Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca, n.º 122 - mayo 2017
I.S.B.N.: 978-84-687-9769-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
La amante seducida por el príncipe
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Flores y lágrimas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Casada, seducida, traiconada…
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Amor heredado
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Había sido una noche tan hermosa, tan perfecta… Las luces navideñas que adornaban las fachadas de los edificios de Vail, Colorado, brillaban sobre la nieve como estrellas que hubieran caído del cielo para iluminar el camino.
Sí, la noche había sido perfecta y Raphael aún más. Pero siempre lo era.
Bailey no se podía creer que fuese real. Incluso después de ocho meses, no podía creérselo porque era como un cuento de hadas y ella jamás había creído en los finales felices.
Y entonces había conocido a Raphael.
Solo lo veía cada dos meses, cuando iba a Colorado por asuntos de negocios, y nunca se quedaba más que un fin de semana.
Había sido comedida durante toda su vida y muy cauta cuando se trataba de los hombres, pero con Raphael… había perdido la cautela. Se había entregado a él sin pensar en protegerse, sin pensar en nada más que en cuánto lo deseaba.
Era una mujer diferente con él, una mujer enamorada.
Todo era frenético cuando estaba allí y esa noche no era una excepción. Después de cenar habían paseado por la ciudad antes de volver al hotel, donde Raphael la había consumido con su pasión.
Pero esa noche parecía diferente, más intenso. Aunque no pensaba quejarse.
Bailey se estiró sobre las sábanas, flexionando los dedos de los pies. Aún estaba recuperándose, pensó mientras se tumbaba de lado, mirando hacia el cuarto de baño. La puerta estaba cerrada, pero una franja de luz era visible por debajo.
Bailey suspiró pesadamente, esperando que volviese a la cama.
Esperando con impaciencia porque esa noche era diferente y especial.
Lo amaba tanto que le dolía. Nunca se imaginó que pudiera sentir algo así por otra persona y tampoco que alguien pudiera sentir eso por ella.
Y quería más. Lo quería todo.
La puerta del baño se abrió y le dio un vuelco el corazón. Era ridículo lo atolondrada que se sentía cuando estaba con él… claro que nunca había tenido esa intimidad con otro hombre.
En su trabajo como camarera recibía ofertas masculinas todo el tiempo, pero no le afectaban. Se había desencantado de los hombres cuando se fue de su casa a los dieciséis años. Había visto demasiados gritos, demasiadas penas.
Por eso había querido hacer su propia vida, forjarse su propio futuro. Había llegado a los veintiún años siendo virgen porque estaba decidida a esperar al hombre adecuado, hasta que estuviese preparada.
Y entonces había conocido a Raphael.
Sus amigos no se creían que existiera. Había dejado de hablar sobre él porque cada vez que lo mencionaba recibía como respuesta ojos en blanco y bromas del tipo: «¿Raphael? Bailey, ¿estás saliendo con una tortuga ninja?».
No se los había presentado porque Raphael siempre estaba muy ocupado cuando iba a Colorado. Además, lo quería para ella sola. Sí, estaba aturdida y trastornada por su culpa. Y tenía la sensación de que siempre sería así.
–Bailey, ¿no deberías vestirte?
Ella frunció el ceño. No había esperado que dijera eso porque solían pasar la noche juntos cada vez que iba a Vail.
–Había pensado que… bueno –Bailey se pasó una mano por las desnudas curvas–. Aún no estoy satisfecha del todo.
–Me voy mañana a primera hora. Pensaba que te lo había dicho.
Estaba muy serio y esa seriedad atenazaba su garganta y llenaba su corazón de temor, aunque no sabría decir por qué.
–No, no me lo habías dicho –Bailey intentó sonreír porque no tenía sentido enfadarse si apenas tenían unos minutos para estar juntos–. ¿Tienes que volver a Europa?
–Sí –respondió él mientras se ponía el pantalón, ocultando su fabuloso cuerpo. El espectáculo de strip-tease al revés la excitaba, aunque tuviese un final más deprimente que la alternativa.
Observaba la curvatura de sus músculos con cada movimiento, los largos dedos masculinos mientras se abrochaba la camisa, recordándole lo eficientes que habían sido con ella.
–Bailey… –empezó a decir él, con tono vagamente irritado.
No recordaba haberlo visto irritado hasta ese momento.
–Estoy cómoda –dijo ella, suspirando mientras saltaba de la cama–. Bueno, ahora no. Espero que estés contento –añadió, acercándose mientras contoneaba las caderas–. Espero que el vestido haya sobrevivido –murmuró, recogiéndolo del suelo.
–Si no es así, te compraré otro.
–Me preocupa más qué voy a ponerme para ir a casa –respondió ella–. ¿Cuándo volverás?
–No voy a volver.
Bailey sintió como si todo el oxígeno escapase de sus pulmones. Se quedó inmóvil, parpadeando, totalmente sorprendida.
–¿Cómo que no piensas volver?
–Ya no tengo más asuntos pendientes en Colorado.
–Sí, pero… yo estoy aquí.
Él se rio entonces, un sonido seco, extraño. No se parecía nada al Raphael que ella conocía.
–Lo siento, cara, pero eso no es incentivo suficiente.
Bailey estaba atónita.
–No lo entiendo. Hemos tenido una cita preciosa y el mejor… yo no… no entiendo nada.
–Es un adiós. Has sido una diversión particularmente agradable, pero no puedes ser nada más. Tengo que volver a mi vida en Europa y es hora de sentar la cabeza.
–¿Sentar la cabeza? ¿Estás casado?
–A punto de casarme –respondió él, sin mirarla–. No puedo permitirme más distracciones.
–Estás comprometido y solo vienes a Vail cada dos meses para visitarme –murmuró ella, incrédula–. Qué tonta he sido –Bailey se cubrió la boca con la mano para contener un grito. Estaba demasiado furiosa como para sentirse humillada–. Yo era virgen y tú lo sabías –le espetó–. Te dije que era un gran paso para mí –añadió, dos lágrimas de rabia rodaban por sus mejillas.
–Y te agradezco el regalo, tesorina –respondió él con sequedad–. Hemos estado ocho meses juntos. No ha sido una aventura pasajera.
–¡Es una aventura si uno de los dos no se lo toma en serio! –gritó Bailey, temblando de arriba abajo–. Si uno de los dos sabía que terminaría porque se acostaba con otra persona –encolerizada, se inclinó para tomar un zapato del suelo y se lo tiró a la cabeza, pero él lo esquivó mascullando una palabrota en italiano.
Bailey tomó el otro zapato y se lo tiró, golpeándolo en el pecho. Raphael dio un paso adelante y la agarró por las muñecas.
–¡Ya está bien! –le espetó, soltándola de inmediato–. No te pongas en ridículo más de lo que ya lo has hecho.
–Eres tú quien debería sentirse ridículo –replicó ella, con voz temblorosa, mientras se ponía el vestido y recogía los zapatos del suelo–. Eres tú quien me ha mentido –añadió, conteniendo un sollozo mientras tomaba el abrigo.
–Nunca te he mentido. Tú has inventado la historia que querías creer.
Bailey dejó escapar un grito mientras pasaba a su lado en dirección a la puerta, sintiéndose como una prostituta saliendo de la habitación del hotel en medio de la noche, con los zapatos de tacón y el precioso vestido que tendría que quemar.
Cuando salió a la calle y el frío la envolvió se derrumbó del todo. Se dejó caer de rodillas sobre la nieve, llorando hasta que no le quedaron lágrimas.
Se sentía como si su vida hubiese terminado y en aquel momento no tenía fuerzas para levantarse y seguir adelante.
Tres meses después
«Lo siento, Bailey, pero no puedo dejar que una camarera se duerma en medio de su turno. Y especialmente si ha engordado».
Bailey recordaba la frase de su jefe una y otra vez mientras volvía a su apartamento. No había estado equivocada. Esa noche, tres meses antes, cuando Raphael rompió con ella su vida había terminado.
Iba tan retrasada en sus clases que seguramente no podría graduarse, ya no tenía trabajo y estaba tan enferma y cansada que todo le daba igual.
Tendría que decirle a Samantha que no podía pagar el alquiler. Bueno, aquel era el resumen de los últimos meses de humillación. Se había convertido en aquello que había odiado durante toda su vida.
Cuando se fue de casa le había dado un discurso a su madre sobre su deseo de tener una vida mejor, sin depender de los hombres. Se había ido, dejando atrás una vida de miseria, sin nadie que la quisiera de verdad. Resentida, había jurado forjarse un futuro mejor.
No le interesaban los hombres porque sabía lo que eran capaces de hacer y decir para acostarse con una mujer desde que era demasiado joven para saber tales cosas. Porque había escuchado a su madre hablar sin pausa del asunto cada vez que la dejaba alguno de sus novios.
Como resultado, se había creído inmunizada contra los hombres, pero la verdad era que no había conocido a ninguno que le hiciese perder la cabeza hasta que apareció Raphael. Y allí estaba, soltera, sin trabajo y embarazada. A los veintidós años.
Ese era el ciclo que había jurado orgullosamente no perpetuar, pero allí estaba. Se había convertido en una estadística; una triste estadística vagabundeando por la ciudad, sin ningún sitio a donde ir.
Se detuvo para mirar el escaparate de una pastelería. Necesitaba algo dulce, ya que no podía beber alcohol. Maldito embarazo.
Entró en la tienda y estaba tomando una chocolatina cuando se detuvo abruptamente al ver la portada de una revista de cotilleos.
El hombre de la portada era… demasiado familiar.
El príncipe Raphael de Santis abandonado por la heredera italiana Allegra Valenti dos semanas antes de la boda.
–Pero ¿qué es esto?
La gente de alrededor se sobresaltó al oírla gritar, pero Bailey no se dio cuenta. Nerviosa, tomó una revista y empezó a leer el artículo con el corazón en un puño.
Raphael. El príncipe Raphael.
Al parecer, el escándalo estaba sacudiendo los cimientos del principado de Santa Firenze, un diminuto país europeo del que nunca había oído hablar.
Era él, no había ninguna duda. Su rostro era tan atractivo como siempre y ese cuerpo increíble… ese cuerpo que mostraban unas fotografías robadas en la playa. Esos hombros anchos, esos abdominales marcados, esa piel morena…
Bailey conocía ese cuerpo mejor que el suyo propio.
–Dios mío… –murmuró, sacando un billete del bolso para dejarlo sobre el mostrador–. Quédese el cambio.
Salió de la pastelería con la revista en la mano, temblando de arriba abajo. ¿Qué broma era aquella?
Cuando llegó a su apartamento estaba a punto de vomitar, como le había ocurrido a menudo durante los últimos dos meses. Intentar retener la comida en el estómago era una tarea sobrehumana y, sin embargo, había engordado, como su exjefe había señalado tan delicadamente mientras estaba despidiéndola.
Todo era tan horrible que lo único que quería era tumbarse en la cama y dormir durante el resto del día, pero cuando entró en el cuarto de estar vio a Samantha mirándola con los ojos de par en par.
–¿Qué ocurre? –preguntó Bailey.
–Tienes una visita –respondió su compañera de piso.
–¿Quién?
Con su mala suerte, sería un empleado de Hacienda para decirle que tenía una deuda. O la policía para detenerla por multas atrasadas, algo horrible porque ese era el tema del día. El tema de los últimos meses, en realidad.
–Él está aquí –respondió Samantha, mirándola con una expresión muy extraña.
Solo un «él» podía hacer que una mujer pusiera esa cara, pero no podía ser. En ese momento oyó un ruido a su izquierda y cuando levantó la mirada se encontró con los ojos oscuros del príncipe Raphael de Santis, que salía del dormitorio.
Estaba allí, en su desvencijado apartamento, tan fuera de lugar como un león entre gatos.
Bailey se envolvió en el abrigo, intentando ocultar su ligeramente abultado abdomen.
–¿Qué haces aquí? –le espetó, sin soltar la revista con la fotografía de Raphael en la portada.
–He venido a decirte que quiero que volvamos a vernos –respondió él.
–¡Por favor! –fue su compañera de piso quien profirió tal exclamación porque la había visto llorar desconsoladamente durante semanas.
–Lo mismo digo –afirmó Bailey, cruzando los brazos sobre el pecho.
–¿Podríamos hablar a solas un momento? –Raphael miró a Samantha y luego, sin esperar respuesta, tomó a Bailey del brazo para llevarla al dormitorio.
Por un momento, se sintió perdida en él, en su fuerza, en su presencia, que parecía ocupar toda la habitación. Quería apoyar la cabeza en su sólido torso y olvidar todo el dolor, el miedo y el estrés que había soportado en los últimos meses.
Pero eso era imposible porque Raphael era un mentiroso.
–Mi compromiso se ha roto –empezó a decir él, como si no llevase en la mano la revista–. Y ya que es así, no veo ninguna razón por la que no podamos retomar nuestra aventura.
–Nuestra aventura –repitió ella–. Quieres venir a visitarme una vez cada dos meses para acostarte conmigo.
–Bailey… hay muchas expectativas puestas en mí y…
–¿Estas expectativas? –lo interrumpió ella, poniendo la revista frente a su cara–. ¿Eres un príncipe? ¿En qué extraño cuento de hadas he caído, Raphael? Dijiste que eras representante de una empresa farmacéutica.
–Tú dijiste que era representante de una farmacéutica, no yo.
–Yo…
Bailey lo recordaba todo sobre la noche que lo conoció. Cómo el mundo parecía haberse detenido cuando sus ojos se encontraron, lo fuera de lugar que parecía en el restaurante en el que trabajaba, Sweater Bunnies, donde las camareras llevaban jerséis escotados, pantalones cortos y zapatos de tacón.
Su avión se había retrasado por culpa del mal tiempo. Raphael estaba en la ciudad por un asunto de trabajo y habían charlado durante largo rato. Y después hizo algo que nunca antes había hecho: se había ido al hotel con él.
No hicieron el amor esa noche, pero la había besado y ella… bueno, ella había aprendido el significado de la palabra «deseo». Todo su cuerpo se había encendido con el roce de sus manos, de sus labios. Habían charlado un rato y luego, sin poder evitarlo, habían caído sobre la cama.
–Soy virgen –le había dicho.
–No necesito que lo seas –respondió él con voz ronca, enredando los dedos en su pelo–. No tenemos que jugar a ese juego.
–Lo soy, de verdad. Y nunca antes había hecho esto.
Raphael se había sentado sobre la cama.
–¿Nunca?
–Nunca, pero me gustas mucho. Y tal vez si mañana sigue nevando…
–¿Quieres esperar, pero podrías estar preparada mañana?
–No lo sé.
–Esperaremos –había dicho él, besándola en la mejilla.
No la había echado de la habitación; al contrario, le había servido un refresco y estuvieron charlando hasta la madrugada.
No lo había hecho esperar mucho después de eso. Al día siguiente lo había convertido en el primer hombre de su vida y ya estaba fantaseando con que fuese el único.
Entonces… bueno, entonces él se había convertido en una rana. Salvo que era un príncipe de verdad, lo cual era una locura.
–Yo no inventé que eras representante de una empresa farmacéutica –replicó Bailey, volviendo al presente.
–Tú me preguntaste: «No serás un representante farmacéutico o algo así, ¿verdad?». Y yo no te corregí, pero tampoco dije que lo fuera. Muchas de las cosas que creías saber sobre mí eran invenciones tuyas, Bailey.
–¿Estás diciendo que yo lo inventé todo? Ah, claro, crees que así volveré contigo. No como novia ni nada parecido, solo como tu chica de Colorado. Dime una cosa, Raphael, ¿dónde viven el resto de tus aventuras?
–Nunca te he visto de ese modo –respondió él con tono fiero–. Nunca.
–Me trataste como tal y sigues tratándome así. Vete de aquí –le espetó Bailey–. Alteza –añadió luego con tono burlón.
–No tengo por costumbre obedecer órdenes. Antes no me importaba seguirte el juego, pero ahora sabes que soy un príncipe, cara mia. Y, cuando quiero algo, lo consigo.
–Pues a mí no vas a conseguirme –replicó ella.
Raphael dio un paso adelante para tomarla por los brazos.
–No hablas en serio.
–Claro que sí –Bailey puso una mano sobre su torso con intención de empujarlo, pero al tocarlo… sintió algo. Como si todo lo que había sido brillante y perfecto se hubiera perdido mientras su vida estaba patas arriba.
Resultaba tan fácil olvidar que había sido él quien la puso patas arriba…
Raphael la tomó por la cintura y la apretó contra su torso… pero entonces frunció el ceño.
Y Bailey volvió a poner los pies en la tierra.
–No me toques –le espetó, apartándose y cerrando el abrigo con manos frenéticas.
No quería que viera que estaba embarazada porque se había resignado a su destino como madre soltera. Raphael iba a casarse con otra mujer y no había recibido respuesta al mensaje de texto que le envió diciéndole que tenían que hablar.
Pero allí estaba. Y era un príncipe, maldito fuera.
Su padre nunca se había ocupado de ella y su infancia había estado plagada de problemas económicos. Raphael podría cuidar de su hijo, podría ayudarla para que no tuviera que pasar por lo que había pasado ella de niña.
Bailey se desabrochó el primer botón del abrigo, con el corazón acelerado.
–No voy a ser tu amante, Raphael –dijo con voz temblorosa mientras seguía desabrochándose los botones, revelando la hinchazón de su abdomen bajo el estrecho jersey–. Pero quieras tú o no, eres el padre de mi hijo.
Era muy raro que el príncipe Raphael de Santis se quedase sin habla. Claro que para él era muy raro ser rechazado.
Y, sin embargo, eso le había pasado dos veces en la última semana.
Si fuese un hombre inseguro podría sentirse herido, pero era el príncipe de Santa Firenze, un hombre que había nacido con el mundo en sus manos y todas las ventajas. Un hombre que desde su nacimiento había sido adorado sencillamente por existir y se había pasado toda la vida intentando mantener la admiración de su pueblo.
Y, a pesar de todo eso, Bailey, una simple camarera, lo rechazaba. Y a pesar de haber revelado que esperaba un hijo suyo.
–¿Estás segura de que es hijo mío? –le preguntó. Sabía que esa pregunta le granjearía su odio, pero sentía como si todo pendiese de un hilo. Aquella mujer que lo miraba como si quisiera matarlo llevaba en su seno al heredero del trono de su país.
Bailey dio un paso atrás.
–¿Cómo te atreves a preguntar eso?
–Sería una negligencia por mi parte no hacerlo.
Raphael no quería que lo afectase el brillo de dolor de los ojos azules. Aquello lo cambiaba todo. Bailey había sido una diversión inesperada, pero se había dejado atrapar por ella para disfrutar de la ficción que había creado: no era un príncipe, sino un empresario que iba a Vail una vez cada dos meses para acudir a reuniones y para estar con ella. No parecía saber quién era, pero no le resultó extraño porque hacía lo imposible para no aparecer en las revistas de cotilleos. Algo en lo que había fracasado recientemente gracias a su exprometida, Allegra.
Pero todo había terminado tres meses antes porque no podía seguir con Bailey hasta el día de su matrimonio. Nunca había tocado a Allegra y no la amaba, pero había decidido ser un buen marido. O, al menos, dependiendo del acuerdo al que llegasen, uno discreto. Pero, cuando el compromiso se rompió, de inmediato pensó en volver con su amante.
La cancelación de su boda se había convertido en carnaza para las revistas de cotilleos, algo que no había ocurrido antes con la familia real de Santa Firenze. Su padre había despreciado siempre ese tipo de publicaciones porque un gobernante no podía ser noticia en las revistas del corazón cuando su obligación era formar parte de la historia.
Le había inculcado responsabilidad y sentido del deber. No había habido mimos en su infancia y Raphael sabía que era por su bien y el bien del país. De hecho, su matrimonio con Allegra reafirmaba ese arraigado sentido del deber. Había estado dispuesto a olvidar los deseos de su carne por el bien de su país.
Por mucho que la desease, Bailey no ofrecía ventaja alguna a Santa Firenze. Su matrimonio con Allegra, en cambio, hubiera creado una alianza con una de las familias italianas más antiguas, con gran influencia en el mundo de los negocios y la política.
Bailey le calentaba la sangre, pero era algo que no podía permitirse. No solo era una plebeya, sino también una distracción; la clase de distracción contra la que su padre siempre le había advertido.
Pero Bailey estaba esperando un hijo suyo, su heredero, y eso era algo que no podía ignorar.
No había previsto aquella complicación.
–Pues claro que es hijo tuyo. Era virgen antes de conocerte y tú lo sabes.
–Hace casi un año de eso, Bailey. Podrían haber ocurrido muchas cosas en ese tiempo y han pasado tres meses desde que me marché. Tal vez buscaste diversión con otro hombre.
–Sí, claro, ha sido una orgía ininterrumpida desde que me dejaste. Pensé, ¿por qué no voy a pasarlo bien? Después de todo, tu cetro real abrió el camino. Supongo que querías darles una oportunidad a los plebeyos.
–Ya está bien. No tienes por qué ser tan grosera, no va contigo.
–Va conmigo perfectamente, como tú sabes bien. Soy una camarera a la que conociste en un sórdido restaurante, más famoso por los pechos de las camareras que por las pechugas de pollo. Además, tú mismo lo has dado a entender.
Estaba vibrando de rabia, tan furiosa como la noche que rompió con ella, cuando le gritó y hasta le tiró los zapatos. Había sido la reacción que Raphael esperaba. Quería romper del todo para que no intentase volver a ponerse en contacto con él cuando estaba a punto de casarse. Quería que la separación fuese dolorosa para que Bailey se olvidase de él.
Mejor destruir su recuerdo que dejarla anhelándolo. Por supuesto, tras la ruptura con Allegra había cambiado de opinión y se reservaba ese derecho. Después de todo, era un príncipe.
–Estás esperando un hijo mío –dijo, mirando su abdomen. El embarazo aún no se notaba demasiado, solo un ligero bulto bajo el jersey. Y sus curvas eran un poco más abundantes. Se consideraba un experto en las curvas de Bailey, de modo que sabía que su valoración era correcta–. ¿De cuánto tiempo estás?
–De cerca de cuatro meses –respondió ella–. Pero no lo supe hasta mucho después de que te fueras.
–¿Intentaste ponerte en contacto conmigo?
Esa pregunta también pareció enfadarla.
–Eso hubiera sido un poco difícil, ya que no conocía tu identidad, pero te envié un mensaje de texto.
Un mensaje al teléfono del que Raphael se había deshecho en cuanto rompió con ella. Se había encargado de mantener sus dos vidas separadas, particularmente cuando descubrió que de verdad Bailey no sabía quién era. Había algo tan seductor en ir a Vail y estar con una mujer que no tenía expectativas sobre él, en poder ser él mismo por una vez…
Cuando rompió con ella se había librado del teléfono para apartarse de la tentación. No quería mensajes o fotografías sugerentes.
–Ya no tengo ese teléfono.
–Vaya, cuando rompes con una novia lo haces de forma radical.
Raphael frunció el ceño.
–Nunca fuiste mi novia. Tú y yo nunca tuvimos ese tipo de relación.
Mientras lo decía se daba cuenta de que estaba siendo increíblemente injusto con ella.
Él no había buscado a Bailey. Había ido a Vail para visitar el hotel de unos amigos y decidir si quería invertir en la propiedad, pero una tormenta de nieve había hecho que su viaje de regreso se demorase.
Ni siquiera un hombre como él podía controlar una tormenta y tenía que cenar, de modo que entró en un restaurante cercano al aeropuerto. Estuvo a punto de salir corriendo al ver la clase de establecimiento que era, pero entonces había visto a Bailey y, por alguna razón, a pesar de la vulgaridad del local y de los horrendos uniformes, ella parecía brillar con luz propia.
Solo había podido pensar en una cosa, en una palabra: «Mía».
Nunca en toda su vida había querido algo que no pudiera poseer y la pequeña camarera no iba a ser una excepción.
Bailey no sabía quién era en realidad. Lo había creído, no sabía por qué razón, representante de una empresa farmacéutica y él no la había sacado de su error. Él no tenía contactos en Vail, aparte de sus amigos. La prensa nunca había tenido razones para interesarse por su estancia allí o incluso pensar que pudiese estar en Colorado porque la oficina de prensa de Santa Firenze no informaba de sus viajes privados.
–Lo que quiero decir es que tengo amantes, mujeres con las que mantengo aventuras, no novias. Ese es uno de los problemas de ser un príncipe, que no puedes salir en público con una mujer sin despertar expectativas, pero tampoco iba a vivir como un monje.
–Tenías una prometida –le recordó ella, con los dientes apretados.
–En un matrimonio de conveniencia. Formar una alianza con una de las familias más respetadas de Italia era la elección más razonable para un hombre de mi posición, pero no era mi amante.
Bailey hizo una mueca.
–He pensado que deberíamos llegar a un acuerdo para la manutención de nuestro hijo. Si necesitas una prueba de ADN, de acuerdo. Te odiaré, pero da igual porque ya te odio. Un análisis de sangre, lo que necesites. Aunque preferiría no tener que hacerlo. Ya he sangrado por ti y no me apetece volver a hacerlo.
–¿De qué estás hablando?
–No quiero que mi hijo viva en la pobreza.
–¿Quieres dinero?
Le parecía asombroso. Aquella mujer que no había sabido quién era hasta ese momento y que era virgen cuando la conoció estaba pidiéndole una pensión para su hijo y no amenazando con acudir a la prensa. No exigía un piso en varias ciudades del mundo o alguna joya de la corona.
Evidentemente, no entendía la situación en la que se encontraba.
–Me parece lo más razonable. Mi madre era soltera y mi padre no nos ayudó nunca. No voy a darle a mi hijo o hija esa vida si puedo evitarlo. Tengo una responsabilidad y tú también.
–Es innegable que tengo una responsabilidad hacia nuestro hijo, pero no creo que entiendas la gravedad de este asunto –dijo él entonces.
–Estoy afrontando un embarazo inesperado y lo hago lo mejor que puedo. No voy a dejar que tú vivas rodeado de lujos mientras tu hijo o hija no tiene nada.
–No quiero que a mi hijo le falta nada, pero, si crees que voy a dejarlo aquí, en Colorado, para que lo críes tú sola es que no entiendes quién soy –le espetó Raphael, furioso por primera vez–. No voy a limitarme a enviar cheques y no hay más que hablar.
–¿Cómo que no vas a permitir que críe a mi hijo en Colorado? ¿Con qué autoridad? ¡Esto es Estados Unidos y, que yo sepa, tú no eres ciudadano de este país!
–La inmunidad diplomática y el deseo de preservar las buenas relaciones con mi país sin duda jugaría a mi favor –replicó él–. ¿Quién le daría la custodia de un niño a una camarera de Sweater Bunnies cuando su padre es un príncipe?
–¿Vas a quitarme a mi hijo? –Bailey miró a su alrededor, seguramente buscando un arma.
–No deberíamos tener que llegar a eso.
–Explícame lo que quieres decir porque no lo entiendo.
–No habrá discusión sobre si mi hijo crecerá aquí porque los dos estaréis en Santa Firenze.
–Pensaba que yo no era digna de tu país.
Raphael tuvo que apartar la mirada. El deseo lo tenía constreñido. Tomarla, hacerla suya, parecía la decisión más obvia.
Y eso lo hizo pensar. Un gobernante debía ser frío. Debía actuar siempre teniendo en cuenta el honor, el sentido común y las necesidades del país, no algo tan voluble como el deseo.
Se preguntó entonces qué habría hecho su padre en esas circunstancias… y enseguida tuvo que reconocer que su padre jamás hubiera estado en esa situación. No había otra salida, tenía que llevar a su país a una mujer como Bailey, cuando sabía que era inapropiada para ocupar el puesto de princesa. Pero el honor y el deber eran más importantes que sus sentimientos y tenía un deber hacia su hijo.
–Eso era antes de saber que iba a tener un heredero –respondió por fin, dando un paso hacia ella, la palabra «mía» se repetía en su cerebro una y otra vez–. Vendrás conmigo a mi país, pero no como mi amante, Bailey Harper, sino como mi esposa.
Tienes un jet privado.
–Por supuesto –asintió Raphael, mientras ascendía por la escalerilla del lujoso avión.
–¿Viniste en tu jet privado la noche que nos conocimos?
Él esbozó una sonrisa.
–No vine en clase turista, desde luego.
–Es que… –Bailey no terminó la frase. No había mucho que decir. Raphael no era el hombre que ella había creído. Había quedado claro cuando le rompió el corazón al revelar que había otra mujer en su vida y aquello era solo una mentira más. Seguramente algunas personas pensarían que haberse quedado embarazada de un príncipe era un golpe de suerte, pero a ella no se lo parecía. Al contrario. Se sentía pequeña, fuera de lugar, insignificante.
Había discutido con él sobre el matrimonio y pensaba seguir discutiendo. Pero ¿qué podía hacer? Sabía que sería absurdo enfrentarse a un príncipe en los tribunales y no quería perder a su hijo.
«¿Estás segura de que, en el fondo, no quieres irte con él porque es la salida más fácil?».
Bailey no quería escuchar esa traidora vocecita mientras subía la escalerilla del avión, pero una vez en el interior la sensación de ser insignificante aumentó. No era nada, nadie, solo una chica de Nebraska que había ido a Colorado para buscarse la vida. Una chica criada por una madre soltera en una casa vieja con grietas en el techo.
Miró a su alrededor, intentando disimular su aturdimiento. Nunca había visto algo así. Había mirado páginas de Internet en las que mostraban la lujosa vida de los ricos y famosos, pero nunca se había imaginado que ella estaría en uno de esos aviones.
–Hay dormitorios al fondo –Raphael señaló con la mano el otro lado del avión–. Y también un baño con una ducha.
–¿Una ducha?
–Por supuesto.
No dijo nada más, como si fuese lo más normal del mundo tener un avión privado con ducha.
–Muy bien, lo tendré en cuenta en caso de que me apetezca –Bailey dio un respingo cuando la portezuela del avión se cerró–. Pero no podemos irnos ahora mismo. Tengo que terminar mis estudios…
–Ya me lo dijiste mientras hacías las maletas.
–Me han costado mucho dinero y tengo que terminar este semestre.
Raphael se sentó en uno de los asientos de piel y cruzó tranquilamente las piernas. Bailey tuvo que preguntarse por qué no se había dado cuenta antes de que era un príncipe. Claro que nunca había conocido a nadie así, pero él exudaba poder. ¿Cómo podía haber pensado que era un hombre normal?
«No pensaste nada. Lo viste y el mundo se detuvo».
–El coste de tus estudios es la última de mis preocupaciones. Puedes seguir estudiando por Internet, o podrías hacerlo en una de las universidades de Santa Firenze. Por supuesto, tendrás que tomar las clases en palacio y no en el campus.
–¿Por qué no?
–Porque tu presencia allí se convertiría en un circo –respondió él–. No estoy acostumbrado a la atención de la prensa del corazón. El nombre de mi familia ha sido respetado durante generaciones y nos sentimos orgullosos de nuestra estirpe. Además, a mí no me gusta la publicidad. No soy una celebridad, soy el gobernante de un país –Raphael suspiró pesadamente–. Me disgusta la situación en la que me encuentro ahora mismo porque tú… tú serás un problema.
–¿Ah, sí? Qué bien. Espero ser un problema tan grande que no puedas conmigo.
Él hizo un gesto con la mano.
–Vas a tener un hijo mío. Lo más importante del mundo es el nacimiento de ese bebé y debemos estar casados para que pueda darle mi apellido y el título que se merece.
–Hablas como si estuviéramos en la Edad Media.
–No, pero en Santa Firenze ese es el precio de formar parte de la familia real.
–Parece un precio muy alto.
–No tienes ni idea. Por eso el coste de tus estudios no es una preocupación. De hecho, tampoco debería preocuparte a ti. A partir de este momento no tendrás ningún problema económico.
Sus palabras le resultaban tan extrañas… No podía hacerse a la idea. Los problemas económicos la habían acompañado siempre, desde que era una niña, desde que supo lo que era pasar hambre, desde la primera noche de invierno sin calefacción porque les habían cortado el suministro de gas por falta de pago. Que aquel hombre pudiese tener todo lo que quisiera solo con chascar los dedos le parecía… irreal.
–No entiendo nada de lo que está pasando.
–Es muy sencillo –dijo Raphael mientras el avión empezaba a deslizarse por la pista–. Soy un príncipe y no puedo tener un hijo fuera del matrimonio. Hubiera preferido una esposa más apropiada, alguien con título o pedigrí, pero vas a tener un hijo mío y eso significa que tendremos que casarnos.
–Nunca se han pronunciado palabras más halagadoras –se burló ella.
–Estamos hablando de una realidad.
El avión empezó a despegar y a Bailey se le encogió el estómago. Su viaje más largo había sido de Nebraska a Colorado… y entonces se dio cuenta de algo.
–Espera un momento –empezó a decir, pensando que había encontrado una salida–. No tengo pasaporte.
Raphael se rio.
–Eso no es ningún problema. Tendrás uno enseguida.
–Pero no antes de llegar a tu país.
–Esa es la cuestión, mi país. Nadie va a negarte la entrada en Santa Firenze. En cuanto a volver a Estados Unidos, lo harás tarde o temprano y para entonces tendrás tu pasaporte.
Era enloquecedor. Hablaba con la despiadada firmeza de un soberano y replicaba como un enemigo a cada una de sus protestas.
–¿Nada de esto te preocupa? Dices que no te gusta aparecer en las revistas de cotilleos, pero lo dices con la pasión de un iceberg. Mientras tanto, yo siento que mi vida se derrumba, como si me hubieran metido de repente en un reality show de tercera clase.
–Eso es insultante. Estás en primera clase –bromeó Raphael.
–¿Esto es una broma para ti? Tu vida ha sido tan fácil… rodeado de lujos, de privilegios. Yo he tenido que trabajar cada día de mi vida para sobrevivir.
–Seguramente sea cierto, pero ahora esta es tu vida. Y no te preocupes por tu compañera de piso, le he dejado un cheque para que pueda pagar el alquiler durante varios meses.
–Un detalle por tu parte… te lo agradezco –murmuró Bailey, cerrando los ojos. Se sentía mal, todo parecía dar vueltas.
–Bailey… –empezó a decir él con expresión preocupada–. ¿Qué te pasa?
–No lo sé.
Raphael tomó su cara entre las manos.
–Tranquila, respira.
Bailey intentó hacerlo, pero no lograba centrar la mirada. Veía borroso y, de repente, todo se volvió negro…
Bailey recuperó el conocimiento poco después. Se sentía enferma, tenía la frente cubierta de un sudor frío y los dedos helados.
–¿Qué ha pasado?
–Te has desmayado –respondió Raphael. Y parecía sinceramente preocupado. Aunque no sabía si por ella o por el niño.
–No me toques –dijo ella.
Él apartó las manos de su cara y Bailey lo odió por ello. Odiaba sentir algo cuando la tocaba, odiaba que no estuviese tocándola. Se odiaba a sí misma por no entender sus sentimientos.
–¿Te desmayas habitualmente?
–No –respondió ella mientras Raphael se levantaba para ir al bar. Intentaba no prestar atención a sus movimientos, pero no le resultaba fácil–. He tenido un día lleno de sorpresas. Entré en una tienda y descubrí que mi examante era un príncipe. De repente, me di cuenta de que iba a tener un hijo con un príncipe y cuando fui a casa me encontré con dicho príncipe en mi dormitorio. Luego me llevó a un avión privado y me exigió que me casase con él o me quitaría a mi hijo. Supongo que el desmayo tiene algo que ver con eso.
Él abrió una botella de agua mineral y sirvió un vaso con movimientos pausados.
–Yo he descubierto hoy que voy a ser padre y creo que lo estoy llevando bastante bien –murmuró, ofreciéndole el vaso.
–Porque eres un robot –replicó ella, tomando un sorbo de agua.
–Creo que tú mejor que nadie sabes que soy un hombre.
–No del todo, solo algunas partes. Pareces tener el síndrome del hombre de hojalata.
–¿Qué significa eso?
–Que no tienes corazón.
–Amo a mi país –respondió él con tono helado–. Le soy eternamente leal y haré lo que tenga que hacer para preservar el legado de mi padre. No hay ninguna razón para asustarse por la situación. Debo casarme con la madre de mi hijo, es así de sencillo. Iba a casarme el mes que viene y, presumiblemente, poco tiempo después mi esposa hubiera quedado embarazada. Ese ha sido siempre el objetivo, de modo que solo ha cambiado la novia.
–De modo que las mujeres y los hijos son intercambiables para ti.
–Una mujer y un hijo son componentes necesarios en mi vida –replicó él–. Esenciales para mi país y mi linaje.
–Pero quién sea la mujer…
–Importa solo en términos de linaje, filiaciones políticas y la capacidad de tener hijos. Tú reúnes dos de esas tres condiciones y creo que eres lo bastante inteligente como para entender cuáles.
Lo decía con toda tranquilidad, como si la novia fuese la parte secundaria del matrimonio. Como si le diese igual casarse con ella o con la hermosa morena que había visto en las fotografías.
–Eres horrible. ¿Cómo pude convencerme a mí misma durante ocho meses de que eras mi príncipe azul? –Bailey hizo una mueca–. Y no me refiero a tu título.
–Vemos lo que queremos ver, Bailey. Tú querías verme como alguien que no era porque te resultaba conveniente.
–O era una virgen idiota que, por fin, había encontrado al hombre con el que quería hacer el amor por primera vez y los orgasmos le hicieron perder el sentido común.
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, tenso y pesado. Bailey se odiaba a sí misma por haber dicho eso, por recordar el placer que habían encontrado juntos. Preferiría olvidarlo porque la mantenía despierta por las noches. Durante el día se arrastraba, exhausta y desolada. Cuando soñaba, Raphael aparecía en sus sueños, tocándola, besándola. Y cuando se despertaba estaba triste, deprimentemente sola, y anhelaba unas caricias que no volvería a disfrutar nunca.
–Siento mucho haberte hecho daño –dijo él entonces con tono cortante–. Nunca fue mi intención, pero he sabido quién tenía que ser y con qué clase de mujer debía casarme desde que era un niño.
–Y esa mujer no era yo.
–No, no lo eras –Raphael se pasó las manos por el pelo–. Tengo que tomar decisiones acertadas para mi país y algún día mi hijo o hija hará lo mismo. Es lo que me enseñaron mis padres. Mi madre fue educada para ser la esposa de un príncipe y sabía cuál era su sitio. Eso es lo que hace falta para poner a un hijo en el trono, Bailey. Debes entender que no se trata de clasismo cuando digo que tú no eres la mujer con la que debería casarme.
–Yo… –Bailey se movió en el asiento–. La verdad es que no quiero seguir manteniendo esta conversación.
–Deberías descansar. Me temo que estás agotada.
–¡Qué sabrás tú!
–No voy a matarte, cara. Voy a convertirte en una princesa.
De repente, Bailey se sentía tan cansada que apenas podía mantener los ojos abiertos. No podía ser una princesa. Ella era una camarera y las camareras no se convertían en princesas.
–Voy a dormir un rato.
Bailey se dirigió al otro lado del avión y entró en el dormitorio, que era más grande que el de su apartamento, con una cama enorme que parecía diseñada para algo más que dormir. Era ridículo. Raphael era ridículo, toda aquella situación era ridícula.
Se quitó los zapatos antes de tirarse sobre la cama como una trágica princesa de dibujos animados y cerró los ojos, intentando controlar las lágrimas.
Aquello tenía que ser un sueño. Cuando se despertase por la mañana estaría de vuelta en Vail, sola y embarazada. Su exnovio no sería más que el representante de una empresa farmacéutica que la había dejado tirada y no el príncipe de un extraño país. Y ella no sería una futura princesa.
La alternativa era impensable.
Cuando aterrizaron en Santa Firenze, Raphael pidió que el coche fuese a buscarlos a la pista. Empezaba a preocuparse por la salud de Bailey, que estaba extremadamente pálida. Aunque solo la había visto una vez desde que se fue a dormir, cuando salió para usar el baño media hora antes de que aterrizasen.
Estaba desconcertado. Bailey no se mostraba agradecida o contenta por su oferta de matrimonio ni por la idea de ser princesa. Un puesto por el que muchas mujeres darían cualquier cosa.
Y, sin embargo, las dos mujeres a las que se lo había ofrecido lo habían rechazado.
Claro que Allegra era otra cuestión.
–El coche está esperando –anunció.
Bailey salió un momento después, con el pelo mojado, los ojos enrojecidos, una sudadera y un pantalón de chándal.
–Veo que has aprovechado la ducha.
–¿Cuántas veces se puede uno duchar a diez mil metros de altitud? –replicó ella–. Pensé que al menos debería probarla. Tengo que aprender a usar estos lujos.
–Tendrás oportunidad de volver a usarla. Aunque cambie de avión, siempre tendrá una ducha.
–¿Crees que volveré a usar tu avión en el futuro?
–Por supuesto, vas a casarte conmigo y fingir que no es así es ridículo –Raphael la tomó del brazo para llevarla a la portezuela del avión y la ayudó a bajar la escalerilla–. Sube al coche.
–Tú dices que es ridículo, pero no tiene por qué ser verdad.
Él señaló la puerta abierta del coche, haciéndole un gesto para que entrase y Bailey lo hizo, pero no sin antes fulminarlo con la mirada.
–Sigues sin entender. Soy el gobernante de Santa Firenze y nadie en mi familia ha tenido un hijo ilegítimo –empezó a decir Raphael, suspirando mientras se sentaba a su lado–. Nadie en mi familia se ha divorciado nunca, nuestro linaje es reverenciado. Te ofrezco la oportunidad de formar parte de todo eso y… que me rechaces es tan absurdo que no podría hacer una lista de razones.
–Haz esa lista, tienes tiempo –replicó ella.
–Es más larga que el viaje hasta el palacio.
–¿De verdad vives en un palacio?
Raphael dejó escapar un suspiro.
–¿Aún no entiendes que soy un príncipe? No pareces entender nada de lo que digo.
Pero lo entendería en cuanto viese el palacio, el hogar de su familia. Era la joya de Santa Firenze, situado en medio de los Alpes, frente a uno de los lagos más profundos y azules de Europa. Entonces entendería el regalo que estaba ofreciéndole.
–Me acusas de no entender y, sin embargo, creo que eres tú quien no entiende por qué esta situación no me hace feliz.
–Te estoy ofreciendo matrimonio, legitimidad para nuestro hijo y el fin de tus problemas económicos.
–¿Por qué no me ofreciste ayuda cuando tenía que hacer doble turno en ese horrible restaurante?
–¿Hubieras aceptado mi ayuda entonces?
Bailey apartó la mirada.
–Sí –respondió.
–Mientes muy mal. No hubieras aceptado ayuda del empresario y parece que tampoco estás dispuesta a aceptarla del príncipe.
–Porque la primera vez que conocí a Raphael, el príncipe, fue cuando rompió conmigo después de la que yo creía una cita romántica. La noche que me dejó tirada en la nieve.
Él apartó la mirada.
–Quería romper del todo y pensé que era lo mejor para los dos.
–No intentes convencerme de que perdiste el sueño por eso.
Ella no lo sabía, pero así era. Había perdido incontables horas de sueño, deseando algo que solo ella podía darle. Bailey lo había hechizado desde el momento en que la vio y nunca había sido capaz de explicarse por qué. Solo sabía que lo afectaba como nunca lo había afectado otra mujer y no tenía nada que ver con sus habilidades en la cama.
Aún recordaba la primera vez que se arrodilló ante él para tomarlo en su boca, los tímidos e inciertos roces de su lengua… No, no era su habilidad lo que lo excitaba, sino su sinceridad, su intensa dedicación. Compensaba su falta de experiencia con una pasión desatada.