya iremos hablando cuando llegue la ocasión.
La gente que visita el establecimiento no tiene una característica común que la defina: clase social, aspecto físico, edad, situación cultural o cualquier otra consideración, aparte, claro está, del deseo de gozar en soledad (relativa, ya que suspiros, gemidos y algún que otro grito o aspaviento más o menos sofocado proveniente de una habitación vecina es probable que les acompañe) de la compañía de la persona que comparte sus deseos.
El negocio debe forzosamente gozar de una pátina de honorabilidad que tranquilice las conciencias de los visitantes más delicados, lo que desaconseja la presencia de profesionales del amor acompañadas de su cliente. A pesar de ello no se puede asegurar que en alguna ocasión alguna de ellas no se haya colado si así se lo ha solicitado su cliente. Pero el servicio del meublé, muy avezado a captar los efluvios que distinguen a las profesionales, dependiendo de las pintas les recuerda discretamente el principio del derecho de admisión. La situación no es frecuente ya que los puteros pueden encontrar acomodo en locales más económicos, su polvo va a ser de duración limitada, un desahogo rápido que no merece tanto confort, así que se conforman con la recomendación de la prostituta en cuanto a su lugar de apareamiento. Por su parte las putas saben que no son bien recibidas, que el establecimiento tiene línea directa con la policía y ante todo que hay lugares donde llevar al cliente y de paso cobrar una comisión que el meublé les niega.
Entonces, ¿quién es el cliente tipo del establecimiento?
Lógicamente gente a quien no le interesa que le vean entrar en su casa acompañado por alguien susceptible de compartir cama y suspiros. Por tanto, en un número elevado, gente bendecida con el sacrosanto vínculo del matrimonio, o el más moderno aparejamiento de mutua conveniencia sin intervención de la Iglesia o el ayuntamiento de barrio. También gente que no desea que sus costumbres sexuales formen parte del imaginario de sus vecinos, familia o amigos. Entienda por tanto el lector a todos aquellos ciudadanos que quieren evadir las numerosas convenciones sociales a que nos tiene sujetos nuestra sociedad.
Germán es un tipo profesional, no vamos a dudar de su seriedad. No es por falta de profesionalidad que estudia discretamente a los clientes del establecimiento —en ocasiones le da por pensar que hizo mal en su momento en no cursar la carrera de Psicología—, les escucha hablar en el ascensor y cuando no hablan le gustaría girarse y estudiar sus silencios, observar en la expresión de sus caras el discurrir de sus pasiones, el hormigueo de sus urgencias, algo que evidentemente no puede hacer y no hace. Piensa en cómo será tal o cual persona, cuáles son las circunstancias que le traen al lugar, en ocasiones se asombra de que determinada mujer entre acompañada de determinado hombre o viceversa. Le gustaría sentarse con ellos y que le contasen quiénes son, qué sienten y qué diferencia hay entre la persona que entró y la que saldrá cuando les recoja para acompañarles a la salida. Solo para tratar este asunto se podría escribir una enciclopedia.
Germán nunca se ha parado junto a una puerta detrás de la cual se pueden escuchar los rumores propios de la actividad que se desarrolla en el interior, en ocasiones mucho más que rumores. Pero no es necesario hacerlo, las habitaciones no son cámaras acorazadas, simplemente acompañando a una pareja a la habitación que le ha sido asignada, solo transitando por el pasillo, si hay jadeos se oyen con cierta claridad, si hay gritos —que en ocasiones provocan la sonrisa de los acompañados o un discreto golpe de codo de uno de ellos en la cintura del acompañante—, no hace falta prestar atención para oírlos, y si el estado de ánimo es el apropiado, hasta imaginar la escena. Y, en este caso, es difícil no atar estos gritos o suspiros a unas facciones, a unas formas, hasta es posible inventar una historia si algún detalle te llama poderosamente la atención.
Germán nunca imagina cuerpos enlazados, escenas sexuales más o menos explicitas, pero sí que puede inventar, para su coleto, alguna historia si los personajes le llaman la atención, en él priva más la curiosidad por el ser humano que el morbo que conlleva el sexo, que al fin y al cabo no es más que una de las múltiples facetas que configuran a esa entidad ridícula y al mismo tiempo casi divina que es el ser humano.
Hay parejas que te llaman la atención hasta el punto de que, entre los empleados del meublé, en ocasiones, les bautizan, les ponen algún mote siguiendo esa costumbre tan española de no llamar a las cosas por su nombre. En este caso además algo plenamente justificado, ya que no publicitar nombres, ni siquiera en la intimidad de los entresijos del establecimiento, está plenamente justificado, es lógicamente norma de la casa. El caso se da únicamente cuando se trata de clientes habituales con alguna característica diferencial.
Pongamos algún ejemplo:
«El cura» es uno de los motes, se le aplica a una pareja que desde hace doce años les visitan regularmente, vienen los martes por la tarde alrededor de las cuatro y se van tres horas después, vienen en coche, son de los reservados, apenas hablan mientras les acompañas a la habitación y si lo hacen es un murmullo más propio de una iglesia o una biblioteca que de alguien que se dirige a gozar de un rato de felicidad en compañía. En el caso del Cura paga él, lo hace en efectivo y no deja propina. Viste una boina tipo Che Guevara que nunca se quita hasta que el camarero ya les ha servido. Hacen el amor en silencio de tal manera que podrían estar jugando al ajedrez, pero cuando abandonan la habitación la cama está lo suficientemente alterada para suponer que han hecho algo más que jugar al ajedrez. Cuando salen y el camarero les va a buscar, él ya tiene la boina calada, lo cual en el imaginario interior da pábulo a suponer que lo hace para que no se aprecie la tonsura. Este hecho y el ya mencionado silencio casi monástico de sus quehaceres colaboran a dar credibilidad al mote. En una ocasión el coche vino cubierto con una ligera capa de nieve en el techo, y teniendo en cuenta que en Barcelona, ni en aquel momento ni en las horas anteriores, no nevaba, ha llevado a los camareros a situar a la pareja en los alrededores de la ciudad, en alguna parroquia de una población algo alejada, pequeña, poco adecuada a intimidades radicalmente apartadas de lo eclesiástico.
Otra de las parejas que forman parte del imaginario de la casa y tienen su propio mote es «Servicio de Urgencia». Vienen siempre en fin de semana, bien sábado o domingo, por la mañana, pagan al contado y dejan propina. En este caso es ella quien le da nombre a la pareja: sus orgasmos son como la sirena de una ambulancia, un gemido prolongado de tintes ululantes que queda vibrando en el aire durante un corto espacio de tiempo, luego, en la habitación, se hace el silencio durante el resto de la velada, lo que da a entender que la mujer no puede presumir de orgasmos múltiples, pero sí de disfrutar el único que experimenta con toda la intensidad posible. Él es silencioso.
Podemos mencionar a «Casanovas», un tipo atlético de alrededor de la cuarentena que cambia de pareja con facilidad, podríamos hablar de que sus amores duran más o menos un mes. En ocasiones intercala alguno de los antiguos entre sus nuevas adquisiciones, tiene la fea costumbre, cuando aparece con una nueva pareja, de guiñar un ojo al camarero, en señal de camaradería. Su gesto nunca es correspondido, ni por Germán o alguno de sus compañeros, ni siquiera con una breve sonrisa. De nuevo hemos de insistir en que las normas de la casa se ajustan a la más estricta formalidad. Pero el hombre sigue exhibiendo el gesto en cada una de las ocasiones en que estrena pareja.
«Los tres mosqueteros» son un trío de homosexuales que reservan por anticipado la única habitación con cama redonda que hay en la casa. Son muy apreciados por el servicio a causa de sus generosas propinas. En ocasiones vienen en pareja, no siempre la misma, parecen no entrar en un juego de celos; uno de ellos finge orgasmos femeninos muy convincentemente y tenemos por cierto a causa de algunos detalles (en una ocasión por debajo de la cama asomaba un látigo de nudos de seda que había sido olvidado) que practican algunos juegos sadomasoquistas de bajo nivel, aunque lógicamente nunca se ha comprobado y si hemos de ser sinceros tampoco nadie en la casa muestra el menor interés en comprobarlo.
«La parejita» son un hombre y una mujer de mediana edad que les visitan regularmente, lo hacen una vez a la semana desde los últimos cuatro años, son educados, desinhibidos, entran hablando de cualquier cosa como si estuviesen en una granja y su único interés fuese tomar una taza de chocolate. Si se tercia departen con el camarero que les atiende, traen su propia música en el teléfono de última generación de él, piden siempre la misma consumición, hasta el punto de que el camarero ya ni les pregunta qué van a tomar. Son gente pacífica, de la clase que hace que la vida sea cómoda para el servicio, aunque al parecer la tranquilidad se acaba en cuanto se quedan solos, o al menos eso parece demostrar el estado en que queda la cama cuando se van y su propia banda sonora, gemidos y jadeos largos y continuados de ella durante una buena parte de las tres horas largas, con un largo intermedio, que dura la función y un lamento largo y sonoro de él que acompaña a su propio fin de fiesta. Durante los descansos que se conceden comen bombones, como demuestra la bolsa y los envoltorios que quedan abandonados en el suelo. Paga él con tarjeta de crédito, aunque en la mayoría de las ocasiones ella debe buscar en su monedero el suelto para la propina.
«Sherezade» es un caso aparte, al menos lo es para Germán, el apodo se lo ha puesto él y no lo comparte con el resto del personal del establecimiento. Tiene sus razones. Viene desde hace tres meses acompañada de un árabe muy joven, alto y con un cierto atractivo canalla. Germán piensa que el chaval acabara visitando la cárcel, aunque si le preguntasen no sabría decir la razón. Llegan en coche, conduce ella, no tiene un día fijo, lo fijo es el acompañante, es ella quien paga la habitación, lo hace con tarjeta de crédito, pide una botella de cava y un gin tonic, deja una propina adecuada y se muestra tranquila y reservada. Mientras les acompañan a la habitación es infrecuente escucharla intercambiar algún tipo de conversación con el hombre, o mostrar acercamiento físico alguno. Una vez dentro de la habitación el ruidoso es el árabe, quien, al llegar al orgasmo, lo hace de forma rápida, masculla en voz alta frases en su idioma que a Germán en las ocasiones que le ha escuchado le han parecido el cántico de un almuecín. Sherezade se llama en realidad Marta Llambí Bonet y vive en un ático de la calle Provenza, más o menos a la altura de la Sagrada Familia. Lo sabe porque una noche se quedaron a dormir, y en este caso se pide el carnet de identidad y sus datos van a parar al libro de registro, al fin y al cabo el meublé no deja de ser un hotel y debe ajustarse al registro de clientes preceptivo para este tipo de establecimientos, especialmente en horario nocturno, aunque a diferencia de un hotel convencional no hay peligro de que por Navidad te envíen un tarjetón deseándote felices fiestas, agradeciéndote la visita y esperando verte de nuevo por allí (en caso de gente casada este tipo de felicitación siempre es muy valorada por uno de los cónyuges y por el abogado que va a gestionar el divorcio).
El propio Germán se sorprendió cuando se dio cuenta de que estaba espiando los datos personales de una clienta, ya que nunca lo hace, le pareció una falta de profesionalidad indigna de él. Se prometió no hacerlo nunca más, pero los datos de Marta Llambí ya estaban memorizados. Luego se olvidó de lo que había hecho y se dedicó a atender a la gente que llegaba en manadas, era víspera de festivo.
Cuando llegó a su casa tomó nota de la dirección de la mujer, mientras acariciaba pensativamente la cabeza de su perra Princesa, un cariñoso ejemplar de golden retriever. Si no fuese porque Princesa le ha demostrado en más de una ocasión que no sabe leer, hubiese jurado que su mirada era de reproche.
Claro que Princesa le demuestra con cierta frecuencia que le lee el pensamiento.
Ni él mismo sabe explicarse las razones que le ha llevado a hacer lo que está haciendo.
Germán está en su casa, sentado frente al televisor con un vaso de whisky en la mano, ve un partido de fútbol que no le interesa demasiado y piensa en el mal día que ha tenido hoy en el trabajo. Además de la acumulación de visitas como corresponde a un viernes les ha tocado uno de esos episodios que suceden de vez en cuando y tienes que tratar con firmeza y delicadeza mientras esperas que haya suerte para que la cosa no pase a mayores.
Es muy infrecuente que la cosa pase a mayores.
Algunos de esos casos exigen dotes de psicólogo, otros de agente de la autoridad.
Hacia el final de la tarde una clienta que había entrado con su pareja alrededor de las cinco se presentó en recepción vestida únicamente con las braguitas y el sujetador, algo absolutamente fuera de las normas, los clientes, si salen de la habitación, deben avisar por el teléfono interior al camarero y él les recogerá y acompañará. La mujer mostraba un grado de excitación anormal y les reclamó escandalosamente la presencia de la policía, manifestaba a gritos el temor de ser agredida por el hombre que la acompañaba y aunque no mostraba señal externa alguna que demostrara la procedencia de sus temores, en estos casos hay que prestar la máxima atención. Iba puesta de algo más fuerte que una aspirina, y probablemente algo afectada por el par de gin tonics por cabeza que les habían servido. En estos casos es de esperar que no sea solo uno el afectado, así que, en lugar de llamar a la policía, lo cual siempre comporta algún problema, además de la posibilidad de turbar al resto de clientes que gozan de sus cuerpos pacíficamente, la acompañó a la habitación venciendo su resistencia empleando buenas palabras y un tono autoritario al tiempo que tranquilizador.
Como era de esperar, fuera lo que fuese que se habían metido en el cuerpo, lo habían compartido.
El hombre estaba tumbado en la cama revuelta, desnudo, aunque al ver a Germán se echó una sábana por encima.
—Oye, llévate a esta zorra de aquí antes de que le dé de hostias —dijo el hombre con voz pastosa sin hacer la menor intención de moverse.
—Animal, impotente —murmuró la mujer sin mirar a su pareja.
Germán ya tiene experiencia en este tipo de casos. Se trata de mostrar la misma dosis de autoridad que de tranquilidad y la cuestión acostumbra a resolverse sin excesivo riesgo y sin necesidad de llamar a la policía, con nombrarla acostumbra a ser suficiente.
—Tranquilícese, por favor, por hoy ya es suficiente, ahora vamos a arreglar este asunto lo más pacíficamente que podamos. Le he dicho a mi compañero que no llame a la policía, en vuestro estado no os conviene, pero si no queda más remedio, vosotros veréis (el paso del tratamiento formal al tuteo acostumbra a ser útil en estos casos). Por favor, señorita, coja su ropa y acompáñeme (de nuevo el tratamiento formal que tranquiliza después del sobresalto del tuteo), se podrá vestir en otra habitación y luego la acompañaré a la salida, si lo necesita le llamaremos un taxi. Y usted también vaya vistiéndose, en un rato vendré a buscarle.
—Vale, vale, tampoco hay para tanto —dijo el hombre sin mirar a nadie en particular.
Mientras ella se paseaba por la habitación recogiendo con gestos airados todas sus pertenencias, lo hacía dirigiendo miradas de reojo hacia la cama donde su compañero se mostraba más relajado.
—Oye, si quieres quedarte, no pasa nada, ¿vale? Hablamos tranquilamente —dijo el hombre.
—Tú no me vuelves a poner la mano encima en la vida, ¿me oyes? En la vida. No me tocas ni con una vara de diez metros.
—Vale, vale —dijo el hombre y tomó un trago de la bebida que tenía sobre la mesilla.
—Señorita, si ya lo ha recogido todo, acompáñeme a la habitación donde podrá arreglarse.