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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Marilyn Medlock Amann.

Todos los derechos reservados.

CONFESIONES DEL CORAZÓN, Nº 54 - abril 2017

Título original: Confessions of the Heart

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2003.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9812-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 17

Si te ha gustado este libro…

1

 

—Alguien sabe lo de mi trasplante.

Al pie de la cama, el doctor English dejó de examinar los resultados de su análisis y la miró.

—Mi esposa no, desde luego.

—Tú no estás casado —le recordó Anna. A pesar de lo que pudiera haber sugerido el tono del médico, no había tenido ni tendría jamás una aventura amorosa con él.

Y no porque eso no hubiera sido posible. Con su pelo oscuro, sus ojos brillantes y su sonrisa sensual, se había sentido inevitablemente atraída desde la primera vez que lo vio.

Pero eso fue antes de que le abriera el pecho… y literalmente le arrancara el corazón. Desde entonces, había sido inmune a aquella sonrisa. Lo que valoraba ahora era su pericia como cirujano especialista en trasplantes, mucho más que sus supuestas habilidades como amante. Que, según sospechaba, serían ciertamente notables.

—¿Acaso no sientes la menor curiosidad por lo que acabo de decirte? —insistió Anna.

—Lo primero es lo primero —recogió los resultados—. ¿Cómo te sientes?

—En este preciso momento, como si acabara de vérmelas con un vampiro —se llevó una mano al cuello, donde un vendaje cubría la incisión que le habían hecho varias horas antes, para la biopsia cardíaca.

Michael garabateó algo en su informe.

—¿Han mejorado los cambios de humor desde que eliminamos la prednisona?

—¿Qué cambios de humor?

—Laurel dijo…

—Laurel se preocupa demasiado —replicó Anna—. Si me ve un poquito cansada, o malhumorada, o si me da un ataque de tos, ya se imagina que estoy sufriendo un rechazo.

El médico le lanzó una severa mirada.

—¿Has experimentado alguno de esos síntomas?

—No —se encogió de hombros.

—¿Fiebre, diarreas?

—No.

—¿Te quedas a veces sin aliento, sufres mareos, latido cardíaco irregular?

—No, no y no —suspiró—. Después de un año sin sufrir grandes complicaciones, Laurel podría relajarse un poco. Y tú también.

—Anna —pronunció con tono paciente, el mismo que utilizaba siempre que se disponía a echarle un sermón—. No puedes bajar la guardia solo porque hayas sufrido un episodio menor de rechazo. Sigues corriendo riesgos. Tienes que revisarte cotidianamente. Eso no ha cambiado. Y lo mismo vale para la medicación. Dejar de seguirla es la tercera causa más extendida de rechazos, según las estadísticas.

—Tomo puntualmente mis medicinas… —insistió.

—¿Nunca te olvidas?

—Ni una sola vez —afortunadamente, el número de medicamentos había descendido notablemente desde que salió del hospital, cuando tomaba quince por la mañana y otros tantos por la noche. Aun así, a veces tenía la sensación de que tenía una verdadera farmacia en casa. Jamás se olvidaba de tomarlos. Era perfectamente consciente de que saltarse una sola toma podría precipitar un rechazo.

Demasiado bien lo sabía. Anna y el resto del equipo de trasplantes no habían hecho otra cosa que repetírselo antes y después de la operación. Había tenido que memorizar todas las medicaciones, aprender a reconocerlas y estudiar sus efectos, antes de que le permitieran abandonar el hospital.

—Incorpórate un poco —Michael le aplicó el estetoscopio en la espalda, y luego en el pecho. Minutos después le tomó el pulso, frunciendo el ceño con gesto concentrado.

Realmente era muy guapo. Anna tenía que admitir que le habría resultado terriblemente fácil atravesar la barrera que separaba el nivel profesional del personal. Era un hombre divertido y encantador. Le gustaba hacerle reír. Y hacía mucho tiempo que nadie le había hecho reír, al menos desde que su madre murió de un ataque cardíaco cuando ella apenas contaba trece años.

De su madre había heredado su corazón débil, pero no su sentido del humor. Siempre seria y taciturna, Anna se había vuelto aún más reconcentrada durante su adolescencia, sobre todo cuando su padre volvió a casarse. Coincidiendo con el período de sus estudios de Derecho, se había distanciado mucho de su familia. Hasta que, cuando descubrió que su padre tenía cáncer, se animó a dar el primer paso hacia la reconciliación.

Afortunadamente había logrado hacer las paces con él antes de su muerte, pero sabía que no le había concedido lo que más había deseado en el mundo: su aceptación de Laurel. Ni siquiera en medio de su dolor compartido, Anna se había sentido capaz de querer a su madrastra. Irónicamente, fue Laurel quien la convenció de que acudiera al médico cuando empezó a sentir unos ligeros mareos. Y quien insistió en que viera a otro cardiólogo, cuando el primero la mandó a casa tras diagnosticarle un simple problema de estrés.

Y fue también Laurel quien se trasladó a su casa para cuidarla cuando, varios meses después, los mareos se convirtieron en síntomas de agotamiento. Estuvo en todo momento a su lado, apoyándola cuando tuvo que darse temporalmente de baja en el bufete de Matthews, Conley y Hart. Y cuando recibió la gran noticia, un año después de su primer diagnóstico: su corazón estaba gravemente enfermo. Un trasplante era su única esperanza.

Laurel, por último, fue quien la llevó al hospital cuando les avisaron de que habían recibido un corazón para ella. Un nuevo corazón. Una nueva vida. Una nueva Anna.

La perspectiva de la muerte le había hecho reflexionar, mirarse a sí misma con otros ojos. Durante toda su vida adulta había estado concentrada únicamente en una cosa: su propia carrera, con exclusión de todo lo demás, incluyendo familia y amistades. Había sido dolorosamente consciente de ello durante su estancia en el hospital, cuando Laurel fue la única persona que se quedó a hacerle compañía, entregándole las pocas cartas que llegaban a su apartamento. Y se había visto obligada a aceptar la desagradable conclusión de que, excepto a su madrastra, a la que tan mal había tratado durante años, a nadie le había importado que viviera o que dejara de vivir.

Por supuesto, sus socios en Matthews, Conley y Hart tenían un interés… financiero en que viviera. Y ni siquiera su pérdida les habría afectado demasiado. Su ex marido la había acusado una vez de ser una persona fría y sin sentimientos. Y, al parecer, había tenido razón.

—¿Y bien? —le preguntó Michael cuando dejó de auscultarla—. ¿Qué es eso de que alguien sabe lo tuyo? Explícamelo.

—Creo que alguien de la familia del donante sabe quién soy.

—Eso es imposible. Tanto la identificación del donante como del receptor permanecen en el más absoluto anonimato. Ni siquiera lo saben los cirujanos. Esas son las reglas.

—Eso ya lo sé. Pero no se me ocurre otra manera de explicar todas las cosas raras que últimamente me han venido sucediendo.

—¿Qué tipo de cosas raras? —frunció el ceño.

Anna permaneció pensativa por unos segundos.

—Te va a parecer que estoy completamente paranoica, pero he recibido unas llamadas de teléfono muy extrañas. Siempre por la noche, una vez que ya me he acostado. Generalmente me despiertan. Nadie dice nada al otro lado de la línea, pero puedo escuchar una música sonando al fondo… Y reconozco la melodía. ¿Conoces la balada Alma y corazón? Ya sé que pensarás que estoy loca, pero…

—¿Dices que recibes esas llamadas por la noche y que siempre te despiertan? Anna, acabas de pasar por una prueba muy dura. Tanto física como mentalmente. Tu vida entera ha cambiado en unos pocos meses y…

—Lo sé —lo interrumpió—. Pero no es eso. No estoy soñando despierta. Creo que esas llamadas tienen que ver con mi trasplante.

—Pero aunque ese fuera el caso, no significa que tuvieran que ver con la familia del donante —replicó Michael—. Podrían ser de alguien que te conoce. Alguien resentido, que intenta asustarte un poco.

Ya había pensado en ello. Su estilo agresivo como abogada especialista en divorcios no le había hecho ganar muchas amistades entre sus clientes, o entre sus propios colegas. Aun así, había algo profundamente inquietante y simbólico en aquellas llamadas.

—Mira —le dijo Michael—, no quiero que te preocupes por eso. Lo último que necesitas es que te estreses.

—No estoy estresada. Dios sabe que a veces me siento casi como si estuviera en coma, de la vida tan tranquila que llevo —Anna no echaba precisamente de menos la presión laboral de su antiguo trabajo, pero transcurrido un año desde la operación, sabía que había llegado el momento de hacer algo. O dedicarle al bufete algunas horas al día o encontrar alguna otra cosa en la que ocupar su tiempo. No podía pasarse el resto de su vida tomando medicinas, durmiendo la siesta y saliendo a pasear. Sabía que otras personas que habían recibido trasplantes habían llegado incluso a escalar montañas. Y ella necesitaba una montaña que escalar.

—Tienes razón. Probablemente no sea nada —se sentó en la cama y bajó las piernas—. Pensé que debía decírtelo, por si acaso se había producido alguna filtración de datos en la sociedad Don de Vida…

—Eso es algo altamente improbable.

—Es verdad —pero Anna sabía que los hackers podían entrar en los archivos informáticos más secretos. En las manos adecuadas, dudaba que el sistema de la sociedad especializada en trasplantes ofreciera mucha resistencia.

Michael se guardó el bolígrafo en el bolsillo de la bata y cerró su informe.

—Vas muy bien, Anna. Tus análisis y tu presión sanguínea son excelentes. Sigue así, y no necesitaré volver a verte hasta dentro de otros tres meses —se dirigió hacia la puerta, pero en el último momento se volvió para lanzarle una severa mirada—. Pero insisto en lo del estrés. No te preocupes por esas llamadas. Desconecta el teléfono por la noche, si es necesario. Espera unos cuantos días. Sea quien sea el bromista, terminará cansándose para dedicarse a otras cosas.

 

 

—Siento haberte hecho esperar tanto —le dijo poco después Anna a Laurel, que al volante de su coche acababa de salir del inmenso aparcamiento del Centro Médico de Texas.

—No lo sientas —sonrió Laurel—. Sé que parece extraño, pero siempre me gusta venir al instituto. Este lugar es tan asombroso. ¿Has visto la exposición del museo?

El edificio Denton A. Cooley, que albergaba el Instituto del Corazón de Texas, era indudablemente una maravilla tecnológica del siglo XXI. El centro de investigación, formación y asistencia médica había sido bautizado con el nombre de uno de los pioneros de la cirugía de trasplantes. Anna, sin embargo, solamente estaba familiarizada con el octavo piso.

—La verdad, nunca he bajado al museo.

—Pues deberías hacerle una visita. Tiene una impresionante colección de arte. Y una gran cantidad de curiosos objetos personales del doctor Cooley —se volvió hacia Anna, con sus ojos verdes brillando de excitación—. Cada vez que vengo aquí, encuentro siempre algo nuevo y fascinante.

—Me alegro de que no te hayas aburrido.

El entusiasmo por todas las facetas de la vida que desplegaba su madrastra nunca dejaba de sorprenderla. Probablemente esa era una de las cosas que más habrían atraído a su padre de ella. Después de todo ese tiempo, Anna no podía menos que reconocer lo mucho que se parecía Laurel a su madre. Ojalá hubiera llegado antes, años atrás, a esa misma conclusión.

Se había distanciado de una manera tan absurda e innecesariamente de la gente que la había querido… Solo cuando el ángel de la muerte había llamado a su puerta, se había dado cuenta de que lo había hecho por miedo. No por ambición, ni por avaricia, ni siquiera por resentimiento hacia Laurel, sino por miedo a que, si llegaba a querer demasiado a alguien… pudiera terminar perdiéndolo también.

La muerte de su madre la había afectado mucho más de lo que había estado dispuesta a reconocer, y su padre, al igual que ella, se había guardado su propio dolor. Se había negado a hablar de la muerte de su esposa, y también a que su hija hablara sobre ello. Ambos habían tenido un gran éxito a la hora de simular y esconderse mutuamente su dolor. Por eso, cuando de repente un día llevó a Laurel a casa, sin previo aviso… Anna lo consideró una especie de traición.

No había sido capaz de perdonarlo, no había querido compartir la más mínima porción de su felicidad, porque para entonces ya había encontrado algo mucho más seguro y menos complicado que el amor. El éxito. Su vida profesional era algo sobre lo que había ejercido un perfecto control… o al menos eso era lo que había creído ella.

Miraba por la ventanilla del coche con gesto ausente, abismada en sus reflexiones. Estaba lloviendo, y el rítmico movimiento del limpiaparabrisas la estaba adormilando. Menos mal que Laurel estaba al volante, pensó mientras apoyaba la cabeza en el respaldo del asiento. Seis meses después de abandonar el hospital, Michael le había permitido conducir de nuevo, pero cuando tenía que hacerse las biopsias, seguía dependiendo de su madrastra para ir y venir del hospital.

Laurel hizo varias paradas, una de ellas en la farmacia para reponer algunos de los medicamentos de Anna. Eran más de las tres y el tráfico estaba absolutamente congestionado. Cuando ya se dirigían hacia Main Street, atravesando el centro de la ciudad, Anna, en un impulso, le señaló la entrada de un aparcamiento.

—Métete allí, por favor.

Laurel hizo lo que le decía y se volvió hacia ella, extrañada.

—Espero que no estés pensando en ir a la oficina.

Matthews, Conley y Hart ocupaban varios pisos de la Torre J.P. Morgan, el rascacielos más alto de Houston. El despacho de Anna se encontraba en la decimoctava planta. En un día claro, se podía divisar el Golfo de México. Aunque los días claros eran una excepción en aquella ciudad.

—Anna —insistió Laurel—. Deberías volver a casa y descansar.

—No tardaré mucho. Déjame cerca de la entrada, y luego vete a casa sin mí. Ya me has esperado bastante.

—¿Cómo volverás a casa?

—Caminando. Ya sabes que me viene bien.

—Pero todavía sigue lloviendo.

—Tengo un paraguas —le señaló el que llevaba—. Y si arrecia, tomaré un taxi.

—Estoy preocupada por ti, Anna —le confesó Laurel una vez que hubo aparcado el coche—. Últimamente te he visto muy inquieta. Tengo miedo de que puedas hacer algo que ponga en peligro tu salud…

Anna abrió la puerta.

—Tengo algo que hacer, pero no te preocupes. No tienes ningún motivo para ello. Te lo prometo.

Salió del coche antes de que Laurel pudiera añadir algo más, y se despidió de ella. Su madrastra vaciló por un momento, frunciendo el ceño, pero finalmente se marchó resignada.

Desde el vestíbulo del aparcamiento, bajó por las escaleras mecánicas del subterráneo del edificio, que albergaba una enorme galería comercial, con todo tipo de tiendas. Minutos después volvió a salir justo delante de la Torre Chase, y esperó el ascensor para subir a la vigésimo séptima planta. La de las oficinas de Investigaciones Globales BMI.

Sonó el timbre y se abrieron las puertas. Mientras se hacía a un lado para dejar salir a sus ocupantes, todos ejecutivos de aspecto impecable, reparó en uno de ellos, al fondo. Era más alto que los demás, lo que podía explicar que se hubiera fijado en él. Aunque seguramente era por la larga y fina cicatriz que le cruzaba la cara desde el pómulo hasta la barbilla. No pudo evitar preguntarse por lo que le habría pasado. No iba vestido de ejecutivo, como el resto. Llevaba una camisa y unos pantalones oscuros que parecían poco apropiados para el verano de Houston, tan extremado como húmedo. Tenía un aire ajeno, distante de la gente que lo rodeaba. Y de la propia Anna. Apenas la miró cuando accidentalmente le rozó un hombro, justo en el instante en que salía del ascensor.

—Perdón —murmuró.

Anna sintió un escalofrío. Volviéndose, apenas lo distinguió entre la multitud, alejándose rápidamente. Pero justo antes de que se volvieran a cerrar las puertas del ascensor, vio que se detenía de pronto y se giraba para mirarla.

 

 

BMI era una gran compañía de investigación privada fundada por dos antiguos inspectores de policía y un ex agente del FBI. Actualmente empleaban a una docena de investigadores y a un equipo que incluía expertos en informática, forenses y todo tipo de especialistas en descubrir cuentas bancarias ocultas. Un servicio que a Anna siempre había encontrado inestimable. Matthews, Conley y Hart solían trabajar exclusivamente con BMI, y Anna conocía personalmente a sus tres fundadores. Cada uno tenía una especialidad propia, pero con quien más cómoda se sentía era con Tom Bellows. Era el mayor de los tres y, de alguna manera, siempre le había recordado a su padre.

—Hola, señorita Sebastian —la saludó la joven recepcionista—. Hacía tiempo que no la veíamos por aquí. ¿Tiene alguna cita?

—Hola, Juliette. No tengo cita, pero necesito ver a Tom Bellows. ¿Está en la oficina?

—Espere un momento. Voy a comprobarlo.

—Gracias.

Cuando Juliette colgó el teléfono, le informó de que su jefe disponía de unos minutos libres antes de su siguiente cita. Después de darle las gracias, Anna se dirigió a su despacho. La estaba esperando en la puerta. A sus cincuenta y cinco años, seguía siendo un hombre muy atractivo, con su cabello plateado, sus ojos de un azul claro, casi cristalino, y su tez bronceada.

—Por un momento creí que Juliette se había equivocado. Dichosos los ojos, Anna. Bienvenida al mundo de los vivos.

—Gracias —ni siquiera ella habría elegido una expresión que describiera mejor su estado actual.

—La última vez que te vi, no estaba muy seguro de que tú me estuvieras viendo a mí —le comentó mientras volvía a ocupar su sillón, después de invitarla a sentarse.

—Bueno, han pasado muchas cosas desde entonces —sonrió, irónica.

—He oído que te trasplantaron el corazón.

—Así es. Gracias por la carta que me enviaste —había sido una de las pocas que había recibido. La encontró en casa cuando salió del hospital. Por eso había significado tanto para ella.

Tom no dejaba de observarla con evidente curiosidad.

—¿Sabes? Te veo diferente. Como si hubieras cambiado. Y no logro adivinar en qué.

—Bueno, he adelgazado un poco —repuso, encogiéndose de hombros.

—Siempre has sido muy delgada. No, no es eso —ladeó la cabeza—. Son tus ojos… —de repente desvió la mirada, como afectado por algo que hubiera visto en ellos—. Has sufrido mucho, evidentemente…

Anna asintió, incómoda con el rumbo que había tomado la conversación. Se aclaró la garganta.

—Probablemente te estarás preguntando a qué he venido.

—Supongo que habrás vuelto al trabajo.

—No. Y, para serte sincera, ni siquiera estoy segura de que vaya a volver.

Arqueó una ceja, sorprendido.

—¿Ya lo saben?

—Todavía no les he presentado mi dimisión formal, pero sospecho que la esperan. Ha transcurrido casi un año, al fin y al cabo.

—Probablemente te darían otro año, si se lo pidieras. Una abogada con tu talento e intuición no se encuentra todos los días.

«Talento e intuición», pensó Anna. Y también ambición. Suspiró profundamente.

—Estás hablando de la antigua Anna.

—Bueno —sonrió—, admito que te veo algo distinta, pero… ya sabes que los leopardos no cambian las manchas de un día para otro.

—Quizá todavía no hayas visto a ninguno cuya vida dependiera de ello.

Tom reflexionó por un momento.

—¿Por qué no me dices a qué has venido?

—Tengo un trabajo para ti.

—Pero creía que habías dicho…

—Es algo personal.

—De acuerdo. Soy todo oídos.

—Quiero averiguar la identidad de mi donante.

—¿Por qué no utilizas los canales adecuados? —frunció el ceño—. Leí en alguna parte que los receptores de trasplantes suelen enviar una carta anónima a la familia de su donante, a través del hospital. La familia puede optar entre responder o ignorar la carta. Solo si ambas partes están de acuerdo, es posible concertar un encuentro.

—¿Y si la familia decide que no quiere verme?

—En mi opinión, eso sería precisamente lo mejor. Mira, Anna, creo que estás contemplando todo esto desde un único punto de vista. El sistema tiene que protegerte tanto a ti como a la familia del donante. Te pondré un ejemplo. ¿Y si una desconsolada madre descubre que llevas el corazón de su hijo? ¿Y si esa madre había tenido problemas para aceptar su muerte? ¿Y si empieza a llamarte en mitad de la noche, o se presenta un día en tu casa, inesperadamente? Yo no digo que algo así tuviera que suceder, pero podría.

Anna no pudo menos que inquietarse al recordar las extrañas llamadas de teléfono que había recibido.

—Entiendo lo que dices, y aprecio tu preocupación, Tom. Pero me temo que… es posible que alguien de la familia del donante sepa ya quién soy.

Le habló de las llamadas nocturnas, y cuando terminó, Tom sacó la misma conclusión que Michael.

—Desde luego que es extraño, pero eso no quiere decir que procedan de la familia del donante. Mucha gente… sabe lo de tu trasplante. Incluso apareció en la prensa. No es ningún secreto.

—Ya. Mi madrastra me enseñó el artículo —su nombre y la situación en que se encontraba habían sido divulgados en un extenso artículo sobre uno de los casos de los que se había ocupado. Tal vez algún antiguo oponente suyo había leído el artículo al igual que ella y, tal y como Michael había supuesto, había decidido asustarla un poco—. Sé a lo que te refieres. Y sí, me he ganado algunos enemigos. Pero, sinceramente, no creo que sea eso. Esas llamadas son más de…

—¿De algún perturbado, quizá?

Anna volvió a sentir un escalofrío, pero distinto del que había experimentado poco antes, en el ascensor. Pensó en el hombre de la cicatriz, preguntándose de nuevo cómo se habría hecho aquella horrible herida. Miró a Tom.

—No. Quería decir que esas llamadas eran como… más personales. Como si ese alguien quisiera ponerse en contacto conmigo.

—Que es precisamente lo que te estaba diciendo antes —le recordó, sombrío.

—Mira, aunque supiera quién es el responsable de esas llamadas, seguiría sin cambiar de idea —se inclinó hacia él—. Sé que no lo comprendes, pero es algo que tengo que hacer. Sé que mi donante era una mujer de treinta y nueve años, pero necesito saber el tipo de persona que era, la clase de vida que llevaba… No me pidas que te lo explique. Simplemente… necesito hacerlo. Le debo tanto…

—¿No crees que habría mejores maneras de expresar esa gratitud? ¿Como por ejemplo respetar la intimidad de su familia? —le espetó Tom, rotundo.

—¿Me estás diciendo que no vas a ayudarme?

—Te estoy diciendo que tengo profundas reservas respecto a esto. Respecto a tus motivaciones.

Furiosa, la lanzó una fría mirada.

—¿Sabes una cosa, Tom? Fui yo quien puso en contacto a tu empresa con mi bufete. Una sola llamada y dejarían de trabajar contigo.

Tom apretó la mandíbula, sin amilanarse.

—Soy consciente de ello.

De repente la asaltaron los remordimientos. Se llevó una mano a la boca, arrepentida de lo que acababa de decir.

—Perdona, Tom. Eso ha estado completamente fuera de lugar. Perdóname, por favor.

Tom se encogió de hombros, pero algo había cambiado entre ellos, en su relación. Anna podía verlo en sus ojos.

—No te disculpes. Es un alivio descubrir que la antigua Anna ha vuelto —la miró fijamente por un momento, como intentando adivinar si sus disculpas habían sido sinceras o no—. Yo siempre te he admirado y respetado. Y, a veces, incluso me he encariñado contigo. Pero nunca nos has puesto fácil que lleguemos a quererte…

—Lo sé.

—Voy a hacer todo esto porque tienes razón —se frotó la nuca—. Porque estoy en deuda contigo. Pero después… —se interrumpió, encogiéndose de hombros.

Anna sintió una dolorosa punzada de culpa. ¿Por qué se había puesto tan furiosa apenas hacía unos segundos? Tom era lo más cercano a un amigo que había tenido nunca, y ahora lo estaba alejando de su lado. Quizás él estuviera en lo cierto. Un leopardo no cambiaba de manchas de un día para otro. Tal vez ella no pudiera cambiar las suyas.

—Mira, si prefieres que recurra a otra agencia, lo haré. No te guardaré rencor. Ni tendrá… repercusiones.

—No, te he dicho que me ocuparé de ello. Solo espero que seas consciente del problema en el que te vas a meter.

—Lo soy. Y quiero que sepas que no voy a perjudicar a nadie con esa información. Lo que descubras, sea lo que sea, quedará entre nosotros. Sé que no puedes comprenderlo, pero es algo que tengo que hacer. Tengo que asegurarme…

—¿De que te mereces ese nuevo corazón?

Algo se le revolvió por dentro.

—Sí, exactamente —murmuró—. Y puedo leer en tu cara tu opinión al respecto.

—Mi opinión no importa —se levantó, dando por concluida la entrevista—. Estaremos en contacto.

No se molestó en acompañarla hasta la puerta.

2

 

Anna se sentía profundamente inquieta mientras se dirigía a su apartamento, en el antiguo edificio de Cullen Bank, en Main Street. Eran poco más de las cuatro y había muy pocos peatones en las calles. La lluvia había obligado a refugiarse a la mayoría en los subterráneos.

Cuando llegó al cruce de Preston, la asaltó la extraña sensación de que estaba siendo observada. Miró hacia atrás. No vio a nadie, y continuó andando. Esperó unos minutos en el semáforo y cruzó la calle. Ya estaba muy cerca de su casa cuando su mirada se vio inexplicablemente atraída por la parada de autobús que había en la esquina.

Había un hombre allí. Estaba de espaldas a Anna, pero tenía algo que le resultaba familiar. No era muy alto. Tenía el pelo oscuro y muy corto, y vestía una camisa negra…

El corazón le dio un vuelco mientras lo observaba. Algo la impulsó a huir de él. A refugiarse en su edificio, subir a su apartamento y encerrarse con llave. Pero, por lo visto, no podía moverse.

De repente, como si hubiera sentido su mirada, el hombre se volvió lentamente hacia ella. Anna se quedó sin aliento. Y comprendió de inmediato por qué le había resultado tan familiar.

Su ex marido sonrió mientras se dirigía hacia ella.

—Hola, Anna.

—Hays —pronunció, sorprendida. Se había llevado automáticamente la mano al corazón—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Esperándote. Te vi entrando en el ascensor de la Torre Chase, y subí a buscarte, pero no te encontré en tu oficina —se encogió de hombros—. Supuse que tendrías que pasar por aquí tarde o temprano.

Su excusa le pareció plausible. Hays trabajaba para una compañía de prospección de gas y petróleo que tenía su sede en la Torre Chase.

—¿Para qué querías verme?

—Últimamente he estado trabajando fuera, y hace solo unos días que he vuelto. Supongo que necesitaba comprobar personalmente… que te encontrabas bien.

Anna quería creer en sus palabras, pero había algo en su expresión que despertaba sus sospechas.

—No tenías por qué haberte molestado en venir. Simplemente podías haberme llamado.

—Como ya te he dicho, quería verlo por mí mismo. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro.

—¿Qué es lo que se siente al tener el corazón de otra persona latiendo en tu pecho?

¿Qué podía responderle? ¿Debería decirle que experimentaba una sensación de agradecimiento, casi de reverencia por su donante? ¿Que se sentía como abrumada por la concesión de una segunda oportunidad que nada había hecho para merecer? ¿Que tenía la sensación de estar espiritualmente conectada con la mujer que le había hecho tan precioso regalo?

Podía decirle todo eso. Pero sabía que ni Hays ni nadie que no estuviera bajo su piel la comprendería jamás.

—Lo siento simplemente como si fuera el mío. No hay ninguna diferencia —mintió.