
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Thelma Zirkelbach
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Vínculo secreto, n.º 1673- febrero 2018
Título original: A Candle for Nick
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-780-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
EH, mamá, Rick Howard ha hecho otra carrera. Apuesto a que bate su récord.
Mallory Brenner entró en la sala de estar, donde su hijo de diez años, tendido en el sofá con el mando a distancia en la mano, miraba un partido de béisbol de los New York Yankees. Le revolvió el pelo castaño.
Él sonrió, mostrando un montón de alambres en los dientes.
Luego frunció el ceño cuando ella se inclinó con el termómetro en la mano y ordenó:
—Abre la boca.
Obedeció. Mientras su héroe llegaba hasta la tercera base, farfulló:
—Si viviéramos en Nueva York en vez de en Valerosa, Texas, podríamos ver jugar a Rick Howard.
Mallory sacó el termómetro del estuche, lo estudió y lo metió en la boca de Nick.
—¿No te has dado cuenta? Lo estás viendo jugar, aquí mismo en tu salón, a través de ese milagro moderno llamado televisión —Nick musitó algo y ella alzó la mano—. Ahora cierra los labios y mira el partido, o tendré que volver a ponértelo.
El pequeño se centró en la tele y guardó silencio. El termómetro sonó y Mallory comprobó la lectura.
—Normal. Segundo día seguido.
—Estupendo. ¿Crees que el doctor Sanders me va a dejar jugar a la pelota ahora? Ya ha pasado un año.
—Un mes —corrigió ella antes de añadir—: Estoy segura de que lo hará, en cuanto reciba los resultados de tu análisis de sangre.
La última semana de abril, Nick había pillado la gripe.
Siendo un niño que por lo general superaba con rapidez las enfermedades, no había sido capaz de recuperarse de ésa. Su médico de cabecera no había sabido explicar la fiebre ni la debilidad persistentes y había solicitado un recuento globular completo.
—¿Y cuándo lo va a saber? —en la voz de Nick apareció un tono quejumbroso—. Estoy cansado de estar siempre tumbado.
—Hoy sabremos algo. Como mucho, mañana —al ver el mohín de su hijo, sugirió—: ¿Te apetece un poco de helado? He comprado un cuarto de chocolate.
Nick tiró un cojín al suelo.
—No.
Mallory suspiró y rezó para tener paciencia.
—Vamos, Nick, es tu preferido. Y apenas has tocado tu comida.
La miró con ojos furiosos.
—No tengo hambre.
—¿Por qué no preparas el tablero de ajedrez y jugamos una partida antes de que me vaya al trabajo?
—Es tu día libre.
—Los hijos de Lauri hoy tienen una sesión de natación. Le prometí que iría a las cuatro a relevarla —su socia, Laura Gold, había pasado mucho tiempo en Brotes & Flores, la floristería que habían montado, desde que Nick se había puesto enfermo. Mallory estaba encantada de poder devolverle parte del favor. Ya había arreglado dejar a Nick en casa de sus padres durante las dos horas que estaría ausente. Le palmeó el hombro—. ¿Qué te parece?
—No eres muy buena —gruñó Nick—. Te he ganado las cuatro últimas veces que hemos jugado.
«Paciencia», se dijo.
—Eh, nadie le gana a Mallory Brenner cinco veces seguidas —decidiendo interpretar su mueca como una sonrisa, fue a buscar el tablero. Colocaban las piezas cuando sonó el teléfono—. Ahora vuelvo —fue a contestar a la cocina.
—Señora Brenner, soy Kelly, la recepcionista del doctor Sanders. El doctor querría verla para hablar del análisis de sangre de Nicholas.
Las alarmas saltaron en la cabeza de Mallory y se agarró con fuerza al borde de la encimera.
—He de ir a trabajar pronto. ¿No podemos tratarlo por teléfono?
—Mmm, no sé. Me pidió que le dijera que pasara por la consulta. Dijo que si llegaba en media hora, la recibiría directamente.
—De acuerdo —al colgar, le temblaba la mano. Algo debía de estar muy mal para que el doctor Sanders insistiera en que fuera a verlo.
«O quizá no», se tranquilizó. Tal vez Nick tenía una deficiencia vitamínica o necesitaba hierro. Algo por el estilo. El doctor Sanders siempre se tomaba un interés adicional con los niños. Cuando Nick sufrió pesadillas después de la muerte de Dean tres años atrás, lo había visto varias veces sólo para escucharlo hablar de los miedos que lo dominaban y de la tristeza que lo embargaba por la pérdida de su padre.
—No hay nada de qué preocuparse —se dijo con firmeza al regresar al salón. Pero el comentario animado no desterró la sensación de desasosiego que tenía en la boca del estómago.
Nick se hallaba absorto en mover las piezas alrededor del tablero de ajedrez. Tampoco quería alarmarlo, de modo que ocultó los nervios detrás de una sonrisa.
—Cambio de planes, amiguito. He de irme temprano. Guarda el ajedrez y podrás jugar con el abuelo. Estoy segura de que él agradecerá tu compañía —su padre estaba convaleciente de una operación de rodilla e igual de aburrido que su hijo.
Un expresión hosca que empezaba a ser demasiado familiar, se manifestó en el rostro de Nick.
—No quiero ir a casa de los abuelos. No me dejan ver South Park.
—Y yo tampoco, señor Brenner.
—Sí, pero… —musitó antes de callarse y apartar la vista.
Mallory se preguntó si llegaría a ver el programa que le había prohibido en la casa de alguno de sus amigos, pero ya exploraría ese tema más tarde.
—Date prisa, Nick. Tenemos que irnos.
—¿Por qué no puedo quedarme en casa?
—Supongo que podría llamar a Angela y preguntarle si puede cuidar de ti.
Nick tiró otro cojín al suelo.
—No necesito una canguro —alzó la voz—. Soy lo bastante grande como para quedarme solo.
—No durante tres horas.
—Si papá aún viviera, me dejaría.
Eso le dolió. Contuvo una lágrima y contó hasta diez. Desde que Nick enfermara, no había dejado de probar sus límites y su paciencia.
—No te pases, jovencito. Papá ya no está y tú no vas a ponerte a adivinar lo que habría podido decir. Y ahora recoge el tablero y en marcha.
Ceñudo, Nick se levantó y la siguió hasta la puerta arrastrando los pies. Lo dejó en la casa de sus padres recomendándole que se portara bien, luego fue a la consulta del doctor Sanders.
La sala de espera estaba llena, pero Helena, la enfermera del doctor, la hizo pasar de inmediato. El nudo de ansiedad se tensó más en su pecho. ¿Qué tendría que decirle que requería que la hiciera pasar por delante de todo el mundo?
Al entrar en el despacho, él se puso de pie para tomarle la mano y llevarla a un pequeño sofá. Se sentó junto a ella y en vez de iniciar la conversación con una broma, como hacía desde que era pequeña, permaneció silencioso y sombrío. Luego alzó una hoja de papel de la mesita.
—Hemos recibido el informe del laboratorio del análisis de sangre de Nick —expuso.
Aunque se le había resecado la boca, tragó saliva.
—¿Pasa algo?
Él dejó el papel y respondió con voz más suave:
—La cifra de glóbulos blancos de Nick es extremadamente alta.
—¿Eso significa… que tiene una infección? ¿O…?
El doctor Sanders le cubrió la mano helada con la suya cálida.
—No conozco una forma fácil de decirte esto, Mallory. Nicholas tiene leucemia. Leucemia mielógena aguda.
Las dos últimas palabras del diagnóstico no representaban nada para Mallory, pero leucemia… Había oído esa palabra y por lo que recordaba, significaba… muerte.
Sintió que caía en un agujero profundo y oscuro. Aunque aún seguía sentada al lado del doctor Sanders y sentía que el aire entraba y salía todavía de sus pulmones, nada a su alrededor pareció igual. Real. Hasta su cuerpo pareció alienígena. Vio que el doctor Sanders aún le sostenía la mano, pero no podía sentirla. Sus terminales nerviosas se habían congelado.
—Leucemia —musitó—. Cáncer —apretó los dientes. Debía mantener la compostura o se fragmentaría como un cristal roto—. ¿Nick va a…? ¿Va… a morir?
El doctor Sanders movió la cabeza y le palmeó la mano.
—No, la leucemia ya no es una sentencia de muerte. La mayoría de los niños que la padecen sobrevive. Pero necesita tratamiento, y nos ocuparemos de que lo reciba.
Ella asintió. Pensar en el tratamiento le daba algo tangible en lo que concentrarse.
—¿Cuándo puede empezar?
—No dispongo de los conocimientos ni de las instalaciones. Necesita ir a un centro especializado en cáncer, un especialista. El Gaines Memorial, en Houston, es el más próximo y, por fortuna, figura entre los tres mejores del país. Ya he llamado para comprobar sus procedimientos de admisión.
Houston. Lejos de la familia, de los amigos. Pero eso carecía de importancia si la clínica podía ayudar a Nick.
—¿Cuándo… cuándo tendremos que estar allí?
—Os quieren en tres días.
—¿Está Nick…? —le falló la voz. Pero al final logró susurrar—: ¿Está en peligro?
—No en un peligro inmediato, pero necesitan empezar lo más pronto posible.
Su voz era tranquilizadora. Pero… tres días. Y tanto por hacer. Llamar a Lauri… arreglar que alguien ayudara en la tienda… los billetes de avión… comprobar la póliza del seguro… Los pensamientos aparecieron en su mente y se desvanecieron.
Se puso de pie, volvió a sentarse.
—No… no sé nada sobre la leucemia ni cómo se trata. Debería investigar en Internet —se preguntó si dispondría de tiempo.
El doctor Sanders asintió.
—Es justo lo que esperaba que dijeras, y tienes razón. Necesitas estar informada. Esto te dará una introducción —le entregó un folleto—. También tiene una lista de libros y de páginas web.
—¿Y el especialista? —inquirió ella—. ¿A quién veremos?
—El hospital me ha dado los nombres de los médicos que trabajan allí. Si quieres, puedo comprobarlos y recomendarte uno.
—Confío en que elegirá al mejor.
—¿Quieres que se lo cuente yo a Nicholas? —preguntó con gentileza.
No había pensado en eso.
—No, lo haré yo —decidió—. Ahora está en casa de mis padres. Ellos ayudarán. Y luego… mañana, quizá… entonces podrá hablar con él, explicarle la… la enfermedad.
El doctor Sanders asintió.
—Eres una mujer fuerte, Mallory. Has tenido que serlo, perdiendo a Dean, educando tú sola a Nicholas y llevando un negocio. Tu hijo es fuerte también, y valiente. Lo que vais a tener que afrontar no será fácil, pero tengo la confianza de que lo superaréis.
—Gracias —casi sin sentir las piernas, cruzó el despacho. El doctor Sanders le abrió la puerta, pero ella se detuvo, aferrándose a un último hilo de esperanza—. ¿Podría haber un error? ¿Podría estar equivocado el informe del laboratorio? Quizá habría que hacerle otro análisis.
El doctor movió la cabeza.
—Perderías el tiempo.
Tiempo. Podía ser aliado de Nick… o su enemigo. No desperdiciaría ni un minuto.
Condujo hasta la casa de sus padres. Ellos ayudarían. Su padre, rabino de Beth Jacob, la única sinagoga de Valerosa, había mantenido a los feligreses en tiempos de dificultades, y su madre y él habían sido su principal apoyo durante los oscuros días posteriores a la muerte de Dean. Con la fe y el coraje de ellos sustentando los suyos, rezaba para que Nick venciera esa enfermedad.
Media hora más tarde, sentada junto a su hijo, le tomó la mano. Se obligó a que su voz sonara firme.
—El doctor Sanders ha averiguado lo que te deja tan cansado. Tienes una enfermedad llamada leucemia.
Ya les había dado la noticia a sus padres. Se habían quedado atónitos, pero se habían recobrado y en ese momento sintió la mano gentil de su madre en el hombro. Los dedos de Nick se cerraron con fuerza en torno a los suyos. Pero los sorprendió a todos al decir:
—Sabía que algo estaba mal. Me alegra saber qué es.
Mallory contuvo las lágrimas.
—Los doctores que pueden ayudarte están en Houston.
Él frunció el ceño.
—¿Me tendrán que poner inyecciones?
—No lo sé —tragó saliva—. Posiblemente.
Su hijo enderezó los hombros.
—Supongo que las aceptaré si así me pondré bien —esbozó una media sonrisa—. ¿Podremos ir a un partido de los Astros? —los Houston Astros eran su segundo equipo favorito, después de los Yankees.
—Claro que sí. Houston tiene un montón de cosas para hacer. Será una aventura —dijo con toda la esperanza que pudo conferir a su voz.
—Será estupendo ver a los Astros, ¿verdad, abuelo?
El padre de Mallory asintió y sonrió, pero su cara aún estaba pálida.
—Iré a Houston contigo —dijo Lydia Roseman.
Pero Mallory negó con la cabeza y abrazó a su madre.
—Te agradezco el ofrecimiento y desearía que pudieras estar allí, pero necesitas estar en casa con papá —aunque su padre insistió en que podría arreglarse solo, no cedió—. Si Nick… si te necesito, entonces vendrás —dijo.
Al final acordaron eso.
—Tengo que ir a la tienda a hablar con Lauri —dijo.
—Por supuesto —su padre le pasó un brazo por los hombros y la acompañó hasta la puerta.
—Estoy asustada —susurró Mallory.
—Lo sé, pero recuerda: «Por cada montaña…»
—«Hay un milagro» —concluyó Mallory, sonriendo a través de las lágrimas. Su padre coleccionaba citas para emplear en los sermones. Y ésa era una de sus favoritas—. Lo recordaré.
Fue a la floristería para hablar con su socia. Lauri la abrazó.
—No te preocupes por nada. Este local debe estar en lo más bajo de tu lista de prioridades. Hay un montón de universitarios que han vuelto para las vacaciones y a los que les encantaría tener un trabajo en una tienda bonita con aire acondicionado. Y ahora, ¿qué puedo hacer yo para ayudarte?
Redactaron una lista, luego Lauri la empujó hasta la puerta.
—Vete a casa y no vuelvas por aquí.
Agradecida, regresó a la casa de sus padres. Encontró a Nick jugando con la Game Boy.
Durante la cena, todos juntaron las manos mientras su padre pronunciaba una oración por el restablecimiento de Nick. Las familiares palabras hebreas la reconfortaron y la voz profunda y serena de su padre, como si se hallara en la sinagoga, le dio fuerzas. Por primera vez desde que se enteró de la sombría noticia, sus extremidades paralizadas parecieron recobrar la vida.
Pero esa noche no pudo dormir. Echó de menos la compañía de Dean, que había sido su roca durante los ocho años que había durado su matrimonio. Había sido un padre y un marido maravilloso. Y después de que un conductor borracho impactara de frente contra el coche en el que iba, al menos había tenido la oportunidad de decírselo. Mientras lo tenía en sus brazos en el hospital, le había dicho cuánto lo amaba… y entonces, en un instante, se había ido.
—No dejes que también pierda a Nick —rezó, y juró que lucharía contra esa enfermedad de todas las maneras que conocía.
Las noticias se extendían con rapidez en una ciudad pequeña, y a la tarde siguiente había tenido docenas de llamadas con ofrecimientos de ayuda. El marido de Lauri, Mark, se ofreció a llevar su coche a Houston. Iba a necesitarlo allí, aunque ellos irían en avión. La fiebre y la apatía de Nick habían vuelto y Mallory no creía poder resistir un viaje largo en coche.
Lo único que quedaba era arreglar la cita con el oncólogo y el doctor Sanders se lo comunicaría en cuanto la tuviera.
Cuando fueron a verlo, primero recibió a Nick, luego llamó a Mallory a su despacho.
—¿Nos ha encontrado un especialista? —preguntó ella.
—Sí, es joven… bueno, joven según mi criterio, pero está muy bien considerado.
—Me alegra saberlo —sacó el bloc de notas y un bolígrafo del bolso—. ¿Cómo se llama?
—Berger. Doctor Kent Berger.
—Berg… —el bolígrafo se le cayó de la mano. Con la otra, aferró el reposabrazos del sillón. No podía haber oído bien—. ¿Qui… quién?
El doctor se inclinó para recogerle el bolígrafo.
—Kent Berger. Con todos los que he hablado, han afirmado que tiene una reputación extraordinaria. Te dejo en manos cualificadas.
Mallory se mordió la parte interior del labio y contuvo el impulso de soltar una risa histérica. Kent Berger. Había enterrado ese nombre en lo más hondo de su ser, y en once años ni una sola vez se había permitido pensar o hablar de él.
El doctor Sanders la miró fijamente.
—¿Sucede algo?
Mallory negó con la cabeza.
—Yo… sólo pensé que me daría varios nombres.
El doctor Sanders frunció el ceño.
—Pediste el mejor. Por lo que tengo entendido, el doctor Berger es el mejor —la estudió y observó que le temblaban las manos—. Mallory, si hay algo que te incomoda respecto a este hombre, dilo para que pueda hacer el cambio ahora mismo. ¿Lo conoces? —añadió.
—No —repuso—. Durante un momento, pensé que el nombre me resultaba familiar, pero… pero estoy segura de que me he equivocado —juntó las manos y luchó por controlar su respiración.
El nombre era demasiado familiar. Lo conocía muy bien. Kent Berger. El padre de… Nick.
Habían pasado años desde la última vez que pensara en él como en el padre de su hijo. Y en ese momento…
No podía haber peor momento para volver a ver a Kent Berger.
EL doctor Sanders recogió una hoja de papel.
—He hablado con la enfermera del doctor Berger, Catherine Garland. Quiere que los llames —le entregó el papel y se puso de pie.
Lo miró hasta que se dio cuenta de que también ella debía incorporarse. Recogió todos los papeles y los guardó en el bolso. Con un esfuerzo, se mantuvo serena y se obligó a estrechar la mano del doctor.
—Gracias por todo.
El doctor Sanders la rodeó con un brazo y la acompañó hasta la puerta.
—El doctor Berger me mantendrá informado del progreso de Nick, pero si tú quieres hacer alguna pregunta o, simplemente, hablar, me tendrás en todo momento al otro lado del teléfono.
—Lo recordaré —lo abrazó—. Gracias.
Recogió a Nick de la sala de espera y fue a casa, sorprendida de poder controlar el coche, ya que las manos le temblaban con fuerza. Kent Berger… Kent Berger…
Recordaba la primera vez que lo había visto. Tenía un trabajo estival de socorrista en el Comanche Trails Resort, justo a las afueras de Valerosa. Aquella luminosa mañana de junio, su mente había recorrido la piscina olímpica y se había detenido cerca del trampolín alto, atrapada por la visión del hombre que iba por la mitad de la escalera.
El sol brillaba sobre él, aclarándole el pelo castaño. No era alto, quizá unos centímetros por debajo del metro ochenta, pero su cuerpo era magnífico. Hombros anchos, pecho amplio cubierto de oscuro vello rizado, estómago liso, muslos fibrosos y musculosos y ni un gramo extra de grasa.
Su mirada debió de atraerlo, porque giró la cabeza. Desde su asiento alto de socorrista, sus ojos estaban a la misma altura que los de Kent. Entonces, todo lo demás se desvaneció… los gritos de los niños, el olor a cloro, el calor del norte de Texas. No vio otra cosa que los ojos oscuros que capturaron los suyos ni sintió otra cosa que el latir desbocado de su corazón.
Él esbozó una sonrisa lenta que Mallory sintió con la misma intensidad que si la hubiera tocado. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, levantó un dedo para pasarlo por sus labios hormigueantes. Él la miró un instante más, luego continuó escalera arriba… y el mundo recobró el enfoque.
Él atravesó la extensión del trampolín y Mallory contuvo el aliento. Botó, se elevó y realizó un salto de carpa. Ella soltó el aire mientras él descendía y hendía el agua casi sin levantar una gota, cayendo del cielo a la tierra.
En un momento, emergió del agua, nadó hacia un lado y salió de la piscina. Sacudiéndose las gotas del pelo, la miró… y le guiñó un ojo. Por su cuerpo se extendió un calor que no tuvo nada que ver con el mes de junio.
Unos gritos agudos la distrajeron y se volvió. Dos críos se peleaban por un barco de plástico. Uno lo agarró y salió corriendo hacia la parte profunda de la piscina, peligrosamente próximo al borde.
Alarmada, comenzó a bajar de la silla, pero el hombre que había estado mirando, se le adelantó y bloqueó el camino del pequeño. Se puso en cuclillas para quedar a la misma altura que el niño y le dijo algo. A los pocos segundos, la expresión de susto del pequeño se transformó en una sonrisa. El hombre lo tomó de la mano y lo condujo de vuelta con su madre.
Más tarde, se enteraría de que era pediatra…
«Un momento», pensó mientras frenaba ante un semáforo en rojo. El Kent Berger que ella había conocido no era especialista en cáncer en Houston. Era pediatra en Chicago. ¡Claro! Tenía que tratarse de otro hombre.
Aliviada ante la idea, al llegar a casa encendió el televisor y acomodó a Nick en el sofá del salón con el omnipresente mando a distancia, luego fue a la cocina, donde sacó del bolso el papel con el nombre de la enfermera y el teléfono de la consulta.
En cuanto oyó la voz de Catherine Garland, supo que estaba en buenas manos. Catherine le explicó que su estancia en Houston podía ser de varios meses.
—Pero no tiene que preocuparse por el alojamiento. La clínica mantiene un complejo de apartamentos justo a la vuelta, para que las familias puedan quedarse.
Ya podía tachar eso de su lista.
—¿Mi hijo no va a tener que estar en el hospital?
—Probablemente, durante unos pocos días. Primero vendrán a la clínica, para que a Nick se le realicen más análisis de sangre y de médula. Hacemos todo lo que podemos sin hospitalizar a los pacientes. Creemos en mantener la vida lo más normal posible durante el tratamiento.
—Me alegra oír eso —quizá el partido de los Astros no era tan descabellado como había pensado—. ¿Qué me dice del doctor Berger? ¿Cuándo verá a Nick?
—Cuando hayan terminado las pruebas. Ahora se encuentra fuera de la ciudad, pero habrá regresado el día que llegue usted.
Aunque se había convencido de que no era el hombre que había conocido, tuvo que preguntar:
—Me gustaría saber más sobre él.
—Es maravilloso y no lo digo porque trabaje para él. Puede preguntárselo a cualquiera. Realmente es el mejor.
—Pero ¿cómo es con los niños? Mi hijo ha tenido el mismo médico toda la vida y yo… bueno, estoy un poco nerviosa por cómo vaya a reaccionar con un desconocido.
—Oh, el doctor Berger se lo ganará en el acto. Está especializado en cáncer infantil. Era pediatra antes de comenzar a trabajar con pacientes con cáncer.
—¿Dónde? —«que diga Boise, Anchorage o cualquier sitio del que jamás haya oído hablar».
—En Chicago.
Se dejó caer en la silla. Era ese Kent Berger, después de todo.
Logró darle las gracias a Catherine y cortar la comunicación antes de que el teléfono se le cayera de la mano.
Fue a la pequeña habitación que usaba como despacho en casa.