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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Bartomeva Oliver Rubert

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tormenta, n.º 163 - julio 2017

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Harlequin Enterprises Limited y de Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9761-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Epílogo

Tormenta de fuego

Si te ha gustado este libro…

1

 

Había llegado un nuevo vecino a la zona.

Claire enarcó una ceja, atenta a cada movimiento que se producía en el lado opuesto de la calle, observando a los distintos hombres que se afanaban en ayudar a su amigo a instalarse en aquel tranquilo barrio residencial de Seattle.

Mientras ella tomaba un relajante té blanco, los guapos especímenes trasladaban cajas y más cajas con objetos personales y menaje para la cocina. Pero lo que había en aquellas cajas no le importaba lo más mínimo, ella mantenía la mirada en las anchas espaldas que lucían la mayoría de los compañeros de Trevor Donovan.

Claire alzó la otra bien definida ceja castaña y hasta abrió la boca cuando el nuevo vecino levantó un brazo para secarse la sudorosa frente con la manga de la camiseta. ¡Por Dios santo! Su corazón se saltó un latido al ver cómo se tensaba cada músculo de aquel brazo bien esculpido.

Gimió involuntariamente y cerró los ojos para aguantar una oleada de deseo. Estaba claro, llevaba demasiado tiempo sin un hombre y encima el Universo le ponía ese Adonis delante. Eso era muy cruel. ¡Muy cruel!

Resopló de manera poco femenina y eso le hizo darse cuenta de que ella también estaba dando un espectáculo. Carraspeó bajando la cabeza y miró a su alrededor para ver si alguien se había dado cuenta de su mandíbula babeante. No, nadie la miraba, pues su vecina, que se mecía alegremente en el porche contiguo, estaba observando el espectáculo con tanto interés como ella. Bien, su orgullo seguía intacto. Todos estaban muy atareados descargando el camión de mudanzas. Así que volvió a mirar, esta vez más disimuladamente, pero con la misma atención.

Otro suspiro.

Si ella no fuera una mujer recatada, serena y de apetitos controlados, se habría permitido el capricho de dar palmas, como al parecer estaba haciendo su vecina octogenaria: la señora Wachowsky.

−Hola, señora Wachowsky −le dijo levantando la mano y saludando a la mujer al darse cuenta de que la miraba.

La anciana en su mecedora de madera no se perdía detalle.

−Vecinito nuevo en la zona, querida −comentó con una sonrisa de dientes blancos y parejos, visiblemente postizos−. ¿Quién sabe?, quizás esté soltero.

Claire contuvo la respiración. Que la mujer fuera medio sorda no significaba que los hombres que trabajaban dos o tres casas más abajo también lo fueran, y más cuando estaba hablando a gritos.

−Es posible −repuso en un murmullo y visiblemente conmocionada porque un par de fornidos hombres se volvieron hacia ellas y rieron divertidos. Hasta algunos se atrevieron a saludarlas alzando la mano.

−¡Creo que les gustas!

Bien, ese grito había sido más alto y claro que el anterior.

«Claire, cava un hoyo y métete dentro. Y no, no salgas de él», se dijo. Cerró los ojos y dejó de mirar el porche de la vecina. Se sentó en la mecedora, porque entrar en casa en ese momento sería una muestra de debilidad y cobardía, así que no lo haría aunque tuviera unas ganas locas de salir huyendo.

Pasaron varios minutos hasta que el sonrojo abandonó sus mejillas. Quizás el té que estaba bebiendo debería habérselo servido helado en vez de caliente. Al fin y al cabo ya era primavera.

−Deberías ir a presentarte –le gritó de nuevo la señora Wachowsky.

Claire le sonrió pero no hizo ademán de levantarse. No iría a saludar al vecino macizorro.

Se lamentó por no ser tan descarada como su hermana Jodie o su mejor amiga Gaby, mujeres seguras de sí mismas que sabían lo que querían. Lamentablemente ella, aunque sabía lo que quería, era incapaz de cruzar la calle y pasearse en medio de aquella nube de testosterona. La habían educado para ser una auténtica señorita. Jamás se había desmadrado demasiado, ni siquiera en su época universitaria, que había finalizado con matrícula de honor y un puesto fijo y bien remunerado en una importante empresa farmacéutica.

Así era ella, se lamentó Claire, una rata de laboratorio. Pero a veces soñaba con hacer travesuras y desde luego Trevor Donovan, ese hombre perfecto, era ideal para ello.

En aquel barrio residencial de las afueras de Seattle y cerca de Renton, nunca pasaba nada, supuso que por eso para su anciana vecina ver una mudanza era todo un acontecimiento. La urbanización tenía una buena comunidad de vecinos que solían reunirse una vez cada dos meses o siempre y cuando el tema a tratar fuera interesante. Desde luego la llegada de Trevor Donovan bien había valido una buena reunión vecinal.

Por supuesto él no había sido invitado.

La aún dueña de la casa, la señora Mills, que se trasladaba a Florida para disfrutar de su jubilación, había aparecido para dar los mejores informes sobre él. Era policía.

−Y de los buenos −había asegurado la anciana mientras su amiga la señora Wachowsky asentía con entusiasmo.

Estaba más que segura de que las solteras de oro del vecindario y alguna que otra viuda o divorciada le invitarían sin demora a la próxima reunión para presentarse y averiguar todos los secretos que escondía el guapo vecino.

Claire suspiró. Admitía que ella también estaba intrigada. En la reunión monotemática se comentó una pincelada de la vida del joven inspector.

−¡Oh! Un policía –había repetido soñadora la señora Perkings, una pirada amante de las armas, republicana militante de toda la vida.

Algunos mostraron su malestar porque hubiera armas en el vecindario, pero otros se mostraron encantados.

−Tendremos protección gratuita −dijo Jack, que era un controlador nato y siempre tomaba la iniciativa en todas las reuniones o fiestas−. Estoy seguro de que será una buena adquisición.

De la reunión ya hacía cosa de tres días, justo cuando la señora Mills había firmado los papeles de la venta.

−Acaba de cumplir los treinta y está soltero. Al parecer es inspector y jefe de una unidad de homicidios, o algo así −era toda la información que la mujer pudo dar antes de añadir−: Tiene un perro.

−¿Un perro?

−Sí, pero es un perro policía.

−¡Ah!

Como si eso lo hiciera mucho más valido que otro perro cualquiera.

−Un perro policía −repitió alguien entre dientes.

Fue el señor Golberd, que odiaba todo lo que tuviera pelo. Claire lo sabía bien porque también odiaba a Blanca, su preciosa gata persa, pero bueno, estaba dispuesta a admitir por mucho que le doliera que, ciertamente, Blanca era odiosa.

−¿Y qué lo diferencia de un perro normal?

−No sé −dijo el señor Clowerd−, quizás tenga licencia para morder.

Fuese como fuese, en la reunión se festejó la llegada de Trevor Donovan a sus vidas. Y ahí estaba, dispuesto a acabar de vaciar la dichosa furgoneta para sentirse como en casa.

Las idas y venidas de sus compañeros se habían sucedido durante toda la tarde. Ahora quedaban echando una mano una decena de hombres, la mayoría sacados de un catálogo de Dolce & Gabbana. Llevaban más de cuatro horas haciendo ejercicio físico entre risas y cervezas.

Al darse cuenta de que volvía a tener la boca abierta, Claire la cerró de golpe y se llevó una mano a las mejillas, que habían cobrado una tonalidad rojiza. Chasqueó la lengua molesta consigo misma. Sin despedirse de la señora Wachowsky entró en la casa avergonzada, pero no se resistió a asomarse por la ventana para espiar tras las cortinas de hilo.

−¡Hola!

Claire dio un respingo llevándose la mano al corazón. Se le escapó una risita al ver cómo Gabrielle, su mejor amiga, había abierto la puerta de la entrada con el entusiasmo habitual.

−Hola Gaby, me has dado un susto de muerte −dijo mientras conservaba su sonrisa. Se sintió como si la hubieran pillado cometiendo un delito.

Su amiga Gabrielle, a la que llamaban afectuosamente Gaby, le sonrió con picardía, con aquella mirada que decía: «Sé exactamente lo que estás haciendo, chica mala».

−¡Oh Claire! –dijo llevándose una mano al pecho y cerrando la puerta del porche para acercarse y mirar por la ventana−. ¡Santa madre del Dios! ¿Qué se supone que son? ¿Bomberos?

Claire se tapó la boca con la mano al estallar en carcajadas.

−No −dijo sin parar de reírse−, son polis.

−¡No es cierto! ¡Júramelo! –gritó Gaby con entusiasmo−. ¿Tienes un vecino cañón que es poli?

Claire asintió.

−Y soltero.

−Vaya…

−Nos enteramos hace poco. Viene de Seattle. Trabaja en una comisaría de la ciudad.

−¿Un hombre con uniforme y pistola?

Gaby apartó descaradamente las cortinas y miró sin contemplaciones. Solo le faltó pegar la nariz al cristal.

Claire retrocedió un paso divertida y avergonzada por la actitud descarada de su amiga.

−¿Y todos esos son amigos suyos?

−Eso creo.

−Uuuh. ¡Ñam! No me extraña que la señora Wachowsky haya salido al porche a tomar el sol.

A Gaby se le agrandaron las pupilas, empequeñeciendo los iris de sus ojos, de un azul intenso. Se puso de puntillas y ladeó la cabeza de un lado a otro para contarlos y no perderse detalle.

Claire muchas veces pensaba que su amiga tenía apariencia de Barbie, pero desde luego la muñeca no tenía su descaro y mucho menos su cerebro privilegiado. Era lista, muy lista. Realmente era superdotada. Pero eso no era todo, Gaby era extremadamente independiente y trabajadora. No tenía un pelo de tonta aunque su cabeza estuviera poblada por una impresionante cabellera de hondas rubias que le caían suavemente sobre sus exuberantes pechos naturales; cualquier mujer adicta a la cirugía plástica pagaría millones por un resultado semejante. De hecho Claire debía admitir que le tenía un poco de envidia a su guapa, divertida y atrevida amiga. A todo ese despliegue se añadía además una lengua afilada; cualquiera que la molestara podía dar cuenta de ella o, cuando no, de sus amplios conocimientos de kárate.

Gaby era todo lo que Claire no era y quizás se llevaban tan bien por ser sus caracteres tan opuestos. Eran amigas desde la universidad y no concebían la vida sin su amistad.

−A ese me lo comería. Y a ese… también. ¡Y a ese! −dijo la belleza rubia poniéndose de puntillas y haciéndola reír.

−¡Oh Gaby! −Claire enrojeció hasta la punta de las orejas.

−Necesito una cerveza para acompañar este espectáculo.

Y sin añadir nada más Gaby se giró y fue hacia la cocina.

Dos casas más abajo, en la acera de enfrente, los polis se habían agrupado formando un corro. Se escuchó el ruido característico de la nevera al abrirse y las botellas de cerveza tintinear. Al volver a su lado, Gaby fulminó con la mirada el té blanco de Claire y le dio una cerveza bien fría que ella aceptó sin rechistar, antes de abandonar la taza sobre la mesita junto al sofá.

−Chica mala –ronroneó cuando vio que Claire volvía a correr las cortinas, pero seguía mirando protegida por el escudo que le brindaba la tela−. No vamos a quedarnos aquí dentro. Salgamos.

Claire quiso protestar.

−No creo…

−Ahora −sentenció Gaby sin dejar opción a discutir. La agarró por la muñeca y las dos salieron al porche.

−Tienes suerte de que no te obligue a ir y presentarte.

−Ni de coña −le dijo Claire horrorizada.

Gaby no le contestó. Se sentó en la mecedora doble y Claire a su lado.

Debía admitir, tal como Gaby insistía en hacerle notar, que su nuevo vecino era un espécimen único. Tenía el pelo corto, pero no demasiado. Sus cabellos eran de un color negro brillante y a esa distancia Claire se preguntó si resultarían tan suaves al tacto como parecía. No podía adivinar el color de sus ojos, porque llevaba unas gafas de sol que le cubrían media cara y de todas maneras estaba demasiado lejos como para poder percatarse de ese detalle. Hizo un mohín con los labios, como si eso la fastidiara. La nariz del hombre era recta y lucía una barba de varios días que le daba un toque de lo más atractivo, como si en lugar de ser un defensor de la ley fuera un chico malo.

Dio otro trago para que se le pasara el calor, pero fue del todo inútil cuando vio la tela de la camiseta blanca de algodón tensarse sobre los musculosos bíceps de su vecino cuando cargó las últimas cajas desde una de las furgonetas al porche. Cuando regresó a por otra, Claire observó que la camiseta ajustada estaba mojada dibujando una franja de sudor en la espalda.

¡Oh Dios! Estaba enferma y… cachonda. Estaba claro que necesitaba una cita… una cita con ese hombre. Hizo un puchero. Eso le encantaría. Pero era tan imposible como que el sol saliera por el oeste. Ya había olvidado cuándo fue la última vez que un hombre la invitó a ir a cenar o al cine.

Claire cogió aire cuando sus ojos se detuvieron en los glúteos plenos que enmarcaban aquellos ajustados vaqueros. Gaby debía de estar observando lo mismo cuando dijo:

−¡Oh, vamos! ¿En serio existe semejante culo?

−¡Gaby! −la fulminó escandalizada al ver que no se había cortado un pelo en hablar a voz en grito.

−¡En eso estaba pensando yo, querida! −la señora Wachowsky aprovechó para saludar a Gaby y esta le correspondió alzando su botellín de cerveza.

−Sois incorregibles.

−Somos mujeres con ojos –contestó Gaby encogiéndose de hombros−. Mirar no es ilegal y si lo fuera me dejaría detener por cualquiera de ellos –dijo alzando el volumen a medida que acababa la frase−. ¡Uuuoooh! ¡Cuerpos!

−¡Por Dios! ¿Quieres callarte? –la riñó Claire horrorizada al ver que varios hombres, incluido su vecino, las miraban y se reían a carcajadas.

−Venga, vamos dentro.

−Ni lo sueñes −contestó Gaby.

−¡Gaby!

−Me portaré bien, te lo prometo −dijo contrita.

−Eres una descarada −Gaby le dedicó una radiante sonrisa−. Solo te faltan unos prismáticos –insistió Claire.

−¿Tienes unos?

−Sí, pero son para observar pájaros –le contestó abriendo desmesuradamente los ojos al entender que probablemente preguntaba por ellos en serio.

−¿Pájaros? ¿Quién quiere observar pájaros con esos culos al lado de tu jardín? Bueno, y eso por no hablar de pectorales. Mira ese −cuando alzó la mano para señalárselo, Claire se la bajó de inmediato de un manotazo.

−Dijiste que te comportarías.

Gaby le sacó la lengua.

−Era una mentirijilla, pero por ti, lo voy a intentar. Y… ¿esos prismáticos?

−Para observar pájaros, Gaby −insistió Claire siguiéndole la broma.

−No tengo la menor duda de que algunos tienen un buen pico, pero no veo ninguno con plumas.

−Dios mío −susurró. Era consciente de que, llegados a ese punto, a Gaby no iba a callarla nadie.

Mientras Claire reía, Gaby se levantó y se apoyó contra la barandilla blanca de madera.

−¿Y quién es exactamente tu vecino?

Claire se lo comió con la mirada antes de obligarse a bajar la vista.

−¿Ves al que lleva camiseta blanca? –volvió a encoger el brazo haciendo una mueca al darse cuenta de que lo había señalado.

−Oh, ¿el corpulento de dos metros y medio? –preguntó con los ojos abiertos como platos.

Claire negó con la cabeza, aunque de todas maneras Gaby estaba tan concentrada en ver todos aquellos torsos y vaqueros ajustados que no le había hecho caso.

−No −respondió ella−, es el guapo. Metro noventa y pelo negro.

−¡Oooh! ¿El del culito tan mono y los pectorales de Héctor de Troya?

−El mismo. Y deja de gritar.

Su nuevo vecino era un hombre de portada, no le extrañaría lo más mínimo que fuera modelo.

−Vaya, vaya… −dijo llevándose la cerveza a los labios y sonriendo como una tonta−. Tenemos machote nuevo en el vecindario, ¿eh?

Claire rio de la ocurrencia de Gaby, pero guardó silencio mientras seguían observando. Si los bomberos de Seattle hubieran hecho un calendario erótico para recaudar fondos, Claire estaba segura de que tendrían esa pinta, solo que en vez de mangueras y bombas de agua aquellos hombres trasladaban cajas y muebles. Cierto es que algunos tenían un poco de barriguita, pero la mayoría estaba en muy buena forma y tenía un aspecto inmejorable.

−Podrían ser bomberos −dijo Gaby como si le hubiera leído el pensamiento.

−¿Bomberos? No sé. Bibliotecarios seguro que no –contestó enseguida Claire.

−También servirían como jugadores profesionales de fútbol, con esas espaldas… podrían hacernos unos placajes impresionantes –Claire sonrió dándose por vencida−. Pero prefiero la fantasía de que sean bomberos.

−¿Ah sí?

−Sí –Gaby se mordió el labio−. Ya sabes, me los imagino con mangueras muy largas y… hachas.

−¿Hachas?

−Bueno, ¿qué? Es mi fantasía, ¿vale? Hay hachas –repuso tajante.

−Tíos con hachas −Claire entrecerró los ojos−. Queda anotado.

Gaby frunció el ceño, aunque después dijo coqueta:

−Bueno, también podría cambiarlas por unas buenas esposas y una cama con barrotes.

−Joder, Gaby. Necesitas un hombre −Claire se tapó la cara con la mano sin poder contener la risa.

En ese momento el nuevo vecino sacó al porche una nevera portátil, llena de cervezas bien frías, y varios de ellos decidieron tomarse un descanso. De la casa salió una guapa mujer que Gaby no había visto hasta entonces.

−¿Y esa zorra? –preguntó Gaby mirando a aquella mujer de cabellos caoba. Gracias a Dios lo había dicho entre dientes, visiblemente contrariada.

La pelirroja puso una mano sobre la espalda sudada de Trevor y la palmeó con afecto mientras se inclinaba para tomar ella misma un botellín.

Claire ya la había visto a primera hora de la mañana, seguramente después se había quedado dentro ordenando las cajas que sus colegas le llevaban. Lo que Claire no sabía es que la mujer en realidad había estado levantando tablones, dándole al taladro y montando estanterías como una loca.

A Claire le desilusionó que el vecino pudiera tener novia. La chica era alta, guapa y redondeada en los lugares que debía, aunque era más bien delgada. Al darse cuenta de la complicidad que había entre Trevor y ella se desvaneció la fantasía de ligar con el vecinito macizo.

−Joder, para una vez que tienes a alguien cerca que valga la pena para echar un buen polvo… −dijo Gaby contrariada−. Pero tú puedes con esa.

−Quizás no sea su novia −añadió Claire pensativa.

−Debemos averiguarlo.

Claire sonrió mientras tomaba otro sorbo del botellín, que ya estaba casi vacío. Hacía demasiado calor para estar en el mes de abril.

−No averiguaremos nada. Además no iba a acostarme con él de todas formas –repuso Claire a la defensiva.

−¿Por qué no? ¿Quieres dejar de ser tan puritana? –su tono se volvió serio de repente−. Tu hermana Jodie te quita a todos los ligues cuando salimos, aunque últimamente solo habla de ese compañero de trabajo. Y en serio: ¡eres guapa! Se te nota que eres un poco demasiado inteligente, pero aparte de eso… No sé, yo me lo haría contigo.

−Creo que eso se merece un… ¿gracias? –contestó mirándola con afecto−, pero… ¿se puede ser un poco demasiado inteligente? Tú eres superdotada.

−Chsss −le dijo Gaby fulminándola con la mirada−. ¿Quieres callarte? Prometiste no volver a hablar jamás de mi coeficiente intelectual.

Claire alzó las manos en señal de rendición.

Gaby la miró y le dijo muy seria:

−Debes relajarte, asustas a los tíos.

Claire no quería escuchar esas palabras de su mejor amiga, pero tampoco podía rebatir esa opinión. Podría decirse que ella era lo que se llamaba una auténtica cerebrito. Llevaba esa etiqueta desde antes de empezar el instituto y jamás se la había podido quitar. No hacía falta que en sus citas mencionara que trabajaba en un importante laboratorio. Por alguna razón, ellos deducían que se encargaba de alguna tarea importante que solo una empollona podía realizar. Y ciertamente así era. Claire trabajaba en una importante farmacéutica, lo que le dejaba un escaso margen de maniobra para poder ligar en el trabajo o simplemente tener vida social fuera de él.

Si bien era cierto que Jhon Calston, su compañero de laboratorio, le había insinuado un par de veces que era una mujer bonita y deseable y que no le importaría llevarla a cenar alguna vez, ella prefería no tener líos en el trabajo. Ser un hombre atractivo de labios carnosos y ojos azules, como Jhon, no era suficiente para arriesgarse a tener complicaciones.

Estada demasiado metida en sus pensamientos para percatarse de lo que su amiga captó al instante:

−Nos han pillado −susurró Gaby entre dientes.

Miró a Claire por encima del hombro mientras ella por instinto se fijó en el vecino.

−¿Qué? −dijo desconcertada.

Pero el macizo vecinito no la miraba; quien sí lo hacía era la supuesta novia. Llevaba unos bonitos shorts de color verde, a juego con sus ojos, que le sentaban de muerte y una camiseta blanca de tirantes ajustada. Las ondas caoba le caían más allá de los hombros y, después de darle un trago a la cerveza, le habló a Trevor sin apartar la mirada de ellas.

−Mierda −murmuró, al verla levantar el dedo índice y señalarlas.

La educación ganó la partida y le sonrió avergonzada.

Sí, las había pillado con las manos en la masa.

−Nos está mirando –le dijo Claire a Gaby cuando el hombre se quitó las gafas de sol y entrecerró los ojos para verlas mejor. Era muchísimo más guapo de lo que esperaba. Esos impresionantes ojos azules…−. ¡Madre mía!

−Venga, saluda −protestó Gaby−, no hemos hecho nada malo. Mirar es gratis.

Cuando Gaby alzó la mano y la agitó en el aire, los ojos de Claire se agrandaron como naranjas.

−¡Para!

−Ahora tú −le dijo entre dientes−. Saluda, Claire.

Pero lejos de mirarlas como si estuvieran locas, su vecino hizo lo mismo y las saludó con una radiante sonrisa. Por unos instantes sus miradas se cruzaron y Claire tragó saliva mientras su mano se mecía en el aire haciendo parecer a su dueña una idiota. Esta vez no solo sintió calor en sus mejillas sino por todo el cuerpo, acompañado por un agradable cosquilleo.

La mujer pelirroja que estaba al lado de Trevor puso los ojos en blanco y rio divertida.

La coleta alta y dorada de Gaby se balanceó, al igual que sus pechos, cuando se dio la vuelta hacia Claire de un salto. Iba a decirle algo importante sobre algún punto de la anatomía del vecino, cuando un sonido característico llamó la atención de todos. Los hombres se apresuraron a bajar a la acera y aplaudieron al coche de policía que acababa de llegar y había hecho sonar la sirena.

−¡Ya era hora! −dijo uno de los agentes. Se acercó al coche patrulla del recién llegado y golpeó el capó.

Gaby elevó los brazos extasiada.

−¡Llegan refuerzos! –dijo con entusiasmo−. ¡Oh, amiga! Vas a verme mucho por aquí…

Miró a Claire de tal modo que esta no pudo evitar soltar una carcajada.

Excitada observó a un guapo agente vestido con ropa de calle que salía del asiento del copiloto. Tenía un hermoso cabello de color rubio oscuro que se le rizaba en las puntas. Su físico era espectacular, con hombros anchos y cintura estrecha. A Gaby se le cortó la respiración al ver la cara del agente. Llevaba unas gafas de sol oscuras y grandes, al estilo Clint Eastwood. Pudo ver que su sensual boca, de labios carnosos, intentaba curvarse en una sonrisa, pero acabó en una mueca de dolor. Estaba claro que tenía el labio partido y mucho se temía que bajo aquellas gafas Ray-Ban Aviator se escondía un ojo morado.

Gaby enarcó una ceja. ¿Lo conocía? Sin duda le resultaba familiar.

−¿Ocurre algo? −preguntó Claire ante la expresión de su amiga, que de pronto se había puesto seria.

−No, nada.

No sabía dónde lo había visto antes, pero estaba claro que no era la primera vez que se fijaba en esos anchos hombros. Puede que ella olvidara una cara, pero jamás olvidaba un cuerpo de infarto y eso era exactamente lo que estaba desfilando por delante de la casa del vecino.

−De acuerdo –dijo señalando al recién llegado−. Ese es mío. Tú puedes quedarte con el vecinito o con cualquiera de los otros.

Sin poder parar de reír, Claire cogió del brazo a Gaby, que se resistía a marcharse.

−Vamos, no voy a dejar que des un espectáculo como la señora Wachowsky. Entra.

−¡No! ¿Por qué? Si ha llegado el buenorro de verdad.

Sin decir nada más Claire se fue al interior de la casa y Gaby la siguió.

−Eres una aguafiestas.

−Y tú una descarada que no recuerda que soy yo quien debe vivir aquí.

Las dos estaban de buen humor. Se fueron a la cocina y sacaron unos nachos. Era viernes y aunque Gaby le había rogado que salieran aquella noche, Claire se había negado. Estaba agotada, esa semana le habían exigido mucho en el trabajo y necesitaba descansar.

−¿Cuándo se marcha tu hermana de viaje?

−Jodie se marchó hace unas horas –le contestó Claire−. Ha sido un poco inesperado. No sabía que la empresa tuviera nada planeado para ella, pero al parecer es indispensable en una convención en Nueva York –comentó mientras atacaba los nachos con queso fundido.

−¿Eso te ha dicho ella?

Claire puso los ojos en blanco.

−Deja de desconfiar de ella. No es la cabra loca que conociste hace años.

−¿Quién?, ¿esa egoísta manipuladora? −preguntó entre dientes.

Aunque a veces salían juntas era de dominio público que Gaby y Jodie no se llevaban demasiado bien.

−Se ha reformado.

Aquel era el primer empleo serio que Jodie tenía en toda su vida y, aunque era su hermana y la quería, le preocupaba que hiciera alguna locura que pudiera estropearlo todo. Nunca había sido una mujer muy responsable. Era lo contrario a Claire.

Jodie sabía disfrutar de la vida. Le encantaba reír, viajar y comprarse caros y bonitos vestidos para poder lucirlos en fiestas. En cambio a Claire lo que le gustaba de verdad eran las fórmulas matemáticas interminables, los compuestos químicos, las probetas y las revistas científicas, que se leía con fascinación como si se tratara del Vogue para un adicto a la moda.

−A mí tampoco me extrañaría que se cansara pronto de su importante puesto de comercial en la farmacéutica, pero démosle un voto de confianza −le rogó Claire–. Me gusta tenerla por aquí.

Gaby asintió, aunque no las tenía todas consigo.

2

 

Esa noche Claire estaba sola en casa. Su hermana Jodie no iba a volver hasta el lunes próximo y a ella le esperaba un largo fin de semana ocupada en leer artículos sobre los últimos avances farmacológicos.

Sentada en el sofá, mirando la televisión, acarició el suave pelo de Blanca, su gata persa, que, por extrañas circunstancias, esa tarde había aparecido con su sedoso pelo hecho un asco: con manchas de grasa, barro y olor a pescado muerto. Un baño y un par de arañazos después, Blanca volvía a lucir como una princesa.

−¿Dónde has estado hoy? −le preguntó a Blanca.

Esta sacó sus uñas y las clavó repetidamente en sus pantalones mientras se estiraba. Poco después se quedó hecha un ovillo en su regazo.

−Has estado con malas compañías, ¿verdad? –insistió mirando sus disparejos ojos: uno verde y otro azul.

Cuando Claire le puso la mano a escasos centímetros de la cabeza, Blanca buscó la caricia con enérgicos movimientos, hasta que consiguió lo que deseaba.

−Gata mimada –le dijo, pero a esta pareció no importarle el comentario.

Después de comer un trozo de pizza recalentado en el microondas y exasperarse con la telebasura, Claire eligió una de aquellas películas en blanco y negro que tanto le gustaban. Se quedó dormida abrazando un cojín mientras su gata persa ronroneaba a sus pies. Al darse cuenta de que la película había terminado, se levantó y apagó la televisión, apretando un botón del mando.

Fue en ese momento cuando lo vio.

Claire frunció el ceño al darse cuenta de que había un sobre blanco con su nombre sobre la mesilla auxiliar, cerca del sofá. Juraría que esa tarde, cuando había dejado la taza de té allí encima, el sobre no estaba.

Lo abrió sin dilación al reconocer la letra de su hermana.

Dentro no había ninguna carta extensa, solo un colgante. Era un disco extraño, uno de plata vieja, de un dedo de grosor, y junto a él había una nota escueta:

 

Para ti, Claire.

Llévalo siempre contigo, hasta que volvamos a encontrarnos.

P. D.: No digas que yo te lo regalé.

Te quiero,

Jodie

 

Una sonrisa se dibujó en la cara de Claire. Meneó la cabeza y acarició el disco de plata con la yema de los dedos.

−Esta Jodie… Siempre con sus misterios y excentricidades.

No tardó ni dos segundos en colocarse la fina cadena de plata alrededor del cuello. Le quedaba un poco grande y el colgante se ubicó entre los senos. Observó de nuevo el disco y lo sopesó. Era bonito e informal, para llevar a diario.

No entendía por qué Jodie no se lo había dado en persona antes de marcharse, pero se dijo que quizás se le habría olvidado. Parecía nerviosa cuando se despidió de ella en el desayuno.

−¿Has discutido con Paul? –le había preguntado Claire. Pero Jodie se había concentrado en sus huevos revueltos y se había negado a abrir la boca. Lo cual, dedujo Claire, significaba que sí; con Paul había pasado algo.

Se encogió de hombros. Ya se lo agradecería cuando regresara de su viaje a Nueva York.

Estaba molida, se masajeó las cervicales y apagó el reproductor de DVD.

Arrastrando los pies subió al piso de arriba, donde se encontraban los dormitorios de la casa, y concilió el sueño en un tiempo record.

 

 

Apenas eran las dos de la madrugada cuando un ruido la despertó.

Abrió los ojos y frunció el ceño. Se quedó quieta en la cama mientras el corazón le latía con fuerza. No era la primera vez que le pasaba y siempre era la dichosa gata, que se ponía juguetona en el piso de abajo a altas horas de la noche. Resopló pensando que volvía a ser su mimada Blanca.

Lo mejor sería ir a ver.

Intentó quitarse la sábana de encima cuando, a los pies de la cama, la vio profundamente dormida hecha un ovillo y respirando con un ronroneo sutil. Fue entonces cuando su corazón volvió a bombear a toda velocidad.

Miró fijamente la puerta entreabierta del dormitorio. «Quizás sea el viento», se dijo. «Por favor, que sea el viento.» Tragó saliva y podría haberse tranquilizado de no ser porque de nuevo se escuchó un ruido característico: era el crujir de las tablas de madera del piso inferior.

−¡Oh Dios! −susurró tapándose la boca de inmediato.

Intentó pensar con rapidez y se obligó a ponerse en marcha.

«Tranquila, Claire», se dijo mientras sacaba un pie de la cama sin dejar de mirar la puerta entreabierta. Luego sacó el otro con sumo cuidado para que el somier no hiciera ruido y cerró los ojos con fuerza. En ese momento un crujido acompañó al cuerpo que se elevaba. Consiguió salir de la cama y con cuidado estiró la sábana para que pareciera que nadie la había deshecho.

Blanca continuó dormida y ella prefirió no despertarla.

La puerta del dormitorio estaba entornada. Asomó la cabeza mientras pensaba que era una estúpida paranoica y que no había nada de qué preocuparse. Pero entonces sintió cómo se quedaba paralizada por el miedo.

Desde allí pudo ver perfectamente cómo dos figuras vestidas de negro y con un pasamontañas se paraban en el rellano de la escalera y sin hablar, solo por señas, se daban instrucciones para subir a la planta de arriba, donde ella se encontraba.

«No, no, no.» Se escondió detrás de la puerta, con el pulso acelerado y los ojos saliéndosele de las órbitas. Se puso ambas manos sobre la boca para controlar la respiración y no hacer ningún ruido.

«Piensa, Claire», se dijo intentando encontrar una salida. Pero por más que lo intentara poca cosa podía hacer. Si habían venido a robar, estaba claro que registrarían las habitaciones de la planta superior. Pero ¿sabrían que ella estaba allí? ¿O creerían que tanto ella como su hermana se habían ido de viaje? Maldita sea, ¿por qué tenía que pasarle esto a ella? Aquel era un barrio seguro.

Su corazón martilleó con fuerza. Se pegó a la pared y se encogió entre el tocador y la puerta, que había quedado entornada. Los dos hombres estaban en lo alto de la escalera, lo supo por el crujir de las tablas del parqué y porque escuchó las dos voces masculinas hablar en susurros.

Con horror vio cómo la puerta se abría un poco más sin hacer el menor ruido y Claire tuvo que morderse los labios para no gritar.

−¿Dónde está? –preguntó uno de los hombres.

Los ojos empezaron a escocerle por las lágrimas que no quería derramar. Acababa de quedar claro que sí sabían que ella estaba en casa. ¿Cómo si no iban a preguntarse dónde estaba?

−Quizás se fue con su hermana en el último momento –dijo una voz que distaba mucho de ser natural.

Se agazapó detrás de la puerta, que se abrió hasta chocar contra el tocador. Se quedó allí sin respirar y Blanca soltó un maullido al descender de la cama y escabullirse hacia el butacón de la esquina. Sin duda intuía el peligro.

Claire no quiso mirar al hombre. Pensó que echaría un vistazo a la habitación y después saldría.

El corazón bombeó sangre a toda prisa. «Su hermana» había dicho. Entonces le quedó claro que, si bien no las conocían, habían seguido sus pasos y sabían que Jodie no debía de encontrarse en la casa y que ella sí.

Aquello era aterrador. El hecho de que alguien la hubiera estado vigilando le provocó un peso en el pecho del que le era imposible deshacerse.

Intentó calmarse y pensar en qué iba a hacer. Entonces sobre su mesita de noche lo vio. El teléfono inalámbrico. ¿Sería lo suficientemente valiente como para llegar hasta él? El hombre había salido, seguramente estaba en la otra habitación, porque los susurros de los dos intrusos parecían llegar desde allí.

Apretó los dientes con fuerza. «El teléfono, Claire, llama a la Policía», se dijo dándose ánimos, ¿acaso tenía otra opción?

Empujó la puerta y al estirar los brazos se dio cuenta de que las manos le temblaban. Seguía escuchando las voces de los hombres. Estaban removiendo cajones, sin duda buscando algo, pero al parecer lo que querían no eran joyas ni dinero, pues uno de los dos dijo:

−Tampoco está aquí.

Eso quería decir que sabían exactamente lo que buscaban.

Sin perder tiempo, dio tres sigilosos pasos hasta llegar junto a la mesilla de noche y cogió el teléfono inalámbrico. Tenía guardado el teléfono de emergencias en el número tres. Se quedó con el dedo pulgar rozando la tecla. La marcación rápida haría suficiente ruido como para llamar la atención de los ladrones, así que se deslizó hacia la puerta del vestidor y se apresuró a entrar en él antes de que alguno de los dos volviera.

Marcó. Y se maldijo cuando el teléfono, efectivamente, emitió los pitidos cortos y audibles. Ya estaba hecho, escuchó el primer tono. En caso de emergencias como aquella debía ser rápida, dejar su dirección antes de nada y rezar para que no la encontraran antes de que llegara la Policía.

−Policía, ¿en qué puedo ayudarle?

Pero cuando fue a hablar la puerta del vestidor se abrió de pronto y ella soltó un grito desgarrador.

Uno de los hombres estaba frente a ella y el otro se asomó tras él.

−¡Joder!

Todo ocurrió demasiado deprisa.

Claire dijo su dirección a voz en grito. Quiso repetirla, pero uno de ellos se inclinó y le partió el labio de un golpe con el dorso de la mano. El teléfono salió disparado. Ninguno de los tres hizo ademán de volver a cogerlo.

Agarrándola por el cabello, su agresor la sacó de allí y con otro tirón la lanzó contra la cama. Claire se golpeó la cabeza contra el cabecero y cayó al suelo justo debajo de la ventana. Blanca maulló, saliendo despavorida de la habitación.

Llevándose la mano a la cara, pudo notar el tacto pegajoso de la sangre justo antes de sentir el gusto metálico en la boca.

«La Policía llegará enseguida», se dijo queriendo creerlo. Los dos hombres debieron pensar lo mismo cuando escucharon ladrar a un perro de manera persistente desde el final de la calle. Era cuestión de minutos que los vecinos se enteraran de lo que estaba ocurriendo, si es que no lo habían hecho ya.

Cuando Claire alzó la mirada sintió que el miedo le helaba la sangre. De nuevo ese hombre encapuchado la agarró del pelo y tiró de ella hasta levantarla. Intentó agarrarle la mano para mitigar el dolor, pero sus mechones seguían atrapados en su garra.

−¿Dónde está? −le preguntó con voz calma a escasos centímetros de su cara.

El pasamontañas no tenía agujero en la boca, esta estaba tapada y Claire supo por qué: el hombre llevaba un aparato para que su voz sonara distorsionada. El otro también parecía tener lo mismo. ¿Acaso los conocía?

Ella gimió asustada al tiempo que, a través del pasamontañas, pudo distinguir unos penetrantes ojos azules. Claire se concentró en aquella mirada hasta que el hombre volvió a golpearla en la cara y la lanzó sobre la cama. Rebotó sobre el colchón y su cuerpo giró hasta salir de él. Al hacerlo, la lámpara que se encontraba sobre la mesita de noche se rompió. Los trozos de cerámica le cortaron la piel del antebrazo. Quiso gritar y pedir ayuda. Si gritaba fuerte por la ventana alguien la escucharía pedir auxilio, ¿no? Todo era inseguridad y esperanza.

Así que se puso rápidamente en pie y abrió la ventana, pero antes de poder gritar una mano se cerró sobre su garganta.

−¿Dónde está la maldita información?

Al ver que Claire no podía responder, dejó de apretar tan fuerte para que tomara aire y pudiera contestar. Pero realmente ella no sabía de qué estaba hablando.

Su expresión debió delatarla.

−No sabe nada −dijo el otro hombre que, impaciente, se volvió hacia la puerta−, seguramente su hermana no le dijo nada. Debe habérselos llevado con ella.

Furioso, el hombre que la tenía agarrada volvió a golpearla.

−Basta −le dijo el otro. Había preocupación en su voz−. Déjala, no sabe nada te digo.

A Claire le sorprendió que uno de ellos quisiera defenderla mientras el otro parecía disfrutar haciéndole daño.

−La Policía está a punto de llegar. ¡Vayámonos!

El hombre abrió la puerta para salir, pero la voz de su compañero, que tenía agarrada a Claire, lo frenó.

−Antes debemos matarla.

Claire abrió los ojos desmesuradamente presa del pánico. El hombre sacó la pistola con silenciador, pero en lugar de ver el agujero de la pistola por donde podría salir la bala que acabaría con su vida, Claire miró suplicante a aquellos ojos azules.

−Por favor…

Verse observado de aquella manera lo enfadó todavía más.

«Ahora o nunca Claire», se dijo echando un rápido vistazo al arma.

Era hora de poner en práctica todos sus conocimientos de defensa personal. Alzó los brazos y con ambas manos presionó la muñeca que aferraba su cuello mientras se giraba sobre sí misma. Gritó lo más fuerte que pudo al inclinarse y hacer girar al hombre hacia la izquierda.

Inmediatamente intentó salir por la puerta de la habitación, pero antes de poder alcanzarla el desconocido la agarró por la nuca y la estampó contra la pared nuevamente. Volvió a caer sobre la mesilla volcada.

−¿Qué coño haces? –le dijo el otro−. ¡Vámonos!

Pero colérico, el hombre no tuvo ningún miramiento con ella. La golpeó con el puño en la cara lanzándola contra la ventana, que se rompió en mil pedazos.

Claire sintió el dolor lacerante en su espalda debido a los cortes provocados por los cristales rotos: algunos simples rasguños, otros más profundos. El terror hizo que el estómago se le encogiera al caer. Estiró las manos hacia delante para agarrarse a algo, pero solo pudo ver cómo se alejaba de la ventana y al hombre que la observaba precipitarse desde lo alto.

Cayó varios metros hasta alcanzar el suelo del jardín.

Sus brazos se abrieron y rebotaron contra la tierra húmeda y el césped recién regado. Pero eso no la salvó del brutal impacto.

Sus pulmones expulsaron todo el aire que habían estado conteniendo y con dificultad intentó respirar de nuevo.

Sobre su pecho, el disco circular que le había regalado su hermana se elevó al intentar tomar aire y llenar los pulmones. Pero no podía, apenas tomó una pequeña bocanada y el acto la dejó exhausta. Se desmayó intentando tomar aire de nuevo.

Quedó inconsciente, así que no escuchó la voz de los dos hombres que discutían en el piso de arriba, ni vio las luces del porche de la señora Wachowsky encenderse.

−¿Está muerta?

−Baja y remátala, no tenemos tiempo que perder.

Horrorizado, el otro intruso negó con la cabeza.

−No voy a matar a Claire.

El que estaba claramente al mando se puso furioso. Tenía la firme intención de bajar y acabar lo que había empezado, pero… ahora no. No cuando un hombre corría hacia la casa alertado por los gritos y el estruendo de cristales rotos.

Debió de soltar a su perro, pues un gran pastor alemán se situó bajo la ventana, junto al cuerpo de Claire, ladrando sin parar.

−¡Mierda! ¡Larguémonos! –aceptó por fin dejando a un lado la idea de matar a la mujer.

−¿Y los archivos?

−Esa zorra debe de habérselos llevado.