

Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Kristine Rolofson
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una mujer para amar, n.º 1121 - abril 2017
Título original: A Wife for Owen Chase
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9700-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Si te ha gustado este libro…
–Nadie en Bliss necesita una esposa tanto como Owen Chase.
Rose Bliss, altiva casamentera descendiente directa de Horace Bliss, el fundador de la ciudad, echó el dos de trébol en el centro del tapete.
Ella y su hermana, Louisa, eran las anfitrionas de la partida semanal de cartas aquel jueves dos de noviembre, que era también el primer día oficial del festival.
–Él debe ser nuestra prioridad.
–A mí se me ocurren otros, hermana –espetó Louisa, que estaba más petulante de lo habitual aquella tarde–. De hecho, se me ocurren unos cuantos.
–¡Hay tantos hombres jóvenes que lo merecen en el condado! –declaró Missy Perkins–. No sé cómo los escogeremos este año, pero estoy segura de que encontraremos candidatos suficientes. Siempre lo hemos hecho.
Además de ser la más tranquila de las cuatro, Missy también era la más joven, pues solo tenía setenta y seis años. Su genuina dulzura era lo que evitaba que las otras la expulsaran de la partida semanal.
–Pero Owen debería ser el primer –dijo Rose, que no iba a darse por vencida.
Tenía un especial interés en él: conocía a su abuela y a su madre desde siempre y a ellas les gustaría que el joven fuese feliz.
–No hay un ranchero más solitario en Montana –añadió casi olvidándose de mirar las cartas que se estaban jugando.
Grace Whitlow, profesora jubilada de Economía Doméstica, se llevó la jugada con un as de trébol y después tiró una pica baja.
–Pobre Owen. No es muy atractivo, pero las niñas se merecen una madre, y la necesitan.
–Pero no vale una cualquiera –avisó Rose–. Tiene que ser la mejor para la familia Chase. Louisa y yo crecimos con su abuela.
–Crecimos con todos los ancianos de Montana –gruñó Louisa–, y eso no significa que les tengamos que encontrar esposa a todos sus nietos.
–Pero ese es el objetivo del festival, querida –dijo Missy dejando la carta que nadie quería en el centro de la mesa–. Lo siento. La reina era la única pica que me quedaba.
–No importa –dijo Rose viendo cómo su hermana hacía una mueca con la boca.
Pensó que su hermana debería haberse puesto carmín. Louisa solo era siete minutos y medio más pequeña que su gemela, pero cuando se olvidaba del carmín, parecía siete años y medio mayor. También estaba más rellena que Rose, pero las diferencias entre las dos no eran solo físicas. Louisa tenía las formas suaves de su madre, mientras que Rose se parecía a su padre, un hombre larguirucho que había dirigido la ciudad y tres negocios hasta el día de su muerte, hacía ya dieciséis años.
–¿Tenemos alguna candidata? –preguntó Rose.
–¿Qué os parece la mujer que compró la pastelería? Parece bastante simpática –dijo Grace.
–Y sabe cocinar –añadió Missy–. Le encargaré unos pasteles para el día de Acción de Gracias.
Pero Rose negó con la cabeza.
–Tiene dos niñas pequeñas que criar y un negocio del que ocuparse. Demasiadas responsabilidades. No creo que fuese la persona adecuada para Owen.
–¿Y si buscamos a una pelirroja? –sugirió Missy–. La niña es pelirroja, y sería estupendo que su nueva madre también lo fuese.
–Una pelirroja… –reflexionó Rose haciendo caso omiso del ceño fruncido de su hermana–. ¿Hay alguna pelirroja soltera en el pueblo? –continuó, mientras repasaba mentalmente su lista sin encontrar a nadie–. Quizá sea más importante que le gusten los niños y la vida hogareña.
–Alguien como Maggie Moore, solo que más joven –dijo Grace.
–¿Qué vamos a hacer con Maggie? –preguntó Missy suspirando.
–¿Y con Gabe? –añadió Grace–. No te olvides de él.
–Lo primero es lo primero –dijo Rose, que no quería desviarse del tema–. Owen necesita una esposa. Si no hay ahora nadie en la ciudad, pronto lo habrá: el viernes podremos escoger, pues habrá muchas mujeres. La cena es lo que más me gusta del festival.
–Y a mí –dijo Grace–, aunque también me gusta el baile. Me he comprado un vestido nuevo.
–Tonterías –murmuró Louisa–. Todo esto no son más que tonterías.
–¿A qué te refieres?
–El hacer parejas, el festival, todo –aclaró Louisa mirando sus cartas, completamente ajena a las expresiones de horror en las caras de sus amigas y de su hermana gemela.
–¡Vaya, vaya! –reflexionó Rose–. No estamos de muy buen humor hoy, ¿verdad?
Missy se inclinó hacia delante.
–¿Te duele la cabeza, Lou? Si quieres echarte un rato en vez de jugar no nos importa.
A Rose si le importaba, pues era típico de Louisa estropear una buena partida de cartas.
–Tienes que descartarte –le dijo–. Es tu turno.
Lou tiró el as de picas al montón y recogió la temida reina, pero no pareció darse cuenta, lo cual no era propio de ella pues jugaba sin tener piedad de sus oponentes.
Dejó sus cartas boca abajo sobre la mesa y miró a su gemela.
–Algo marcha mal este año.
–¿De qué estás hablando? –preguntó Rose sintiendo pánico por un momento.
¿Se habría suspendido el festival sin ella saberlo? ¿Se estaría acercando una tormenta de nieve a la ciudad?
–No tiene importancia. Solo era un presentimiento –contestó Lou apretando los labios.
Rose reconoció en su hermana la testaruda expresión propia de la familia.
–Louisa ha estado de mal humor conmigo desde que se levantó esta mañana porque se nos ha acabado su té –dijo mirando a Grace.
–Hice un pedido al catálogo Harney hace semanas –dijo Lou–. Ya debería haber llegado.
–¿El té de jazmín? –preguntó Missy.
Rose suspiró.
–Claro. Es lo único que bebe.
–El café me da dolor de cabeza –dijo su hermana llevándose la taza a los labios–. Y este té de hierbas no sabe a nada.
–Échale más azúcar –dijo Rose, que empezaba a sentir cómo se le agotaba la paciencia.
Quería jugar a las cartas y hablar sobre las posibles parejas para Owen. Además, habría que discutir qué hacer con la otra pareja de solteros.
Entre los dolores de cabeza de Lou, sus mohínes y su irritabilidad, la reunión de aquella tarde no estaba siendo tan entretenida como de costumbre.
Quizá fuese porque empezaba a oscurecer, o porque el frío en el aire avisaba de que el invierno se aproximaba rápidamente.
O puede que fuesen sus viejos huesos doloridos, que le hacían añorar su cama y su vaso de whisky.
Echó un vistazo a su reloj.
–Él viene a las cuatro a tomar el té.
–Cómo odio no tener té de jazmín –dijo Louisa suspirando–. ¿Crees que traerá a la niña?
–¿Qué va a hacer si no con ella?
–Espero que la traiga –dijo Lou que sentía debilidad por los bebés, cualidad que Rose no compartía.
–Haremos todo cuanto podamos por él este año. El bebé necesita una madre –concluyó Rose, y las otras tres asintieron.
–Debemos ponernos de acuerdo y pensar algunas posibilidades. Cuando terminemos el café, elaboraremos una lista.
Missy se aclaró la garganta.
–Hace años que Owen no viene al festival.
–Vendrá este año. A estas alturas debe de estar desesperado –dijo Rose mirando de reojo a su hermana, cuya expresión seguía siendo de malhumor–. Hablando de desesperación, yo quiero jugar a las cartas, ¿y tú?
–Sí –dijo Lou. Recogió sus cartas y tiró el rey de picas con desgana en la mesa–. Lo que ocurre es que no me siento muy romántica este año.
–Tienes ochenta y un años, Lou, ¿qué esperabas?
Louisa se encogió de hombros.
–Supongo que… en fin, no tiene importancia.
–Vamos, querida –dijo Missy–. ¿Qué es lo que supones?
–Tal vez si…
–¿Si qué? –espetó Rose. No iban a conseguir terminar la partida, y tenía una buena jugada.
–Puede que sea ya demasiado vieja para formar parejas –dijo Louise–. ¿Recuerdas en el ochenta y siete? Yo estaba segura de que Dick Babcock y Sally Martin harían buena pareja, pero se divorciaron el mes pasado. Me resulta deprimente.
–Esas cosas pasan –le aseguró Missy dirigiéndose a las otras–. ¿No es así? Todas tuvimos nuestra parte de culpa; recuerdo que yo también pensé que harían buena pareja. ¿Quién iba a imaginarse que ella se iría con otro?
–Dick Babcock era un idiota. ¡Me alegro por Sally! –exclamó Rose, impaciente.
Louisa suspiró.
–Vamos a empezar con el postre –sugirió Rose, dando la partida por finalizada.
Además, había cosas más importantes en las que pensar.
Era obvio que Louisa iba a ser de poca ayuda aquel año, así que dependía de ella el encontrarle una esposa a Owen Chase.
Suzzane Greenway, a quien habían dejado plantada en el altar y desde entonces se había vuelto muy escéptica, no tenía ningún interés por el trabajo que le habían encomendado en la revista Vida Romántica: ir a Montana y recabar información para un artículo sobre la ciudad más romántica del oeste. Su jefe le había dicho que encontrase a un hombre que buscase esposa y que lo siguiera a todas partes.
La opinión de Suzanne era que todo aquel asunto era un tontería, y, si lo pensaba a fondo, incluso un poco alarmante: un escenario de vaqueros desesperados y mujeres más desesperadas aún, juntos en una pequeña ciudad polvorienta en medio de ninguna parte, no parecía muy romántico.
Ella prefería velas, champán, Sinatra… o al menos así era antes. Ahora Suzanne prefería estar a solas leyendo revistas de decoración mientras comía galletas. Ambas cosas eran más fáciles de encontrar que un hombre, y muchísimo más de fiar.
Alquiló un coche en el aeropuerto Great Falls y se dirigió hacia el norte, hacia una pequeña ciudad que se encontraba al pie de las Montañas Rocosas. No era precisamente un destino turístico de moda, pero Suzanne imaginó que tendría cierto encanto. Parecía un anuncio de televisión o el decorado de un vídeo de música country.
No sabía qué encontraría allí: ¿mujeres esperando que las eligiesen? ¿Hombres gordos en busca de alguien que les hiciese la cena y calentase sus sábanas? ¿O se encontraría con hordas de estudiantes de instituto en vacaciones, con la libido demasiado alta?
Quería haberse encargado del artículo sobre las celebraciones del día de Acción de Gracias, pero aquella tarea había recaído en la editora jefe, Paula DeLangue.
El artículo de Suzanne tendría también fotos a todo color, hechas por ella misma, del «romántico» Bliss, escenario del Festival Anual de Noviazgos de Montana, o, como Suzzane había dicho a sus amigos en Nueva York, «La orgía de los vaqueros». Y ella no estaba precisamente de humor para aquella ciudad llena de pretendientes tan románticos como para buscar hacer dinero a costa de bodas rápidas e inocentes turistas.
–¿Es esta su primera vez? –le preguntó el anciano que trabajaba en la gasolinera, mientras llenaba el depósito.
Podía haber esperado hasta el día siguiente, ya que realmente no necesitaba gasolina, pero era una excusa para detenerse antes de llegar a la ciudad, pues tenía el extraño presentimiento de que cuando entrase oficialmente en Bliss, estaría atrapada.
–¿La primera vez? –repitió ella dudando de si lo había oído bien.
–En el festival. ¿Es novia o hace de casamentera?
–Ninguna de las dos –dijo ella entregándose la tarjeta de crédito y anotando el total en un sobre.
Su revista no era conocida por su generosidad en los gastos de viaje.
–Llamará la atención, señorita –dijo el empleado guiñándole un ojo–. Tendrá que quitárselos de encima.
–Yo no… –empezó a decir ella, pero el hombre ya estaba entrando en la oficina.
Suzanne subió la ventanilla del coche y tiritó. Ya era casi de noche, y a juzgar por el frío viento que soplaba, parecía que iba a nevar aquella noche.
A ella le gustaba la nieve, siempre y cuando no le impidiese llegar a su destino.
Cuando el encargado de la gasolinera volvió, le dio el recibo y la tarjeta de crédito y le deseó suerte para encontrar marido.
–Yo también estoy buscando esposa –comentó–. La mía murió hace cuatro años, y un hombre se siente solo.
–Bien –dijo Suzanne sin saber qué decir.
¿Estaba aquel hombre proponiéndole algo?
–Yo también le deseo suerte, pero he venido por negocios y no para casarme. Trabajo para una revis…
–Encontrará un hombre –la interrumpió–. Una chica tan guapa no tendrá ningún problema. Manténgase alejada de los bebedores y no se deje embaucar. Mantenga los ojos abiertos y encontrará un buen marido.
–Preferiría encontrar el trescientos once de la calle Elm –dijo ella sintiendo no haber conectado la grabadora para citar aquellos consejos en el artículo–. ¿Estoy cerca?
–¡Ah! –contestó él, guiñándole el ojo de nuevo–. ¿La están esperando las hermanas Bliss? Gire a la izquierda en el segundo semáforo. Es una casa muy bonita. No tiene pérdida.
–Gracias.
–Buena suerte con la caza del marido, señorita. Estoy seguro de que volveré a verla –dijo él despidiéndose con la mano.
Suzanne le devolvió el saludo, y salió a la calle principal tan despacio como pudo. Al anochecer, la ciudad parecía sacada de una película del oeste. Una amplia pancarta atravesaba la calle de lado a lado; en ella se podía leer: Bienvenidos al felizmente casado Bliss.
Por la mañana sacaría una foto de ella.
Las luces de los edificios y los escaparates iluminaban la acera, haciendo que pareciese que era Nochevieja en vez del dos de noviembre.
Había gente a la entrada del cine y más junto a la puerta del bar restaurante Bliss.
Suzanne se detuvo en el primer semáforo en rojo, y observó el ajetreado pueblo. Había hombres por todas partes: altos, bajos, hombres fornidos, desgarbados, jóvenes y viejos. Llevaban gorras y pesados abrigos con el cuello de lana de oveja; caminaban solos o en parejas. Un grupo dudó antes de cruzar la calle hacia un local llamado Marryin’ Sam’s; encendieron unos cigarros y se fijaron en las mujeres que pasaban por su lado.
Cuando el semáforo se puso en verde, Suzanne aceleró lentamente, dejando pasar a un trío de mujeres de unos treinta y tantos años.
Obviamente, y a pesar de la fría temperatura, la ciudad se estaba preparando para un festival.
Suzanne observó fascinada cómo dos vaqueros se acercaban a un grupo de mujeres y las saludaban con una inclinación de cabeza. Resultaba increíble que la educación saltase tanto a la vista.
¿Por qué todo el mundo en aquella parte de Montana querría casarse? Pensó que averiguarlo era precisamente su tarea, pero que cuando lo averiguase no lo entendería.
Melanie Chase Malean era una niña rellenita. Su tío le dio un biberón antes de sacarla del coche y entrar con ella en la mansión Bliss. Las hermanas Bliss le habían pedido que fuese a verlas, y él sentía demasiado respeto hacia ellas como para declinar la invitación.
–Aquí tienes, cielo –dijo Owen poniéndole el biberón en la boca.
Owen era dueño de una gran extensión de tierra. Su rancho de ganada, el rancho Chase, ocupaba una buena parte del condado. Él vivía en él, tal y como habían hecho sus abuelos, sus tatarabuelos y montones de Chase antes que él.
Unos años antes de enfermar, su hermana había intentado seguir la genealogía familiar y había quedado agotada, pues había encontrado a demasiadas personas con el apellido Chase: tíos y tías ya fallecidos, innumerables primos que se habían cansado de la vida en el rancho y habían desaparecido en las ciudades. Su padre había muerto mientras dormía, allí en el rancho, en la misma habitación en la que él nació. Y su madre lo siguió cinco meses más tarde.
En definitiva, de todos aquellos Chase solo quedaban Owen y las dos niñas. Eran los últimos descendientes de la familia, a no ser que Owen se despertase una mañana y se encontrase con una esposa en la cama, y él sabía que no había muchas posibilidades de que aquello ocurriese.
Desabrochó el cinturón de seguridad de Mel, que sujetó con firmeza el biberón. Owen permaneció un rato más en la furgoneta.
Sabía lo que las hermanas Bliss querían: aquel año él estaba de nuevo en su lista, junto a otros solteros. A todos ellos las señoras los consideraban como un reto a sus habilidades como casamenteras.
No había forma de evitarlo, pero si llevaba a Melanie consigo, al menos se aseguraría de que la visita no duraba mucho.
Owen esperó a que la niña se terminase el biberón, aunque la paciencia no era una de sus virtudes. Los hombres de la familia Chase eran trabajadores, testarudos, dignos de confianza e… impacientes.
Siempre había trabajo que hacer, y aquello formaba parte de la vida en Montana. A Owen le gustaban las cosas así, y no lo cambiaría por nada. Tenía cosas mucho más importantes que hacer que beber té y mantener una amable conversación sobre el festival de aquel año.
Así que se quedó sentado dentro de la furgoneta esperando a que Mel se terminase el biberón. Cuando lo hizo, esta lo arrojó al suelo. Owen lo dejó allí y miró a su sobrina, que finalmente le sonrió. Tenía surcos de leche alrededor de los labios, y Owen sacó un pañuelo del bolsillo para limpiarla. Después, bajó y se fue a abrir la puerta del pasajero. Se había acostumbrado a llevar a Mel consigo a todas partes; por lo general era una buena compañía. A la niña le gustaba ir en la furgoneta y no le importaba escuchar las viejas cintas de música de Owen. Además, en los últimos meses Owen había descubierto que las mujeres podían ser de mucha ayuda, al menos las mayores, pues en la mayoría de los sitios a los que iba solía haber alguna mujer de mediana edad que se ofrecía a cuidar a la niña mientras él se ocupaba de los asuntos que tenía que resolver.
Tomó a Mel en brazos y le protegió la cara del viento apoyándola contra su pecho.
Cuando Rose y Louise abriesen la puerta, lo recibirían con la pregunta habitual.
–¿Por qué no has encontrado esposa aún, Owen Chase?
«Porque soy demasiado mayor, demasiado tranquilo y no muy atractivo. Y porque paso la mayor parte del tiempo en el rancho, únicamente en compañía de mis sobrinas».
Y, mientras alargaba la mano para llamar a la puerta, deseó poder decirles también que no quería una esposa, que lo que quería era una amante.