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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Laura Lee Guhrke

© 2017, Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El lord y la plebeya, nº. 227 - mayo 2017

Título original: No Mistress of Mine

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: Ana Peralta de Andrés

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Diseño de cubierta: Alan Ayers

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9746-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

Para mi madre, te quiero.

Ahora y siempre.

Capítulo 1

 

Abril, 1892

 

—¡Buen Dios!

Aquella enfática exclamación por parte del conde Conyers fue suficientemente alarmante como para capturar la atención de todos los miembros de su familia. El conde, como ellos bien sabían, no era hombre dado a los exabruptos, y menos a tan temprana hora del día.

Todos se detuvieron, cuchillos y tenedores en mano, pero el conde no les prestó atención. Continuó con la mirada fija en la carta que sostenía en la mano sin explicar qué noticia aparecida en aquellas hojas había motivado aquella repentina necesidad de nombrar lo sagrado durante el desayuno.

Su hijo Denys fue el primero en romper el silencio.

—Padre, ¿qué ocurre? ¿Qué ha pasado?

Conyers alzo la mirada, su expresión le indicó a Denys que la noticia era tan impactante como inducía a pensar su exclamación.

Esperó, pero al ver que su padre doblaba la carta, volvía a meterla en el sobre y la guardaba en el bolsillo de la chaqueta tras dirigir una mirada a las damas, concluyó que se imponía la discreción y volvió a prestar atención al desayuno.

—¿Tienes planes para el almuerzo? —preguntó su madre.

Cuando alzó la mirada, Denys la descubrió observándole con una expresión que conocía bien.

—He quedado con Georgiana y con su madre para hablar de la exposición floral. Comeremos en Rules, que está cerca de tus oficinas. ¿Quieres reunirte con nosotras?

Denys curvó los labios con una sonrisa irónica.

—Eres una casamentera, mamá.

—Soy tu madre —lady Conyers aspiró con fuerza—. A las madres les está permitido hacer de casamenteras.

—¿Y dónde está escrita esa norma? Me gustaría consultarla.

—No seas insolente, Denys. Y si estoy haciendo de casamentera es porque no me faltan motivos. Te vi bailando con Georgiana en el baile de Montcrieffe. Dos valses —añadió con obvio deleite.

—Es cierto —exhaló un pesado suspiro de fingido sufrimiento—. En ese caso, supongo que no tengo derecho a quejarme.

—Si no quieres ir… —su madre se interrumpió al tiempo que le miraba esperanzada.

Denys pensó en Georgiana y se instaló en él un confortable sentimiento de cariño.

—Todo lo contrario. Iré encantado.

—¡No sabes cuánto me alegro! —en el momento en el que salieron aquellas palabras de su boca, la madre de Denys se mordió el labio y desvió la mirada como si temiera que tanta efusividad fuera excesiva—. Georgiana es una criatura encantadora.

Susan, la hermana de Denys, que estaba sentada al lado de su madre, suspiró exasperada.

—¡Por favor, mamá! Georgiana Prescott no es ninguna niña. Tiene veintiocho años, la misma edad que yo. Aunque me atrevería a decir que parece mayor.

—Desde luego, es más madura —señaló Denys, dirigiéndole a su irresponsable hermana una significativa mirada.

—En cualquier caso, para mí es una criatura encantadora —lady Conyers se inclinó hacia su hija—. Y tú también, cariñito.

El conde interrumpió el gemido de réplica de Susan dejando el cuchillo y el tenedor en el plato.

—Tendréis que perdonarme —dijo mientras se levantaba—, pero me temo que debo retirarme. Denys, ¿te importaría reunirte conmigo en el estudio para hablar de un asunto de negocios antes de irte?

—Por supuesto.

Se levantó, pero la voz de Susan les interrumpió antes de que los dos hombres hubieran podido marcharse.

—¿La carta traía malas noticias, papá?

—No.

Fue una respuesta brusca y el propio conde debió de darse cuenta, porque suavizó su expresión al mirar a su hija.

—No es nada de lo que tengas que preocuparte —la tranquilizó.

Pero, incluso antes de que Susan volviera a hablar, Denys supo que el conde no había conseguido aplacar a su hermana.

—¿No quieres darme una palmadita en la cabeza antes de irte? —le preguntó Susan mientras el conde comenzaba a caminar hacia la puerta.

—Le gusta darte palmaditas en la cabeza —dijo Denys mientras rodeaba la mesa para acercarse a su hermana—. Sé indulgente con él.

—¡Pero es ridículo! —gruñó Susan, inclinando la cabeza para que su hermano pudiera darle un beso en la mejilla—. ¿Por qué los hombres sienten la necesidad de proteger a las mujeres de la más leve insinuación de realidad?

—Porque os queremos, esa es la razón —Denys se volvió para besar también a su madre—, y tenemos la obligación de protegeros.

—Tonterías —respondió Susan mientras Denys se erguía y se dirigía hacia la puerta—. La verdad es que a los hombres les gusta reservarse la información que consideran importante porque así se sienten superiores.

Denys no contestó, pero Susan no se dio por vencida.

—¡Averiguaremos este secreto! —gritó tras él—. Siempre lo hacemos.

Los dos hombres prefirieron ignorarla a agravar la discusión y cruzaron el pasillo para dirigirse al despacho del conde sin decir una sola palabra. Una vez dentro y con la puerta bien cerrada tras ellos, Denys pudo retomar el tema.

—Ahora cuéntame lo que ha pasado.

Lord Conyers se sentó detrás de su escritorio y sacó el sobre del bolsillo de la chaqueta. Comenzó a tendérselo a través de la mesa, pero, por algún motivo inexplicable, apartó después la mano.

—Padre, ¿qué demonios es esto? —preguntó Denys—. Tanta reticencia está empezando a resultar inquietante.

—Tengo una noticia sobre Henry Latham.

Al instante y sin previo aviso acudieron a la mente de Denys inoportunas imágenes de Lola Valentine: Lola sobre el escenario, en el vestuario, en su cama. Lola con un salto de cama blanco al lado de Henry. Tomó aire y se obligó a hablar.

—¿Qué pasa con Henry?

—Ha muerto.

El anuncio golpeó a Denys con la fuerza de una piedra contra un espejo y las imágenes de Lola estallaron en pedazos de centelleante enfado, reabriendo una herida que creía sanada mucho tiempo atrás. Habían pasado seis años desde que Lola le había dejado, pero, de pronto, lo sentía con la misma crudeza que si hubiera ocurrido el día anterior.

—Una noticia sorprendente, ¿verdad?

El pragmatismo de la voz de su padre devolvió a Denys al presente. Cuando reparó en la mirada del conde, consiguió atemperar el dolor y la furia.

—Mucho. ¿Cuándo ha muerto?

—Hace un mes.

—¿Hace un mes? ¿Y por qué no fuimos informados entonces?

El conde se encogió de hombros.

—La carta está fechada tres semanas atrás. Supongo que se ha retrasado el correo.

—¿Puedo? —le tendió la mano.

Tras un momento de vacilación, su padre se inclinó sobre el escritorio para colocarle la carta en la mano extendida.

—¿Explica cómo murió? —pregunto Denys, sacando la carta del sobre.

—De un infarto, por lo que dice Forbes. Al parecer, Henry tenía el corazón débil.

—¿El corazón?

Denys, que estaba desdoblando la carta, se detuvo. Henry siempre había sido una persona vitalista, con una personalidad muy dinámica. Le resultaba inconcebible la idea de que tuviera un corazón débil. Bajó la mirada hacia la misiva, pero la clavó en las letras escritas a máquina sin leerlas. ¿Le habría acompañado Lola durante todo aquel tiempo? ¿Habría estado a su lado hasta el final?

La herida se abrió un poco más y Denys se recordó a sí mismo que Lola y Henry formaban parte de su pasado, de un desagradable asunto ocurrido mucho tiempo atrás, zanjado y superado. Volvió a doblar la carta sin leerla, la metió en el sobre y la dejó sobre el escritorio.

—La pregunta es —dijo mientras se reclinaba en la silla, alegrándose de que su voz sonara bastante natural— qué va a pasar ahora.

—¿Con el Imperial, quieres decir? —aparentemente aliviado, su padre adoptó una actitud enérgica y pragmática que pareció un reflejo de la de su hijo—. ¿Tú qué crees que va a pasar?

Denys se detuvo a considerarlo antes de decir nada para asegurarse de que su opinión fuera totalmente objetiva.

—Podríamos ofrecernos a comprar la parte de Henry —sugirió por fin.

—Estoy de acuerdo. ¿Pero crees que ella aceptaría la oferta?

Denys no veía ningún motivo por el que la viuda de Henry no quisiera aceptarla, siempre y cuando fuera justa.

—Su vida está en Nueva York. No creo que quiera venir a dirigir el teatro —contestó.

—Quizá no, pero, gracias a ti, el Imperial se ha convertido en un negocio rentable. Es posible que quiera mantener su parte como una forma de inversión.

Denys dudaba de que Gladys Latham tuviera más interés en las aventuras teatrales de Henry después de su muerte que cuando su marido estaba vivo.

—O, a lo mejor, aprovecha esta oportunidad para deshacerse de él.

—Es cierto. Pero, si no está dispuesta a vender su parte, podríamos considerar la posibilidad de venderle la nuestra.

Denys se quedó mirando a su padre de hito en hito, horrorizado ante la mera posibilidad.

—¿Vender nuestra parte del Imperial? ¿Por qué demonios vamos a hacer una cosa así?

Conyers se removió incómodo en su asiento.

—Podría ser lo mejor.

—No estoy de acuerdo.

El conde le dirigió entonces una mirada escrutadora.

—Es una situación difícil. Para ella, para ti y para todo el mundo.

Denys se tensó. Sabía que la verdadera preocupación de su padre no tenía nada que ver con Gladys Latham.

—A mi modo de ver, la muerte de Henry no cambia nada. Mi desafortunado enredo con Lola Valentine terminó hace mucho tiempo, padre, y no tiene nada que ver con esto. Me atrevería a decir que todas las personas involucradas en este asunto serán sensatas. El Imperial es una de nuestras inversiones más lucrativas. Es mucho más sensato conservarla, ¿no es cierto?

—No, no lo creo. Si no podemos comprarle su parte, le venderemos la nuestra. Dejaremos que se quede ella con ese maldito negocio.

Aquellas palabras amargas e imperiosas de su padre le sorprendieron. Desde que le había traspasado el control de las propiedades de la familia tres años atrás, Conyers jamás había impuesto ninguna decisión.

—Pareces muy vehemente sobre esta cuestión.

—¿Y no debería serlo?

—No por ningún motivo que yo sepa. Pensaba que confiabas en mí. ¿Te he dado algún motivo para que retires esa confianza?

El conde dejó caer ligeramente los hombros.

—No, por supuesto que —contestó. Se reclinó en la silla con un suspiro—. Me he precipitado al hablar. Decidas como decidas manejar la situación, es cosa tuya. Yo… —se interrumpió para tomar aire— confío en ti.

Denys se sintió aliviado y animado al oír aquellas palabras.

—No siempre ha sido así.

—No, pero puedo decir en mi defensa que hubo una época en la que no hacías que resultara fácil confiar en ti. Fuiste muy imprudente en tu juventud y lo sabes.

Le dolió que se lo recordara porque era consciente de que había sido un adolescente rebelde y un joven irresponsable y libertino. Aquellos rasgos tan poco atractivos de su carácter habían derivado en un viaje a París a los veinticuatro años.

En aquel entonces, su única intención había sido visitar a unos amigos y divertirse un poco. No pretendía perder la cabeza.

Nicholas, el marqués de Trubridge y Jack, el conde de Featherstone, compartían una casa en París y competían por las atenciones de la más famosa cabaretera de Montmartre. Fascinados por ella, habían arrastrado a Denys durante su primera noche en la ciudad para ir a disfrutar de su espectáculo al Thèâtre Latin y, en el instante en el que había puesto sus ojos en Lola Valentine, el corazón de Denys había enloquecido y su vida se había sumergido en el caos.

Lola en París, quitándoles el sombrero a los caballeros de una patada y guiñándole el ojo a Denys mientras pasaba por su mesa y escapaba con su copa. Lola, al final de la escalera en la casa que Denys había alquilado para ella en Londres, brindándole la sonrisa que la había hecho famosa. Lola, moviéndose debajo de él en la cama, con su cabellera roja oscura extendida sobre la almohada y sus largas y bien torneadas piernas rodeándole.

Había necesitado de mucho tiempo y esfuerzo para enderezar su vida después de que Lola le hubiera abandonado por Henry Latham y la carrera profesional que había emprendido en Nueva York, pero lo había conseguido y había dejado tras él aquellos errores estúpidos de juventud. Con aquel recordatorio en mente, Denys volvió a prestar atención a lo que su padre le estaba diciendo.

—…haciendo locuras, sin mostrar ninguna intención de sentar cabeza y convertirte en una persona responsable. Llegué a estar verdaderamente desesperado. Pero has cambiado, Denys. Has pagado tus deudas, has asumido las obligaciones propias de tu posición y has hecho todo lo que te he pedido de una manera ejemplar. Estoy orgulloso de ti, hijo mío.

Con aquellas palabras, desapareció hasta el último vestigio de los recuerdos de Lola y Denys sintió una opresión en el pecho al fijar la mirada en su padre. Era incapaz de expresar lo mucho que aquellas palabras significaban para él, pero, afortunadamente, no tuvo que decir nada. Su padre desvió la mirada antes que él, se aclaró la garganta y volvió a hablar.

—Decidas lo que decidas, serás tú el que tome la decisión. Ahora yo solo soy un caballero ocioso.

—Y te encanta —contestó Denys, sonriendo.

—Sí. Estoy encantado de dejar en tus manos el tedioso trabajo de mantener intacta nuestra fortuna.

—Hablando de trabajo… —Denys miró el reloj de pared y se levantó, haciendo que su padre se levantara también—, será mejor que me vaya. Tengo una reunión con Calvin y Bosch a las nueve y media para firmar unos contratos, pero antes tengo que pasarme por nuestras oficinas. Se supone que los abogados tendrían que haber enviado los contratos ayer por la tarde.

—¿No acabo de decirte que ahora todo eso es asunto tuyo, y no mío? —le interrumpió el conde, alzando las manos—. Lo único que pienso hacer hoy es pasarme por el club y, quizá, ver un par de carreras de caballos.

Los dos hombres salieron del despacho y emprendieron caminos separados. Pero una hora después, mientras su carruaje rodeaba Trafalgar Square para dirigirse a las oficinas que tenía en la Strand, recordó las últimas palabras de su padre y no pudo evitar una sonrisa. Al conde le aburrían soberanamente sus negocios, pero Denys los encontraba fascinantes.

No siempre había sido así. Unos años atrás, era la clase de caballero que gastaba su asignación trimestral sin pensar de dónde salía el dinero. La clase de hombre que había encontrado irresistible la belleza de una bailarina de cabaret.

Pero sus días de admirador de coristas habían terminado. Empujado por Nick a invertir en una cervecería años atrás, había comenzado a comprender la satisfacción de ser un hombre de negocios y el conde, complacido por el recién descubierto sentido de la responsabilidad de su hijo, le había traspasado el control de todas las propiedades de la familia.

Su carruaje giró en Bedford Street y se detuvo delante de las oficinas. El cochero le abrió la puerta y, al salir del vehículo, Denys se detuvo en la acera para estudiar el edificio de la calle de enfrente y sintió una fiera oleada de orgullo al ver la fachada de granito gris y las columnas de mármol del Imperial.

Quince años atrás, cuando el conde y Henry Latham habían creado una sociedad para comprar aquel teatro, el Imperial era una sórdida sala de espectáculos. Henry, que por aquel entonces era ya un exitoso empresario en Nueva York, había estado buscando la manera de introducirse en el mercado teatral londinense y, con el conde como socio, había conseguido obtener los permisos necesarios, encontrar apoyos y cosechar un discreto éxito. Pero el negocio del teatro londinense era exasperante, difícil y competitivo y, al cabo de un tiempo, el americano se había cansado del proyecto y había regresado a los Estados Unidos llevándose a Lola con él y dejando la dirección del teatro en manos de su socio.

El conde se había mostrado encantado de dejar a su hijo a cargo del teatro, al igual que del resto de sus propiedades, y Denys se sentía orgulloso de que, quince años después, no quedara el menor rastro de vulgaridad en el Imperial. En aquel momento, el teatro era ampliamente conocido por sus producciones shakesperianas y había conseguido un nivel de aclamación por parte de la crítica con el que Henry no se habría atrevido a soñar.

Pensar en Henry le llevó, inevitablemente, a pensar en Lola y, antes de que pudiera hacer nada para impedirlo, acudió a su mente la imagen de Lola con la melena rojiza, los ojos de color aguamarina y aquel cuerpo hecho para el pecado.

Y junto a aquel recuerdo llegaron otros muchos, recuerdos de todo lo que había salido mal. La obra que había financiado para ella, que había terminado siendo un fracaso. La casa de St. John's Wood vacía, salvo por los regalos que Denys le había hecho y una nota en la que le decía que había regresado a París. Su negativa a aceptar su abandono, el viaje al cabaret en el que Lola estaba trabajando y el momento en el que había descubierto a Henry en el camerino. Y las palabras de Lola, la parte más desoladora de todo aquello.

«Lo siento, pero Henry me ha hecho una oferta mejor».

Denys sacudió la cabeza, todavía perplejo por su propia estupidez. Pero había sido estúpido en muchos aspectos durante sus días de juventud. Gracias a Dios, ya no solo era un hombre más maduro, sino también más sabio. Las cabareteras bellas y ambiciosas ya no tenían ningún encanto para él.

Dio media vuelta, abandonando la vista del Imperial, para estudiar el edificio que tenía frente a él. Cinco pisos de altura, una construcción de ladrillo blanco, frontones de mármol, ventanales en forma de arco… las oficinas de Conyers Investment Group resplandecían de prosperidad.

El mensaje que transmitía el interior era igual de claro. Cualquiera que entrara sabría que aquella era una firma próspera y solvente. Los ascensores eléctricos, los teléfonos y las máquinas de escribir apuntaban hacia la modernidad y el futuro, pero la enorme escalera central, las alfombras ligeramente desgastadas y el confortable cuero del mobiliario le conferían un aire de confianza y longevidad, ambas cualidades muy necesarias en una firma de inversiones

Denys comenzó a subir por la escalera y saludó con un gesto de cabeza al empleado que estaba tras un escritorio en la espaciosa entrada. Cuando llegó al entresuelo, rodeó el vestíbulo y ascendió por otro tramo de escaleras, pero apenas acababa de entrar en su enorme despacho situado en el piso de arriba cuando se detuvo sobresaltado.

Su secretario no estaba en su escritorio.

—¿Dawson? —llamó a través de la puerta abierta de su propio despacho.

Pero su secretario, un joven rubio, ni contestó ni apareció.

Con el ceño fruncido por la estupefacción, Denys sacó el reloj y volvió a deslizarlo en el bolsillo del chaleco. Dawson era de una puntualidad fanática, siempre llegaba a la oficina antes que su jefe, un hecho que convertía su ausencia en algo inusual.

Pero no importaba. Si Dawson se había visto obligado a alejarse de su mesa, sin lugar a dudas habría dejado preparados los contratos antes de partir. Denys se acercó al escritorio de su secretario, pero no vio los documentos por ninguna parte.

Dejó escapar un suspiro exasperado.

—¿Dónde se ha metido este hombre?

—Si estás buscando a tu secretario —contestó una voz de mujer con un inconfundible acento americano en repuesta a la pregunta que acababa de musitar—, me está preparando un té.

Denys se quedó paralizado en medio de su incredulidad. Porque aquella voz ronca, terrosa, que bajaba en las vocales y se las arreglaba para infundir una nota de erotismo en el que, de otra manera, se habría limitado a ser un simple acento americano del Medio Oeste, solo podía pertenecer a una mujer.

Tomó aire, diciéndose a sí mismo que tenía que haberse confundido, pero, cuando se volvió, la visión de una alta y voluptuosa pelirroja en la puerta de su despacho le indicó que no había cometido ningún error.

Continuaba teniendo el pelo del color del fuego, un tono rojizo que la mayoría de las mujeres solo podían conseguir tiñéndose con henna. Coronando sus vibrantes rizos llevaba un enorme batiburrillo de plumas y lazos rojos sobre un sombrero de paja inclinado en un ángulo que desafiaba las leyes de la gravedad. Y, bajo él, aquel rostro deslumbrante que esperaba no volver a ver nunca jamás. Sus ojos continuaban teniendo el mismo color aguamarina que recordaba y sus labios llenos el mismo rosa intenso. En el ambiente serio y ascético de las oficinas, florecía con vibrante vida como la flor de un cactus exótico en medio de la arena y los arbustos del desierto.

Dio un paso hacia ella y escrutó su rostro, pero los polvos del maquillaje le impidieron ver las pecas que salpicaban su nariz y sus mejillas. No importó, porque sabía que estaban allí. Era imposible que no lo supiera, pues había besado todas y cada una de ellas.

¿Cuántas veces?, se preguntó, ¿había estado tumbado en la casita de St. John Wood, con el cuerpo saciado y la mente adormilada observándola aplicarse polvos de maquillaje para intentar ocultar aquellas pecas que despreciaba?¿Cuántas veces la había visto subirse las medias y aplicarse esencia de jazmín tras las rodillas? Docenas, imaginaba. Centenares, quizá. Pensaba entonces que aquellos días felices no tendrían fin, pero habían terminado, y con una brusquedad que había sacudido su vida.

Al mirarla, pensó en la última vez que la había visto en el camerino de París. Lo recordó todo como si hubiera ocurrido el día anterior: el salto de cama de tela finísima que cubría el cuerpo de Lola, la botella de champán abierta encima de la mesa y su cara pálida como el papel al verle. Y Henry en el sofá, sonriendo triunfante.

El enfado que había experimentado entonces comenzó a bullir dentro de él como si acabara de beberse una botella de whisky barato. Aunque aquella no era una analogía apropiada para Lola, que nunca había sido una mujer barata. Todo lo contrario, había sido el error más caro que había cometido en su vida. Y el más excitante

Bajó la mirada antes de poder reprimirse. Lola continuaba teniendo las generosas curvas que él recordaba, curvas cinceladas por años de baile y que, sospechaba, todavía le debían muy poco a los corsés y nada en absoluto a los rellenos y almohadillas para mejorar el busto.

Llevaba un vestido de seda de color rosa pálido y Denys no pudo evitar reparar en la naturalidad con la que aquel tono se fundía con el de la piel del cuello y la mandíbula. Cualquier otra mujer, pensó con fastidio, parecería discreta con un color como aquel, inocente incluso. Pero no Lola. Vestida de color rosa pálido, parecía estar… desnuda.

Denys no era un hombre dado a maldecir, pero, en ciertas ocasiones, la única respuesta posible para un hombre era un juramento.

—¡Diablos! —musitó, pero aquella palabra le pareció del todo inadecuada para desahogar sus sentimientos—. ¡Maldita sea! —añadió, pero tampoco quedó satisfecho—. ¡Condenado sea el maldito infierno!

Lola esbozó una leve sonrisa.

—Yo también me alegro de verte, Denys.

El sonido de su nombre en aquellos labios fue como la parafina sobre las brasas y el enfado que Denys estaba reprimiendo explotó, amenazando con escapar a su control. Denys apretó el puño y se lo llevó a la boca, luchando para dominarse.

—¿No vas a decir nada? —preguntó ella al cabo de uno segundos—. Aparte de los juramentos, claro.

Denys bajó la mano y tomó aire.

—Es extraño —musitó, imprimiendo a su voz un frío distanciamiento que no sentía en absoluto—, pero no se me ocurre otra cosa que decirte.

—«Hola» podría ser un buen comienzo —sugirió ella—. O podrías preguntarme qué tal estoy.

Denys apretó la mandíbula, fortaleciendo su enfado hasta convertirlo en determinación.

—Esa pregunta implicaría un grado de curiosidad que no poseo.

Tras aquella fría réplica, del rostro de Lola desapareció cualquier asomo de sonrisa. Estaba siendo grosero, Denys era consciente de ello, una conducta que no podía mantener en su posición ni con su educación, ¿pero qué esperaba Lola? ¿Una cálida bienvenida? ¿Una cariñosa mención a los viejos tiempos?

Lola se aclaró la garganta, rompiendo el silencio que se había hecho entre ellos.

—Denys, estoy segura de que mi visita ha sido una sorpresa para ti, pero…

—Al contrario. El día que dejes de ser impredecible sí que será toda una sorpresa. Al fin y al cabo, la veleidad es una de las peculiaridades de una meretriz, ¿no es cierto?

Acababa de dar en el blanco. En respuesta, asomó a los ojos de Lola un fogonazo de enfado que le hizo recordar a Denys que no solo era pelirroja, sino que poseía el carácter apasionado que, a menudo, se asociaba a aquel color de pelo.

—No puedo decirlo —le contradijo con aspereza—, puesto que yo nunca fui tu meretriz. Fuimos amantes.

Denys se encogió de hombros, como si no estuviera de humor para pararse a debatir sobre distinciones tan sutiles sobre su pasada relación.

—Y, en el caso de Henry, ¿qué eras? ¿Su amante? ¿Su meretriz? ¿O solo erais buenos amigos?

Lola se retrajo, pero si Denys pensaba que pensaba eludir aquellas preguntas tan mordientes estaba muy confundido. Porque alzó la barbilla y se enfrentó al ataque.

—¿Qué sentido tiene recordar el pasado? —le preguntó—. Es sobre el futuro sobre lo que tenemos que hablar, ¿no es cierto?

—¿El futuro? —repitió perplejo—. ¿A qué te refieres?

La pregunta pareció sorprenderla, aunque Denys no entendió por qué.

—Pero, supongo que sabes… —Lola se interrumpió, se mordió el labio inferior y se le quedó mirando fijamente antes de volver a hablar—. No te has enterado.

Denys frunció el ceño, sintiéndose incómodo de pronto.

—Si te refieres a la muerte de Henry, sí me he enterado.

—No es eso… exactamente.

—¿No es ese el motivo por el que estás aquí? Supongo que ahora que Henry no está con nosotros pretendes retomar la relación donde la dejamos. ¿Quieres que me haga cargo de ti?

Sabía que era absurdo incluso mientras lo decía, pero no era capaz de imaginar otra razón que justificara la presencia de Lola y el comentario que había hecho sobre el futuro.

—Ningún hombre tiene que hacerse cargo de mí —contestó con aspereza.

Aquello le hizo recordar a la joven atrevida que había conocido en el pasado, una joven que le había mantenido a distancia durante un año y había estado a punto de hacerle enloquecer hasta que por fin había consentido en entregarse.

—Sé cuidar de mí misma. Creía que lo había dejado bien claro hace seis años.

—Sí, pero, aun así, Henry parece haberse cargo de ti de manera muy amable por su parte. Por lo que tengo entendido, el espectáculo que te montó en Nueva York ha tenido mucho éxito. Convertirte en su querida te ha salido muy rentable.

Lola abrió la boca para contestar, pero se mordió el labio.

—Por favor, Denys, no intentes discutir conmigo. No he venido hasta aquí para pelearme ni para ver si podíamos retomar nuestra relación donde la dejamos.

Aquellas palabras no le produjeron ningún alivio, porque, si no estaba allí en busca de una reconciliación, eso solo podía significar que se proponía algo.

—Aun así, has dicho que quieres que hablemos sobre nuestro futuro. ¿Qué ha podido llevarte a pensar que podríamos tener algo en común en el futuro?

Lola suspiró.

—El testamento de Henry.

—¿El testamento de Henry?

Denys se la quedó mirando fijamente y, de pronto, se sintió como si la tierra se estuviera abriendo bajo sus pies y le estuvieran arrastrando al más profundo abismo.

—Sí —Lola abrió el bolso de seda roja y sacó de su interior una hoja de papel que le tendió con una mano cubierta por un guante de color blanco—. Henry me ha convertido en tu socia.

Capítulo 2

 

Lola ya había imaginado que presentarse ante Denys sin previo aviso supondría para él un gran impacto, pero lo había considerado más prudente que escribirle por adelantado y solicitar una cita. De aquella manera, no había podido negarse a recibirla.

Sin embargo, sí estaba en condiciones de tirarla por la ventana. Y la gravedad de su expresión le indicó que era una posibilidad certera.

—¿Mi socia? —repitió entre dientes—. ¿En qué empresa?

—En el Imperial. Bueno, legalmente, soy la socia de tu padre, pero como eres tú el que controla todas sus propiedades…

—Estás loca.

Lola hizo crujir el papel que tenía entre los dedos.

—Esta carta resume los detalles exactos de las condiciones de Henry. Una semana antes de abandonar Nueva York, el señor Forbes me aseguró que había enviado una carta similar a tu padre junto a la noticia de la muerte de Henry. Es evidente que Conyers te ha informado de lo último, pero no debió de decirte nada de lo primero.

Denys no contestó. En cambio, continuó con la mirada clavada en ella en un silencio pétreo. Al observarle, Lola comprendió que todo cuanto había ensayado durante el viaje con intención de prepararse para aquel encuentro no le había servido de nada.

Por una parte, Denys no parecía estar al corriente de los términos del testamento. Ella iba dispuesta a enfrentarse a él dando por sentado que también Denys estaría preparado para enfrentarse a ella. Pero, al parecer, aquel no era el caso.

Sin embargo, peor aún era el hecho de que aquel hombre no se pareciera en absoluto al Denys que ella había conocido. El Denys del pasado era un hombre tranquilo y despreocupado con un irresistible encanto juvenil y una apasionada ternura. Lola apenas podía reconocer ninguna de aquellas cualidades en el hombre que tenía frente a ella.

Aquel hombre tenía los pómulos marcados y la barbilla cuadrada de Denys, pero carecía de la despreocupación y el aire aniñado que suavizaban sus facciones. Aquel hombre tenía los ojos marrones de Denys, pero, cuando la miraba, Lola no reconocía ningún vestigio de ternura en sus oscuras profundidades. Había oído decir que se había convertido en un astuto hombre de negocios y, al verle en aquel momento, no tuvo ningún problema para creerlo.

Aquellos cambios le habían costado, porque había algunas arrugas en las comisuras de sus ojos y en la frente que no estaban antes allí, arrugas que hablaban de responsabilidades que el Denys al que ella había conocido nunca se había visto obligado a asumir. Su boca, otrora siempre presta a la sonrisa, se había convertido en una línea inexpresiva, aunque, en aquel caso, la falta de alegría podría deberse a su llegada en vez de a la carga del deber.

Le había hecho daño, lo sabía. Había aceptado el afecto que sentía por ella y al final lo había despreciado. Pero no había encontrado otra forma de hacerle ver que una chica como ella, nacida junto a los pastos y los mataderos de Kansas City, que había pasado la infancia envuelta en el olor a estiércol, sangre y whiskey barato y había empezado a enseñar sus vergüenzas delante de los hombres antes de los dieciséis años, jamás podría hacer feliz a un hombre como él.

El dolor penetró en su pecho y, de pronto, se sintió incapaz de soportar la dureza de su rostro, una dureza que ella había grabado en él. Desvió la mirada.

Su cuerpo, advirtió al bajar la mirada, había cambiado menos que su rostro. Continuaba teniendo los hombros anchos y fuertes y las caderas del atleta que había sido en su juventud. Y, por lo que podía apreciar, no había ganado ni una gota de grasa. Si acaso, parecía más fuerte y vigoroso a los treinta y dos años que a los veinticuatro.

Ella tenía la esperanza de que el tiempo hubiera atemperado su acritud, pero en aquel momento comprendió que sus esperanzas habían sido vanas.

Aun así, no retrocedió. Se obligó a volver a hablar.

—He venido hasta aquí dando por sentado que Conyers había recibido toda la información del señor Forbes y te había puesto al tanto de la situación. Pero veo que estaba confundida.

—Desde luego, tienes agallas, Lola —musitó, fulminándola con la mirada—. Eso tengo que reconocértelo. Tienes agallas.

El resentimiento era palpable en cada línea de su rostro, en la rigidez de su postura e incluso en el ambiente que se respiraba en la habitación. Pero Lola no iba a marchitarse ante su enfado como una delicada flor de invernadero y se enfrentó a la hostilidad de su mirada con un nivel idéntico de hostilidad en la suya.

—Esta es una cuestión de negocios —dijo con voz queda—, no es nada personal, Denys.

—No sabes cuánto me alivia —replicó él.

A pesar de su intención de permanecer firme, Lola no pudo evitar encogerse un poco ante su sarcasmo.

Denys dio un paso adelante, le quitó la carta de entre los dedos y la desdobló para escrutar las líneas mecanografiadas. Cuando volvió a alzar la mirada, su expresión continuaba siendo implacable.

—No solo el Imperial, sino también cincuenta mil dólares para respaldarte económicamente —dijo mientras volvía a doblar la carta—. De meretriz a heredera en un solo paso.

Lola abrió la boca para negar aquel insulto, pero volvió a cerrarla. ¿Qué sentido tendría negarlo? Su papel de querida de Henry era una ficción de larga duración que había comenzado aquella noche aciaga, en un camerino de París, seis años atrás. Era un papel que les beneficiaba a ambos y ninguno de ellos había visto la necesidad de darlo por terminado. No tenía ningún sentido contarle a Denys la verdad porque jamás la creería. Era preferible continuar manteniendo la mentira.

—Henry era un hombre bueno y generoso —dijo en cambio.

—Desde luego. Pero tengo cierta curiosidad. ¿Cómo se tomó su familia esta muestra tan particular de su bondadosa generosidad?

—Henry dejó bien provistos a su esposa y a sus hijos. El Imperial representa solo una fracción de sus propiedades.

—¿Solo una fracción? —le tendió la carta—. En ese caso, estoy seguro de que Gladys y sus niños no se sentirán en absoluto engañados.

Lola estalló mientras le arrancaba la carta de las manos.

—A sus hijos, que ahora tienen veintitrés y veintiséis años, por cierto, Henry les importó muy poco cuando estaba vivo, y lo mismo se puede decir de Gladys. Ninguno de ellos tenía tiempo para él, a menos que necesitaran su dinero, por supuesto.

Denys curvó la boca en una cínica sonrisa y la recorrió con la mirada.

—Estoy seguro de que tú has sido mucho más entregada.

Un intenso rubor cubrió el rostro de Lola. Representar el papel de querida de Henry había resultado fácil en Nueva York, pero, en aquel momento, delante de Denys, no le resultaba fácil en absoluto. Aun así, uno tenía que asumir sus decisiones, así que respiró hondo y volvió a centrar la conversación en el presente.

—Quizá, en vez de hablar de Henry, deberíamos hablar de lo que va a pasar a partir de ahora.

—¿A partir de ahora? —frunció el ceño—, no sé si tengo el placer de entenderte.

—Ahora soy la propietaria de la mitad del Imperial y, aunque tu padre sea el propietario de la otra mitad, eres tú el que lo diriges. Eso significa que vamos a tener que trabajar juntos.

—Absolutamente, no.

Lola le miró en silencio durante unos segundos y después señaló hacia la puerta que tenía tras ella.

—Puesto que vemos la situación desde perspectivas tan diferentes, quizá deberíamos sentarnos a discutirla. Ahora mismo se impone la necesidad de negociar y llegar a un acuerdo.

Como no quería darle oportunidad de negarse, no esperó su respuesta. Se volvió, regresó a su despacho, volvió a sentarse en la silla de cuero que tenía frente a su escritorio, en la que había estado sentada esperando su llegada, y cruzó los dedos para que la siguiera. Al cabo de unos segundos, Denys entró, pero sus palabras demostraron lo poco inclinado que estaba a mantener una conversación amistosa.

—No acierto a entender qué es lo que hay que negociar —dijo mientras rodeaba su mesa para mirarla.

La apertura de la puerta exterior interrumpió cualquier posible réplica por parte de Lola. Un segundo después, el señor Dawson irrumpió en el despacho de Denys cargado con una bandeja.

—Aquí tiene el té, señorita Valentine. Espero que le guste el Earl Grey. ¡Ah! Buenos días, señor —añadió al ver a Denys, que permanecía de pie tras el escritorio.

Tras saludar a su jefe con una inclinación de cabeza se detuvo al lado de la silla de Lola y colocó la bandeja de té en el escritorio, delante de ella.

—También le he traído unas pastas, por si estuviera hambrienta.

—Gracias —tras la hostilidad de Denys, la amabilidad de su secretario fue como un bálsamo y Lola le dirigió una sonrisa de agradecimiento al joven secretario—. Muy considerado por su parte.

—En absoluto, en absoluto —alargó la mano hacia la tetera y comenzó a servir el té—. Debo decir que es muy emocionante poder conocerla, señorita Valentine. El año pasado, estando allí con mi anterior patrón, pude ver su espectáculo en Nueva York y fue espectacular. Todavía la recuerdo quitándole el sombrero a uno de los espectadores de la primera fila con el pie y arrojándolo al aire. No consigo comprender cómo se las arregló para hacerlo aterrizar en su cabeza —se echó a reír—. Estoy seguro de que ese tipo no volverá a olvidarse de quitarse el sombrero antes de entrar en un teatro.

Lola no le dijo que aquel hombre del sombrero estaba siempre entre el público.

—Me alegro de que le gustara.

—Y mucho. Espero que su presencia en Londres signifique que piensa actuar aquí.

—Me encantaría hacerlo, sí —miró a Denys y su expresión glacial le confirmó lo difícil que iba a resultarle—, pero ya veremos.

—Espero sinceramente que lo haga. Me encantaría volver a ver su espectáculo. ¿Con leche y azúcar?

Lola no tuvo oportunidad de responder, porque intervino Denys.

—Dawson, deje de halagar a la señorita Valentine y vaya a buscar los contratos de Calvin y Bosch, por favor.

—Por supuesto, milord —tras dirigirle a Lola una sonrisa de disculpa, el señor Dawson le tendió el té, inclinó la cabeza y salió de la habitación.

Con el plato y la taza en la mano, Lola se reclinó en la silla y esperó, pero Denys no hizo ademán de sentarse.

—Denys, siéntate —le pidió ella—, o voy a terminar con tortícolis.

—Esta conversación no va a durar tanto como para eso —se inclinó hacia delante apoyando las palmas de las manos sobre la superficie del escritorio—. No pienso participar, ni tampoco va a hacerlo mi padre, en ningún negocio contigo.

—Ya lo estás haciendo.

—Pero no por mucho tiempo. Y, ahora si me perdonas —añadió antes de que ella pudiera preguntar qué pretendía hacer—, tengo una cita a la que ya llego tarde.

Lola inclinó la cabeza hacia atrás, le miró con atención y supo que, de momento al menos, la conversación había terminado. Si su sociedad iba a funcionar, y ella estaba dispuesta a hacerla funcionar a cualquier precio, era importante comenzar con buen pie. Eso significaba que debía respetar su agenda.

—Por supuesto —guardó la carta y se levantó—. ¿Cuándo podríamos retomar esta conversación? Puedo pedirle una cita a tu secretario o…

—Creía que lo había dejado claro, pero es evidente que no —se interrumpió y sus ojos entrecerrados parecieron pasar del color castaño al negro—. No voy a aceptar una cita. No estoy dispuesto a hablar contigo ni del Imperial ni de ningún otro asunto. Ni ahora ni nunca.

—Pero, Denys, la temporada está a punto de empezar. Los ensayos de Otelo empiezan dentro de dos semanas. Hay que tomar decisiones, acordar…

—Por supuesto —la interrumpió—. Dawson te dará el nombre de mis abogados. Estoy seguro de que estarán encantados de mantenerte al tanto de las decisiones y acuerdos que tome con relación al Imperial. Y confío en que tú les indiques a dónde debo hacerte llegar tu parte de los beneficios.

A pesar de que estaba decidida a mantener una actitud profesional, Lola sintió que empezaba a perder la paciencia.

—Espera un momento. Es evidente que el abogado de Henry no te había advertido de cuál era la situación y comprendo que para ti todo esto esté resultando difícil. Pero, Denys, no voy a permitir que me dejes de lado mientras tú tomas decisiones relativas al Imperial y diriges el teatro sin mí. A diferencia de Henry, pretendo participar plenamente en esta sociedad.

Un músculo se tensó en la mandíbula cuadrada de Denys.

—No, mientras me quede un mínimo aliento.

—Sé que estás resentido conmigo. Probablemente, me odias. Pero eso no impide que sea tu socia y tenga los mismos derechos que tu padre. Estoy en igualdad de condiciones a la hora de decidir lo que hay que hacer.

—Eso es otro asunto que tendrás que tratar con mis abogados —ignorando su sonido de frustración, se volvió y salió del despacho, desapareciendo de su vista—. Venga conmigo, señor Dawson —le oyó decir—. Hay algunos asuntos de los que necesito que se ocupe mientras yo esté fuera.

Lola se movió para seguirle, pero se lo pensó mejor y se detuvo. No podía seguirle por pasillos y escaleras en su propia oficina, sobre todo delante de su secretario y sabiendo que no estaba en condiciones de escucharla. Era preferible dejarle respirar y esperar a que asimilara la realidad de su nueva relación.

Pero, a pesar de aquella decisión, se sintió obligada a decir algo más antes de darle la oportunidad de marcharse.

—Estamos juntos en esto, Denys —gritó tras él—. Esta conversación no ha terminado.

—Por supuesto que no —replicó él al instante—. Contigo, nada parece terminar nunca.

Y se marchó sin más, dando un portazo y dejándola sola.

¿Cómo iba a conseguir que aquello funcionara?, se preguntó Lola, hundiéndose en la silla.

En aquel momento le parecía más imposible que un mes atrás, cuando Henry había muerto.

Lola suspiró y se reclinó en su asiento, invadida por el cansancio. Había perdido al hombre que había sido su mentor, su amigo y un padre mucho mejor de lo que podría haberlo sido nunca el hombre que la había engendrado. Las últimas representaciones de la temporada de invierno había tenido que hacerlas frente a su butaca vacía, sabiendo que no volvería a ocuparla nunca más. Había tenido que darle la noticia de su muerte a Alice. Y, ante la insistencia del señor Forbes, se había visto obligada a sentarse al lado de los odiosos parientes de Henry para la lectura de su testamento.

Acudió a su mente la imagen del señor Forbes, los bordes encerados de su enorme bigote rebotando mientras iba relatando con aquella voz seca y profesional las disposiciones del testamento de Henry: una pensión para su esposa, depósitos para sus hijos, todos los negocios de Nueva York y sus activos para sus hijos, una dote para su hija…

Su presencia en el despacho del abogado había sido recibida con hostil resignación por parte de la familia y se había hecho evidente que habían sido informados de que también ella recibiría parte del legado.