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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 María García Peche

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amando a un duque, n.º 110 - febrero 2016

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente,

y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7823-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Reseña familiar

Notas

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

Amelia Mcbeth decía de sí misma que, a sus diecinueve años recién cumplidos, había vivido dos vidas.

Nacida sin nombre, sin familia, sin nadie que la reclamase. Había sido descubierta dentro de una canastilla, siendo un bebé, en la puerta de la rectoría de la iglesia de un pequeño pueblecito irlandés. Sin nada que permitiese saber quién era la pequeña de enormes ojos oscuros, sin ninguna nota ni nada que llevase a identificar a la criatura ni a sus padres, el vicario se vio obligado a dejarla en el orfanato de Saint Joseph, en manos de las hermanas que recogían y cuidaban a cuantos huérfanos y neófitos de padres desconocidos o abandonados llegaban a sus manos. Amelia, bautizada por las hermanas como Amelia Smith, apellido que solían dar a todos los hijos de padres desconocidos, creció rodeada de niños y niñas sin recursos, agradecidos de tener un techo sobre sus cabezas y un poco de pan que llevarse a la boca. Creció sabiendo que, como huérfana sin recursos, su destino, como así le recordaban constantemente las hermanas de Saint Joseph, sería el de servir como criada en la casa de alguna familia acomodada y, si era afortunada, en la de un noble. Antes de cumplir los ocho años ya cuidaba de algunos de los niños del orfanato. Habiéndose revelado como una niña paciente, responsable y callada, las hermanas delegaban en ella muchas de las funciones de custodia de sus compañeros de orfanato. Desde pequeña le gustaba leer cuantos libros caían en sus manos, lo que venía a significar cualquiera que se donase al orfanato, y ello fue aprovechado por las hermanas, que solían encargarle la tarea de enseñar a leer a los más jóvenes o de acompañar a algunas ancianas del pueblo para leerles y, aunque este era un trabajo, en ocasiones, aburrido y monótono, le permitía salir de los muros del orfanato al menos dos días a la semana.

A los catorce años un hecho cambió la vida de Amelia para siempre. La señorita Julianna Mcbeth, hija de uno de los arrendatarios del conde de Worken, que solía acudir a dar clases a los más pequeños y les llevaba dulces y pasteles y que incluso solía cuidar a algunos de los niños cuando se ponían enfermos, solicitó a las hermanas de Saint Joseph llevarse a vivir con ella a Amelia como damita de compañía. Amelia se sentía realmente emocionada. Podría vivir lejos del orfanato y aunque echaría de menos a muchos de los niños que, hasta entonces, habían sido lo más parecido a una familia para ella, estaba deseosa de poder vivir en algún lugar lejos de las estrictas normas impuestas por las hermanas del convento

Amelia siempre había sentido gran simpatía por esa muchacha de enormes ojos miel, de carácter tímido y de sonrisa sincera que era capaz de dedicar, sin esperar nada a cambio, su tiempo, su esfuerzo y su ilusión a niños de origen humilde y, en muchos casos, como constantemente les decían muchos de los vecinos de la zona, de “origen vergonzante”. Siempre les dedicaba palabras amables, gestos de cariño y comprensión a todos ellos. Jamás los trataba con desprecio o desdén, como algunas de las damas o señoras del pueblo que acudían una o dos veces al año a “hacer su obra de caridad”. No, la señorita Julianna siempre fue buena, generosa y cariñosa con todos y nunca tuvo un mal gesto, una mala palabra ni un reproche hacia ninguno de los niños, y eso que algunos eran verdaderos trastos. Por el contrario, se reía con ellos, bromeaba con ellos, era paciente, sensible y cariñosa. Por ello, cuando le mandaron llamar al despacho de la madre superiora y le informaron de que viviría con ella, tuvo que contenerse en extremo para no ponerse a dar saltos de alegría y gritos de entusiasmo.

Las hermanas le habían dicho que iría en calidad de criada pero, desde el primer momento, la señorita Julianna le dejó claro que ella no era su criada, sino su dama de compañía y, al poco de vivir juntas, la trataba con el cariño y el respeto de una hermana mayor.

Tras el fallecimiento de su padre, Julianna se marchó a vivir a una pequeña casita situada en los límites del bosque perteneciente a los terrenos del conde de Worken gracias a la asignación que su padre le dejó en herencia. La casita fue arreglada por las dos para convertirla en un hogar. Amelia siempre tuvo muy buena mano para las plantas y las flores y agradeció a los cielos que la pequeña casita tuviera, en el jardín trasero, un pequeño huerto, ya que eso le permitió dedicar mucho tiempo al mismo y permanecer al aire libre, cosa que jamás había podido hacer en el orfanato. Julianna le permitía conducirse con libertad e incluso la instaba y fomentaba algunas de sus inquietudes como la lectura o la jardinería.

Estuvieron viviendo en su “casita de cuento de hadas” apenas unos meses, ya que un incidente en la mansión del conde en la Fiesta de la Cosecha hizo que Julianna quisiera abandonar de inmediato el pueblo, el condado y la vida que conocía, yéndose a vivir a Londres con una tía, la hermana pequeña de su padre, a la que no conocía en persona pero a la que le tenía un enorme cariño tras haber mantenido con ella una relación epistolar durante años.

Para sorpresa de Amelia, antes de partir a Londres Julianna le preguntó si quería acompañarla y, ya fuese porque para entonces le profesaba verdadero cariño, ya fuese porque era la primera vez que se había sentido libre para decidir y expresar su voluntad sobre su futuro, no dudó en aceptar marchar con ella. A partir de ese momento Julianna dijo que serían hermanas, y así lo fueron.

Y es aquí donde empieza a vislumbrarse el cambio de Amelia Smith a Amelia Mcbeth.

Blanche Mcbeth, viuda del señor Ronald Brindfet, recogió a su sobrina Julianna y a su pequeña acompañante en el puerto de Londres a los pocos días de abandonar juntas el condado que, hasta entonces, era el único mundo que ambas jóvenes habían conocido.

Desde ese instante, Amelia conoció lo que era una familia, una pequeña familia formada por tres mujeres pero una familia al fin. Su familia. En ese momento trascendente en su vida, Amelia pasó a ser la pupila y, unas pocas semanas después, con todo el trámite legal concluido, la sobrina de la señora viuda de Brindfet, tía Blanche. Había nacido Amelia Mcbeth, hermana de Julianna y sobrina de Blanche Mcbeth.

Tía Blanche no era una mujer común, de hecho, era todo lo opuesto a una persona común. Nacida en el seno de una familia humilde, a la edad de 20 años conoció a un rico comerciante que había enviudado unos años antes de su primera esposa, Ronald Brindfet. De inmediato, el decidido, inteligente y trabajador Ronald quedó prendado de la joven de ojos color miel, una joven de temperamento y carácter resuelto, alegre y amable con la que, en apenas tres meses, se había casado y marchado a Londres desde donde el señor Brindfet dirigía la mayor parte de sus negocios. Pocos años después, la pareja, convertida ya en una de las grandes fortunas comerciales de Inglaterra, tuvo un hijo que falleció antes de cumplir los tres años a causa de una enfermedad pulmonar. Tras muchos años de feliz matrimonio, a pesar de no haber tenido más hijos, falleció el señor Brindfet, dejando un hondo pesar en su viuda y una enorme fortuna que ella gestionaba honrando la memoria y el nombre de su querido marido.

Tía Blanche profesaba verdadero cariño por su sobrina Julianna, que era la viva imagen de su más querido hermano y de ella misma. Desde el día en que tía y sobrina comenzaron a vivir juntas en Londres, se inició entre ellas una relación más propia de madre e hija que de tía y sobrina.

Amelia pronto disfrutó del mismo cariño y de la misma relación, formándose, casi de inmediato, un vínculo natural entre ellas que no se rompería nunca.

Tía Blanche acogió bajo su ala a ambas jóvenes, que pasaron de golpe a vivir en una enorme mansión en Mayfair, el mejor barrio de Londres, rodeadas de lacayos, doncellas, sirvientes y todo tipo de lujos. Las llevó a la mejor modista de Londres, madame Coquette, que les confeccionó un guardarropa que se convertiría en poco tiempo en la envidia de todas las damas de la clase alta de la ciudad. Compraban en las mejores tiendas y talleres, viajaban en los mejores coches, tenían las mejores cosas. Contrató un preceptor para Amelia y un maestro de baile para ambas.

Tenían una nueva vida. Con los recién cumplidos quince años, Amelia Smith, huérfana, de padres desconocidos y carente de todo recurso, dio paso, de la noche a la mañana, a la joven damita Amelia Mcbeth, sobrina de Blanche Mcbeth, viuda de Brindfet, hermana de Julianna Mcbeth y una de las dos herederas de una de las mayores fortunas de Inglaterra.

Algunas semanas después de su llegada a Londres, Julianna confesaría a Amelia la verdadera razón por la que se marcharon a vivir con su tía de un modo tan repentino. Cuando era pequeña, Julianna solo recibió cariño de su padre, al que adoraba. Tras la muerte de su madre a los pocos meses de dar a luz a Julianna, sus tres hermanos mayores la trataban tan mal como les era posible, de tal modo que, al fallecer su padre, fue consciente de que no tenía más familia que su tía Blanche. Pero antes de esa partida ya había ocurrido algo, un suceso que, a la postre, determinaría la vida de Julianna y, con ella, la de la propia Amelia. A la edad de 10 años, Julianna, que solía salir a hurtadillas de su habitación por las noches para ver las estrellas, salvó la vida del hijo menor del conde de Worken, Cliff de Worken, cuando, al encontrarlo en el bosque gravemente herido por la caída de su caballo, lo asistió y después recorrió todo el bosque hasta la mansión para avisar al conde y llevarlo hasta él. Aunque nunca esperó agradecimiento por ese hecho, Julianna se vio seriamente comprometida años más tarde, cuando el conde y la condesa intentaron saldar la deuda que ellos creían tener con la joven que les devolvió a su hijo, buscándole un marido adecuado en la Fiesta de la Cosecha, que se celebraba todos los años en la mansión. Sin embargo, tras varios malentendidos, uno de los invitados intentó sobrepasarse con Julianna, pero esta se defendió y, si bien solo resultó un poco magullada en el proceso, quiso alejarse todo lo posible del condado y de todos sus habitantes. Sin embargo, para entonces, Julianna ya estaba perdidamente enamorada de lord Cliff de Worken, convertido tras esos años en uno de los mejores marinos de la nación, con una gran fortuna amasada en sus muchos viajes y nombrado flamante vizconde de Plamisthow, en recompensa por los servicios prestados como comandante de la Marina Real.

Meses más tarde de la salida del condado, Julianna Mcbeth se convirtió en la feliz esposa de lord Cliff de Worken, en lady Plamisthow y en la feliz madre de unos gemelos de los que Amelia sería una orgullosa madrina. Pero esto es adelantar la historia.

Capítulo 1

 

—SShh, calma bonita, calma. Ya sé que te he hecho correr mucho esta mañana pero ahora te dejaré descansar un poco antes de volver.

Amelia dio un par de palmadas y le acarició la cabeza a Granada, la bonita yegua árabe blanca y gris que casi cuatro años antes le había regalado su tía Blanche. La dejó trotar un poco para calmarla y, tras unos minutos, se bajó de la montura y ató las riendas en uno de los árboles que quedaban a su espalda. Recogió la trasera de su elegante vestido de montar y anduvo distraídamente por el camino que llevaba a las ruinas del viejo torreón. Solía ir allí cuando visitaban al conde y a su familia para pensar, leer o solamente para alejarse.

Caminó despacio fijándose en las flores de invierno que comenzaban a brotar, aún quedaban tres meses para Navidad, pero ya empezaban a aparecer algunos brotes. Suspiró y contempló la belleza del paisaje irlandés que la rodeaba. Volvió a suspirar y se adentró en las ruinas.

—Llega mañana. —Suspiró—. Regresa mañana.

Por su mente comenzaron a desfilar algunas de las imágenes, algunos de los recuerdos y momentos vividos con él.

Lord Maximiliam Rochester, futuro duque de Frenton, era para Amelia el hombre perfecto. Ninguno podía compararse con él. Era extremadamente guapo, de porte aristocrático, espeso pelo negro y ojos gris azulado tan profundos e intensos como el cielo de invierno. La primera vez que lo vio fue en casa de tía Blanche, en Londres, cuando ella y su hermana Julianna llevaban poco más de cuatro meses viviendo allí.

El padre de Max, el actual duque de Frenton, era un reconocido marino y uno de los veteranos más admirados de la Marina Real. De hecho, exigía que le llamasen almirante y no duque, excelencia o señoría como correspondía a su rango, sino solo almirante o almirante Rochester, ya que se sentía orgulloso de su carrera de marino y satisfecho por los logros conseguidos como tal. Tenía una hija, lady Eugene, tres años mayor que Amelia. Eugene era una joven dulce, amable y con una belleza clásica que le daba un aire etéreo y casi celestial. El almirante había sido un viejo amigo de tía Blanche y de su difunto marido por muchos años y se profesaban verdadero respeto y cariño, y desde que la dos sobrinas de su vieja amiga llegaran a Londres, las acogió con verdadero entusiasmo ejerciendo, al poco tiempo, de figura paterna de ambas, mientras que Eugene, Julianna y Amelia se convirtieron en hermanas por elección y voluntad de todas ellas.

El almirante quería a Eugene más que a su propia vida, a pesar de saber con toda certeza que no era hija suya, sino de su fallecida esposa y alguno de los muchos amantes que esta tuvo mientras el duque estaba en alta mar. Pero, a todos los efectos, Eugene era hija del almirante, y ay de aquel que osase negarlo o discutirlo. No obstante, si bien Eugene fue acogida por su padre y por su hermano Maximiliam con verdadero cariño desde su nacimiento, no así por sus pares, entre los que los rumores, chismes y medias verdades eran el principal medio de entretenimiento. De este modo, durante toda su infancia, Eugene se vio sometida a murmuraciones, a insultos casi siempre velados y en otras ocasiones no tan velados, de todas las damitas y damas que le rodeaban y aun cuando su padre y su hermano la defendieron y protegieron de todos, el ser objeto constante de murmuraciones por su nacimiento, acabó convirtiendo a Eugene en una joven reservada, callada y con tendencia a la soledad.

Fue a los dieciocho años, el año de su primera temporada social, en la que sería presentada e introducida como correspondía a las damas de su rango en los salones, fiestas y grandes eventos de la aristocracia, cuando Eugene encontró en Amelia y en Julianna a unas verdaderas amigas, a unas hermanas. Su carácter introvertido y reservado dio paso a uno más abierto y de mayor aplomo y consiguió la suficiente confianza para enfrentar las murmuraciones, los silencios y las malas palabras de su alrededor, con fuerza, carácter, con la cabeza bien alta y, sobre todo, con el apoyo y el cariño de sus nuevas “hermanas”, Amelia y Julianna.

Por su parte, su hermano Max había seguido los pasos de su padre en la Marina Real y junto a Cliff de Worken, su mejor amigo, inició, tras salir de Oxford, la carrera de marino logrando, al igual que Cliff, ascender a base de esfuerzo, tesón y algo de espíritu temerario. A los veintiocho años, era capitán de una de las principales naves de la Marina y uno de los más respetados capitanes en activo de la Armada Real. El año del debut en sociedad de su hermana pequeña, Eugene, a la que adoraba, regresó para ayudarla y protegerla ante la aristocracia. Pero al regresar a casa, descubrió que su tímida hermana pequeña era, ahora, una joven más resuelta y alegre y que su padre, el almirante, era el “cabeza de familia” de un grupo de adorables y entrañables mujeres que se habían convertido en lo más parecido a una familia que jamás habían tenido los Rochester.

Para Max, Julianna y Amelia pasaron a ser sus hermanas y Amelia, en concreto, era, a sus ojos, la hermanita pequeña de su nueva familia, adoptando, de inmediato, el papel de hermano mayor protector.

Amelia recordó, mientras seguía recorriendo las ruinas, la primera vez que vio a Max, ese primer encuentro que cambiaría el mundo a sus ojos. Tenía solo quince años y era una jovencita a medio camino de ser una mujer. Con su bonito y denso cabello negro que se ondulaba dándole un aspecto ligero y juvenil, con su piel blanca, sus rasgos suaves aniñados aún y su bonita sonrisa, era la viva imagen de la inocencia. Sin embargo, lo que más destacaba en su rostro eran los enormes y redondos ojos negros tan profundos y a la vez tan limpios que era imposible no mirarlos fijamente. Julianna decía con frecuencia que envidiaba su rostro porque era de un color perlado, claro como el más puro marfil y sus ojos eran, decía entre risas, la sombra de la luna, oscuros como la noche pero con el brillo de la luna llena. Esto siempre la hacía reír pero, sobre todo, la hacía sentir bonita, ya que en aquella época se consideraban bellezas las mujeres de pelo rubio casi blanco, de ojos azules y piel muy blanca, más del estilo de Eugene. Claro que Julianna era considerada una extraordinaria belleza y tenía el pelo castaño y los ojos color miel.

Aquella tarde, Amelia y Eugene fueron llamadas al salón de luces de la mansión de tía Blanche por Furnish, el mayordomo, para que las jóvenes se reunieran con su tía y el almirante a tomar el té. Habían pasado las horas posteriores al almuerzo en el jardín plantando nuevas especies de plantas y algunas flores exóticas que habían comprado en el mercado de flores el día anterior y que, a pesar de las quejas de Porter, el jardinero jefe, estaban quedando realmente bonitas en el jardín de la mansión.

Fueron a asearse y tras depositar las flores recién cortadas en un cesto para entregárselo a la doncella y que las colocase en las habitaciones de las damas de la casa, entraron resueltas en el salón de luces.

Max acababa de regresar de pasar meses en el mar. Esperaba encontrarse en Hortfold, la mansión en Londres del duque, con su padre y su hermana, pero para su asombro fue informado por el mayordomo ducal que, como todos los días, el duque y lady Eugene se encontraban en la mansión Brindfet acompañando a la viuda Brindfet y a sus dos sobrinas recientemente llegadas del campo. Tras almorzar solo, para su desesperación, no pudo más y se presentó en la mansión de la vieja amiga de su padre deseando reencontrarse con su familia. Su padre estaba relajado, contento y risueño como un colegial.

—¡Bienvenido a casa, hijo! Ahora nos pondremos al día y en cuanto a tu hermana, ahí la tienes, con Amelia luchando con la naturaleza. —Hizo un gesto señalando a los ventanales.

Max observó a su hermana relajada junto a una muchacha con cara de niña de unos quince o dieciséis años que parecía más una señorita londinense que una granjera de visita en la gran ciudad. Se detuvo un momento observando la escena y comprobó lo radiante que estaba Eugene, riendo e intercambiando bromas con su joven amiga, mientras un caballero, con aspecto de maestro de escuela francés, y otro que debía ser uno de los jardineros, parecían reprenderlas a ambas. Max empezó a sonreír mientras se acercaba lentamente al ventanal.

—Umm, está preciosa, padre. A partir de ahora tendré que ir armado para espantar a todos los pretendientes que se le acerquen.

Se giró con una amplia sonrisa y miró de nuevo a su padre, que empezó a reírse al igual que tía Blanche.

—Sí, hazlo, hazlo, pero, por favor, asegúrate de no manchar las alfombras de Hortford. Recuerda que forman parte del patrimonio familiar —respondió el almirante entre risas.

Tía Blanche ya había tirado del cordón para avisar a Furnish, y al presentarse este en el umbral dijo:

—Por favor, avise a lady Eugene y Amelia para que entren a tomar el té, pero que antes se aseen un poco, ya que vemos tienen tierra hasta en los sombreros. —Señaló mirándolas de refilón y haciendo el gesto propio de las madres ante las travesuras de sus hijos—. Avise también a mi sobrina Julianna de que la esperamos para el té y que nos lo sirvan aquí, gracias.

Max, durante unos minutos, intercambió con su padre algunos gestos y palabras propias de un recuentro padre e hijo antes de pasar a preguntar con verdadera curiosidad a su anfitriona por sus huéspedes:

—Señora Brindfet, no recordaba haber tenido el placer de conocer a ninguna sobrina suya.

Tía Blanche, que sabía que no hay nada peor para un joven soltero que no poder conocer a fondo a toda soltera apetecible de la zona, pensó que ese pobre muchacho no sabía dónde se había metido sin saberlo y, con una sonrisa propia de la más hábil estratega y mirando de reojo a su viejo amigo, contestó:

—Querido Max, te conozco demasiado bien para que no me tutees y la edad que dista entre nosotros no llevaría a malas interpretaciones en cuanto a la cordialidad o familiaridad entre ambos así que, por favor, llámame Blanche.

Max soltó una carcajada y empezó a recordar mentalmente lo mucho que le gustaba la compañía de esa excéntrica mujer que, a pesar de no pertenecer a la nobleza, cuando era un niño que no levantaba ni medio metro del suelo, le trataba como a un simple niño llamándole Max a pesar de recibir el trato de lord por todas las personas ajenas a su reducido núcleo familiar, es decir su padre y su hermana, y eso siempre logró hacerla sentir cercana, cordial.

—En realidad, solo tengo una sobrina, la señorita Mcbeth, Julianna, hija de mi hermano Timón, que falleció hace unos meses, lo que ha auspiciado que pueda contar de manera permanente con su compañía, lo que sin duda, comprenderás, es toda una bendición.

En ese momento arqueó un poco la ceja, pues sabía que acababa de aguijonear la curiosidad y el interés de Max de manera irremediable.

—Cuánto lamento el fallecimiento de su hermano. ¿Y su madre?— preguntó ya del todo aguijoneado.

—La madre de Julianna murió pocos meses después de nacer ella, por lo que es huérfana de padre y madre. Pero, también, tengo la fortuna de poder contar con la compañía de mi pupila, Amelia Mcbeth, que es como una hermana para Julianna y, por lo tanto, como una sobrina más para mí, bueno, dentro de unos días lo será oficialmente —sonrió—, ya que pasará a ser mi sobrina a todos los efectos legales.

Justo en ese momento entraron Amelia y Eugene que, en cuanto vio a Max, se lanzó corriendo a él dejando que este la abrazase con ternura y cariño después de tantos meses alejados.

—¡Max! ¿Cuándo has vuelto? Te esperábamos mañana. ¡Qué guapo estás! Espero que me hayas traído muchos regalos después de tenerme tan abandonada estos meses.

Max no paraba de reír observando a su hermana, a la que no había visto tan relajada, feliz y dicharachera delante de otras personas que no fuesen él o su padre y solo cuando estaban solos, en toda su vida.

—Bueno, bueno, a ver, déjame que te vea. Umm… no, no, tú no eres mi hermana. No, no, mi hermana era una mocosa flacucha y… —Hizo ademanes de galán y sonriendo y entrecerrando los ojos—. No, no, esta belleza que tengo delante de mí no puede ser mi hermana. —Miró en broma a su padre—. Padre, ¿qué ha hecho? ¿La ha cambiado por la hija de los vecinos?

Eugene soltaba un bufido de falso enfado y le daba un codazo, se ruborizaba por el piropo desenfadado de su hermano.

—Eso lo dices porque eres mi hermano, tu opinión no cuenta.

—Querida hermana —dijo sujetándole el mentón—. En eso estás totalmente errada. Has de saber que mi opinión es la única que a ti ha de importarte. ¿Quién te va a querer más que yo?

Ella sonrió y lo abrazó después de darle un beso en la mejilla diciendo:

—Eres un bobo, realmente eres el bribón que dice tía Blanche.

Max miró divertido por encima de la cabeza de Eugene a la tía Blanche, que hizo un gesto con los hombros y le sonrió con descaro limitándose a decir:

—Prerrogativas de la edad, querido. Tengo opiniones irrebatibles sobre todo y sobre todos.

Max se rio mientras asentía con un leve gesto de cabeza. Eugene se apartó de él y cogió a Amelia de la mano para acercarla a su hermano.

—Max, permite te presente a la señorita Amelia Mcbeth. Es la pupila de tía Blanche y mi muy querida amiga, así que no le pongas ojitos de don Juan, que no se merece que le partas el corazón.

Amelia hizo una reverencia y un saludo de cabeza perfecto, eso pensó tía Blanche, mirándolo, sin embargo, totalmente ruborizada, y contestó con un simple susurro:

—Milord.

Max hizo una reverencia y cogiendo levemente su mano y apoyando los labios en la punta de los dedos añadió:

—Señorita Mcbeth, es todo un honor, y permítame estimarla en la misma medida que mi hermana a partir de hoy.

Miró como todo un seductor a Amelia consiguiendo, como se proponía, que se pusiera roja como un tomate. Desde luego no se podía resistir a embelesar a una jovencita hermosa aunque solo fuese para no perder la práctica, y esta, desde luego, era hermosa y en pocos años se convertiría en toda una belleza, pensaba él mirándola de soslayo.

—¡Max! Deja en paz a mi niña si no quieres que pida que traigan a los perros, que creo hoy no han comido.

Tía Blanche lo miraba divertida y el almirante se reía escandalosamente por detrás mientras se intercambiaban sospechosas miradas con su amiga.

Casi en ese momento Max pasó a ser el hermano mayor, protector y cuidadoso de Amelia, pero en el interior de la joven nació un sentimiento que fue creciendo y creciendo, más y más a lo largo de los más cuatro años transcurridos desde entonces.

Pocas semanas después de ese encuentro, Julianna se casó con lord Cliff de Worken. Ambos estaban profundamente enamorados y todos pensaban que eran la pareja perfecta. Julianna viajó con su marido por medio mundo. Navegaba con él pero regresaban para estar con la familia en las fiestas navideñas y en el verano. Habían tenido gemelos, un niño y una niña de bonitos ojos verdes y cabellos castaños, Maximiliam y Amelia, llamados así en honor a sus padrinos y, en el presente, Julianna acababa de dar a luz a una niña de ojos color miel y un sedoso pelo ondulado castaño muy claro, iguales a los de su madre, llamada Anna Blanche. Amelia adoraba a sus sobrinitos y, cada vez que sus padres regresaban a casa, pasaba todo el tiempo que le era posible con ellos.

Eugene, después de esa primera temporada, en la que fue considerada una de las bellezas del año, tuvo una segunda al año siguiente, comprometiéndose con lord Jonas Wellintong, el segundo hijo de un marqués, al que conocieron el año anterior y del que se enamoró casi de inmediato. Al haber sido destinado al extranjero junto con el resto de su regimiento de caballería, los enamorados tuvieron que retrasar el enlace. El inesperado fallecimiento del hermano mayor y de la esposa de este en un crucero por el Mediterráneo, no solo propició su vuelta antes de lo esperado, ya que debía asumir su nuevo papel de marqués de Furllintong y las responsabilidades del título sino, además, la posibilidad de celebrar el enlace con su querida Eugene ese mismo año. De hecho, iba a celebrarse dentro de pocos días, allí mismo, en la capilla de la mansión de Worken, por petición expresa de Eugene que, en esos últimos años, al igual que Amelia y gracias al matrimonio de Julianna con Cliff, consideraba al conde y a su familia como parte de la suya.

Amelia sacudió la cabeza. Tantos recuerdos, tantos cambios… Cuatro años antes salió de ese mismo condado como una huérfana, sin dinero, sin familia y con un futuro incierto y, ahora, era una rica heredera que acababa de ser presentada ante la flor y nata de la sociedad londinense. Era la cuñada del vizconde de Plamisthow, hijo del poderoso conde de Worken. Su mejor amiga, su hermana en realidad, era la hija del duque de Frenton, uno de los títulos más antiguos y envidiados de Inglaterra, que se iba a convertir en pocos días en marquesa de Furllintong. No pudo evitar reírse sola recorriendo esas ruinas y pensando en su extraña y corta vida.

En esos cuatro años, había tenido preceptores, profesores de baile y música, aunque esto último fue descartado casi de inmediato al demostrar escasas dotes musicales. Viajaba como solo pueden permitírselo las personas más adineradas. Residía en grandes mansiones, rodeada siempre de doncellas y servidumbre que estaban pendientes de cuanto quería. La vestía la mejor modista de Londres, madame Coquette, y compraba en las mejores tiendas, sin mencionar que, además, se relacionaba con algunas de las mejores familias de la aristocracia y de la diplomacia de Inglaterra.

Sin embargo, nunca olvidó sus orígenes, al igual que Julianna, y comprendía que tenía demasiado que agradecer. Por ello, en el primer año de su estancia en Londres, colaboró dando clases en una de las escuelas de los suburbios de Londres, enseñando a niños pobres a leer y a escribir. Pero después, su actividad se hizo más constante. Acudía dos veces por semana a la consulta de uno de los doctores que prestaba asistencia a la gente sin recursos, lord Wellis, ayudándole gracias a los muchos conocimientos de plantas y hierbas medicinales que había adquirido esos años, y destinó una parte de su dote y de su asignación a crear un orfanato para esos niños y esas familias de trabajadores sin recursos de una de las zonas pobres de Londres.

Ese tipo de actividad era considerada tolerable e incluso admisible entre las damas de la alta sociedad si se realizaba de manera esporádica y como parte de alguna obra de caridad de algún grupo de damas o anfitrionas de la aristocracia, no así cuando se hacía como una actividad habitual, como hacía Amelia, que lo consideraba su deber y un acto de pura justicia. Tía Blanche no solo permitía que Amelia se tomase tan en serio esta actividad, sino que la comprendía bien y, por eso, incluso la animaba. Siempre fue consciente de que no debía hablar de su pasado como huérfana, ya que las malas lenguas en la alta sociedad eran muy afiladas pero, no por ello, debía ignorar a la gente menos afortunada que ella.

En esos años, Amelia se había convertido en toda un experta amazona. Todos consideraban que era porque le gustaba el campo, el aire libre y los animales pero, en su corazón, Amelia sabía cuál era el verdadero motivo. Max. Él era un excelente jinete pero, lo más importante, él fue quien, cuatro años atrás, le enseñó a montar. Montaba a diario sobre su yegua favorita, la primera que le compró su tía y que fue elegida por el propio Max, Granada, y lo hacía en los terrenos de la Real Escuela de Caballería, donde podía galopar y correr con cierta libertad y donde, años antes, Max le enseñó con paciencia y tesón a montar como toda una amazona, segura y elegante. Apenas recorría Hyde Park o los terrenos de Rottern Row, que eran las zonas de paseo habituales de la aristocracia en coche de caballos o para montar a caballo, ya que allí no podía galopar sin convertirse en objeto de murmuraciones o dar pie a un escándalo, por eso seguía teniendo la costumbre de montar a primera hora de la mañana por la escuela, donde, gracias a lord Jonas, el prometido de Eugene y antiguo caballero de la escuela, y al almirante, siempre se le permitió el acceso y el uso de las instalaciones.

Durante esos años, Max había seguido sirviendo como capitán de la Marina Real y regresaba por pequeñas temporadas a casa, pasando gran parte de su tiempo con Amelia y con Eugene. No obstante, siempre la trataba como una hermanita pequeña y nunca parecía ver más allá de eso, para mortificación de Amelia.

Este año había sido su presentación oficial en sociedad, aun cuando lo habitual era que las jóvenes hicieran su debut a los dieciocho años, tanto Amelia como tía Blanche decidieron que lo mejor era esperar a tener un año más para que puliese sus modales y perfeccionase su educación. Había estado catorce años de su vida en un orfanato y se había perdido gran parte de las “enseñanzas” que las niñas de la clase alta debían dominar.

A lo largo de esos meses de locura social, la habían acompañado su tía, el almirante, Eugene y, en numerosas ocasiones también, el ahora marqués de Furllintong, lord Jonas. El conde y la condesa de Worken le prestaron abiertamente su apoyo ante la clase alta, así como su hijo y heredero lord Ethan y su esposa lady Adele. Julianna y Cliff adelantaron su regreso a casa no solo porque Julianna deseaba tener a su nueva hija en casa y porque Lady Adele, su cuñada, también iba a tener pronto a su primer hijo, sino porque ambos querían acompañar a Amelia en su debut oficial, en su primera temporada. De hecho Cliff y su hermano Ethan, dos antiguos y reputados calaveras y ahora reformadísimos libertinos, convertidos en fieles y devotos maridos de sus dos queridas esposas, habían estado muy pendientes de Amelia, adjudicándose el papel de sobreprotectores hermanos mayores ahuyentando a todo caballero que la pretendiese y que ellos no considerasen adecuado o lo bastante bueno para ella. A Amelia no le importó en absoluto, porque ello le permitió disfrutar de su primera temporada sin verse acosada de pretendientes ansiosos de echarle el guante a la dote que su tía le había constituido o de la fortuna que ella y Julianna heredarían cuando falleciese. Al menos, Amelia creía que esa era la razón por la que los caballeros intentaban cortejarla. Ella no era consciente de lo hermosa que era, pues creía firmemente que su pelo y sus ojos oscuros no eran lo que atraían a los hombres, cuando la realidad era bien distinta. Amelia se había revelado como una mujer de exuberante figura, con una bonita y brillante cabellera tan oscura que parecía azulada, una piel como el alabastro, una sonrisa abierta y sincera, y lo mejor, esos atrayentes e hipnotizadores ojos negros.

Era inteligente, divertida, de carácter afable y amable con propios y extraños, además, no era nada caprichosa ni vana, a diferencia de la inmensa mayoría de las debutantes. Apreciaba las cosas sencillas y valoraba a las personas por sus acciones, sus ideas y su forma de conducirse en la vida y con los demás, no por los títulos o la fortuna que tuviesen o no tuviesen. Lo cual la convertía en un ave exótica entre tanta debutante de risilla tonta y conversación vacía, deseosa de echar el guante a un título o una fortuna.

Solo hubo una cosa que no permitió a Amelia disfrutar plenamente de su temporada. La ausencia de Max. No había regresado a casa en casi un año, se había perdido su debut, sus primeros bailes en los salones, sus primeras experiencias como jovencita recién presentada en sociedad, y eso le dolía.

Empezaba a anochecer, Amelia miró al cielo y comenzó a caminar hasta donde había dejado a Granada. “Mañana viene, mañana lo veré”.

Al día siguiente llegarían a la mansión el almirante; lady Adele con su casi esposo, lord Jonas, marqués Furllintong; y Max, que acababa de pedir la licencia de la Marina Real para asumir, por fin, sus responsabilidades como heredero del ducado y hacerse cargo de la fortuna familiar.

En cuanto llegase a la mansión tras el paseo, se cambiaría e iría directa a la salita de estar de Julianna donde, estaba segura, ella y lady Adele estarían con los recién nacidos. La mansión de Worken se había convertido en poco tiempo en una casa llena de niños porque, junto a Max y Mely, los gemelos de Julianna y Cliff, en pocos meses habían nacido Anna, lady Anna Blanche de Worken, la pequeña de Julianna de apenas unos meses, y los mellizos de lady Adele y de lord Ethan, cuatro meses mayores, lord Sebastian Julius de Worken, el flamante futuro heredero del condado y lady Marian Dorothea de Worken, la linda melliza del heredero y la niña de los ojos del orgulloso padre.

Sabía que el conde y sus dos hijos habían marchado a primera hora de la mañana a visitar a algunos arrendatarios y que, probablemente, no regresarían hasta la cena y que tía Blanche y la condesa estarían ocupadas eligiendo flores, adornos y los menús para la boda de lady Eugene, adelantando así algunos de los preparativos para que la feliz novia no tuviese que preocuparse por nada. De modo que Amelia, Julianna y Adele podrían compartir un rato de charla tranquila mientras jugueteaban con los niños. Lo cierto era que, a pesar de que Julianna y Adele le llevaban siete y cinco años de edad respectivamente y de que ambas estaban felices en sus papeles de esposas y madres, Amelia sentía complicidad y comodidad con ellas y no notaba que la experiencia y las vivencias de las dos jóvenes damas supusiese una barrera o un obstáculo en su relación y tampoco ellas la trataban como una joven ingenua, inocente, sino casi como una igual y, salvo algunos detalles de la vida de marido y mujer que, obviamente, no consideraban conveniente compartir con una joven inexperta, por lo demás, la trataban con total franqueza y naturalidad.

Tras dejar a Granada en manos de jefe de las caballerizas, Amelia subió a la salita donde, como había supuesto, estaban las damas jugando con los niños mientras las dos niñeras permanecían a un lado de la sala vigilando, a una distancia prudente para no molestar a las señoras. Tanto Julianna como Adele parecían disfrutar demasiado de sus hijos de modo que, a diferencia de las damas de su rango, ellas pasaban gran parte del día con ellos, procuraban acostarlos y levantarlos y no permitían que llevasen una vida apartada de sus padres, como era costumbre entre sus pares. En el caso de Julianna, quizás fuese comprensible, ya que sus hijos viajaban con ella y con Cliff, y en un barco los niños pasaban casi todo el día con su madre y casi el mismo tiempo con su padre. En el caso de lady Adele, se había acostumbrado al tipo de relación cariñosa, cercana, abierta y natural existente entre las mujeres Mcbeth y los que les rodeaban, de modo que ya entendía como algo casi natural y normal querer pasar tiempo con sus hijos, verlos crecer y formar parte de su infancia de manera activa.

—¡Tía Mely! ¡Tía Mely! —La pequeña Mely se levantó de un salto del suelo donde estaba jugando con su hermano en cuanto la vio entrar en la salita—. ¿Me has traído las flores? Di que sí, di que sí, ¿no las habrás olvidado? —La pequeña fruncía el ceño y daba pequeños saltitos ansiosa.

Amelia sonrió y esperó a que la pequeña se parase frente a ella. En cuanto lo hizo sacó de su espalda, donde escondía la mano, el ramillete de florecillas silvestres que había recogido para su ahijada.

—¿Tú qué crees? —Le sonrió y enarcó una ceja—. ¿Me consideras capaz de defraudar a mi linda tocaya?

La pequeña Amelia dio un par de saltitos y gritos de alegría y extendió los brazos para coger sus flores. Mientras se agachaba, Amelia preguntó sonriendo:

—¿Qué me das a cambio?

La niña se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla.

—Gracias tía, son muy lindas. ¿Me enseñarás a hacer los saquitos?

Amelia sonrió y, devolviéndole el beso en la mejilla, le contestó:

—Claro. Te prometí enseñarte a hacer saquitos para tu almohada, ¿verdad? —La pequeña asintió con una deslumbrante sonrisa—. Pues eso haré y, ahora, ve a por una bandeja para dejar las flores, dejaremos que se sequen un poco y mañana te enseñaré a quitar los tallos.

La niña se lanzó corriendo por el pasillo a buscar al mayordomo y pedirle una bandeja. Antes de poder dar un paso estaba el pequeño Max mirándole con esos enormes ojos verdes y con el ceño fruncido.

—¿Y para mí, tía? ¿No me has traído nada?

Le lanzaba la misma mirada que parecía haber heredado de su padre y que conseguiría que cualquier mujer se derritiese. Amelia soltó una carcajada y lo miró fijamente:

—Menudo truhan vas a ser de mayor. Ninguna mujer podrá resistirse a esos preciosos ojos. —Negó con la cabeza sonriendo—. Ay, tu hermana y tú vais a ser mi perdición.

Sacó la otra mano de su espalda donde asía una pequeña cesta cuyo interior ocultaba el trapo que la cubría, se lo extendió y el pequeño la cogió nervioso, movió el trapo y empezó a gritar:

—¡Moras! ¡Moras! Me has traído moras. Gracias, gracias, tía. —Sonrió y al igual que su hermana se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla antes de girar sobre sus talones e ir corriendo hasta donde estaba su madre—. Mami, mami. —Puso ojitos a su madre, que le miraba sonriendo—. ¿Harás un pastel? Por favoooor.

Amelia y Adele soltaron sendas carcajadas.

—¡Ay, buen Dios! ¡Pone los mismos ojos que Cliff! Cualquiera se niega. —Suspiró con resignación Julianna mientras sostenía a la pequeña Anna en sus brazos—. A ver, enséñame la cesta. —Max obedeció con los ojos muy abiertos—. Umm, creo que podría hacer al menos dos.

—¡Bien!— dijo contento Max—. Porque mañana llega el almirante y no dejará ningún trozo. Siempre se come casi todo. Si haces dos podremos probar un poco.

Las tres se rieron sabiendo que tenía toda la razón. El almirante era el ser más goloso de la Tierra y adoraba que Julianna le preparase todo tipo de dulces, bollos y pasteles.

—Maxi, ¿por qué no llevas la cesta a la cocina y le dices a Cook que las guarde para mañana, que tu madre hará unos pasteles con ellas?