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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Ellen Tanner Marsh

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Perdidos en el silencio, n.º1561- mayo 2017

Título original: For His Son’s Sake

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9559-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Amor a primera vista. De haberle dicho alguien que estaba a punto de enamorarse, Kenzie Daniels se habría echado a reír. Eso jamás ocurría en la vida real, y menos cuando la otra persona era un niño de siete años. Pero eso fue lo que ocurrió en la playa mientras leía una revista tumbada al sol.

Había estado dibujando toda la noche. Como artista, tenía que acomodarse a las horas en que surgía la musa. Por eso había salido pronto esa mañana, para tumbarse en la playa antes de ir a la compra. Había cruzado las dunas por el sendero de tablones de madera y había extendido la toalla en la arena. La marea estaba baja, y las olas lamían perezosamente la playa. Una de las cosas que más le gustaban de las playas de Cape Hatteras National Seashore era que pocas veces estaban llenas. Y menos a esas horas.

Por supuesto, enseguida se llenaría de familias. Después de todo estaban en julio, temporada alta en North Carolina Outer Banks. Todos los pueblos, desde Nags Head a Buxton, donde vivía Kenzie, se llenaban de veraneantes. Pero la línea costera de Outer Banks era tan larga, que siempre había sitio.

Kenzie se quitó la camisa, descubriendo el bañador de una sola pieza, y sacó el Newsweek. Menos mal que no vivía ya en casa de sus padres. Y menos mal que no había hecho caso del consejo de su madre de buscar compañera de piso. Así podía quedarse por las noches hasta la hora que quisiera. Gracias a Dios, no se había casado con Brent. Mejor ser una artista en un lugar perdido que vivir rodeada de periodistas y empleados como la mujer del futuro senador Brent Ellis.

Por fin era seguro, Brent se presentaría al Senado aquel año. Se lo había dicho su madre por teléfono. Sí, habría sido un desastre. Y no porque no tuviera la educación necesaria en el ambiente social y político de Washington. Prácticamente, Kenzie se había criado en medio de fiestas y recepciones en la embajada. Pero jamás le había gustado la vida que llevaban sus padres, la vida que había elegido Brent. Hacía tiempo que Brent había sido nombrado socio del prestigioso gabinete de abogados del padre de Kenzie. Pero Kenzie no estaba hecha para ser la anfitriona de los políticos de Washington en beneficio sólo de Brent, que mientras tanto se dedicaría a escalar hacia un puesto político cada vez más alto. Sólo de pensarlo le daban escalofríos. Y más al recordar la campaña presidencial que ella solita había echado a perder hacía poco más de un año.

El corazón de Kenzie zozobró. No quería recordarlo. No iba a torturarse pensando en algo que no podía cambiar, en algo que habría vuelto a hacer exactamente igual a pesar de saber que iba a desatar una tormenta política sobre su familia. No iba a echar a perder la mañana pensando en su padre.

—¡Cuidado!

El grito procedía de detrás de ella. Sobresaltada, Kenzie alzó la cabeza. Un segundo más tarde le cayó algo encima.

—¡Eh! —gritó Kenzie al ver la cometa.

—¡Cuánto lo siento! ¿Estás bien?

El dueño de la cometa corría hacia ella, enrollando la cuerda. Era un niño en bañador de unos siete años.

—Es que estoy aprendiendo a volar la cometa. ¿Te ha hecho daño?

Kenzie lo miró, dispuesta a regañarlo. Pero eso fue antes de ver que tenía los ojos azules y el cabello moreno y rizado. Al encontrarse sus miradas, el niño sonrió con timidez. En sus mejillas se formaron dos hoyuelos, y su nariz respingona y llena de pecas la enamoró.

—No, no ha sido nada.

—Creía que te daría en la cabeza, me alegro que no.

No sólo era un encanto, sino que además tenía acento extranjero. Elegía las palabras como un niño maduro y bien educado. ¿Sería inglés?

—Estoy bien, en serio —sonrió Kenzie.

—Me llamo Angus, ¿y tú?

—Kenzie.

—¿Qué clase de nombre es ése?

—El diminutivo de MacKenzie.

—¡Ah, entonces es un nombre escocés!

—Me alegro de que te guste —rió Kenzie.

—Yo también soy escocés. Bueno, mi abuelo. Yo nací en Norfolk.

—Pero no en el Norfolk de Virginia, supongo.

—No —confirmó el chico—. ¿Sabes dónde está?

—Al norte de Londres.

—Sí —sonrió el chico con admiración—. No hay muchos americanos que lo sepan.

—He viajado. ¿Estás de veraneo en Avon, Angus?

—Sí, en una casa de ésas de ahí atrás —señaló el chico a su espalda.

Se veían los tejados, pero Kenzie no se molestó en mirar. Eran todas iguales: de madera, construidas por encima del terreno para soportar mareas y tormentas.

—¿Es la primera vez que vuelas una cometa?

—Sí, es difícil.

—Pero es estupendo cuando por fin vuelan. El truco es conseguirlo.

—¿Tú sabes? —preguntó el chico.

—Bueno, hace mucho tiempo que…

—¡Oh, por favor!, ¿me enseñas? —rogó el niño, mostrando sus hoyuelos.

—¿No les importa a tus padres que estés solo en la playa?

—Mi padre me ha dado permiso para venir siempre y cuando no me meta en el agua. ¡Por favor, Kenzie!

¿Cómo negarse?

—Dame la cuerda, vamos a intentarlo.

 

 

Ross Calder apagó el ordenador portátil. Incómodo, se recostó sobre el respaldo del sofá. Podía trabajar mientras estaba de vacaciones gracias a Internet, pero no era como estar en el despacho. Verse cara a cara con los clientes y discutir con los colegas era importante para un abogado con tantos casos entre manos. Ross se levantó y se acercó a la puerta de cristal del porche trasero. Podía llamar por teléfono a Delia para preguntarle si…

No. Delia se lo había prohibido el viernes anterior, justo antes de salir de vacaciones. No contestaría a sus llamadas al menos hasta el jueves de la semana siguiente. Y el resto de empleados harían lo mismo.

—Es por tu propio bien, Ross —había dicho Delia en su acostumbrado tono maternal—. Por supuesto, preferiría que no llamaras en los quince días, pero estoy dispuesta a llegar a un compromiso. Por favor, Ross, son las primeras vacaciones que te tomas en seis años, y necesitas tiempo para estar con tu hijo.

Hacía cinco años que Delia era la directora del gabinete de abogados de su propiedad. Se había marchado con él al abandonar Ross un prestigioso gabinete de Manhattan. Ross salió al porche y contempló el océano. Delia tenía razón, tenía que pensar en su hijo.

Su hijo. Aquella palabra lo dejaba paralizado. Le traía malos recuerdos.

—¿Qué diablos te hace pensar que vas a saber criar a un niño de siete años?

—Ya me las apañaré —había respondido Ross.

—¿Cómo? —había continuado Alex, su hermano—. No siguiendo el modelo de nuestro padre, espero.

Ross trató de olvidarlo. Alex era seis años mayor que él, y por eso recordaba la forma en que su padre los había abandonado. Él entonces tenía sólo tres años.

Había sido Angus quien le había rogado que lo llevara de vacaciones antes de comenzar el colegio. Y quien había elegido Hatteras Island. Bueno, en realidad no había elegido Hatteras Island. El lugar le daba igual siempre y cuando fueran al Atlántico. Angus había nacido en Inglaterra, un país literalmente rodeado de agua, pero jamás había visto el mar.

Ni a su padre, para el caso. Hasta el mes de abril de ese año. Ross sintió un nudo en el pecho, un nudo de frustración y preocupación… y quizá también de terror. Tenía una nueva responsabilidad, un hijo que acababa de heredar tras la muerte de su ex esposa cuatro meses atrás… un hijo que ni siquiera sabía que existiera hasta pocos meses antes… Penelope había muerto en un accidente de avión. Ross se sentía culpable y estaba furioso, aún no había podido asimilarlo. Furioso porque Penelope le había ocultado la existencia de Angus, y culpable por ser un extraño para el niño.

Llevaban juntos varias semanas, pero todavía no se había acostumbrado a pensar en él como su hijo. A pensar en sí mismo como padre. Ross trató de relajarse. Oía las olas tras las dunas. Angus estaba en la playa volando la cometa. Quizá debiera ir con él, pero no le gustaba la playa. Había nacido y se había criado en Nueva York, era un hombre de ciudad.

En cambio para Angus el mar era otra historia. Nada más ver el Atlántico por la ventanilla del avión en el viaje a América, no había deseado otra cosa que poner un pie en la playa. Y no le bastaba con un fin de semana en Long Island. Angus había sacado el atlas de la librería de Ross y había recorrido con el dedo toda la costa de Delaware, Maryland y Virginia, pronunciando los nombres en voz alta hasta dar con Norfolk.

—¡Mira, yo soy de una ciudad que se llama igual! —había gritado nervioso, como si Ross no lo supiera.

Nags Head, en Carolina del Norte, le había llamado la atención. Y la leyenda que Ross le había contado acerca de los piratas lo había entusiasmado. Así que se había empeñado en ir allí. Por suerte para Angus, Delia estaba delante. Una hora más tarde había un montón de páginas turísticas impresas de Internet sobre la mesa de su despacho.

Pero Nags Head era excesivamente turístico. Delia, tan tenaz como siempre, había vuelto al ordenador para imprimir más páginas. Esa vez de Cape Hatteras National Seashore, en Hatteras Island, con sus kilómetros de playa vacía y su agua verde esmeralda.

Angus y Ross habían llegado hacía dos días. Habían volado hasta Norfolk, Virginia, y allí habían tomado un coche de alquiler hasta Avon. Y desde entonces Angus no había salido de la playa.

Pero ¿dónde estaba? Ross miró la hora. Le había dicho que no estuviera más de veinte minutos, y llevaba tres cuartos de hora. Enfadado, Ross se dirigió al sendero de tablones que atravesaba las dunas.

Al menos Angus no se había acercado al agua. Estaba sentado en la arena, riendo y mirando para arriba. Ross alzó la cabeza. La cometa que habían comprado el día anterior se balanceaba en lo alto del cielo. Pero no era Angus quien sujetaba los hilos.

—Toma, sport, tu turno.

Una mujer se acercaba a su hijo, sujetando la cometa. Llevaba un bañador de una sola pieza azul marino. Tenía el cabello rubio sujeto en una coleta que le llegaba por debajo de los hombros. Ross se detuvo en seco. Se había jurado a sí mismo no volver a relacionarse con ninguna mujer desde que Penelope y él se habían separado. En realidad se había jurado no acercarse siquiera, pero aquélla no era de las que un hombre de sangre caliente podía ignorar. Tenía unas larguísimas piernas morenas y una silueta redondeada justo en los lugares precisos, y era muy guapa. Pero se trataba de algo más que de atractivo físico. Había algo en su forma de sonreír a Angus, en su forma de menear la cabeza, que resultaba dulce, natural, e irresistible al mismo tiempo.

—Toma, sosténla así.

La cometa iba sujeta a dos hilos que, a su vez, se enrollaban a dos mangos rojos. Ella le enseñaba cómo sujetarlos con las dos manos y cómo girar la cometa.

—¡Mírame, mírame! —gritaba Angus, nervioso al ver que la cometa respondía.

Ross nunca había visto al niño tan animado desde el momento de recogerlo en casa de sus abuelos en Londres. Lo avergonzaba recordar que en aquel primer encuentro sólo le había estrechado la mano, pero la situación lo había abrumado. Recordaba haberse preguntado si debía abrazarlo, pero lo asustaba pensar que Angus podía echarse a llorar o, aún peor, rechazarlo. Y parecía dispuesto a hacer ambas cosas.

—¡Angus, te dije que estuvieras sólo veinte minutos!

Sobresaltados, Angus y la mujer se volvieron. Ross echó a caminar hacia ellos.

—¿Es tu papá? —preguntó Kenzie en un susurro—. Parece enfadado.

—Detesta que me retrase —contestó el niño atemorizado—, pero yo no sé leer la hora.

¿Y por qué iba a saberlo? Ni siquiera llevaba reloj. Kenzie se volvió, dispuesta a la ofensiva. El padre de Angus tenía los mismos ojos azules y el mismo cabello negro. Pero la expresión dulce y la sonrisa de Angus eran infinitamente preferibles a la suya, tan desagradable. Llevaba vaqueros y zapatos caros y una camiseta de ésas envejecida, pero de marca. Tenía estilo, y mucho. Era agresivamente masculino, un hombre de mundo. Acostumbrado a dominar.

—Lo siento, no sabía que fuera tarde —se disculpó el niño, bajando la cabeza.

—Entonces no vas a poder volver aquí solo —contestó el padre, cruzándose de brazos.

—¿Cómo dice? —soltó entonces Kenzie, perpleja—. No estoy muy segura de quién es el que falla aquí. Angus es un poco pequeño para estar solo en la playa, ¿no cree?

—¿Sí?

¿Se le había quebrado la voz al hombre duro? De pronto parecía vacilar.

—¿Cuántos años tienes, Angus?, ¿seis?, ¿siete?

—Voy a cumplir ocho el miércoles —contestó el niño, orgulloso.

—Aquí no hay guardacostas —afirmó Kenzie—. Y suele haber resaca.

—Angus conoce las normas. No debe acercarse al agua.

—Un niño de siete años necesita a un adulto para ir a la playa, señor…

—Calder, Ross Calder.

—Yo soy MacKenzie Daniels —se presentó ella, alargando la mano.

Él se la estrechó con fuerza, con demasiada fuerza. Kenzie trató de soltarse. El contacto le produjo escalofríos.

—Aquí tienes tu cometa, Angus —dijo Kenzie, tendiéndole los mangos.

La cometa había caído al suelo.

—Gracias —contestó el niño tristemente.

—Sigue practicando, lo estabas haciendo muy bien —añadió Kenzie.

—¿En serio? —preguntó el niño, abriendo los ojos esperanzado.

—¡Claro!

—¿Me ayudarás mañana?

—Si vengo por aquí… pero vivo en Buxton.

—¿Dónde está eso?

—Es el pueblo del faro, hoy he venido aquí a la compra.

—Bueno, quizá nos veamos —dijo el niño con tristeza.

¿Por qué estaba triste? Kenzie miró con dureza al padre.

—Encantada de conocerlo, señor Calder.

—Lo mismo digo, señorita Daniels.

Ella los observó marcharse. Era increíble cómo había cambiado la expresión de Angus nada más aparecer su padre. Algo en sus ojos azules la conmovía, pero a pesar de todo prefería no volver a encontrárselos. Y también era increíble cómo había reaccionado ella al apretón de manos. Había respondido a un nivel puramente físico. Una estupidez.