
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Madeleine Ker
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Esclava del deseo, n.º 1454 - febrero 2018
Título original: The Alpha Male
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-736-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
EL DÍA ya comenzó mal cuando Hippy Dave empotró la parte trasera de su camioneta en la puerta del taller a las cinco de la mañana. Hippy Dave era uno de los distribuidores menos ortodoxos de Penny. Su mujer, Chandra Dawn, y él deambulaban por el país, husmeando en las ferias de los pueblos. También recogían objetos naturales que Penny podía usar en los arreglos florales, como algunas piezas interesantes de madera, cortezas de árboles, musgo seco, juncos y cosas por el estilo.
Normalmente conseguían objetos inusuales que Penny no podría encontrar en ningún otro sitio; por eso ella agradecía sus visitas, pero también sospechaba que Dave y la etérea Chandra Dawn le daban otros usos a los objetos que recogían. Así que cuando oyó el choque contra la puerta, salió de muy mal humor.
–¡Dave! ¿Has vuelto a comer esas setas mágicas?
La cabeza despeinada de Dave apareció por la ventanilla de la camioneta, decorada con un arco iris.
–Lo siento, Penny –dijo avergonzado–. No estaba prestando atención.
–Oh, Dave –suspiró mientras examinaba los desperfectos–. ¡Esto es justo lo que necesito!
Dave saltó fuera del vehículo. Llevaba una túnica y botas amarillas.
–No me di cuenta de que la puerta estaba abierta, Pen.
El taller de la floristería de Penny daba a una callejuela que usaban para los repartos, y donde ella aparcaba su pequeña furgoneta roja que lucía el eslogan Penelope Watkins, Flores y Decoración. Dave había chocado contra la puerta abierta mientras maniobraba junto a la furgoneta, intentando acercar su camioneta a la entrada lo máximo posible. Ahora la puerta colgaba fuera de sus goznes.
–La arreglaré, lo prometo –dijo Dave, agachándose para ver los desperfectos más de cerca.
–No, gracias –contestó Penny. Ya había podido comprobar las habilidades de Dave y sabía que sería mejor contratar a un carpintero. También sabía que sería inútil pedirle a Hippy Dave que se hiciera cargo de la factura; Chandra Dawn y él siempre estaban en bancarrota.
Como si le estuviera leyendo los pensamientos, Dave extendió una mano mugrienta.
–Te diré lo que vamos a hacer. Puedes quedarte gratis todo el material que traigo. Pagará los daños, al menos en parte. ¿De acuerdo?
–Será mejor que te vayas antes de que llegue Ariadne –dijo Penny–. Te despellejará vivo.
Los azules ojos acuosos de Dave se abrieron de par en par mientras consideraba el sabio consejo. La socia de Penny, Ariadne Baker, medio griega y con un genio difícil de igualar, no era una de sus mayores admiradoras, y en más de una ocasión había dado su opinión sobre todos los defectos de Dave.
–Sí, tienes razón. Vamos a sacar las cosas de la camioneta; esta vez te he traído algo verdaderamente especial.
–No te preocupes, solo vete.
–Quédatelo, nadie más compraría esta vieja basura. Quiero decir, este maravilloso objeto natural, esculpido por la propia naturaleza. ¡Echa un vistazo, Pen!
–Vale, veamos lo que has traído –Penny suspiró, demasiado deprimida como para seguir mirando la puerta destrozada.
Hippy Dave abrió la puerta trasera de la camioneta y asomó lo que parecía un árbol entero, metido en un montón de cajas.
–¿Qué se supone que voy a hacer con esto?
–Es maravilloso –dijo Dave sacándolo del vehículo.
–Soy una florista, no un cirujano de árboles –contestó mirando las enormes ramas–. ¡Esto no me sirve!
–Mira las formas que tiene –dijo Dave entrecerrando los ojos y haciendo ondular las manos para visualizar mejor el trabajo de la naturaleza–. La corteza plateada es preciosa. ¿Y qué me dices de estos filamentos de musgo? ¡Es mágico!
–Por favor, Dave, llévatelo. No lo quiero.
Dave abrió la boca para protestar, pero en ese momento otra voz se unió a la conversación.
–¿Qué está pasando aquí?
Era Ariadne Baker, que combatía el frío de la mañana con un abrigo militar. Llevaba un cigarrillo en una mano y, en la otra, un vaso de plástico de café que había comprado en un puesto, mientras se dirigía a la ciudad. Ariadne, que se había casado y divorciado dos veces, era una mujer espectacularmente guapa que rondaba los treinta, siete años mayor que Penny. Tenía el cabello negro azabache y unos brillantes ojos verdes que se endurecieron al llegar a la escena.
–¿Para qué es ese trozo de árbol muerto? ¿Y qué le ha pasado a la puerta? ¿Dave?
Hippy Dave no era precisamente rápido, pero los largos años que había pasado evadiendo el brazo de la ley le habían dado un acentuado instinto de protección. Dejó caer las ramas y saltó a la camioneta con agilidad.
–Ya nos veremos, Pen –gritó asomándose por la ventanilla mientras ponía en marcha el viejo motor.
Instantes después la camioneta multicolor salía de la callejuela, con la puerta trasera aún abierta.
–¡Ha destrozado la puerta! –gritó Ariadne.
–Sí.
–¡Y ahora tendremos que recoger ese viejo árbol podrido!
–Es verdad.
–¡Le voy a sacar las tripas!
–Primero tendrás que atraparlo –señaló Penny–. Ahora ya estará a medio camino de Londres. Ayúdame a meter el árbol en la tienda.
–¡No queremos esa horrible cosa vieja en nuestra tienda! –exclamó Ariadne.
–No –contestó Penny pacientemente–. Pero las furgonetas tienen que llegar hasta la puerta. Y si lo dejamos aquí, todo el mundo se quejará y el ayuntamiento nos multará. Así que échame una mano.
Mientras metían el árbol en el taller, Ariadne dijo lo que opinaba de Hippy Dave con un lenguaje escogido, con las mismas palabras que podría haber usado su padre, un coronel retirado.
El taller siempre estaba inmaculado. Había tres bancos de trabajo: uno para Penny, otro para Ariadne y un tercero para Tara, la mujer que las ayudaba tres días a la semana. Había un sitio para cada cosa, y cada cosa tenía su sitio. Los materiales secos se almacenaban en estanterías de madera, había grandes cubos de plástico para los desperdicios y en una esquina tenían el equipo más caro, un armario climatizado para las plantas delicadas, como las orquídeas.
Había una enorme pila llena de cubos de zinc para las flores cortadas, y un «rincón de control» donde guardaban un libro con todos sus trabajos y una pizarra para apuntar los pedidos. Al lado, una estantería con la tetera y las tazas, que les proporcionaba constantemente las bebidas estimulantes, café para Ariadne y té para Penny, que las ayudaban a trabajar desde antes del alba hasta entrada la tarde.
La tienda estaba separada del taller por un tabique y daba a High Street. Todavía se veía vacía porque aún tenían que ir al mercado a comprar flores.
–¡Maldito Hippy Dave! –dijo Ariadne mientras arrastraban las ramas muertas a un rincón–. ¡Es un idiota inútil y loco!
–Será mejor que nos movamos –Penny consultó su reloj–. Vamos a llegar tarde al mercado. Pero ahora no podemos cerrar la puerta. ¿Por qué no vas sola? Yo me quedaré aquí e intentaré localizar a Miles. También puede que haga algunos arreglos de popurrí.
–Muy bien –dijo Ariadne sacudiéndose los restos de musgo y corteza del abrigo–. Y busca también a un asesino que se deshaga de Dave, ¿quieres?
–Marcaré la «A» de «Asesinato» –prometió Penny–. No te olvides de la lista.
Una vez que Ariadne se hubo marchado al mercado, Penny se colgó del teléfono y llamó a Miles Clampett. Seguramente les pasaría una factura desorbitada, como siempre. Se habían conocido dos meses atrás, cuando ella había hecho el arreglo floral para la boda de su hermano. Habían estado saliendo unas cuantas semanas después de la boda, pero se había acabado pronto, cuando su sentido del humor le hizo a Penny perder la paciencia. Sin embargo, aún se llevaban bien. Miles era caro, pero era el único carpintero que ella conocía que acudiría enseguida, sin dudarlo. Aunque todavía no eran ni las seis, Penny no tuvo reparos en llamar. Era una emergencia.
Le contestó un murmullo somnoliento.
–Miles, soy Penny Watkins. Siento llamarte a estas horas, pero Hippy Dave acaba de destrozarme la puerta y necesito un carpintero desesperadamente.
–Cualquier cosa que me pidas –dijo bostezando.
–Estás despierto, ¿verdad?
–Sí.
–¿Y me prometes que vendrás esta mañana? Digamos… ¿ahora? Estamos todo el día entrando y saliendo, y si no puedo cerrar con llave…
–Está bien, está bien –dijo refunfuñando–. Estaré allí enseguida, dame media hora.
–Gracias.
Penny se sirvió una taza de té y comenzó a trabajar en los perfumeros. Era un trabajo fácil: solo tenía que colocar las flores secas en unas vasijas y rociarlas con esencias de aromaterapia. Se habían hecho muy populares y se vendían sin parar. Penny tenía mucho ojo para las formas y los colores, y siempre disponía de una gran variedad de bonitos recipientes de porcelana.
A las siete y media, su sensible olfato ya había tenido bastante aroma floral y esencia de pachulí. Le encantaban las flores y todo lo relacionado con ellas: los aromas, los colores, las texturas. Pero se cansaba fácilmente de las flores artificiales, igual que de los perfumes que no eran naturales.
Entró en la tienda mientras se quitaba el gorro, dejando el pelo suelto, que cayó en ondas color caoba sobre sus hombros. Penny era delgada y de piel color marfil, con ojos azul oscuro, casi violeta, y labios carnosos ligeramente melancólicos. Tenía veintitrés años, pero a veces parecía tambalearse al borde de la niñez, como una flor a medio abrir que espera que las nubes se aparten para que el sol haga que se muestre en todo su esplendor.
La verdad era que en su vida también había habido nubes, no todo le había ido bien. Pero había luchado contra la adversidad y la había superado, aunque el precio que había tenido que pagar se reflejaba en sus labios.
Las persianas todavía estaban echadas, pero podía ver la actividad en High Street a través de ellas. La ciudad se estaba despertando, comenzando a brillar, aunque todavía tenía que derretirse la capa de escarcha.
Mientras encendía el ordenador, se puso a planear el día, un miércoles de otoño. Iba a ser un día intenso, y no la iba a ayudar tener a Miles martilleando y serrando, pidiendo té cada diez minutos. Había que hacer varios ramos y repartirlos por toda la ciudad. Había un funeral en uno de los cementerios, y algunos asistentes le habían encargado coronas y tributos florales. Aunque Ariadne y ella ya lo habían organizado casi todo, quedaban los últimos toques, y había que llevar a tiempo las flores a la capilla.
Además, tenía la cena de la alcaldesa. Era la primera vez que Penny lo hacía, y deseaba que todo saliera bien. Tenía mucho trabajo que hacer, y casi todo debía ser en el último minuto. Había que preparar sesenta y cinco jarrones con flores frescas, además de las cuatro mesas y varios arreglos florales que darían la bienvenida a los invitados en la entrada y flanquearían la mesa principal. Había fijado todos los detalles con la secretaria de la alcaldesa hacía tiempo, y tendría que estar en el ayuntamiento a las cuatro como muy tarde, para empezar a trabajar.
Se preparó la segunda taza de té y esperó impaciente a que Ariadne volviera del mercado de flores, donde había que comprar un montón de cosas. Tal vez debería haber ido con ella. ¿Y dónde estaba Miles?
Oyó el ronroneo de un coche en High Street y miró por encima de su taza. Un deportivo color gris acero, brillante y evidentemente muy caro se había detenido frente a la tienda. Penny frunció el ceño, preguntándose quién podría ser tan temprano. Un hombre alto se bajó del coche. No podía verlo claramente a través de las persianas, pero no había ninguna duda de que estaba mirando las ventanas de la tienda, como si se preguntara si había alguien dentro. Se quedó sentada, preguntándose por qué le resultaba tan familiar esa silueta alta y oscura.
Entonces el hombre llamó a la puerta con un golpe fuerte y autoritario que hizo que el corazón le diera un vuelco. Acostumbrada a pasar apuros, se había familiarizado con todo tipo de llamadas en la puerta, y una como esa siempre traía problemas. Pensó rápidamente. ¿A quién le debía dinero? ¿Había dejado algún impuesto por pagar? ¿Facturas pendientes? No se le ocurría nada. Aunque todavía pasaba algunos apuros, deseaba dejar por fin atrás esos días de precariedad.
Inquieta, se dirigió a la puerta y descorrió el pestillo. El aire frío de la mañana le dio en la cara mientras abría la puerta.
–Lo siento, todavía no hemos abierto –comenzó a decir, pero las palabras se le helaron en la garganta.
Estaba frente a la cara seria del hombre más atractivo que había visto nunca. El último hombre en el mundo a quien deseaba ver.
–Dios mío, por fin te he encontrado –murmuró el hombre sosteniendo su mirada con unos ojos grises que podían ser tan fríos como el mar Ártico o tan cálidos como el sol.
Inconscientemente, Penny dio un paso atrás. Él entró en la tienda y cerró la puerta tras ellos. Era mucho más alto que Penny.
–Ryan, no tienes derecho a estar aquí –dijo secamente. Pero su corazón latía como si se le fuera a salir del pecho, y se le hizo un nudo en el estómago. Conocía los sentimientos que la invadían cuando se encontraba con Ryan Wolfe, lo acompañaban igual que la ventisca y los relámpagos acompañaban a las tormentas.
–¿Pensabas que no te iba a encontrar? –preguntó mirándola todavía a los ojos, como si se fuera a beber su cuerpo a través de la mirada.
Penny apretó los dientes.
–No quería que me siguieras, Ryan. ¿Por qué te has molestado?
–Porque no puedo vivir sin ti –contestó.
Sintió que el corazón se le paraba durante un momento, pero se forzó a responder:
–Pues yo sí que puedo vivir sin ti –dijo esbozando una sonrisa–. Lo he estado haciendo durante once meses, dos semanas y cinco días. Y tengo que añadir que muy felizmente.
Por fin él dejó de mirarla y echó un vistazo a la tienda. Hizo una mueca con su bonita y apasionada boca.
–¿Eres feliz con esto? ¿Sabiendo todo lo que te puedo dar?
La rabia hizo que Penny se ruborizara.
–No me trates con condescendencia, Ryan. Nada es mejor que lo que tú puedes ofrecer, ¿verdad? Tú siempre despreciando todo y a todos.
Él sacudió levemente la cabeza.
–No es verdad. Pero sé que te daría el sol y la luna si me los pidieras.
–Estás muy seguro de ti mismo. ¿Todos estos meses no te han enseñado nada?
–El tiempo solamente intensifica mis sentimientos –dijo con voz ronca. La devoró otra vez con los ojos, vorazmente, y la piel de Penny se puso de gallina mientras recordaba cómo Ryan podía devorarle el cuerpo y el alma con una pasión ardiente–. ¿Cómo has podido hacernos esto, Penny? ¿Cómo pudiste ocultarte de la verdad?
–No deberías haber venido. ¿Quieres que se nos rompa el corazón de nuevo?
–Quiero que seamos uno solo –le agarró un brazo y, como si el contacto la hubiera quemado, Penny se apartó rápidamente.
–¡No me toques!
El ceño de Ryan se había relajado por un instante, pero al ver su reacción su rostro se tensó de nuevo.
–¿Sabes lo mal que me lo has hecho pasar? ¡Me ha costado casi un año encontrarte! Te has escondido aquí con un nombre y una identidad falsos…
–No exactamente –lo cortó–. Watkins es el apellido de Aubrey, mi padrastro. Tengo derecho a usarlo.
–Lo usaste para esconderte de mí.
–Deberías haber captado la indirecta –replicó.
–Penny, no te puedes enterrar aquí. No puedes enterrar la pasión que sentimos el uno por el otro.
–La pasión se muere, Ryan, no he tenido que enterrarla. Se enfrió en cuanto me alejé de ti –él empezó a hablar, pero lo hizo callar levantando una mano–. Pensé que hace un año lo habías entendido. Se ha terminado para siempre, has cometido un error al seguirme hasta aquí. Por favor, vete. Y no vuelvas más.
Si esperaba que su pequeño discurso causara algún efecto en Ryan, quedó decepcionada. Esos ojos grises, rodeados de espesas pestañas negras que parecían arder, la miraban intensamente.
–¿Ya no me quieres? –preguntó lentamente.
–Creo que nunca te quise.
Ryan tenía el cabello más largo que cuando estaban en Londres. Entonces lo llevaba muy corto, como corresponde a un joven dinámico que ha conseguido hacerse millonario a un ritmo vertiginoso. Ahora había crecido. Los mechones negros casi le cubrían las orejas y se rizaban alrededor de su fuerte cuello. El viento le había despeinado el cabello, que casi parecía salvaje, como la piel de algún animal. O había llegado al final de su camino, y ya no le importaba su aspecto, o era un Ryan diferente, más peligroso que el Ryan Wolfe que ella había conocido. El cuerpo esbelto parecía más delgado, aunque era difícil saberlo con certeza, porque llevaba una chaqueta de piel de cordero para protegerse contra el frío. El relleno aborregado esculpía su mandíbula y su garganta musculosa.
Con Ryan, no se podía saber. Tal vez había perdido una fortuna en el juego. Él la estudiaba con ojos enigmáticos mientras se frotaba con el pulgar la barba de varios días que le salpicaba la mandíbula, con un gesto que Penny conocía bien.
–Por favor, Penny, concédeme algo –dijo intentando mantener la calma–. Quiero ver a nuestro hijo.
Ella sintió que una mano helada le agarraba el corazón.
–¿Nuestro hijo? ¿De qué estás hablando?
–El niño del que estabas embarazada –dijo ásperamente–. El nuestro. ¿Dónde está?
A Penny le fallaron las rodillas y casi tuvo que sentarse.
–¡No finjas que no sabes lo que pasó, Ryan! ¡Eso es muy cruel, incluso viniendo de ti!
El rostro de Ryan se endureció.
–¿Qué pasó? Dímelo.
Ella lo miró a los ojos. ¿De verdad no lo sabía? Él no solía ser tan cruel.
–No hay ningún niño, Ryan –dijo en voz baja–. Tuve un aborto.
Por un momento, él pareció no comprender.
–¿Qué?
–Tuve un aborto a los tres meses. Perdí el bebé.
La piel de Ryan era bronceada, con toques rojizos en las mejillas y en los labios. Pero en ese instante Penny vio cómo palidecía.
–No te creo.
Ella se dio la vuelta, cansada.
–Me puse enferma. Encefalitis. Estuve en el hospital dos semanas. Uno de los efectos secundarios fue el aborto. Ocurrió cuando estaba en coma, así que no me enteré hasta unos días después.
Él le puso una mano en el hombro, obligándola a girarse para mirarla de frente.
–¿Es eso verdad?
–No mentiría sobre esto –dijo con amargura–. ¿No te llegó mi carta?
–¿Qué carta?
–La que te escribí cuando salí del hospital –pudo leer en su cara que no sabía de qué estaba hablando. No la había recibido–. No sé por qué no la recibiste. Supuse que la habías leído y que no querías contestar. Siento que tengas que enterarte de esta manera.
Él se cubrió la cara con las manos. Sin duda estaba emocionado. Por un momento, Penny sintió pena por él. Se le humedecieron los ojos y sintió la familiar calidez del dolor llenándole la garganta. Levantó una mano para tocarlo, pero los dedos temblorosos se detuvieron, sin encontrar el valor para acortar la distancia.
Por fin, Ryan se descubrió el rostro.
–Dime la verdad. ¿Terminaste el embarazo?
Penny se sintió indignada.
–¡No, Ryan!
–¿Te deshiciste de nuestro bebé? –dijo bajando las cejas, lleno de dolor y de rabia. Su boca tenía un rictus severo.
–¡No!
Le agarró los brazos con tanta fuerza que ella supo que le dejaría marcas en su delicada piel. Pero aún más dolorosa era la expresión de sus ojos, que le partían el alma en dos.
–¡Prométemelo!
Ella abrió la boca para hablar, sin saber qué palabras podría utilizar para convencerlo de que no había hecho eso tan horrible de lo que la acusaba. Pero en ese mismo momento la tienda se llenó de gente. Ariadne entró desde el taller.
–Pen, no tenían suficientes gladiolos amarillos, así que los he traído color crema, ¿está bien?
La puerta de la tienda se abrió y entró Miles Clampett, llevando su caja de herramientas en una mano y, en la otra, dos envases de cartón.
–Os he traído leche –dijo mientras sus ojos saltaban de Ryan a Penny–. ¡Hola, terrícolas! Espero no haber interrumpido nada.
RYAN soltó los brazos de Penny y ella dio un paso atrás.
–Los gladiolos color crema están bien, Ariadne –dijo con voz monótona–. Gracias por venir, Miles. Los desperfectos están en la puerta de atrás. Ariadne te lo enseñará.
Ariadne captó la idea y condujo a Miles al taller. Ambos estaban llenos de curiosidad por el extraño visitante y la tensión que se respiraba en la tienda. Ariadne, que nunca dejaba pasar un buen partido, le dedicó a Ryan una seductora sonrisa mientras pasaba a su lado. Ryan respondió con una inclinación de cabeza y en cuanto se hubieron ido se volvió hacia Penny con una mirada ardiente.
–¡Penny, por favor, jura que estás diciendo la verdad!
–No pienso jurar nada –contestó con los labios entumecidos–. ¿Por qué no me crees?
–¡Amenazaste con interrumpir el embarazo!
–Sí, sé que lo hice, pero…
–Ni siquiera pensé que lo decías en serio.
–Y no lo hacía –dijo acaloradamente–. Fue una de esas locuras que se dicen cuando estás desesperado.
–Me amenazaste con abortar si te seguía –le recordó Ryan–. ¿Qué es lo que hice para que estuvieras tan desesperada?
–Te lo diré una vez más –dijo Penny con frialdad–. Contraje encefalitis y casi muero en ese hospital. Y cuando por fin me recuperé, tuve que enfrentarme con la pérdida del bebé. Habría hecho cualquier cosa para evitarlo, ¡pero no podía hacer nada!
–¿Todo va bien, querida? –preguntó Ariadne mientras volvía del taller, donde Miles había empezado a dar martillazos.
–Sí –respondió Penny con voz apagada.
Ariadne miraba a Ryan Wolfe con evidente interés. Penny se dio cuenta de que, en los breves instantes en los que había estado en la parte de atrás, le había dado tiempo a maquillarse los labios, cepillarse el cabello, quitarse el abrigo militar y desabrocharse el botón superior de la blusa para revelar las curvas seductoras de su pecho. Ya que Penny no parecía tener intención de presentarlos, preguntó mientras se acercaba contoneándose:
–¿Y este caballero tan atractivo es…?
Penny no sabía cómo contestar. «Mi ex-amante. Mi perdición». Las palabras revoloteaban en su mente, pero fue Ryan quien contestó.
–Un posible cliente –dijo sin inmutarse.
–Oh, bien –ronroneó Ariadne–. ¿Vive por aquí?
–Sí –contestó mientras la miraba. Ariadne tenía unas curvas que Penny nunca podría igualar, y una actitud coqueta que le sentaba muy bien–. Vivo en Northcote Hall, en Dover Road.
–¿Northcote? –repitió Ariadne con interés–. Ah, sí, lo conocemos bien, ¿verdad, Penny? Es un lugar encantador. ¿Conoce a la familia?
–Les estoy alquilando la casa –respondió–. Puede que la compre, si cumple todas mis expectativas –lo dijo como si comprar esa magnífica casa de campo fuera una bagatela para él. Los ojos de Ariadne brillaron.
–Es estupendo –dijo encantada. Estaba reaccionando de la misma manera que todas las mujeres lo hacían cuando conocían a Ryan: como un pez hambriento deseoso de morder el delicioso cebo, sin ver el gancho de acero.
Ryan se encogió de hombros.